33 Un vestido carmesí

El cuchillo rozó el cabello de Nynaeve al clavarse en el tablón contra el que la mujer estaba recostada; dio un respingo y apretó los ojos detrás de la venda que se los cubría. Deseó llevarlo peinado en una trenza en lugar de suelto sobre los hombros. Si ese cuchillo le había cortado aunque sólo fuera un pequeño mechón… «Necia —pensó con acritud—. Estúpida mujer».

Con el pañuelo doblado tapándole los ojos, únicamente veía una fina línea de luz por la parte de abajo, y tras la oscuridad de los pliegues parecía brillante. Tenía que haber claridad de sobra aunque la tarde estuviera avanzada. Desde luego, el hombre no se habría atrevido a lanzar si no tuviera luz suficiente para ver bien. El siguiente cuchillo se clavó al otro lado de su cabeza y lo sintió vibrar. Tenía la sensación de que casi le había tocado la oreja. Iba a matar a Thom Merrilin y a Valan Luca; y puede que a cualquier otro hombre al que pudiera echar mano, aunque sólo fuera por principios.

—Las peras —gritó Luca, como si en lugar de estar a sólo treinta pasos de ella se encontrara mucho más lejos. Debía de pensar que la venda la dejaba sorda, además de ciega.

Tanteó en la bolsita colgada del cinturón, sacó una pera y, con gran cuidado, se la colocó en lo alto de la cabeza. Estaba ciega, desde luego, pero además era una redomada estúpida. Sacó otras dos peras y, con precaución, extendió los brazos a ambos lados, entre los cuchillos que marcaban su silueta, sosteniendo por el rabo una pieza de fruta en cada mano. Hubo una pausa. Abrió la boca para decirle a Thom Merrilin que si le hacía aunque sólo fuese un pequeño rasguño, le…

Hubo una rápida sucesión de tres golpes secos. Los cuchillos se habían clavado con tal celeridad que Nynaeve habría chillado si la garganta no se le hubiera quedado contraída por el susto al oír el primero. En una mano sólo sostenía el tallo de la fruta; en la otra, la pera se mecía levemente con el cuchillo atravesado; y la pera que tenía sobre la cabeza rezumaba jugo sobre su cabello.

Se arrancó el pañuelo de un tirón y se dirigió a zancadas hacia Thom y Luca, quienes sonreían como maníacos. Antes de que tuviera ocasión de pronunciar una de las palabras que pugnaban por escapar de su boca, Luca manifestó con admiración:

—Eres magnífica, Nana. Tu bravura es extraordinaria, pero tú lo eres más. —Hizo una reverencia mientras ondeaba ostentosamente la ridícula capa de seda roja, con una mano sobre el corazón—. Llamaré a este número «La rosa entre espinas». Aunque, para ser sincero, eres más bella que una simple rosa.

—No hace falta mucha valentía para estar plantada tiesa como un palo. —Conque era una rosa, ¿no? Ya le enseñaría las espinas. A los dos—. Escúchame, Valan Luca…

—Qué coraje. Ni un solo respingo. Te aseguro que yo no tendría valor para hacer lo que tú.

Eso era la pura verdad, pensó Nynaeve.

—No he sido más valiente de lo necesario —repuso en un tono más suave. Resultaba difícil gritar a un hombre que insistía en alabar la valentía de una. Por supuesto, eso era mucho mejor que las patochadas sobre rosas. Thom se atusó el largo bigote como si viera algo divertido.

—El vestido —dijo Luca, sonriendo de oreja a oreja—. Estarás preciosa con…

—¡No! —espetó. Lo que había ganado con sus halagos acababa de perderlo al sacar de nuevo a colación ese asunto. Clarine había confeccionado el atuendo que Luca quería que llevara Nynaeve, en una seda de un color carmesí más chillón que el de su capa. En opinión de la mujer, había escogido ese tono para disimular la sangre si a Thom se le iba la mano.

