Liandrin guió a su caballo a través de las abarrotadas calles de Amador; la ancha y curvada ala de la toca ocultaba la mueca despectiva de sus gordezuelos labios. Le había resultado odioso tener que renunciar a su peinado de múltiples trenzas, y aun le parecían más odiosas las ridículas costumbres de ese ridículo país; el gorro y el vestido de montar, de color amarillo rojizo, le agradaban bastante, pero no los grandes lazos de terciopelo que adornaban ambas prendas. Aun así, la toca le ocultaba los ojos —la combinación de cabello rubio oscuro y ojos castaños la señalaban de inmediato como tarabonesa, cosa poco recomendable en esos días en Amadicia— y escondía lo que habría sido aun más peligroso mostrar allí: un rostro de Aes Sedai. Aprovechando esta tapadera, podía mirar con mofa a los Capas Blancas, tan numerosos que eran una quinta parte de los hombres que pasaban por la calle. No es que los soldados, otro quinto de los transeúntes masculinos, fueran mejores. Pero a ninguno de ellos se le ocurrió asomarse por debajo de la toca, naturalmente. Las Aes Sedai eran proscritas allí, lo que significaba que no había ninguna.
Con todo, se sintió un poco mejor cuando entró por las ornamentadas puertas de hierro que daban a la casa de Jorin Arene. Otra excursión infructuosa en busca de noticias de la Torre Blanca; no había habido nada más desde que se había enterado de que Elaida estaba al frente de la Torre, y que se habían deshecho de esa mujer, Siuan Sanche. Siuan había escapado, cierto, pero ahora era tan inútil como un trapo viejo.
Los jardines al otro lado del muro de piedra estaban llenos de plantas bastante mustias por falta de lluvia, pero podadas en formas cuadradas y redondas, aunque una tenía la forma de un caballo dando un salto. Sólo una, por supuesto. Los mercaderes como Arene imitaban a quienes ocupaban posiciones más altas, pero tenían buen cuidado en no extralimitarse para evitar que alguien pensara que eran demasiado presuntuosos. Unos balcones muy ornamentados decoraban la gran casa de madera, con sus tejados rojos, e incluso había una arcada de columnas talladas; pero, a diferencia de la vivienda de un noble que supuestamente imitaba, los cimientos de piedra no alcanzaban más que tres metros de altura. En conjunto, era una infantil imitación de la mansión de un lord.
El nervudo y canoso hombre que se acercó rápida y temerosamente para sujetar el estribo mientras ella desmontaba y coger después las riendas, iba vestido completamente de negro. Fueran cuales fueran los colores que un mercader pudiera escoger para el uniforme de sus lacayos, sin duda pertenecerían a uno u otro noble de verdad, e incluso un lord de poca importancia podía ocasionar problemas al tratante de mercancías más rico. La gente de la calle llamaba al color negro «librea de mercader», y se reía con sorna cuando lo decía. Liandrin despreciaba el negro uniforme del criado tanto como aborrecía la casa de Arene y al propio Arene. Algún día ella poseería verdaderas mansiones. Palacios. Se lo habían prometido, así como el poder que conllevaban dichas posesiones.
Mientras se quitaba los guantes de montar subió por la ridícula rampa que se inclinaba a lo largo de los cimientos y llegaba a las puertas principales, talladas con hojas de enredaderas. A las mansiones fortificadas de los nobles se accedía por rampas, de modo que un mercader que tuviera buena opinión de sí mismo nunca pondría escalera en su casa. Una joven criada, vestida de negro, le cogió los guantes y el sombrero cuando entró en el vestíbulo redondo, jalonado por numerosas puertas, con columnas talladas y decoradas con fuertes colores y una balconada que recorría todo el perímetro circular. El techo se había lacado a semejanza de un mosaico, estrellas dentro de estrellas, en dorado y negro.
—Tomaré el baño dentro de una hora —le dijo a la joven—. Y esta vez tendrá la temperatura adecuada, ¿verdad?
La doncella se puso pálida e hizo una reverencia al tiempo que asentía entre balbuceos; luego se escabulló rápidamente.
Amellia Arene, la esposa de Jorin, salió por una de las puertas enfrascada en una conversación con un hombre gordo y calvo que llevaba un blanco delantal impoluto. Liandrin resopló con desdén. La mujer se daba muchos aires, pero no sólo hablaba directamente con el cocinero, sino que sacaba al hombre de las cocinas para discutir sobre las comidas. Y trataba a su sirviente como… ¡como a un amigo!
