19 Recuerdos

Mi reina…

Morgase alzó la vista del libro que tenía en el regazo. La luz del sol penetraba oblicuamente a través de la ventana de la sala de estar, anexa a su dormitorio. Ya se notaba el calor, no soplaba el aire y el sudor le humedecía el rostro. Pronto sería mediodía y no se había movido de sus aposentos; no recordaba por qué había decidido pasarse la mañana leyendo un libro. Últimamente parecía incapaz de concentrarse en la lectura. Por el reloj dorado que había sobre la repisa de la chimenea de mármol, había transcurrido una hora desde que había pasado la página y no recordaba lo que estaba escrito en ella. Tenía que deberse al calor.

El joven oficial, con la chaqueta roja de su guardia, postrado sobre una rodilla y con un puño plantado en la alfombra roja y dorada, le resultaba vagamente familiar. Antaño recordaba todos los nombres de los guardias asignados a palacio. Puede que fuera por tantas caras nuevas que había ahora.

—Tallanvor —dijo al cabo, sorprendiéndose a sí misma. Era un joven alto, bien formado, pero no sabía por qué lo recordaba a él en particular. ¿Había acompañado a alguien ante ella en alguna ocasión? ¿Mucho tiempo atrás?—. Teniente de la guardia Martyn Tallanvor.

Él la miró, con unos ojos sorprendentemente duros, antes de bajarlos de nuevo a la alfombra.

—Mi reina, disculpadme, pero me ha sorprendido que continuéis aquí dadas las noticias de esta mañana.

—¿Qué noticias? —Estaría bien enterarse de algo más que los cotilleos de Alteima sobre la corte teariana. A veces tenía la sensación de que había algo más que quería preguntarle a la mujer, pero lo único que hacían siempre era chismorrear, cosa que no recordaba haber hecho nunca antes. Gaebril parecía divertirse escuchándolas, sentado en aquel sillón de respaldo alto, delante de la chimenea, con los tobillos cruzados y sonriendo satisfecho. Alteima había cogido la costumbre de llevar vestidos muy atrevidos; tendría que decirle algo al respecto. Tuvo la vaga sensación de haber pensado lo mismo antes. «Tonterías. Si lo hubiera pensado, ya habría hablado con ella». Sacudió la cabeza al caer en la cuenta de que había olvidado por completo al joven oficial, quien había empezado a hablar pero que se calló al ver que no lo estaba escuchando.

—Empieza de nuevo. Estaba distraída. Y ponte de pie.

Él lo hizo, con la ira plasmada en el rostro y una abrasadora mirada prendida en la reina antes de que agachara los ojos otra vez. Morgase bajó la vista hacia donde el joven estaba observando fijamente, y se ruborizó; el escote de su vestido era extremadamente bajo. Pero a Gaebril le gustaba que los llevara así. Aquel pensamiento hizo que dejara de apurarse por estar casi desnuda delante de uno de sus oficiales.

—Sé breve —dijo con brusquedad. «¿Cómo osa mirarme de esa manera? Debería hacer que lo azotaran»—. ¿Qué noticias tan importantes son ésas para que te creas con el derecho de entrar en mi sala de estar como si fuera una taberna? —El semblante del joven enrojeció, pero Morgase no supo si se debió a la turbación o a su creciente ira. «¿Cómo se atreve a estar enfadado con su reina? ¿Acaso piensa que no tengo otra cosa que hacer que escucharlo?»

—Rebelión, mi reina —contestó en aquel tono impasible, y toda idea de ira o miradas descaradas desapareció.

—¿Dónde?

—En Dos Ríos, mi reina. Alguien ha izado la antigua enseña de Manetheren, el Águila Roja. Un mensajero llegó de Puente Blanco esta mañana.

Morgase tamborileó los dedos en la cubierta del libro, y las ideas acudieron a su cabeza con mayor claridad de lo que lo habían hecho durante mucho tiempo. Algo referente a Dos Ríos, una débil chispa que no consiguió avivar para que prendiera, alentó en su memoria. La región casi no formaba parte de Andor y así había sido durante generaciones. Ella, como las tres reinas que la habían precedido, había recibido fuertes presiones para que mantuviera cierto control sobre los mineros y fundidores de las Montañas de la Niebla, e incluso ese mínimo control se habría perdido si hubiera existido otro modo de extraer los metales sin peligro del resto de Andor. La decisión entre mantener las minas de oro, hierro y otros metales o conservar la lana y el tabaco de Dos Ríos no había sido difícil. Pero una rebelión sin freno, aunque fuera en una parte de su reino en la que sólo gobernaba sobre el mapa, podía extenderse como un fuego en la pradera a otros lugares que le pertenecían de hecho. Y Manetheren, destruida en la Guerra de los Trollocs, Manetheren, de leyenda e historia, todavía tenía peso en las mentes de algunos hombres. Además, Dos Ríos le pertenecía. Si se les había dejado floja la rienda, permitiéndoles hacer las cosas a su modo durante demasiado tiempo, aun así seguían siendo parte de su reino.

—¿Ha sido informado lord Gaebril? —Por supuesto que no le habrían informado. Si lo hubiesen hecho, habría venido a comunicarle la nueva y a sugerirle las medidas que convenía tomar. Sus sugerencias siempre eran claramente acertadas. «¿Sugerencias?» De algún modo, tenía la sensación de recordarlo diciéndole lo que tenía que hacer, pero eso era imposible, naturalmente.

—Sí, mi reina. —La voz de Tallanvor seguía siendo suave, a diferencia de su semblante, donde una reprimida cólera aún ardía—. Se echó a reír. Dijo que Dos Ríos parecía un constante semillero de problemas y que tendría que hacer algo al respecto algún día. Dijo que esa insignificante molestia tendría que esperar su turno, después de asuntos más importantes.

El libro cayó al suelo cuando Morgase se incorporó bruscamente; a la soberana le pareció que Tallanvor sonreía con sombría satisfacción cuando pasó rápidamente ante él. Una criada le dijo dónde se encontraba Gaebril, y se dirigió directamente al patio de la columnata, con su fuente de mármol, el pilón lleno de peces y nenúfares. Allí estaba umbrío y hacía más fresco.

Gaebril se hallaba sentado en el amplio y blanco reborde del pilón, con lores y damas reunidos a su alrededor. Morgase no conocía a más de la mitad. Jarid de la casa Sarand, de rostro cuadrado y moreno, y su astuta y rubia esposa, Elenia. La afectada Arymilla de la casa Marne, con los tiernos ojos castaños siempre muy abiertos en un gesto de fingido interés; el huesudo Masin de la casa Caeren, con su rostro de carnero, que se abalanzaría sobre cualquier mujer a la que consiguiera acorralar a pesar de su ralo y blanco cabello. Naean de la casa Arawn, exhibiendo como siempre aquella mueca burlona que resaltaba su pálida belleza; y Lir de la casa Baryn, despabilado donde los hubiera, que llevaba nada menos que una espada. Y Karind de la casa Anshar, con aquella mirada apática e inmutable que según algunos había conducido a la tumba a tres maridos. A los otros no los conocía, cosa muy extraña, pero a los que identificaba no les había permitido entrar en palacio excepto en ocasiones oficiales. Todos se habían opuesto a ella durante la Sucesión. Elenia y Naean habían deseado el Trono del León para sí mismas. ¿En qué estaría pensando Gaebril para llevar a esa gente a palacio?

—… la extensión de nuestras propiedades en Cairhien, mi señor —estaba diciendo Arymilla, inclinada sobre Gaebril, cuando Morgase se acercó. Ninguno de ellos le dedicó más que una mirada de soslayo. ¡Como si fuera una sirvienta que les llevara vino!

