A la mañana siguiente Rand se levantó y se vistió bastante antes del alba. A decir verdad, no durmió y no fue porque Aviendha lo mantuviera despierto, ni siquiera después de que empezara a desnudarse antes de que él hubiese apagado las lámparas y de que la joven volviera a encender una encauzando tan pronto como él las hubo apagado al tiempo que comentaba con sorna que era incapaz de ver en la oscuridad aunque él sí pudiera. Rand no contestó y horas más tarde apenas si notó cuando ella se levantó, por lo menos una hora antes que él, se vistió y se marchó. Ni siquiera se preguntó adónde iría.
Las ideas que lo habían tenido en vela a lo largo de la noche todavía bullían en su cabeza. Ese día morirían hombres. Muchos, aun en el caso de que todo saliera perfectamente. Ahora no había nada que él pudiera hacer para cambiarlo; el día transcurriría conforme a lo dispuesto por el Entramado. Empero, reflexionó una y otra vez sobre las decisiones que había tomado desde que había entrado en el Yermo. ¿Podría haber actuado de manera diferente, haber hecho algo que hubiese evitado ese día y ese lugar? Quizá la próxima vez. El fragmento de lanza con borlas yacía sobre el talabarte y la vaina de la espada, junto a las mantas. Habría una próxima vez, y otra más, y otra.
Cuando todavía estaba oscuro, los jefes entraron en grupo para un último cambio de impresiones y para informar que sus hombres ya estaban en sus puestos y preparados. Nadie habría esperado lo contrario. A pesar de los pétreos rostros, se advertían ciertas emociones en ellos, una extraña mezcla, un atisbo de entusiasmo sobreponiéndose a una taciturna seriedad. De hecho, Erim esbozaba una leve sonrisa.
—Un buen día para ver el fin de los Shaido —dijo finalmente. Parecía ir caminando de puntillas.
—Si la Luz lo quiere —añadió Bael, cuya cabeza rozaba el techo de la tienda—, habremos lavado las lanzas con la sangre de Couladin antes de la puesta de sol.
—Hablar de ello traerá mala suerte —murmuró Han. La capa de entusiasmo en él era muy superficial, por supuesto—. El destino decidirá.
—Quiera la Luz que no mueran muchos de los nuestros —dijo Rand mientras asentía con la cabeza. Deseó que su preocupación se debiera únicamente a que unos cuantos hombres fueran a morir porque la vida no debería arrebatársele a nadie, pero todavía estaban por llegar muchos otros días. Necesitaría todas las lanzas para imponer el orden a este lado de la Pared del Dragón. Esto era una cuenta pendiente entre Couladin y él aparte de todo lo demás.
—La vida es un sueño —comentó Rhuarc, y Han y los demás asintieron en conformidad con sus palabras. La vida sólo era un sueño y todos los sueños tenían que terminar. Los Aiel no buscaban la muerte, pero tampoco la esquivaban.
Cuando se marchaban, Bael hizo una pausa.
—¿Estás seguro de lo que quieres que hagan las Doncellas? Sulin ha estado hablando con las Sabias.
Así que esto era sobre lo que Melaine había hablado con Bael. A juzgar por el modo en que Rhuarc se paró para escuchar, también él había tenido que oír lo mismo por parte de Amys.
—Todos los demás están haciendo lo que se les ha indicado sin protestar, Bael. —No era justo, pero lo que tenían ante ellos no era un juego—. Si las Doncellas quieren un trato especial, Sulin puede acudir a mí, no ir corriendo a las Sabias.
Si estos hombres no hubiesen sido Aiel, Rhuarc y Bael habrían salido de la tienda sacudiendo la cabeza. Rand imaginó que los dos recibirían sendos tirones de orejas por parte de sus esposas, pero tendrían que resignarse. Si las Far Dareis Mai defendían su honor, esta vez tendrían que hacerlo allí donde él deseaba.
Para sorpresa de Rand, Lan apareció justo en el momento en que él se disponía a salir. La capa del Guardián colgaba por su espalda, alterando la visión al ondear con sus movimientos.
—¿Está Moraine contigo? —preguntó Rand, que esperaba que el hombre estuviera pegado a la Aes Sedai como con goma.
—Está en su tienda, preocupada. Es de todo punto imposible que cure ni siquiera todas las heridas graves que habrá hoy. —Tal era el modo que había elegido de ayudar ese día; no podía utilizar el Poder como arma, pero sí podía curar—. El despilfarro de vidas siempre la encoleriza.
—Nos encoleriza a todos —espetó Rand. El hecho de que él hubiese recurrido a Egwene seguramente también la irritaba. Que él supiera, Egwene no era muy buena en la Curación, pero podría haber ayudado a Moraine. En fin, necesitaba que la joven mantuviera su promesa—. Dile a Moraine que si necesita ayuda se la pida a algunas de las Sabias capaces de encauzar. —Eran contadas las Sabias que tenían algún conocimiento de la Curación—. Puede coligarse con ellas y utilizar su fuerza. —Vaciló. ¿Le había mencionado Moraine alguna vez el coligarse?—. No has venido para decirme que Moraine está preocupada —añadió, irritado. A veces era muy difícil distinguir de quién había cogido una idea, si de ella o de Asmodean o si era algo que emergía de Lews Therin.