—Pero, Nana, una belleza en peligro tiene mucho gancho. —La voz de Luca era tan acariciante como si le estuviera susurrando lindezas al oído—. Tendrás los ojos de todo el mundo pendientes de ti, todos los corazones palpitando con fuerza por tu belleza y tu valentía.

—Pues si tanto te gusta, póntelo tú —replicó firmemente. Aparte del color, no estaba dispuesta a enseñar tan generosamente el busto en público, a pesar de que Clarine opinara que era lo normal. Había visto el traje de actuación de Latelle, todo él de lentejuelas negras y con el cuello alto hasta la barbilla. Podría llevar algo así… Pero ¿qué estaba pensando? No tenía la menor intención de seguir adelante con esto. Sólo había accedido a practicar para que Luca dejara de tocar a la puerta del carromato todas las noches para intentar convencerla.

El hombre no tenía un pelo de tonto y sabía cuándo había llegado el momento de cambiar de tema:

—Oh, vaya, ¿qué te ha pasado? —preguntó, de repente todo mieles y solicitud.

Nynaeve dio un respingo cuando Luca le tocó el ojo hinchado. No estuvo afortunado al elegir aquello para cambiar de conversación. Mejor habría sido que continuara intentando meterla a la fuerza en aquel vestido rojo.

—No me gustó cómo me miraba en el espejo esta mañana, así que le di un mordisco.

Su tono frío y el modo en que enseñaba los dientes consiguieron que Luca retirara la mano con presteza. A juzgar por la mirada cautelosa en sus oscuros ojos, el hombre temía que se repitiera el mordisco. Thom se atusaba el bigote con entusiasmo y tenía el rostro congestionado por el esfuerzo de no estallar en carcajadas. Él sabía lo que había ocurrido, por supuesto. Tenía que saberlo. Y, no bien se hubiera marchado ella, sin duda deleitaría a Luca con su versión de los hechos. Los hombres eran unos cotillas compulsivos, un rasgo innato en ellos, y no había nada que las mujeres pudieran hacer para quitarles esa mala costumbre.

La luz diurna era más débil de lo que había imaginado. El sol era una roja bola sobre los árboles, en el oeste.

—Si vuelves a intentarlo otra vez sin tener mejor luz… —gruñó mientras sacudía el puño en dirección a Thom—. ¡Casi ha anochecido!

—Supongo, entonces, que eso significa que no quieres incluir la parte en la que yo me tapo los ojos, ¿verdad? —dijo él a la par que enarcaba las espesas cejas. Estaba bromeando, por supuesto. Tenía que estar diciéndolo en broma—. Como quieras, Nana. De ahora en adelante, sólo lo haremos cuando la luz sea perfecta.

Hasta que se hubo alejado unos cuantos pasos, sacudiendo furiosamente la falda al caminar, Nynaeve no cayó en la cuenta de que había accedido a hacer ese tonto numerito. Al menos, de manera implícita. Tratarían de obligarla a atenerse a ello, tan seguro como que el sol se pondría esa noche. «¡Tonta, tonta, tonta! ¡Eres tonta!»

El claro donde habían estado practicando —o al menos Thom, ¡así la Luz lo abrasara y a Luca también!— se encontraba a cierta distancia del campamento, un poco más arriba y cerca de la calzada del norte. Seguramente era porque Luca no quería que los animales se alborotaran en caso de que Thom hubiese errado un lanzamiento y le hubiera atravesado el corazón. Probablemente habría aprovechado su cadáver para alimentar a los leones. La única razón por la que quería que luciera aquel vestido era para comerse con los ojos lo que ella no tenía intención de enseñar excepto a Lan; y que la Luz también lo abrasara a él, por ser un estúpido cabezota. Ojalá estuviera allí para poder decírselo. Ojalá estuviera allí porque así sabría que estaba a salvo. Arrancó una cañaheja seca y la utilizó para descargar varazos y arrancar las flores silvestres que asomaban por encima de la hierba.