—Quiero hablar contigo respecto a Dos Ríos, Gaebril. En privado.

—Ya se han tomado medidas, querida —repuso con desgana mientras jugueteaba con los dedos en el agua—. Hay otros asuntos que me tienen ocupado ahora. Creía que ibas a leer durante las horas de calor. Deberías regresar a tu habitación hasta que refresque por la tarde.

Querida. ¡La había llamado querida delante de estos entremetidos! Por mucho que deseara oír esa palabra en sus labios cuando estaban a solas… Elenia se cubría la boca con la mano.

—Me parece que no, lord Gaebril —replicó fríamente Morgase—. Vendréis conmigo ahora. Y estas personas habrán salido de palacio para cuando regrese o las exiliaré de Caemlyn.

De repente el hombre se había puesto de pie; era un hombretón que la empequeñecía. Se sintió incapaz de mirar otra cosa que no fueran sus negros ojos; notó un cosquilleo en la piel, como si un viento helado hubiera soplado en el patio.

—Te irás y me esperarás, Morgase. —Su voz era un clamor lejano que le llenaba los oídos—. Yo me ocuparé de lo que haya que ocuparse. Me reuniré contigo esta tarde. Ahora, vete. Vete.

Levantaba la mano para abrir la puerta de su salita de estar cuando se dio cuenta de dónde estaba. Y lo que había ocurrido. Le había ordenado que se marchara, y ella había obedecido. Contemplando con pasmado horror la puerta, recordó las muecas burlonas en los rostros de los hombres y la risa sin disimulo de algunas de las mujeres. «¿Qué me ha pasado? ¿Cómo puedo haber llegado a estar tan embobada con un hombre?» Todavía percibía el impulso de entrar y esperarlo.

Mareada, se obligó a dar media vuelta y alejarse de allí. Le costó un ímprobo esfuerzo. Por dentro, se encogió ante la idea de la decepción que sería para Gaebril no encontrarla donde esperaba, y se encogió aun más al asimilar el fondo servil que alimentaba esa noción.

Al principio no se dio cuenta de adónde iba ni por qué; sólo era consciente de la determinación de no esperar obedientemente ni a Gaebril ni a ningún hombre o mujer. El patio de la fuente seguía acudiendo a su memoria, al hombre mandándole que se marchara, y aquellos odiados rostros observando con regocijo. Su mente parecía estar sumida todavía en la confusión. No entendía cómo y por qué había permitido que esto ocurriera. Tenía que pensar algo que pudiera comprender, algo de lo que pudiera ocuparse. Jarid Sarand y los demás.

Cuando ascendió al trono, les había perdonado todo cuanto habían hecho durante la Sucesión, como también había otorgado el perdón a cuantos se habían opuesto a ella. Había creído que lo mejor era enterrar todas las animosidades antes de que se contagiaran con la infección de conspiraciones e intrigas que emponzoñaba tantas naciones y que se llamaba el Juego de las Casas —Da’es Daemar—, o el Gran Juego; sólo conducía a interminables y enredadas enemistades entre las casas con el fin de derribar a las dirigentes; el Juego era el centro de la guerra civil que asolaba Cairhien, y sin duda había influido en los conflictos existentes en Arad Doman y Tarabon. Los indultos tuvieron que ser para todos sin excepción a fin de impedir que el Da’es Daemar se desarrollara en Andor, pero de haber podido dejar algunos sin firmar habrían sido los pergaminos con aquellos siete nombres.

Y Gaebril lo sabía. Públicamente ella no había demostrado su desaprobación, pero en privado no había tenido inconveniente en hablar de la desconfianza que le inspiraban. Casi habían tenido que abrirles la boca a la fuerza para que pronunciaran el juramento de lealtad, y ella percibió la mentira en sus palabras. Cualquiera de ellos saltaría presto a la primera oportunidad que se le presentara de derrocarla, de modo que estando juntos los siete…

Sólo podía llegar a una conclusión. Gaebril tenía que estar conspirando contra ella. Y no para poner a Elenia o Naean en el trono. «¿Para qué —pensó amargamente— si ya me tiene actuando como su perrillo faldero?» Su propósito debía de ser suplantarla él en persona, convertirse en el primer rey que había habido en Andor. Y todavía sentía el deseo de volver a su libro y esperarlo. Todavía anhelaba su contacto.

No se dio cuenta de dónde estaba hasta que vio los rostros envejecidos en el pasillo a su alrededor, las mejillas arrugadas y muchas espaldas encorvadas. El Alojamiento de los Jubilados. Algunos sirvientes regresaban con sus familias cuando se hacían mayores, pero otros llevaban tanto tiempo en palacio que no conocían otra vida fuera de él. Aquí tenían sus propios cuartos, su propio jardín sombreado y un patio espacioso. Como todas las reinas que la habían precedido, incrementaba la paga que recibían al retirarse permitiendo que compraran alimentos a través de las cocinas de palacio por un precio inferior a su coste, y la enfermería atendía sus dolencias. A su paso la siguieron reverencias inestables acompañadas por crujidos de huesos y murmullos de «La Luz os ilumine, mi reina» y «La Luz os bendiga, mi reina» y «La Luz os proteja, mi reina» que ella recibió con gesto ausente. Ahora sabía adónde iba.

La puerta de Lini era como todas las demás que jalonaban el corredor de baldosas verdes, y sin más adorno que el rampante León de Andor cincelado en la madera. Ni siquiera se le pasó por la cabeza llamar antes de entrar; era la reina y éste era su palacio. La vieja niñera no se encontraba allí, aunque una humeante tetera de calentar agua, encima de una pequeña lumbre en el hogar de ladrillos, proclamaba que la anciana no tardaría en regresar.

Un gran orden imperaba en las dos reducidas habitaciones, con la cama hecha a la perfección y las dos sillas colocadas con precisión junto a la mesa, en cuyo centro exacto había un jarrón azul con un pequeño ramo de plantas verdes. Lini había sido siempre muy puntillosa con el orden. Morgase estaba dispuesta a apostar que en el armario del dormitorio todos los vestidos estarían colocados metódicamente, al igual que los cacharros en la alacena de la cocina, que se hallaba junto al hogar.

Seis miniaturas, pintadas en marfil, aparecían colocadas sobre pequeños pedestales, en hilera sobre la repisa. Morgase había sido incapaz de imaginar cómo había podido permitirse adquirir estas miniaturas con su estipendio de niñera; pero no podía preguntarle algo así, naturalmente. En parejas, representaban tres muchachas jóvenes y las mismas tres de pequeñas. Elayne estaba allí, y también ella. Cogió su retrato con catorce años y, al mirar a aquella esbelta doncellita, no pudo creer que alguna vez hubiera sido tan inocente. Llevaba puesto aquel vestido de seda en tono marfileño el día que había partido hacia la Torre Blanca, sin imaginar siquiera en aquel momento que algún día sería reina, sólo abrigando la vana esperanza de llegar a ser Aes Sedai.

Con gesto ausente se tocó el anillo de la Gran Serpiente que lucía en la mano izquierda. No se lo había ganado realmente; las mujeres que no podían encauzar no eran premiadas con el anillo. Pero poco después de cumplir los dieciséis años había regresado para competir por la Corona de la Rosa en nombre de la casa Trakand, y cuando subió al trono, casi dos años después, recibió el anillo como regalo. Conforme a la tradición, la heredera del trono de Andor se instruía siempre en la Torre, y en reconocimiento al apoyo dado por Andor a la Torre durante tanto tiempo, se le otorgó el anillo, pudiera o no encauzar. Durante su estancia en la Torre sólo había sido la heredera de la casa Trakand, pero de todos modos se lo dieron una vez que la Corona de la Rosa estuvo sobre su cabeza.