—Vine para preguntarte por qué vuelves a llevar espada.
—Eso ya me lo preguntó Moraine. ¿Te envió para…?
La expresión de Lan no cambió, pero lo interrumpió bruscamente:
—Quiero saberlo. Puedes crear una espada de Poder o matar sin una, pero de repente vuelves a llevar una hoja de acero a la cadera. ¿Por qué?
De manera inconsciente Rand se llevó la mano a la larga empuñadura del arma que llevaba al costado.
—No es justo utilizar el Poder de ese modo. Sobre todo contra alguien que no puede encauzar. Sería como si luchara contra un niño.
El Guardián permaneció callado largos instantes mientras lo observaba.
—Te propones matar personalmente a Couladin —dijo al cabo con voz inexpresiva—. Esa espada contra sus lanzas.
—No voy a buscarlo a propósito, pero ¿quién sabe lo que puede pasar? —Rand se encogió de hombros con desasosiego. No pensaba rastrear al hombre, pero si la suerte estaba de su parte lo pondría frente a frente con Couladin—. Además, no descarto que sea él quien me busque a mí. Las amenazas que hizo fueron personales, Lan. —Levantó un brazo de manera que la manga de la chaqueta carmesí se retiró lo suficiente para dejar a la vista la parte delantera de un dragón de crines doradas—. Couladin no descansará mientras yo siga vivo, mientras ambos llevemos esto.
A decir verdad, tampoco él descansaría hasta que quedara vivo sólo un hombre con la marca de los dragones. En justicia debería acabar también con Asmodean, ya que había sido éste el que había marcado al Shaido. Pero había sido la ambición sin límites de Couladin la que lo había hecho posible; su ambición y su negativa a cumplir la ley y las costumbres Aiel los habían llevado inevitablemente a ese lugar, a ese día. Aparte del marasmo y la guerra entre Aiel, Couladin era responsable de la matanza de Taien, de Selean y de docenas de villas y pueblos destruidos desde entonces, así como cientos y cientos de granjas incendiadas. Hombres, mujeres y niños sin enterrar habían sido el banquete de los buitres. Si él era el Dragón Renacido, si es que lo asistía algún derecho a exigir que cualquier nación lo siguiera, y la que menos Cairhien, entonces lo mínimo que les debía era justicia.
—En ese caso, ordena que lo decapiten cuando se lo prenda —adujo duramente Lan—. Asigna a un centenar de hombres, o a un millar, a la única tarea de encontrarlo y prenderlo. ¡Pero no cometas la insensatez de luchar con él! Ahora eres bueno con una espada, muy bueno, pero los Aiel es como si hubieran nacido con las lanzas y la adarga en las manos. Una lanza en tu corazón y todo esto no habrá servido de nada.
—Entonces ¿habré de eludir la lucha? ¿Lo harías tú si Moraine no tuviera ascendiente sobre ti? ¿Lo haría Rhuarc, o Bael o cualquiera de ellos?
—Yo no soy el Dragón Renacido. El destino del mundo no depende de mí. —A pesar de sus palabras, en su voz ya no había el timbre encolerizado de antes. Sin Moraine, el Guardián habría estado allí donde la lucha fuera más encarnizada. Incluso parecía lamentar las increpaciones que le había hecho.
—No correré riesgos inútiles, Lan, pero me es imposible eludirlos todos. —El trozo de lanza seanchan se quedaría hoy en la tienda; lo único que haría sería estorbarle si topaba con Couladin—. Vamos, o los Aiel pondrán fin a la batalla sin nosotros si nos quedamos más tiempo aquí.
Cuando salió al exterior en el cielo sólo quedaban unas pocas estrellas, y un estrecho filo luminoso perfilaba marcadamente el horizonte oriental. Pero no fue por eso por lo que se paró, y Lan con él. Las Doncellas habían formado un cerco alrededor de la tienda, hombro contra hombro y mirando hacia adentro. Eran un grueso cerco que se extendía por las oscuras cuestas, cubriéndolas; las mujeres ataviadas con el cadin’sor estaban tan apiñadas que ni siquiera un ratón habría podido traspasar sus filas. A Jeade’en no se lo veía por ningún sitio, aunque un gai’shain había recibido la orden de tenerlo ensillado y listo.
No sólo había Doncellas. En primera fila había dos mujeres vestidas con amplias faldas y blusas claras, el cabello sujeto con pañuelos doblados. Todavía estaba demasiado oscuro para distinguir los rasgos con certeza, pero había algo en las figuras de esas dos mujeres, en su modo de tener cruzados los brazos, que las señalaba como Egwene y Aviendha.
Sulin se adelantó antes de que Rand pudiera abrir la boca para preguntar qué se proponían.
—Venimos a escoltar al Car’a’carn hasta la torre con Egwene Sedai y con Aviendha.