El gordo Evon la vio primero y tragó saliva con esfuerzo; sus ojillos de cerdo se apartaron de inmediato. A Liandrin no le gustaba que los hombres la miraran y le había dirigido unas palabras cortantes el primer día de su estancia allí por el modo en que sus ojos se demoraban sobre ella en ocasiones. El hombre había intentado negarlo, pero ella conocía las viles costumbres de los varones. Sin esperar a que su señora le diera permiso para retirarse, Evon volvió por donde había venido casi corriendo.
Cuando Liandrin y las demás habían llegado a la casa, la canosa consorte del mercader era una mujer de rostro severo; ahora se pasó la lengua por los labios y se alisó innecesariamente la drapeada falda de seda.
—Arriba hay una persona reunida con las otras, mi señora —dijo tímidamente. El primer día había creído que podía llamar a Liandrin por su nombre—. En la salita principal. Viene de Tar Valon, creo.
Preguntándose quién podría ser, Liandrin se dirigió hacia la escalera de trazado curvo que estaba más cercana. Sabía que conocía a muy pocas hermanas del Ajah Negro, naturalmente, por razones de seguridad; lo que otras no supieran no podían delatarlo. En la Torre sólo conocía a una de las doce que habían partido con ella cuando se marchó. Dos de esas doce había muerto, y sabía a quién culpar de ello: Egwene al’Vere, Nynaeve al’Meara y Elayne Trakand. Todo había salido tan terriblemente mal en Tanchico que habría jurado que aquellas tres Aceptadas advenedizas estaban allí de no ser porque eran unas necias que, por dos veces, se habían metido mansamente en las trampas tendidas por ella. El que hubieran escapado en ambas ocasiones no tenía relevancia. Si hubiesen estado en Tanchico habrían caído en su poder, a pesar de lo que dijera haber visto Jeane. La próxima vez que se las encontrara, no escaparían. Acabaría con ellas de manera definitiva, tuviera las órdenes que tuviera.
—Mi señora —balbució Amellia—. Sobre mi esposo, señora… Por favor, ¿alguna de vosotras querría ayudarlo? Jorin no lo hizo con intención, mi señora. Ha aprendido la lección.
Liandrin hizo un alto en la escalera, con la mano apoyada en la balaustrada tallada, y miró hacia atrás.
—No tendría que haber pensado que su juramento al Gran Señor podía olvidarlo cuando le conviniera, ¿verdad?
—Ha aprendido la lección, mi señora. Por favor. Yace bajo las mantas todo el día, tiritando a pesar de este calor. Solloza cuando alguien lo toca o habla en susurros.
Liandrin simuló estar sopesando la idea y después asintió.
—Le pediré a Chesmal que vea lo que puede hacer al respecto. Empero, ten presente que no te prometo nada.
Las vacilantes palabras de agradecimiento de la mujer la siguieron escaleras arriba, pero ella no prestó atención. Temaile se había dejado llevar por el genio. Había pertenecido al Ajah Gris antes de entrar a formar parte del Negro y siempre ponía un gran empeño en prolongar el dolor de un modo parejo y regular cuando mediaba; había obtenido excelentes resultados como mediadora porque disfrutaba alargando el dolor. Chesmal aseguraba que Jorin podría realizar pequeñas tareas dentro de unos cuantos meses siempre y cuando no fueran demasiado duras y nadie levantara la voz. Había sido una de las mejores Curadoras de las Amarillas desde hacía generaciones, de modo que tenía que saberlo.
Se sorprendió al entrar en la salita principal. Nueve de las diez hermanas Negras que habían venido con ella estaban de pie alrededor de la habitación, contra los paneles de madera que recubrían las paredes, tallados y pintados, a pesar de que había cómodas sillas de sobra sobre la alfombra. La décima hermana, Temaile Kinderode, le entregaba una taza de té, de delicada porcelana, a una mujer morena, de robusto atractivo, que llevaba un vestido de color broncíneo con un corte desconocido para Liandrin. La mujer sentada tenía un vago aire familiar aunque no era Aes Sedai; se encontraba en la madurez y, a despecho de las tersas mejillas, no había en su rostro la apariencia de intemporalidad.