Volvió a colocar en su sitio su retrato y cogió el de su madre, realizado cuando tendría aproximadamente dieciséis años. Lini había sido la niñera de tres generaciones de mujeres Trakand. Maighdin había sido hermosísima. Morgase recordaba todavía aquella sonrisa cuando se iluminaba con amor maternal. Tendría que haber sido Maighdin quien subiera al Trono del León, pero unas fiebres se la habían llevado a la tumba, de modo que una muchachita se encontró siendo la Cabeza Insigne de la casa Trakand en mitad de una disputa por el trono, sin más respaldo al principio que la servidumbre y el bardo de su casa. «Conquisté el Trono del León y no renunciaré a él ni permitiré que un hombre lo ocupe. Durante mil años una reina ha dirigido Andor ¡y no voy a consentir que eso termine ahora!»

—Así que estás revolviendo en mis cosas otra vez, ¿no, pequeña?

La voz hizo saltar unos mecanismos reflejos largo tiempo olvidados, y Morgase ocultó la miniatura a su espalda antes de darse cuenta de lo que hacía. Sacudió tristemente la cabeza y volvió a colocar el retrato en su sitio.

—Ya no soy una cría que juega en el cuarto de niños, Lini. Tienes que recordarlo o algún día dirás algo en un sitio en el que me vea obligada a hacer algo al respecto.

—Mi cuello es escuálido y viejo —repuso Lini mientras ponía sobre la mesa una bolsa de zanahorias y nabos. Su aspecto era frágil con aquel limpio vestido gris, el blanco cabello sujeto en un moño bajo, dejando despejado un rostro estrecho, con la tez como pergamino, pero su espalda se mantenía erguida, su voz sonaba clara y firme, y sus oscuros ojos eran tan penetrantes como siempre—. Si quieres entregárselo al verdugo para la horca o en tajo, no me importa porque poco servicio puede prestarme ya. «Una vieja rama nudosa embota la cuchilla que corta un arbolillo».

Morgase suspiró. Lini no cambiaría jamás. No haría una reverencia aunque toda la corte estuviera presente.

—Te vas haciendo más dura a medida que envejeces. No estoy segura de que el verdugo encontrara un hacha lo bastante afilada para tu cuello.

—Hace tiempo que no venías a verme, así que imaginé que tenías que reflexionar para tomar una resolución. Cuando estabas a mi cuidado, y después también, solías acudir a mí cuando no lograbas resolver las cosas. ¿Preparo un poco de té?

—¿Hace tiempo, Lini? Te visito todas las semanas y es asombroso que lo haga, dado el modo en que me hablas. Exiliaría a la dama de más alta alcurnia de Andor si me dijera la mitad de las cosas que tú me dices.

Lini la observó detenidamente.

—No has cruzado el umbral de mi puerta desde la primavera. Y hablo como lo he hecho siempre. Soy demasiado vieja para cambiar ahora. ¿Quieres té?

—No. —Morgase se llevó la mano a la cabeza con desconcierto. Visitaba a Lini todas las semanas. Recordaba que… No recordaba nada. Gaebril había ocupado su tiempo de un modo tan completo que a veces resultaba difícil recordar otra cosa que no fuera él—. No, no quiero té. No sé por qué he venido. No puedes ayudarme con el problema que tengo.

Su antigua niñera resopló, aunque de algún modo logró que fuera un sonido delicado.

—Tu problema es con Gaebril, ¿verdad? Sólo que te da vergüenza decírmelo. Pequeña, te cambiaba los pañales en la cuna, te cuidaba cuando estabas enferma o tenías una indigestión, y te expliqué lo que necesitabas saber sobre los hombres. Nunca te ha dado vergüenza hablar de cualquier tema conmigo, y no es momento de que empieces ahora.

—¿Gaebril? —Morgase abrió mucho los ojos—. ¿Lo sabes? Pero ¿cómo?

—Oh, pequeña —musitó tristemente Lini—, todo el mundo lo sabe, aunque nadie tiene valor para decírtelo. Yo lo habría hecho si no te hubieras mantenido alejada de mí, pero no es algo que pudiera ir corriendo a decirte, ¿verdad? Es el tipo de asunto al que una mujer no dará crédito hasta que lo descubra por sí misma.

—¿A qué viene eso? —demandó Morgase—. Era tu deber venir a decírmelo si lo sabías, Lini. ¡Era el deber de todo el mundo! ¡Luz, soy la última en enterarme, y ahora puede ser demasiado tarde para frenarlo!

—¿Demasiado tarde? —repitió Lini con incredulidad—. ¿Por qué iba a ser demasiado tarde? Pones a Gaebril de patitas en la calle, fuera de palacio y de Andor, y a Alteima y a las demás con él, y se acabó. Vaya, conque demasiado tarde.

Morgase se quedó sin habla un momento.

—Alteima —dijo finalmente— y… ¿y las demás?

Lini la miró de hito en hito y después sacudió la cabeza con irritación.

—Soy una vieja estúpida; se me están resecando los sesos. En fin, ahora ya lo sabes. «Cuando la miel está fuera del panal ya no puede volver a meterse». —Su voz adoptó un tono más tierno y al mismo tiempo enérgico, el mismo que había utilizado para decirle, siendo pequeña, que su poni se había roto una pata y había que sacrificarlo—. Gaebril pasa la mayoría de las noches contigo, pero le dedica a Alteima casi tanto tiempo como a ti. Se reparte con menos prodigalidad entre las otras seis. Cinco de ellas tienen aposentos en palacio. La sexta, una joven de grandes ojos, entra y sale a hurtadillas embozada, por alguna razón, en una capa, incluso con este calor. Quizás está casada. Lo siento, pequeña, pero la verdad no tiene vuelta de hoja. «Más vale enfrentarse al oso que huir de él».

A Morgase le fallaron las piernas, y si Lini no hubiera andado lista para ponerle debajo una de las sillas, habría acabado sentada en el suelo. Alteima. La imagen de Gaebril observándolas a las dos mientras cotorreaban cobró un nuevo sentido: un hombre contemplando a sus dos gatas jugando. ¡Y otras seis! La ira hervía en su interior, una ira mayor que la experimentada cuando creyó que sólo iba tras su trono. Aquello lo había analizado fríamente, con tanta claridad como era capaz de analizar algo últimamente. Aquél era un peligro que había que contemplar con frío razonamiento. Pero ¡esto! Ese hombre había instalado cómodamente a sus mancebas en su palacio. La había convertido en una de sus fulanas. Quería su cabeza. Quería que lo desollaran vivo a latigazos. «La Luz me valga, quiero sentirlo a él. ¡Debo de estar loca!»

—Eso se resolverá junto con todo lo demás —dijo fríamente. Mucho dependía de quién estaba en Caemlyn y quién en sus posesiones del campo—. ¿Dónde están lord Pelivar, lord Abelle y lady Arathelle? —Éstos dirigían tres casas poderosas y mucha servidumbre.

—Exiliados —contestó lentamente Lini, que la miró de un modo raro—. Los exiliaste de la ciudad la pasada primavera.

Morgase le sostuvo fijamente la mirada. No recordaba nada de eso. Excepto que ahora, aunque borroso y distante, se acordaba de ello.

—¿Y lady Ellorien? —inquirió muy despacio—. ¿Lady Aemlyn y lord Luan? —Más casas fuertes. Más de las que la habían respaldado antes de subir al trono.