La noche anterior, según Elayne, Egwene había informado sobre combates en Cairhien y luchas contra bandidos, contra cairhieninos que consideraban enemigos a cualquier Aiel, y contra soldados andoreños que reclamaban el Trono del Sol para Morgase. Lan había tomado parte en esas refriegas; al parecer, cada vez que Moraine le quitaba la vista de encima él se las arreglaba para encontrarse allí donde el combate era más reñido, como si supiera de antemano dónde se desarrollaría. Nynaeve jamás habría imaginado que llegaría un día en que querría que la Aes Sedai tuviera a Lan atado en corto, cerca de ella.

Esa mañana Elayne seguía afectada por la noticia de que los soldados de su madre se encontraban en Cairhien, luchando contra los Aiel de Rand, pero los que preocupaban a Nynaeve eran los bandidos. Según Egwene, si alguien podía identificar pertenencias robadas en posesión de los asaltantes, si alguien juraba haber visto a uno de ellos matar a alguien o quemar aunque sólo fuera un cobertizo, Rand ordenaba que fuera ahorcado. Él no tiraba de la cuerda, pero era lo mismo, y Egwene decía que presenciaba todas las ejecuciones con un semblante tan frío y duro como las montañas. No era propio de él hacer algo así. Siempre había sido un muchacho apacible y dulce. Fuera lo que fuera lo que le hubiera ocurrido en el Yermo, había sido para peor.

En fin, Rand estaba muy lejos, y sus propios problemas —los suyos y los de Elayne— no parecía que fueran a solucionarse pronto. El río Eldar se encontraba a menos de dos kilómetros al norte, y la corriente se salvaba por un puente muy alto de piedra, construido entre elevados pilares metálicos que brillaban sin un punto de herrumbre. Sin duda era una reliquia de otros tiempos, tal vez incluso de una Era anterior. Nynaeve había ido hasta allí al mediodía, nada más llegar la compañía a este lugar, pero en el río no había un barco que mereciera llevar tal nombre. Botes de remo, pequeñas barcas de pesca que trabajaban entre los cañaverales de las orillas, unas cuantas cosas raras y estrechas que se deslizaban sobre el agua impulsadas por remos manejados por hombres arrodillados, e incluso un lanchón cuadrado que parecía estar atorado en el barro —se veía mucho cieno en ambas orillas, parte de él reseco y agrietado, aunque no era de extrañar con el calor que seguía haciendo en esta época— pero ninguna embarcación que pudiera transportarlos rápidamente río abajo, como ella quería. Aunque tampoco sabía aún dónde tendría que llevarlos.

Por mucho que se devanaba los sesos no conseguía recordar el nombre de la ciudad donde se suponía que las hermanas Azules se encontraban. Asestó un violento varazo a la cabezuela de un diente de león, convertida ya en una bola blanca, y los vilanos se esparcieron en el aire. De todos modos, seguramente ya no seguirían allí, si es que habían estado alguna vez. Pero era la única pista que tenían respecto a un sitio seguro a poca distancia de Tear. Si es que lograba recordarlo.

Lo único bueno de todo el viaje hacia el norte era que Elayne había dejado de coquetear con Thom. Sólo había habido un incidente desde que se habían unido al espectáculo ambulante. Aunque no habría estado mal que Elayne no hubiese decidido simular que no había ocurrido nada. El día anterior, Nynaeve la había felicitado por recobrar el sentido común, y Elayne había replicado fríamente; «¿Tratas de descubrir si me interpondré en tu camino con Thom, Nynaeve? Es bastante mayor para ti, y pensé que habías puesto tu corazón en otra persona, pero eres bastante adulta para tomar tus propias decisiones. Siento aprecio por Thom, como creo que él lo siente por mí. Lo considero como un segundo padre, así que, si quieres coquetear con él, tienes mi permiso. Sin embargo, de verdad creí que eras más constante en el terreno sentimental».