Empero, la atmósfera que había en la estancia despertó la cautela en Liandrin. Temaile tenía una engañosa apariencia frágil, con sus enormes ojos azules de expresión infantil que hacían que la gente confiara en ella; ahora parecían preocupados o inquietos, y la taza tintineó en el platillo antes de que la otra mujer la cogiera. Todos los semblantes tenían una expresión inquieta salvo el de la extrañamente familiar mujer. Jeane Caide, con uno de aquellos indecentes vestidos domani que llevaba dentro de casa y que dejaban al aire gran parte de su piel cobriza, todavía tenía el rastro húmedo de las lágrimas en las mejillas; había sido una Verde y le gustaba lucirse y llamar la atención de los hombres más aun que cualquier otra Verde. Rianna Andomeran, antes Blanca y siempre una arrogante y fría asesina, no dejaba de toquetear con nerviosismo el mechón blanco que tenía en la negra melena y que le caía sobre la oreja izquierda. Toda su altanería había desaparecido.
—¿Qué pasa aquí? —demandó Liandrin—. ¿Quién sois vos y qué…? —De repente la reconoció. Una Amiga Siniestra, una sirvienta de Tanchico que continuamente se excedía, olvidando el lugar que le correspondía—. ¡Gyldin! —espetó. Esta criada las había seguido de algún modo y, obviamente, intentaba hacerse pasar por un correo de las Negras con alguna noticia terrible—. Esta vez te has pasado de la raya en exceso.
Buscó el contacto con el saidar, pero antes de conseguirlo el brillo del poder envolvió a la otra mujer y el intento de Liandrin se estrelló contra un muro invisible que le impedía llegar a la Fuente, que quedó suspendida como un sol, tentadoramente fuera del alcance.
—Cierra la boca, Liandrin —dijo la otra mujer sosegadamente—. Pareces un pez fuera del agua. No soy Gyldin, sino Moghedien. A este té le hace falta un poco más de miel, Temaile.
La esbelta hermana de rostro zorruno se apresuró a cogerle la taza, con la respiración entrecortada.
Tenía que ser eso. ¿Qué otra persona habría amedrentado de ese modo a las demás? Liandrin las observó, recorriendo con la mirada las figuras plantadas de pie en derredor del cuarto. Eldrith Johndar, con su cara redonda, por una vez no parecía totalmente absorta a pesar de la mancha de tinta que tenía en la nariz y asintió con la cabeza enérgicamente. Las otras parecían temerosas de mover un solo músculo. No entendía por qué una de las Renegadas —se suponía que no debían utilizar ese apelativo, pero generalmente lo hacían para hablar entre ellas—, por qué Moghedien había tenido que disfrazarse de sirvienta. Esa mujer tenía, o podía tener, todo cuanto quisiera. No sólo conocimientos del Poder Único más allá de lo que Liandrin era capaz de soñar, sino poder. Poder sobre otros, poder sobre el mundo. E inmortalidad. Poder para toda una vida que jamás acabaría. Ella y sus hermanas habían especulado sobre disensiones entre los Renegados; había habido órdenes que chocaban entre sí, instrucciones dadas a otros Amigos Siniestros que estaban en contra de las que tenían ellas. Quizá Moghedien se había estado escondiendo de los otros Renegados.
Liandrin extendió la falda pantalón de montar lo mejor posible para hacer una profunda reverencia.
—Os damos la bienvenida, Insigne Señora. Con la guía de los Elegidos, triunfaremos sin duda antes del Día del Retorno del Gran Señor.
—Muy bien expresado —replicó secamente Moghedien mientras cogía de nuevo la taza que le tendía Temaile—. Sí, así está mucho mejor.
Temaile parecía absurdamente complacida y aliviada. ¿Qué había hecho Moghedien? De repente se le pasó algo por la cabeza a Liandrin; algo poco grato. Había tratado a una de las Elegidas como a una sirvienta.
—Insigne Señora, en Tanchico ignoraba que fueseis vos…
—Pues claro que lo ignorabas —la interrumpió Moghedien con un dejo de irritación—. ¿De qué me habría servido quedarme en las sombras si tú y las demás lo hubieseis sabido? —Inopinadamente, un atisbo de sonrisa asomó a sus labios, pero no se reflejó en el resto de los rasgos de la mujer—. ¿Estás preocupada por todas las veces que mandaste a Gyldin para que el cocinero la castigara? —El sudor perló de manera repentina la cara de Liandrin—. ¿Crees de verdad que habría permitido que ocurriera algo así? Sin duda el hombre te informó que lo había hecho, pero recordaba sólo lo que yo quería que recordara. De hecho, sentía lástima por Gyldin, que tan cruel trato recibía de su señora. —Eso pareció divertirla enormemente—. Me dio algunos postres que había preparado para ti. No me desagradaría que siguiera vivo.