—Exiliados —repuso la niñera tan lentamente como antes—. Ordenaste que azotaran a Ellorien por exigir saber por qué. —Se inclinó para retirar el cabello de la cara de la reina, y sus nudosos dedos acariciaron la mejilla como hacían para comprobar si tenía fiebre—. ¿Te encuentras bien, pequeña?

Morgase asintió despacio, pero se debía a que estaba recordando, aunque de manera vaga. Ellorien gritando, injuriada, cuando le rasgaron el vestido por la espalda. La casa Traemane había sido la primera en prestar su apoyo a la de Trakand, y la portadora del ofrecimiento, Ellorien, una bonita y rellena muchacha pocos años mayor que la propia Morgase, se había convertido con el tiempo en una de sus amigas íntimas. Al menos, lo había sido. Elayne había recibido ese nombre en honor a la abuela de Ellorien. Vagamente recordó a otros abandonando la ciudad; distanciándose de ella, cosa que ahora resultaba obvia. ¿Y los que se habían quedado? O eran casas demasiado débiles para que sirvieran de ayuda o eran aduladores. Creyó recordar haber firmado numerosos documentos que Gaebril había puesto ante ella, otorgando nuevos títulos. Los lagoteros de Gaebril y sus enemigos; los únicos que había en Caemlyn fuertes y poderosos en la actualidad, estaba segura.

—Me importa poco lo que digas —adujo firmemente Lini—. No tienes fiebre, pero algo va mal. Lo que te hace falta es una Aes Sedai Curadora.

—Nada de Aes Sedai.

El tono de Morgase se hizo más duro si cabe. Volvió a toquetear su anillo, brevemente. Sabía que su animosidad hacia la Torre se había acrecentado últimamente más de lo que algunos podrían considerar razonable, pero era incapaz de confiar en unas personas cuya intención parecía ser ocultarle el paradero de su hija. La carta enviada a la nueva Amyrlin exigiendo el regreso de Elayne —nadie exigía nada a una Sede Amyrlin, pero ella lo había hecho— aún no había tenido contestación. Apenas debía de haber tenido tiempo para llegar a Tar Valon. Sea como fuere, estaba plenamente convencida de que no admitiría a una Aes Sedai cerca de ella. Y, sin embargo, al mismo tiempo, no podía pensar en Elayne sin sentirse llena de orgullo. Ascendida a Aceptada en tan poco tiempo. Elayne podía ser la primera mujer que se sentara en el trono de Andor siendo Aes Sedai, no sólo una alumna de la Torre. Era absurdo que pudiera sentir ambas cosas al tiempo, pero ahora mismo era poco lo que tenía sentido. Y muy bien podría ocurrir que su hija no se sentara nunca en el Trono del León si ella no se aseguraba de conservarlo.

—He dicho que nada de Aes Sedai, Lini, así que mejor será que dejes de mirarme así. Ya no puedes hacerme tragar una medicina amarga. Además, dudo que haya una sola Aes Sedai de cualquier Ajah en Caemlyn. —Sus antiguos partidarios ausentes, exiliados por su propia firma, y puede que ahora fueran sus enemigos más acérrimos por lo que le había hecho a Ellorien. Nuevos lores y ladis ocupando sus lugares en palacio. Nuevos rostros en la Guardia. ¿Cuántos leales le quedaban?—. ¿Reconocerías a un teniente de la guardia llamado Tallanvor, Lini? —Cuando la otra mujer asintió enérgicamente, continuó—: Encuéntralo y tráemelo aquí. Pero no le digas que va a reunirse conmigo. De hecho, si cualquiera de los del Alojamiento de los Jubilados te hace alguna pregunta, le dices que no estoy aquí.

—Hay algo más en todo esto que simplemente el tal Gaebril y sus mujeres, ¿verdad?

—Ve, Lini. Y apresúrate. No disponemos de mucho tiempo. —Por las sombras que veía en el jardín lleno de árboles a través de la ventana, el sol había pasado su cenit. La tarde se echaría rápidamente encima. La tarde, cuando Gaebril iría a buscarla.

Después de que Lini se hubo marchado, Morgase permaneció en la silla, sentada rígidamente. No se atrevía a ponerse de pie; las piernas habían recuperado las fuerzas, pero temía que si empezaba a caminar no se detendría hasta encontrarse de nuevo en su salita de estar, esperando a Gaebril. El impulso era muy intenso, sobre todo ahora que estaba sola. Y, una vez que él la mirara, una vez que la tocara, estaba convencida de que le perdonaría todo. Quizá lo olvidara todo, basándose en lo hilvanados e incompletos que eran sus recuerdos. De no saber que era imposible, habría pensado que Gaebril había utilizado el Poder Único con ella, pero ningún hombre capaz de encauzar había llegado vivo a su edad.

Lini le había dicho a menudo que siempre había un hombre en el mundo por el que una mujer se comportaría como una estúpida sin cerebro, pero jamás pensó que ella podría sucumbir a eso. Empero, nunca había estado muy acertada al elegir a un hombre por muy indicado que pareciera en principio.

Se había casado con Taringail Damodred por razones políticas. Él había estado casado con Tigraine, la heredera del trono cuya desaparición había provocado la Sucesión a la muerte de Modrellein. El matrimonio con él había creado un vínculo con la anterior reina, suavizando las dudas de la mayoría de sus oponentes, y, lo más importante, había mantenido la alianza que había puesto fin a las incesantes guerras con Cairhien. Así era como las reinas elegían a sus maridos. Taringail había sido un hombre frío, distante, y jamás hubo amor entre ellos a pesar de los dos maravillosos hijos que tuvieron; casi había sentido alivio cuando murió en un accidente de caza.

La relación con Thomdril Merrilin, el bardo de la casa y después de la corte, resultó gozosa al principio; era un hombre inteligente, ingenioso y alegre que utilizó los trucos del Juego de las Casas para ayudarla a subir al trono y, después de que lo consiguió, para ayudarla a fortalecer Andor. Aunque por entonces le doblaba la edad, se habría casado con él —los matrimonios con plebeyos no eran una práctica desconocida en Andor—, pero desapareció sin decir palabra, y su genio vivo se impuso. Nunca supo por qué se marchó, pero tanto daba. Cuando por fin regresó, seguramente habría anulado la orden de arresto; pero, por una vez, en lugar de apaciguar su rabia con suavidad había respondido con palabras duras a palabras duras, diciendo cosas que nunca podría perdonarle. Todavía le ardían las orejas cuando recordaba que la había llamado niña mimada y marioneta de Tar Valon. De hecho, había llegado a sacudirla por los hombros; ¡a ella, su reina!

Luego había sido Gareth Bryne, fuerte y competente, tan franco como su rostro y tan testarudo como ella; había resultado ser un necio traidor. Lo había apartado de ella; parecía que habían pasado años desde que lo vio partir en vez de los seis meses que hacía.

Y, finalmente, Gaebril. La joya en su lista de malas elecciones. Al menos los demás no habían intentado suplantarla.

No eran muchos hombres en la vida de una mujer, pero, por otro lado, eran demasiados. Otra de las frases que Lini solía repetir era que los hombres sólo servían para tres cosas, aunque eran realmente buenos en ellas. Había subido al trono antes de que Lini la considerara lo bastante mayor para decirle cuáles eran esas tres cosas. «Quizá si me limitara al baile —pensó con acritud—, no me iría tan mal con ellos».

Por la longitud de las sombras del jardín, al otro lado de la ventana, había transcurrido una hora cuando Lini regresó con el joven Tallanvor, que hincó una rodilla en tierra mientras la vieja niñera no había terminado de cerrar la puerta.