Luca tenía intención de cruzar el río por la mañana, y Samara, la ciudad que había en la otra orilla, en Ghealdan, no era un lugar conveniente en el que quedarse. Luca había pasado en Samara la mayor parte del día desde que llegaron, buscando un buen lugar en el que montar su espectáculo, preocupado sólo de que otros espectáculos ambulantes se le hubieran adelantado, ya que no era el único que llevaba algo más que animales amaestrados. Tal era la razón de que hubiera insistido tanto en que Nynaeve dejara que Thom le lanzara los cuchillos. La mujer pensó que tenía suerte de que no pretendiera que caminara por el cable junto con Elayne. Ese hombre parecía pensar que lo más importante del mundo era que su espectáculo fuera mayor y mejor que todos los demás. Por su parte, lo que más le preocupaba a Nynaeve era el hecho de que el Profeta se encontrara en Samara acompañado por sus seguidores, que abarrotaban la ciudad y se repartían en tiendas, chozas y chabolas, formando otra ciudad que superaba el tamaño, bastante considerable, de la propia Samara. Ésta tenía una muralla alta de piedra, y de piedra eran también la mayoría de los edificios, algunos de ellos de tres pisos, y había más tejados de pizarra y tejas que de bálago.

Esta orilla del Eldar no era mejor. Habían pasado tres campamentos de Capas Blancas antes de llegar al sitio donde se habían parado; eran centenares de tiendas blancas colocadas en ordenadas hileras, y tenía que haber más que no habían visto. Los Capas Blancas a este lado del río, y el Profeta y quizás algún tumulto a punto de estallar en el otro, y ella no tenía ni idea de adónde ir ni medio de transporte que los llevara allí excepto un lento carromato que avanzaba a paso de tortuga. Ojalá no se hubiera dejado convencer por Elayne para que abandonaran el carruaje. Al no ver ninguna planta lo bastante cerca para asestarle un varazo sin tener que desviarse, partió la cañaheja por la mitad una y otra vez, hasta que la hizo trozos pequeños que después tiró. Ojalá pudiera hacer lo mismo con Luca. Y con Galad Damodred, por obligarlas a huir. Y a al’Lan Mandragoran, por no estar allí. Y no es que ella lo necesitara, naturalmente. Pero su presencia habría sido… reconfortante.

El campamento estaba silencioso, con las cenas preparándose sobre pequeñas lumbres, al lado de los carromatos. Petro estaba alimentando a un león de negra melena, metiendo grandes trozos de carne a través de los barrotes con un palo. Las leonas ya daban buena cuenta de sus raciones sociablemente, soltando de vez en cuando un rugido si alguien se acercaba demasiado a la jaula. Nynaeve se paró cerca de la carreta de Aludra; la Iluminadora estaba trabajando con el mortero y el majador de madera sobre una mesa abatible, adosada a un costado del carromato, mascullando entre dientes sobre lo que quiera que estaba combinando. Tres de los Chavana dedicaron una sonrisa seductora a Nynaeve y le hicieron señas para que se reuniera con ellos. Ninguno de ellos era Brugh, que todavía estaba enfadado por lo de su labio, aunque ella le había dado un ungüento para que le bajara la hinchazón. A lo mejor si atizaba a los demás con igual contundencia harían caso a Luca —y, lo más importante, ¡a ella!— y comprenderían que no le gustaban sus sonrisas. Era una lástima que maese Valan Luca no siguiera sus propias recomendaciones. Latelle estaba cerca de la jaula de los osos; se volvió y le dedicó una sonrisa tirante, aunque más bien parecía una mueca de satisfacción. Pero, principalmente, Nynaeve observaba a Cerandin, que estaba limando las romas uñas de uno de los enormes s’redit grises con lo que parecía una herramienta adecuada para lijar metales.

—Ésa —dijo Aludra— sabe utilizar las manos y los pies con notable habilidad, ¿no? No me mires así, Nana —añadió mientras se sacudía las manos—. No soy tu enemiga. Toma, tienes que probar estos nuevos fósforos.