Liandrin soltó un suspiro de alivio. No iba a morir.
—Insigne Señora, no es necesario que me aisléis del Poder. También yo sirvo al Gran Señor. Presté juramento como Amiga Siniestra incluso antes de ir a la Torre Blanca. Busqué al Ajah Negro desde el día en que supe que podía encauzar.
—Así pues ¿serás tú la única en este indócil grupo a la que no haga falta enseñarle quién es su señora? —Moghedien enarcó una ceja—. Nunca lo habría imaginado en alguien como tú. —El brillo a su alrededor desapareció—. Tengo trabajo para ti. Para todas vosotras. Sea lo que sea lo que estuvieseis haciendo, tendréis que olvidaros de ello. Sois un puñado de ineptas, como lo demostrasteis en Tanchico. Si blando el látigo de la jauría, puede que actuéis como sabuesos mejor entrenados y tengáis más éxito en la cacería.
—Estamos esperando órdenes de la Torre, Insigne Señora —adujo Liandrin. ¡Ineptas! Casi habían encontrado lo que buscaban en Tanchico cuando los tumultos estallaron en la ciudad; habían escapado por poco de la destrucción a manos de Aes Sedai que, de algún modo, se habían interpuesto en sus planes. Si Moghedien se hubiera dado a conocer o incluso hubiera tomado cartas en el asunto, se habrían alzado con el triunfo. Si la culpa del fracaso había que achacársela a alguien era a la propia Moghedien. Liandrin tanteó el camino hacia la Fuente Verdadera, no para abrazarla sino para comprobar que los flujos del escudo no se habían atado simplemente. Había desaparecido—. Se nos han dado graves responsabilidades, grandes tareas que realizar, y seguramente se nos ordenará que sigamos…
—Servís a cualquier Elegido que decida utilizaros —la interrumpió Moghedien sin contemplaciones—. Quienquiera que os envía órdenes desde la Torre Blanca, las recibe a su vez de uno de nosotros, y seguramente se arrastrará mientras se le imparten. Me serviréis a mí, Liandrin. Tenlo por cierto.
Eso era toda una revelación: la Renegada ignoraba quién dirigía al Ajah Negro. Moghedien no lo sabía todo. Liandrin había imaginado siempre que los Renegados eran seres casi omnipotentes, muy por encima de los mortales. Quizás era cierto que la mujer estaba huyendo de los otros Renegados. Entregársela le reportaría, indudablemente, un lugar destacado. Puede que incluso se convirtiera en una de ellos. Sabía un truco aprendido en la infancia; y tenía acceso al Poder Único.
—Insigne Señora, servimos al Gran Señor, como vos. También a nosotras se nos prometió la vida eterna, y poder, cuando el Gran Señor re…
—¿Acaso te consideras mi igual, hermanita? —Moghedien hizo una mueca de desagrado—. ¿Estuviste en la Fosa de la Perdición para dedicar plenamente tu alma al Gran Señor? ¿Paladeaste las mieles de la victoria en Paaran Disen o las hieles de la derrota de Asar Don? Eres poco más que un cachorrillo mal entrenado, no la señora de la jauría, e irás donde señale hasta que considere oportuno darte un puesto mejor. También estas otras se tenían en más de lo que son. ¿Deseas probar tu fuerza contra mí?
—Por supuesto que no, Insigne Señora. —Cuando la Renegada estaba advertida y dispuesta, no, desde luego—. Yo…
—Lo harás antes o después, y prefiero dejar ese asunto zanjado ahora, al principio. ¿Por qué crees que tus compañeras parecen tan alegres? Ya les he enseñado a cada una de ellas la misma lección hoy. No quiero estar preguntándome cuándo habré de enseñártela a ti también, de modo que lo haré en este momento. Inténtalo.
Liandrin se humedeció los labios con nerviosismo mientras su mirada recorría a las mujeres que estaba en pie, rígidamente, contra las paredes. Sólo Asne Zeramene hacía algún movimiento, un ligerísimo parpadeo; y sacudió la cabeza casi imperceptiblemente. Los ojos rasgados de Asne, los altos pómulos y la firme nariz la señalaban como saldaenina, y poseía todo el arrojo del que hacía alarde la gente de su tierra. Si le aconsejaba que no lo hiciera, si en sus oscuros ojos asomaba un atisbo de miedo, entonces no cabía duda de que lo mejor era arrastrarse cuanto fuera necesario para aplacar a Moghedien. Y, sin embargo, estaba ese truco que sabía.