—Al principio se negó a acompañarme —dijo Lini—. Supongo que hace cincuenta años podría haberle dejado entrever lo que tú llevas casi al aire, y me habría seguido con presteza, pero ahora necesito recurrir al dulce razonamiento.

Tallanvor volvió la cabeza y asestó a la anciana una mirada mordaz.

—Oh, sí, me amenazasteis con traerme aquí a palos si no venía por gusto. Tenéis suerte de que me preguntara qué podía ser tan importante para vos, en lugar de dejar que alguien os llevara a rastras a la enfermería. —El severo resoplido de la niñera no lo arredró. La mirada mordaz del soldado se tornó iracunda al volverse hacia Morgase—. Veo que vuestra reunión con Gaebril no fue bien, mi reina. Había esperado… algo más.

La estaba mirando directamente a los ojos, pero el comentario de Lini le había hecho recordar de nuevo su vestido. Tuvo la sensación de que unas ardientes flechas estuvieran apuntando a sus senos descubiertos. Tuvo que hacer un esfuerzo denodado para mantener las manos sobre el regazo.

—Eres un muchacho avispado, Tallanvor. Y leal, creo, o en caso contrario no habrías venido a informarme de la noticia de Dos Ríos.

—No soy un muchacho —espetó, irguiendo la espalda aunque siguió arrodillado—. Soy un hombre que juró entregar su vida al servicio de la reina.

Morgase dejó que su fuerte temperamento replicara con contundencia.

—Si eres un hombre, compórtate como tal. Levántate y responde con sinceridad las preguntas de tu reina. Y recuerda que soy tu reina, joven Tallanvor. Sea lo que sea lo que pienses que ha ocurrido, soy la reina de Andor.

—Perdonad, majestad. Os escucho y obedezco. —Las palabras fueron pronunciadas correctamente, si no con verdadera contrición, pero se puso de pie, la cabeza erguida, contemplándola tan desafiante como antes. Luz, era tanto o más testarudo que Gareth Bryne en sus mejores tiempos.

—¿Cuántos hombres leales hay entre los guardias de palacio? ¿Cuántos cumplirán lo que juraron y me seguirán?

—Yo lo haré —respondió quedamente, y de repente toda su rabia desapareció, aunque siguió mirándola fijamente a la cara—. En cuanto a los demás… Si deseáis encontrar hombres leales, tendréis que buscarlos en las guarniciones fronterizas, quizá tan lejos como Puente Blanco. Algunos que quedaban en Caemlyn fueron enviados a Cairhien con las levas, pero los que hay en la ciudad obedecen a Gaebril. Su nuevo… juramento es para el trono y la ley, no para la reina.

Era peor de lo que había imaginado, pero no más de lo que esperaba, a fuer de ser sincera. Gaebril podría ser cualquier cosa, pero no un necio.

—Entonces tendré que ir a otra parte para empezar a restablecer mi mandato. —No sería fácil recobrar el apoyo de las casas después de los exilios y de la afrenta a Ellorien, pero había que hacerlo—. Gaebril podría intentar impedirme salir de palacio —tenía el vago recuerdo de haber intentado marcharse dos veces y haber sido detenida por Gaebril—, así que tendrás que conseguir dos caballos y esperarme en la calle de detrás de los establos del sur. Me reuniré contigo allí, vestida con ropa de montar.

—Demasiado público —dijo el soldado—. Y demasiado cerca. Los hombres de Gaebril podrían reconoceros por mucho que os disfracéis. Conozco a un hombre… ¿Sabríais encontrar una posada llamada La Bendición de la Reina, en el sector oeste de la Ciudad Nueva?

La Ciudad Nueva sólo lo era en comparación con la Ciudad Interior que rodeaba.

—Sabré. —No le gustaba que la contradijeran, aunque fuera razonable. Bryne había hecho lo mismo. Sería un placer enseñarle a este jovencito lo bien que podía disfrazarse. Tenía por costumbre hacerlo una vez al año, aunque ahora cayó en la cuenta de que no lo había hecho todavía en el transcurso del actual; se vestía como una plebeya y recorría las calles para tomar el pulso a la opinión del pueblo. Nadie la había reconocido nunca—. Pero ¿se puede confiar en ese hombre, joven Tallanvor?

—Basel Gill es tan leal a vos como yo mismo. —Vaciló, y una expresión angustiada cruzó su rostro fugazmente antes de ser reemplazada de nuevo por la ira—. ¿Por qué habéis esperando tanto? Tendríais que haberlo visto, tendríais que haberos dado cuenta, y sin embargo no habéis reaccionado mientras Gaebril aferraba por el cuello a Andor. ¿Por qué habéis esperado?

Vaya, así que su rabia le venía por un motivo honrado, de modo que merecía una respuesta honrada. Sólo que no la tenía, al menos una que pudiera darle.

—No eres quién para interrogar a tu reina y poner en tela de juicio sus actos, joven —dijo con suave firmeza—. Un hombre leal, como sé que tú eres, obedece sin discutir.

El soldado soltó un largo suspiro.

—Os esperaré en el establo de La Bendición de la Reina, majestad. —Tras hacer una reverencia que no habría desentonado en un acto oficial, se marchó.

—¿Por qué insistes en llamarlo joven? —demandó Lini una vez que la puerta se hubo cerrado tras él—. Lo encrespa. «Sólo un necio pone un cardo debajo de la silla de montar cuando va a cabalgar».

—Es joven, Lini. Lo bastante para ser mi hijo.

Lini resopló, y esta vez no hubo nada de delicado en el sonido.

—Tiene unos cuantos años más que Galad, y éste es demasiado mayor para ser tuyo. Todavía jugabas con muñecas cuando Tallanvor nació, y aún creías que los bebés venían al mundo igual que los muñecos.

Morgase suspiró mientras se preguntaba si Lini había tratado igual a su madre. Probablemente sí. Y, si la niñera vivía lo suficiente para ver a Elayne en el trono —lo que, de algún modo, no dudaba en absoluto, convencida de que Lini viviría para siempre—, seguramente trataría a Elayne exactamente igual. Es decir, si es que para entonces seguía conservando el trono para que Elayne lo heredara.

—La cuestión es: ¿realmente es leal como aparenta, Lini? ¿Cómo puede haber un único guardia leal en palacio cuando a todos los demás los han mandado fuera? De repente me parece demasiado bueno para ser verdad.

—Prestó el nuevo juramento. —Morgase abrió la boca, pero la niñera la atajó—. Lo vi después, detrás de los establos, solo. Por eso sabía a quién te referías; me enteré de su nombre. Él no me vio. Estaba de rodillas, llorando a mares, pidiéndote perdón y repitiendo el antiguo juramento. No sólo «a la reina de Andor» sino «a la reina Morgase de Andor». Juró a la antigua usanza, sobre su espada, abriéndose un corte en el brazo para demostrar que derramaría hasta la última gota de su sangre antes de quebrantarlo. Sé un par de cosas sobre los hombres, pequeña. Ése te seguirá contra cualquier ejército sin más armas que sus propias manos.

Era bueno saberlo. Si no podía confiar en él, lo siguiente sería desconfiar de Lini. No, de ella nunca. ¿Que había jurado a la antigua usanza? Hoy en día eso quedaba para los relatos de bardos. Estaba dejándose llevar otra vez por el hilo de sus pensamientos, lo que significaba que el aturdimiento mental provocado por Gaebril estaba remitiendo con todo lo que sabía ahora. Entonces ¿por qué razón una parte de ella todavía deseaba regresar a su salita y esperarlo? Tenía que concentrarse.