Nynaeve cogió cautelosamente la caja de madera de la oscura mano de la otra mujer. Era un pequeño recipiente cuadrado que podía sostener fácilmente con una mano, pero utilizó las dos.

—Creí que los llamabas mixtos.

—Tal vez sí y tal vez no. Fósforos denota que son mucho mejores que mixtos, ¿no te parece? He alisado los pequeños agujeros que sujetan los palitos para que así ya no se prendan en la madera. Una buena idea, ¿no? Y las cabezas son de un nuevo compuesto. ¿Los probarás y me dirás qué te parecen?

—Sí, por supuesto. Gracias.

Nynaeve se alejó deprisa, antes de que la mujer le diera otra caja. Sostenía aquella cosa como si fuera a explotar en cualquier momento, cosa que no estaba segura de que no pudiera ocurrir. Aludra había hecho que todos probaran sus mixtos o fósforos o comoquiera que decidiera llamarlos la próxima vez. Desde luego, encendían un fuego o una lámpara. Y también se prendían si las cabezas azulgrisáceas se frotaban entre sí o contra algo áspero. En lo que a ella concernía, prefería encender con yesquero o con un carbón prendido conservado adecuadamente en una caja de arena. Era mucho más seguro.

Juilin le salió al paso antes de que tuviera ocasión de llegar a la escalera del carromato que compartía con Elayne, y la vista del hombre fue directamente a su ojo hinchado. Nynaeve le asestó una mirada tan cortante que lo hizo retroceder un paso y destocarse rápidamente de aquel ridículo gorro cónico.

—He estado al otro lado del río —informó—. Hay unos cien Capas Blancas en Samara. Se limitan a vigilar con tanto interés a los soldados ghealdanos como éstos los vigilan a ellos. Pero reconocí a uno de ellos. Es el joven que estaba sentado al otro lado de la calle en Sienda, enfrente de La Luz de la Verdad.

Nynaeve sonrió y Juilin retrocedió otro paso, observándola con recelo. Así que Galad estaba en Samara. Era lo único que les faltaba.

—Qué noticias tan buenas traes siempre, Juilin. Deberíamos haberte dejado en Tanchico o, mejor aún, en el puerto de Tear. —Era un comentario muy injusto. Más valía que le hubiera advertido de la presencia de Galad que dejar que se topara con él al volver una esquina—. Gracias, Juilin. Por lo menos ahora sabemos que tenemos que andar ojo avizor con él.

En opinión de Nynaeve, el brusco asentimiento del hombre no era la respuesta más adecuada a sus palabras de agradecimiento dadas con tanta cortesía. Se marchó presuroso mientras se colocaba el gorro, como si esperara que fuera a golpearlo en cualquier momento. Los hombres no tenían modales.

El interior del carromato estaba mucho más limpio que cuando Thom y Juilin lo habían comprado. Habían rascado toda pintura desconchada —los dos hombres habían rezongado por tener que encargarse de ese trabajo— y a los armarios y la pequeña mesa que iba fija al suelo se les untó aceite y se los frotó hasta que brillaron. El pequeño hogar de ladrillos, con la chimenea metálica, no se había usado —las noches eran cálidas y, si empezaban a cocinar allí, Thom y Juilin volverían a torcer el gesto— pero servía muy bien para guardar sus posesiones de valor, como las bolsas de dinero y los cofrecillos con joyas. Nynaeve había metido la bolsa de gamuza que contenía el sello tan dentro del tubo metálico como pudo y no lo había vuelto a tocar desde entonces.

Elayne estaba sentada en una de las estrechas camas, metiendo algo debajo de las mantas, cuando Nynaeve entró, pero antes de que ésta tuviera tiempo de preguntarle qué hacía, la heredera del trono exclamó:

—¡Tu ojo! ¿Qué te ha pasado? —Su cabello necesitaba un lavado con jenpimienta otra vez; un tenue atisbo de color dorado asomaba en la raíz de los negros mechones. Había que hacerlo cada pocos días.