Se puso de rodillas, gacha la cabeza, y alzó la vista hacia Moghedien con un temor que sólo era fingido en parte. Moghedien siguió repantigada en el sillón, tomando sorbitos de té.
—Insigne Señora, os pido disculpas si me he mostrado presuntuosa. Sé que sólo soy un gusano a vuestros pies. Os suplico, como el fiel sabueso que tendréis en mí, que mostréis compasión por este miserable perro.
Moghedien bajó los ojos hacia la taza y, en un visto y no visto, mientras las palabras acababan de salir de su boca, Liandrin abrazó el saidar y encauzó, buscando la grieta que debía de haber en la seguridad de la Renegada, la fisura que existía en la fachada de fortaleza de cualquier ser.
En el mismo instante en que atacaba, la luz del saidar rodeó a la otra mujer y el dolor envolvió a Liandrin. Cayó hecha un ovillo sobre la alfombra, intentando aullar, pero un dolor que iba más allá de cuanto conocía acalló los gritos que pugnaban por salir de su boca abierta. Sentía como si los ojos fueran a salírsele de las órbitas y su piel estuviera a punto de arrancársele en tiras. Se retorció en el suelo lo que le pareció una eternidad y, cuando la agonía desapareció de manera tan repentina como había surgido, se quedó tendida allí, incapaz de hacer nada, estremecida por los temblores y sollozando.
—¿Empiezas a entenderlo? —inquirió sosegadamente Moghedien al tiempo que tendía la taza vacía a Temaile y le decía—: Estaba muy bueno, pero la próxima vez prepáralo un poco más fuerte. —Temaile parecía a punto de desmayarse—. No eres lo bastante rápida, Liandrin, ni lo bastante fuerte ni sabes lo bastante. Esa pequeñez que has intentado contra mí resulta lastimosa. ¿Te gustaría ver cómo es realmente? —Encauzó.
Liandrin alzó la mirada hacia ella, con adoración. Gateó por el suelo y pronunció unas palabras entre los sollozos que todavía no conseguía reprimir:
—Perdonadme, Insigne Señora. —Esta magnífica mujer, como una estrella en el cielo, un cometa, por encima de todos los reyes y reinas—. Perdonadme, por favor —suplicó al tiempo que besaba con fervor el repulgo del vestido de Moghedien—. Perdonadme. Soy un perro, un gusano —balbució. La avergonzaba en lo más profundo de su ser haber dicho antes esas cosas sin sentirlas. Eran verdad. Ante esta mujer todas ellas eran ciertas—. Permitidme que os sirva, Insigne Señora. Concededme la gracia de serviros. Por favor. Por favor.
—Yo no soy Graendal —repuso Moghedien, que la apartó rudamente de una fuerte patada.
De repente el sentimiento de adoración desapareció. No obstante, mientras seguía allí tendida, hecha un ovillo y sacudida por los sollozos, Liandrin lo recordaba claramente. Contempló con horror a la mujer.
—¿Te has convencido ya, Liandrin?
—Sí, Insigne Señora —consiguió mascullar. Lo estaba. Convencida por completo de que no se atrevería a intentarlo de nuevo sin estar segura de tener éxito, ni siquiera se lo plantearía. Su truco no era más que una pálida sombra de lo que Moghedien había hecho. Ojalá pudiera aprenderlo…
—Veremos. Me da la impresión de que eres una de esas que necesitan una segunda lección. Ruega para que no sea así, Liandrin; mis segundas lecciones suelen ser terriblemente duras. Ahora, ocupa tu sitio con las demás. Descubrirás que he cogido algunos de los objetos de poder que guardabas en tu cuarto, pero puedes quedarte la morralla restante. ¿A que soy muy amable?
—Sí, la Insigne Señora es muy considerada —aseveró Liandrin entre hipidos y alguno que otro sollozo que no lograba contener.
Desmadejada, se dirigió con pasos inseguros hacia la pared, donde se quedó de pie junto a Asne; buscó apoyo recostando la espalda contra la cubierta de paneles. Vio los flujos de Aire que empezaban a tejerse; sólo de Aire, pero aun así dio un respingo cuando le amordazaron la boca y le taparon los oídos. Ciertamente no trató de resistirse; ni siquiera se permitió pensar en el saidar. ¿Quién sabía lo que era capaz de hacer una Renegada? A lo mejor leía los pensamientos; aquello casi la hizo salir corriendo. No. Si Moghedien le hubiera leído la mente, ahora estaría muerta; o aullando y retorciéndose en el suelo; o besando los pies de Moghedien mientras suplicaba ser su sierva. Liandrin tembló de manera incontrolada; si aquellos flujos no la hubieran tenido amordazada, sus dientes habrían estado castañeteando.