—Me hará falta un vestido sencillo, Lini. Uno que no me siente demasiado bien, con un poco de hollín de la chimenea, y…

Lini insistió en acompañarla. Morgase tendría que atarla a una silla si quería dejarla atrás y no estaba segura de que la anciana permitiera que la atara; siempre había parecido muy frágil, pero también siempre había demostrado ser más fuerte de lo que aparentaba.

Cuando se escabulleron por una puertecilla lateral, Morgase no guardaba semejanza consigo misma. Un poco de hollín había oscurecido su cabello rubio rojizo, apagando su brillo y dejándolo lacio. El sudor que le corría por la cara contribuía a enmascararla; nadie creía que las reinas sudaban. Un vestido suelto, de lana muy burda en color gris, con la falda partida a guisa de pantalones, completaba el disfraz. Hasta la ropa interior y las medias eran de tosca lana. Parecía una granjera que había ido al mercado montada en el caballo de tiro del carro y ahora quería ver algo de la ciudad. Lini seguía siendo Lini, estirada y estricta; llevaba un vestido de montar de gruesa lana verde, bien cortado pero pasado de moda diez años.

Morgase habría querido poder rascarse, y también que la vieja niñera no se hubiera tomado tan al pie de la letra lo de que el vestido no le sentara muy bien. Mientras escondía debajo de la cama el vestido de escote bajo, Lini había rezongado una máxima sobre exhibir una mercancía que no se tenía intención de vender, y, cuando Morgase contestó que acababa de inventársela, su respuesta fue:

—A mi edad, aunque me lo invente sigue siendo un viejo dicho.

La reina estaba convencida de que el vestido rasposo y mal confeccionado era un castigo por aquel escote.

La Ciudad Interior estaba construida sobre cerros, con las calles siguiendo la curvatura natural del terreno y diseñadas para ofrecer inesperadas vistas de parques llenos de árboles, monumentos o torres cubiertas de azulejos a los que el sol arrancaba destellos de cien colores. Unas cuestas pronunciadas permitían contemplar el panorama de toda Caemlyn, con las ondulantes llanuras y bosques que había más allá. Morgase no se fijó en nada de ello mientras avanzaba apresuradamente entre la multitud que abarrotaba las calles. Por lo general, habría intentado escuchar a la gente, sopesar su estado de ánimo. Esta vez sólo oían el runrún y el murmullo de la gran urbe. No tenía planeado levantar al pueblo. Miles de hombres, armados principalmente con piedras y cólera, podrían superar a los guardias del Palacio Real; pero, si antes no lo sabía, los tumultos de la primavera que habían hecho fijar su atención en Gaebril y los que habían estado a punto de estallar el año anterior sí que le habían enseñado lo que la chusma enfurecida podía llegar a hacer. Se proponía volver a reinar en Caemlyn, no verla arrasada por el fuego.

Al otro lado de las blancas murallas de la Ciudad Interior, la Ciudad Nueva contaba con sus propias maravillas. Altas y esbeltas torres, relucientes cúpulas blancas y doradas, amplias extensiones de tejados rojos, y las enormes murallas exteriores salpicadas de torreones, de un gris pálido con vetas plateadas y blancas. Los amplios bulevares, divididos en el centro por anchos paseos de árboles y césped, estaban abarrotados de gente, carruajes y carretas. Excepto reparar de pasada en que la hierba estaba agostada por la falta de lluvia, Morgase siguió con la mente puesta en lo que buscaba.

Por la experiencia de sus correrías anuales, elegía con cuidado la gente a la que preguntaba. Hombres en su mayoría. Era consciente de su aspecto, incluso con el hollín en el pelo, y algunas mujeres le habrían dado indicaciones equivocadas simplemente por celos. Los hombres, por el contrario, se devanaban los sesos para hacerlo correctamente, para impresionarla. No preguntaba a nadie que tuviera un aspecto demasiado atildado o demasiado rudo. Los primeros a menudo se ofendían porque los parara para preguntarles, como si ellos mismos no fueran a pie; y los otros probablemente pensarían que una mujer que pregunta una dirección tenía algo más en mente.

Un tipo con una barbilla demasiado grande para su cara, que pregonaba los alfileres y agujas que llevaba en una bandeja, le sonrió y comentó:

—¿Alguna vez te han dicho que tienes un cierto parecido con la reina? Aunque nos haya conducido al desastre, es una guapa hembra.

Morgase soltó una escandalosa risa por la que se ganó una mirada severa de su vieja niñera.

—Guarda los halagos para tu mujer. ¿La segunda a la izquierda, dijiste? Gracias. Y también por el piropo.

Mientras continuaba abriéndose paso entre el gentío, su rostro asumió un gesto ceñudo. Ya le habían dicho varias veces lo mismo. No que se pareciera a la reina, sino que Morgase había organizado un desastre. Por lo visto, Gaebril había ordenado una fuerte subida de impuestos para pagar a sus levas, pero la culpa se la echaban a ella, y con razón. La responsabilidad era de la reina. También se habían promulgado otras leyes, leyes que no tenían sentido pero que hacían más difícil la vida de la gente. Oyó también murmullos respecto a que tal vez Andor había tenido reinas demasiado tiempo. Sólo rumores, pero lo que un hombre se atrevía a comentar en voz baja, lo pensaban otros diez. Quizá no le habría resultado tan fácil como había pensado levantar a la plebe contra Gaebril.

Finalmente dio con su meta, una gran posada de piedra cuyo letrero mostraba a un hombre arrodillado ante una mujer de cabello dorado que lucía la Corona de la Rosa y tenía una mano sobre la cabeza del hombre. La Bendición de la Reina. Si se suponía que era ella, no guardaba un gran parecido. Las mejillas eran demasiado rellenas.

Hasta que se paró a la puerta de la posada no advirtió que Lini iba resoplando, falta de aliento. Había impuesto un paso vivo, y la niñera estaba lejos de ser joven.

—Oh, Lini, lo siento. No tendría que haber caminado tan…

—Si no soy capaz de mantener tu paso, pequeña, ¿cómo piensas que voy a poder cuidar de los hijos de Elayne? ¿Es que piensas quedarte plantada aquí fuera? «Los pies que se arrastran nunca terminan el viaje». Él dijo que estaría en el establo.

La vieja niñera echó a andar, todavía entre resuellos, y Morgase la siguió alrededor de la posada. Antes de entrar en el establo de piedra, se resguardó los ojos para echar un vistazo al sol. Unas dos horas antes de que anocheciera; para entonces, Gaebril empezaría a buscarla, si es que no lo estaba haciendo ya.

Tallanvor no estaba solo en el establo lleno de cuadras. Llevaba una chaqueta de lana verde, con la espada envainada al cinto por encima, y cuando hincó una rodilla en el suelo cubierto de paja, dos hombres y una mujer hicieron lo mismo, aunque un tanto vacilantes, inseguros de que fuera ella. El hombre robusto, de rostro rubicundo y calvo, debía de ser Basel Gill, el posadero. Un viejo jubón de cuero, tachonado con discos metálicos, se ceñía prietamente alrededor de la prominente cintura, y también llevaba una espada al costado.

—Mi reina —dijo Gill—, hace años que no llevo espada, desde la Guerra de Aiel, pero consideraría un honor el que me permitáis seguiros. —Debería haber resultado ridículo, pero no fue así.

Morgase observó a los otros dos: un tipo fornido, vestido con una tosca chaqueta gris, de párpados cargados, nariz rota por varios sitios y la cara surcada de cicatrices; y una mujer baja, bonita, rondando la madurez. Daba la impresión de que estaba con el tipo duro, pero su vestido de lana azul, con cuello alto, parecía demasiado fino para que alguien como él pudiera comprarlo.