—Cerandin me dio un golpe cuando no estaba atenta —masculló la antigua Zahorí. El recordado sabor de la agrimonia y las hojas de ricino machacadas hizo que la lengua le salivara. No era ésa la razón de que hubiera dejado que Elayne acudiera también al último encuentro en el Tel’aran’rhiod; no estaba eludiendo a Egwene. Sólo que ella había hecho la mayoría de viajes al Mundo de los Sueños entre una y otra reunión con la muchacha y las Sabias, y era justo que diera a Elayne ocasión para practicar. Era por eso.

Con todo tipo de precauciones, soltó la caja de fósforos dentro de un armario, junto a otras dos. La que se había prendido había sido desechada hacía tiempo.

No sabía por qué estaba ocultando la verdad. Evidentemente, Elayne no había salido del carromato o en caso contrario ya lo sabría. Juilin y ella eran probablemente las únicas personas del campamento que lo ignoraban ahora que Thom le habría contado a Luca hasta el último detalle.

—Le… pregunté a Cerandin sobre las damane y las sul’dam. Estoy segura de que sabe más de lo que da a entender. —Hizo una pausa para que Elayne expresara en voz alta sus dudas de que hubiera preguntado y no exigido saber y para decir que la seanchan ya les había contado todo lo que sabía, que no había tenido mucho contacto con damane o sul’dam. Pero Elayne guardó silencio y Nynaeve comprendió que lo único que estaba haciendo era retrasar el momento de dar explicaciones buscando una discusión—. Se puso de muy mal humor protestando que no sabía nada más, así que la sacudí. Realmente te has excedido dándole confianzas. ¡Se atrevió a agitar el dedo delante de mi nariz! —Elayne siguió mirándola en silencio, sin pestañear. Nynaeve apartó la vista sin poder evitarlo mientras continuaba—: Me… lanzó por encima de su hombro de alguna manera. Me levanté y le di una bofetada, entonces ella me pegó un puñetazo que me tiró. Por eso tengo el ojo así. —Ya puesta, podía contarle el resto; de todos modos, Elayne no tardaría en enterarse, así que sería mejor que oyera su versión, aunque, a decir verdad, habría preferido arrancarse la lengua—. No iba a consentir que me tratara así, de modo que peleamos un poco más. —No hubo mucha pelea por su parte, aunque se negó a darse por vencida. La amarga verdad era que Cerandin sólo dejó de vapulearla y derribarla con estratagemas porque era como maltratar a una cría. Nynaeve había tenido tan pocas oportunidades de defenderse como si lo fuera realmente. Si no hubiera habido nadie observando, habría podido encauzar; en realidad estaba lo bastante furiosa para hacerlo. Pero había espectadores, claro. Ojalá Cerandin le hubiera dado de puñetazos hasta hacerla sangrar.

»Entonces Latelle le dio un palo. Ya sabes las ganas que me tiene Latelle. —Desde luego, no era necesario contar que, para entonces, Cerandin le tenía la cabeza metida debajo del fondo de una carreta. Nadie la había maltratado así desde que arrojó un cubo de agua a Neysa Ayellan, cuando tenía dieciséis años—. En fin, Petro puso fin a la pelea. —Y justo a tiempo. El hombretón las había agarrado a las dos por el cogote como si fueran gatitos—. Cerandin se disculpó y eso es todo. —Petro había hecho que la seanchan se disculpara, cierto, pero también obligó a Nynaeve a hacer lo mismo, sin aflojar los dedos de su cuello hasta que se disculpó. Le había dado puñetazos con todas sus fuerzas, en pleno estómago, pero el hombre ni siquiera se inmutó, y Nynaeve se temía que la mano también se le iba a hinchar—. No pasó gran cosa, realmente, aunque supongo que Latelle intentará contar las cosas a su modo. A ella es a quien debería sacudir. Por lo visto no le aticé tan fuerte como tendría que haberlo hecho.

Se sintió mejor al confesar la verdad, pero en el semblante de Elayne se reflejaba una expresión de duda que la hizo querer cambiar de tema.