Moghedien realizó el mismo tejido alrededor de todas ellas salvo Rianna, a la que la Renegada ordenó con un gesto imperioso del dedo que se arrodillara ante ella. Después Rianna se marchó y Marillin Gemalphin fue desatada y requerida.
Desde su lugar, Liandrin podía ver sus caras y el movimiento de los labios aunque no oyera el sonido de las palabras. Era evidente que cada una de ellas estaba recibiendo órdenes que las otras no escuchaban. Nada podía adivinarse por la expresión de sus semblantes. Rianna se limitó a escuchar, con un atisbo de alivio en los ojos; luego asintió con la cabeza y se marchó. Marillin pareció sorprendida y luego ansiosa, pero había sido una Marrón, y las Marrones podían entusiasmarse con cualquier cosa que les diera la oportunidad de desenterrar algún mohoso pedacito de saber perdido. La cara de Jeane Caide adquirió paulatinamente la apariencia de una máscara de terror; al principio sacudió la cabeza e intentó cubrirse a sí misma y aquel repugnante atavío transparente. Pero, cuando el gesto de Moghedien se endureció, Jeane asintió apresuradamente y se marchó, si no con tanta ansiedad como Marillin, sí con igual rapidez. Berylla Naron, de esbeltez casi escuálida y una excelente maquinadora y manipuladora donde las hubiera, así como Falion Bhoda, de rostro alargado y actitud fría a pesar de su obvio miedo, se mantuvieron tan inexpresivas como Rianna. Por su parte, Ispan Shefar, tarabonesa como Liandrin aunque con el cabello oscuro, de hecho besó el repulgo del vestido de Moghedien antes de incorporarse.
Luego los flujos de Aire se destejieron en torno a Liandrin. La mujer pensó que le había llegado el turno de que le mandara sabría la Sombra qué encargo, hasta que vio que las ataduras urdidas en torno a las restantes hermanas también desaparecían. El dedo de Moghedien las llamó perentoriamente, y Liandrin se arrodilló entre Asne y Chesmal Emry, una mujer alta y atractiva, de cabello y ojos oscuros. Chesmal, antaño del Ajah Amarillo, era capaz de Curar y de matar con igual facilidad, pero la intensidad de su mirada prendida en Moghedien, el modo en que sus manos temblaban, crispadas y apuñando la falda, ponían de manifiesto que su única intención era obedecer.
Liandrin comprendió que tendría que dejarse guiar por esas indicaciones. Cualquier insinuación a una de las otras sobre su idea de que serían bien recompensadas si entregaban a Moghedien al resto de los Renegados podía resultar desastrosa si alguna de ellas hubiera decidido que le interesaba ser el perrillo faldero de Moghedien. Casi rompió a llorar ante la sola idea de recibir una «segunda lección».
—A vosotras os he reservado para la tarea más importante —dijo la Renegada—. Los logros de las otras pueden dar dulces frutos, pero para mí la vuestra será la recolección primordial. Una recolección personal. Hay una mujer llamada Nynaeve al’Meara. —Liandrin levantó bruscamente la cabeza, y los oscuros ojos de Moghedien parecieron taladrarla—. ¿La conoces?
—La desprecio —respondió con sinceridad Liandrin—. Es una asquerosa espontánea a la que jamás se debió admitir en la Torre. —Aborrecía a todas las espontáneas. Soñando en entrar a formar parte del Ajah Negro, ella misma había empezado a aprender a encauzar un año antes de ir a la Torre, pero no era en absoluto una de ésas.
—Muy bien. Vosotras cinco vais a encontrarla para mí. La quiero viva. Oh, sí, la quiero viva. —La sonrisa de Moghedien hizo temblar a Liandrin; entregarle a Nynaeve y a las otras dos podría ser muy conveniente—. Anteayer se encontraba en una villa llamada Sienda, a unos cien kilómetros al este de aquí, con otra joven que podría interesarme, pero han desaparecido. Tendréis que…
Liandrin escuchó con ansiedad. Para esta tarea, sería un sabueso fiel. Para lo demás, esperaría pacientemente.