El hombre pareció advertir sus dudas, a pesar del aspecto apático que le daban los ojos cargados.

—Soy Lamgwin, majestad, y un buen hombre de la reina. No está bien lo que ha ocurrido y hay que remediarlo. También quiero seguiros. Yo y Breane, nosotros dos.

—Levantaos —les dijo Morgase—. Es posible que tengan que pasar varios días antes de que no haya peligro en que me reconozcáis como vuestra soberana. Me complacerá vuestra compañía, maese Gill. Y la vuestra, maese Lamgwin, pero sería más seguro para vuestra compañera que se quedara en Caemlyn. Nos aguardan días muy duros.

Breane se sacudió las pajas pegadas a la falda y le asestó una mirada áspera, pero no tanto como la que le dedicó Lini.

—He vivido tiempos difíciles —dijo la mujer con acento cairhienino. De noble cuna, si no se equivocaba Morgase; una refugiada probablemente—. Y jamás conocí a un hombre bueno hasta que encontré a Lamgwin. O hasta que él me encontró a mí. La lealtad y el amor que os profesa, se los profeso yo a él pero multiplicados por diez. Él os sigue, pero yo lo sigo a él. No me quedaré atrás.

Morgase inhaló hondo y después asintió con la cabeza. De todos modos, la mujer ya lo daba por hecho. Buenos cimientos para el ejército que precisaba a fin de recuperar el trono: un joven soldado que la miraba ceñudo las más de las veces; un posadero calvo que, por su aspecto, no debía de haber montado a caballo hacía veinte años; un camorrista que tenía pinta de estar medio dormido; y una noble refugiada cairhienina que había dejado muy claro que su lealtad llegaba sólo hasta donde llegara la de su hombre. Y Lini, por supuesto, que la trataba como si todavía estuviera a su cuidado. Oh, sí, unos estupendos cimientos.

—¿Adónde vamos, mi reina? —preguntó Gill mientras conducía a los caballos, ya ensillados, hacia las puertas del establo.

Lamgwin se movió con una rapidez inusitada para ensillar otra montura para la vieja niñera.

Morgase cayó en la cuenta de que no había pensado en esto. «Luz, es posible que Gaebril todavía me tenga ofuscada la mente». Empero, todavía notaba aquel imperioso impulso de regresar a sus aposentos. No era por él. Había estado concentrada en la idea de salir de palacio y llegar aquí. En otros tiempos habría acudido primero a Ellorien, pero Pelivar o Arathelle servirían. Una vez que hubiera discurrido cómo explicar el haberlos exiliado, se entiende.

Sin embargo, antes de que tuviera tiempo de abrir la boca, Tallanvor dijo:

—Habrá que buscar a Gareth Bryne. Alienta una gran hostilidad hacia vos en las casas poderosas, mi reina; pero, si Bryne os apoya, renovarán su juramento de adhesión, aunque sólo sea porque saben que él ganará todas las batallas.

Morgase apretó los dientes para contener la inmediata negativa que pugnaba por salir de su boca. Gareth Bryne era un traidor, pero también uno de los generales vivos más brillantes. Su presencia sería un argumento convincente cuando tuviera que hacer olvidar a Pelivar y a los demás que los había exiliado. De acuerdo. Sin duda estaría más que dispuesto a aprovechar la ocasión de volver a ocupar el puesto de capitán general de la Guardia de la Reina. Y si no, se las arreglaría bien sin él.

Cuando el sol rozó el horizonte, el grupo se encontraba a ocho kilómetros de Caemlyn y cabalgaba a galope tendido hacia Hontanares de Kore.


Era por la noche cuando Padan Fain se sentía más a gusto. Mientras caminaba silenciosamente por los pasillos adornados con tapices de la Torre Blanca sintió como si la oscuridad exterior extendiera una capa que lo ocultara de sus enemigos a despecho de las lámparas de pie, doradas y con espejos, que ardían a lo largo de los corredores. Sabía que era una sensación errónea; sus enemigos eran muchos y estaban en todas partes. Justo en ese momento, como en todas las horas del día, podía percibir a Rand al’Thor. No dónde estaba, pero sí que aún seguía vivo, en alguna parte. Todavía vivo. En Shayol Ghul, en la Fosa de la Perdición, aquella percepción de al’Thor con vida era recibida como un regalo.

Su mente esquivó los recuerdos de lo que le habían hecho en la Fosa. Allí había sido destilado, reconstruido. Pero después, en Aridhol, había renacido. Renacido para castigar a antiguos y nuevos enemigos.

Percibía algo más mientras recorría los vacíos pasillos de la Torre, algo que era suyo, algo que le habían robado. Un deseo más intenso que su anhelo de ver muerto a Rand al’Thor o la destrucción de la Torre o incluso la venganza contra su ancestral enemigo, lo había empujado a este momento: el ansia de estar completo.

La pesada puerta de paneles tenía sólidos goznes y refuerzos de hierro, además de una enorme cerradura negra de hierro. Pocas puertas se cerraban en la Torre, porque ¿quién osaría robar nada estando rodeado de Aes Sedai? Empero, allí se guardaban algunas cosas consideradas demasiado peligrosas para que hubiera un fácil acceso a ellas. Y la más peligrosa de todas la guardaban detrás de esta puerta, custodiada por una sólida cerradura.

Soltó una queda risita mientras sacaba de un bolsillo de la chaqueta un par de ganzúas finas y curvas que introdujo en el mecanismo por el ojo de la cerradura; tanteó, empujó, giró, y, con un seco chasquido, el pestillo se descorrió. Durante unos instantes se quedó recostado contra la puerta, riendo roncamente. Así que custodiada por una sólida cerradura. Rodeada por el poder de las Aes Sedai, y estaba guardada por un simple objeto de metal. Todos, incluso la servidumbre y las novicias, debían de haber terminado sus tareas del día a esa hora, pero aun así cabía la posibilidad de que alguien estuviera despierto y pasara por allí. Alguna que otra carcajada lo siguió sacudiendo de vez en cuando mientras guardaba las ganzúas en el bolsillo y sacaba una gruesa vela, cuyo pabilo encendió en una de las lámparas de pie que había cerca.

Sostuvo en alto la vela mientras cerraba la puerta tras de sí y miraba en derredor. Las paredes estaban cubiertas de estanterías que contenían cajas sencillas y cofres taraceados de diversos tamaños y formas, pequeñas figurillas en hueso o marfil o un material más oscuro, objetos de metal y cristal que centelleaban con la luz. Nada que tuviera aspecto peligroso. El polvo lo cubría todo; incluso las Aes Sedai iban allí en raras ocasiones, y no permitían que entrara nadie más. Lo que buscaba lo atrajo hacia sí.

En una estantería que había a la altura de su cintura se encontraba una oscura caja metálica. La abrió, dejando a la vista las paredes de plomo de cinco centímetros de grosor, con lo que quedaba el espacio justo para una daga curva enfundada en su vaina dorada, con un gran rubí engastado en la empuñadura. Ni el oro ni el rubí, de un reluciente rojo intenso como la sangre, tenían interés para él. Rápidamente, dejó escurrir un poco de cera líquida para sostener la vela junto a la caja y se apoderó de la daga.

Suspiró tan pronto como la tocó y se estiró lánguidamente. De nuevo estaba completo, era uno con lo que lo había atado tanto tiempo atrás, uno con lo que, de un modo muy literal, le había dado vida.