—¿Qué estabas escondiendo? —Alargó la mano y retiró la manta, dejando a la vista la cadena plateada del a’dam que les había entregado Cerandin—. En nombre de la Luz, ¿para qué quieres mirar esa cosa? ¿Y por qué lo escondiste? Es repulsivo, y no entiendo cómo eres capaz de tocarlo, pero si deseas hacerlo, depende exclusivamente de ti.

—No seas tan gazmoña —contestó Elayne. Esbozó lentamente una sonrisa y un leve rubor de excitación le tiñó las mejillas—. Creo que podría hacer uno.

—¡Hacer uno! —Nynaeve bajó el tono, confiando en que nadie apareciera por allí para ver cuál de las dos estaba matando a la otra, pero no por ello su voz sonó menos dura—. ¡Luz! ¿Por qué? Haz antes un pozo de letrina o un estercolero. Al menos esas cosas tienen una utilidad decente.

—En realidad no tengo intención de hacer un a’dam. —Elayne mantenía una postura erguida, con la barbilla levantada con aquel frío estilo tan propio de ella. Parecía ofendida y mostraba una helada calma—. Pero es un ter’angreal y he desentrañado cómo funciona. Te vi asistir al menos a una clase sobre la coligación. El a’dam vincula a las dos mujeres; ésa es la razón de que la sul’dam tenga que ser una mujer que también pueda encauzar. —Frunció el entrecejo levemente—. Sin embargo, es una extraña ligazón. Diferente. En lugar de ser algo compartido por dos o más, con una de guía, en realidad es una quien tiene todo el control. Creo que tal es el motivo de que una damane no pueda hacer nada que la sul’dam no quiera que haga. No creo que la cadena sea en absoluto necesaria. El collar y el brazalete funcionarían también sin ella, y con los mismos resultados.

—Funcionarían también —repitió con timbre seco Nynaeve—. Has estudiado mucho el tema para no tener intención de construir uno. —La joven ni siquiera tuvo la decencia de enrojecer—. ¿Y qué uso le darías? No diré que tomaría a mal que pusieras uno alrededor del cuello de Elaida, pero eso no lo hace menos repug…

—¿Es que no lo entiendes? —la interrumpió la heredera del trono, cuya altanería había desaparecido eclipsada por la excitación y el entusiasmo. Se inclinó para poner la mano sobre la rodilla de Nynaeve, y sus ojos resplandecían de lo satisfecha que se sentía de sí misma—. Es un ter’angreal, y creo que sé cómo hacer uno. —Pronunció cada palabra con una lentitud deliberada, y después se echó a reír y prosiguió, casi atropellándose—: Si soy capaz de hacer éste, también podré hacer otros. Tal vez incluso esté capacitada para hacer angreal y sa’angreal. ¡Hace miles de años que no ha habido en la Torre nadie capaz de algo así! —Se enderezó, tuvo un escalofrío, y se puso los dedos sobre los labios.

»Jamás imaginé que crearía nada por mí misma. Nada útil. Recuerdo una vez que vi un artesano, un hombre que había fabricado unas sillas para palacio. No llevaban dorados ni estaban muy talladas pues eran para los aposentos de la servidumbre, pero advertí en sus ojos un brillo enorgullecido. Se sentía orgulloso de lo que había hecho, algo bien realizado. Creo que me encantaría tener esa sensación. Oh, si tuviera aunque sólo fuera una parte de los conocimientos que poseen los Renegados… Todos esos conocimientos de la Era de Leyenda en sus cabezas, y los utilizan para servir a la Sombra. Imagina lo que podríamos hacer, lo que podríamos llevar a cabo. —Respiró hondo y dejó caer las manos en el regazo, sin perder el entusiasmo—. En fin, dejando eso a un lado, apuesto a que también podría descifrar cómo se construyó Puente Blanco. Edificios cual encaje de cristal pero más resistente que el acero. Y el cuendillar, y…

—Para el carro —dijo Nynaeve—. Puente Blanco está a ochocientos o novecientos kilómetros de aquí, y si piensas que vas a encauzar en el sello, estás equivocada. ¿Quién sabe lo que podría ocurrir? Se queda en su bolsa, en la chimenea, hasta que encontremos un lugar más seguro para guardarlo.

La ansiedad de Elayne resultaba chocante. A Nynaeve no le habría importado, ni mucho menos, poseer un poco de los conocimientos de los Renegados, pero si necesitaba una silla, se la encargaba a un carpintero. Nunca había sentido la necesidad de elaborar nada, aparte de ungüentos y pociones. Cuando tenía doce años, su madre había renunciado a intentar enseñarle a coser después de que resultara evidente que le importaba poco si hacía una costura recta o torcida y que no había forma de convencerla para que le importara. En cuanto a cocinar… De hecho, se consideraba una aceptable cocinera, pero el asunto era que sabía lo que era trascendente. Curar era importante. Cualquier hombre podía construir un puente, y, por ella, que lo hiciera.

—Con todo ese parloteo tuyo sobre el a’dam casi me olvido de una cosa —continuó—. Juilin vio a Galad al otro lado del río.

—Maldición —rezongó Elayne, y al ver que Nynaeve enarcaba las cejas, agregó firmemente—: No pienso aguantar un sermón sobre mi forma de hablar, Nynaeve. ¿Qué vamos a hacer?

—Tal y como están las cosas, podemos quedarnos en esta ribera y aguantar la vigilancia de los Capas Blancas, que se preguntarán por qué nos separamos de la compañía, o podemos cruzar el puente y confiar en que el Profeta no provoque un tumulto y que Galad no nos denuncie, o también podemos intentar comprar un bote de remos y huir río abajo. Ninguna de las opciones es muy buena. Además, Luca querrá que le paguemos los cien marcos. De oro. —Procuró no ponerse ceñuda, pero aquello todavía le picaba—. Se lo prometiste, y supongo que no sería honrado escabullirnos sin pagarle. —Lo haría sin dudar si hubiera adónde ir.

—No, por supuesto que no —dijo Elayne, que parecía escandalizada—. Pero no tenemos que preocuparnos por Galad, siempre y cuando no nos alejemos de la compañía. Galad no se acercaría a un espectáculo así. Piensa que enjaular animales es cruel. Y no es que le importe cazarlos ni comerlos, fíjate bien. Sólo enjaularlos. —Nynaeve sacudió la cabeza. La verdad era que Elayne habría encontrado algún modo de retrasar la marcha, aunque sólo fuera por un día, aunque tuvieran medios para irse. Realmente deseaba caminar por el cable delante de otras personas que no fueran los integrantes de la compañía. Y ella seguramente no tendría más remedio que dejar que Thom le lanzara los cuchillos. «¡Pero no pienso ponerme el maldito vestido!»

—Vamos a coger el primer barco lo bastante grande para llevar cuatro pasajeros —dijo—. El comercio por el río no puede haberse interrumpido totalmente.

—Sería de cierta ayuda saber adónde nos dirigimos. —El tono de la joven era demasiado dulce—. Podríamos ir a Tear, ¿sabes? No tenemos que quedarnos con la compañía sólo porque tú… —Dejó inacabada la frase, pero Nynaeve sabía lo que había estado a punto de decir. Sólo porque fuera tan cabezota. Sólo porque estuviera tan furiosa que era incapaz de recordar un simple nombre que estaba empeñada en recordar e ir allí aunque le costara la vida. Bueno, pues nada de eso era cierto. Lo que intentaba era encontrar a esas Aes Sedai que podrían apoyar a Rand y conducirlas hasta él, no llegar a Tear como una pobre refugiada que buscara asilo y seguridad.

—Me acordaré —manifestó con voz impasible. «Acababa en bar. ¿O era en dar? ¿O lar?»—. Lo recordaré antes de que te canses de alardear caminando por el cable. —«¡Y no pienso llevar ese vestido!»

Загрузка...