Los goznes de hierro chirriaron débilmente, y Padan corrió hacia la puerta al tiempo que desenvainaba la daga. La pálida joven que abrió la hoja sólo tuvo tiempo de dar un respingo, de intentar recular de un salto, antes de que le hiciera un corte en la mejilla; en el mismo movimiento, dejó caer la funda, la agarró por el brazo y la introdujo de un tirón en el almacén. Asomó la cabeza y escudriñó a un lado y al otro del pasillo. Vacío.

No se apresuró a meter la cabeza y cerrar de nuevo la puerta; sabía lo que encontraría dentro del cuarto.

La joven sufría convulsiones, tirada en el suelo, haciendo vanos esfuerzos por gritar. Sus manos arañaban su cara, ya negra e hinchada hasta ser irreconocible, mientras la oscura tumefacción se extendía hacia los hombros como un espeso aceite. Las blancas faldas, con las bandas de colores en el repulgo, se agitaron cuando sus pies patearon inútilmente. Padan lamió unas gotas de sangre que le habían salpicado en la mano y rió bajito al tiempo que recogía la funda.

—Sois un necio.

Giró velozmente sobre sus talones, asestando una cuchillada al mismo tiempo, pero el aire a su alrededor pareció volverse sólido y lo inmovilizó desde el cuello hasta las plantas de los pies; se quedó petrificado en esa postura, de puntillas, con el brazo extendido para apuñalar, y los ojos prendidos en Alviarin mientras ésta cerraba la puerta tras de sí y se apoyaba en ella para observarlo con atención. Esta vez los goznes no habían chirriado. El suave roce de los escarpines de la moribunda joven contra las baldosas del suelo no podían haber disimulado el ruido. Parpadeó para librarse del sudor que de repente le había brotado y le escocía en los ojos.

—¿De verdad creísteis que no habría salvaguardas en este cuarto? —continuó la Aes Sedai—. ¿Que no estaría vigilado? Se había puesto una salvaguarda en esa cerradura. Esa necia joven tenía esta noche la tarea de detectar su manipulación. De haber hecho lo que se le había ordenado, ahora os encontraríais con una docena de Guardianes y otras tantas Aes Sedai al otro lado de esa puerta. Pero está pagando el precio de su estupidez.

A espaldas del hombre las sacudidas cesaron, y Padan estrechó los párpados. Alviarin no era del Ajah Amarillo, pero aun así podría haber intentado al menos curar a la joven. Tampoco había dado la alarma que debería haber dado la Aceptada, o en caso contrario no estaría allí sola ahora.

—Sois del Ajah Negro —siseó.

—Una acusación peligrosa —repuso sosegadamente. No quedaba claro para cuál de los dos lo era—. Siuan Sanche intentó denunciar que el Ajah Negro existía realmente cuando estaba bajo interrogatorio. Nos suplicó hablarnos de ellas. Elaida no quiso oír nada al respecto y tampoco querrá oírlo ahora. Los cuentos sobre el Ajan Negro son viles calumnias contra la Torre.

—Sois del Ajah Negro —repitió en tono más alto.

—¿Queríais robar eso? —preguntó la mujer como si no lo hubiera oído—. El rubí no lo merece, Fain. O como quiera que os llaméis. La hoja está infectada, de modo que nadie excepto un necio la tocaría salvo con unas tenazas ni estaría cerca de ella más tiempo del estrictamente necesario. Ya habéis visto lo que le hizo a Verine. Así que ¿por qué vinisteis aquí y fuisteis directamente a apoderaros de algo que no deberíais saber que estaba en este lugar? No habéis tenido tiempo para buscarlo.

—Podría deshacerme de Elaida en vuestro favor. Un toque con esto, y ni siquiera la Curación la salvaría. —Trató de gesticular con la daga, pero le resultaba imposible mover ni un dedo; de haber podido, a esas alturas Alviarin estaría muerta—. Podríais ser la primera en la Torre, en lugar de la segunda.

La mujer se rió de él: un sonido frío, cristalino, despectivo.

—¿Creéis que no sería la primera si así lo quisiera? Ser la segunda me conviene. Que Elaida reclame para sí el mérito de lo que ella llama éxito, y que sude por los fracasos también. Sé dónde radica el poder. Y, ahora, responded a mis preguntas o serán dos los cadáveres que se encontrarán aquí por la mañana en lugar de sólo uno.

De todos modos habría dos, aunque le respondiera con las mentiras apropiadas; no tenía intención de dejarlo con vida.

—He visto Thakan’dar. —Decirlo resultaba doloroso; los recuerdos que le traía eran insufribles, pero contuvo los sollozos y se obligó a hablar—. El gran mar de niebla, meciéndose y rompiendo en silencio contra los negros arrecifes. Los fuegos de las forjas brillando enrojecidos, debajo. Y los relámpagos descargándose hacia lo alto, contra un cielo concebido para enloquecer a los hombres. —No quería continuar, pero se obligó a hacerlo—. He recorrido el sendero que baja a las entrañas de Shayol Ghul, un largo camino de descenso, con piedras como colmillos rozándome la cabeza, hasta llegar a la orilla del lago de fuego y roca fundida —«¡No, otra vez no!»—, y que retiene al Gran Señor de la Oscuridad en sus insondables profundidades. El cielo sobre Shayol Ghul está negro al mediodía con su aliento.

Alviarin estaba erguida, con los ojos muy abiertos, pero no de miedo, sino de estupefacción.

—Me han hablado de… —empezó lentamente, pero luego sacudió la cabeza y lo miró de hito en hito, con intensidad—. ¿Quién sois? ¿Por qué estáis aquí? ¿Alguno de los Rene… los Elegidos os envió? ¿Por qué no se me informó?

Padan Fain echó la cabeza hacia atrás y se echó a reír.

—¿Acaso las tareas encargadas a los de mi condición tienen que saberlas los de vuestra condición? —El acento de su nativa Lugard volvía a ser muy fuerte; en cierto modo, era su ciudad natal—. ¿Acaso los Elegidos os lo cuentan todo? —Algo en su interior le decía que éste no era el mejor camino, pero odiaba a las Aes Sedai, y ese algo de su interior también las odiaba—. Tened cuidado, pequeña y bonita Aes Sedai, u os entregarán a un Myrddraal para su entretenimiento.

La mirada de la mujer era como témpanos de hielo clavados en sus ojos.

—Veremos, maese Fain. Me ocuparé de arreglar el desastre que habéis ocasionado, y después veremos cuál de nosotros goza de más consideración con los Elegidos.

Sin apartar los ojos de la daga, salió del cuarto. El aire que inmovilizaba a Fain no perdió rigidez hasta después de haber pasado un minuto desde su partida.

Gruñó para sus adentros. Necio. Entrar en el juego de las Aes Sedai, arrastrándose ante ellas, para después, en un momento de ira, estropearlo todo. Al envainar la daga se hizo un pequeño corte, y se lamió la herida antes de esconder el arma debajo de su chaqueta. No era ni mucho menos lo que esa mujer pensaba. Hubo un tiempo en que había sido Amigo Siniestro, pero ahora estaba más allá de eso. Más allá y por encima. Era algo diferente. Y superior. Si la Aes Sedai conseguía comunicarse con alguno de los Renegados antes de que pudiera deshacerse de ella… No, mejor no intentarlo. No podía perder tiempo ahora en buscar el Cuerno de Valere; tenía seguidores esperándolo fuera de la ciudad. Debían de seguir allí; lo temían lo bastante para obedecer. Confiaba en que algunos humanos estuvieran vivos todavía.

Antes de que el sol saliera, había abandonado la Torre y la isla de Tar Valon. Al’Thor se encontraba ahí fuera, en alguna parte. Y él volvía a estar completo.

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