—¿Quién os ha inducido a esto? —demandó Rand. Una rápida ojeada a Lan le confirmó que no había sido él. Incluso en la oscuridad resultaba patente que el Guardián estaba asombrado, aunque sólo fue un instante, un breve gesto brusco con la cabeza; nada sorprendía a Lan mucho tiempo—. Se supone que Egwene debería estar de camino a la torre, y las Doncellas se suponía que debían estar con ella para protegerla. Lo que tiene que hacer hoy es muy importante, de modo que hay que protegerla mientras lo lleva a cabo.
—La protegeremos. —La voz de Sulin sonaba impasible—. Y al Car’a’carn, que entregó su honor a las Far Dareis Mai para que lo guardaran. —Un murmullo de aprobación se alzó entre las Doncellas.
—Es de sentido común, Rand —dijo Egwene desde su posición—. Si una persona utilizando el Poder como arma acortará la batalla, tres la harán aun más breve. Y tú eres más fuerte que Aviendha y yo juntas. —No parecía que le hubiera gustado decir esto último. Aviendha no pronunció ni una palabra, pero su actitud era elocuente.
—Esto es ridículo —protestó, iracundo, Rand—. Dejadme pasar e id a la posición que se os ha asignado.
Sulin no cedió un ápice.
—Las Far Dareis Mai defienden el honor del Car’a’carn —dijo sosegadamente, y su frase fue coreada por otras. No alzaron el tono, pero las voces de tantas mujeres repitiéndolo al unísono hicieron que sonara como un estruendo:
—Las Far Dareis Mai defienden el honor del Car’a’carn. Las Far Dareis Mai defienden el honor del Car’a’carn. Las Far Dareis Mai defienden el honor del Car’a’carn.
—He dicho que me dejéis pasar —exigió cuando el sonido cesó. Como si les hubiera dicho que empezaran de nuevo, la situación se repitió:
—Las Far Dareis Mai defienden el honor del Car’a’carn. Las Far Dareis Mai defienden el honor del Car’a’carn. Las Far Dareis Mai defienden el honor del Car’a’carn.
Sulin se limitó a quedarse allí plantada, mirándolo, mientras continuaba la cantinela. Al cabo de un momento, Lan se inclinó para hablarle al oído con un seco murmullo:
—Una mujer no deja de ser mujer porque lleve una lanza. ¿Conoces a alguna a la que se pueda apartar de algo que realmente quiere? Date por vencido o nos quedaremos plantados aquí todo el día, tú discutiendo en vano y ellas coreando el mismo grito. —El Guardián vaciló antes de añadir—: Además, lo que pretenden tiene sentido.
Egwene abrió la boca cuando la letanía cesó de nuevo, pero Aviendha le puso la mano en el brazo mientras le susurraba unas cuantas palabras, y la otra joven no dijo nada. Rand sabía lo que Egwene había estado a punto de decir: que era un estúpido cabezota o que tenía menos seso que un mosquito o algo por el estilo.
El problema era que empezaba a sentirse como si lo fuera. Lo de ir a la torre tenía sentido. No había nada que pudiera hacer en otra parte —la batalla estaba ahora en manos de los jefes y del destino—, y él sería de más utilidad encauzando que cabalgando de aquí para allí con la esperanza de topar con Couladin. Si ser ta’veren podía atraer a Couladin hacia sí, podría llevarlo hacia la torre igual que hacia cualquier otro sitio. Empero, así no tendría mucha oportunidad de verlo después de haber ordenado a todas las Doncellas que defendieran la torre.
Sin embargo, ¿cómo podía ceder y seguir conservando un mínimo de dignidad después de bramar a diestro y siniestro?
—He decidido que puedo hacer más desde la torre —anunció a la par que enrojecía violentamente.
—Como ordene el Car’a’carn —respondió Sulin sin el menor atisbo de burla en el tono, sino como si la idea hubiese sido de él desde el principio. Lan asintió y después se marchó por el estrecho paso que abrieron las Doncellas.
La brecha se cerró inmediatamente detrás del Guardián, y cuando las mujeres empezaron a moverse a Rand no le quedó más remedio que ir con ellas. Podría haber encauzado, naturalmente, arrojar Fuego y derribarlas con Aire, pero no era el modo de tratar a quienes estaban de su parte, y menos aun a unas mujeres. Además, no estaba seguro de lograr librarse de ellas a no ser matándolas, y puede que ni aun entonces. En cualquier caso, había decidido que sería más útil en la torre, después de todo.
Egwene y Aviendha permanecieron tan calladas como Sulin mientras caminaban, cosa que Rand agradeció. Por supuesto que, al menos en parte, su silencio se debía a tener que subir y bajar cuestas en la oscuridad sin romperse el cuello. Aviendha mascullaba algo de vez en cuando, pero Rand sólo consiguió captar algo sobre tener que caminar con faldas. Pero ninguna de las dos se mofaba de él por haber dado marcha atrás de un modo tan notorio. Aunque eso podía muy bien venir después. A las mujeres parecía divertirles pinchar a uno y hurgar con la aguja cuando uno creía que el peligro había pasado.
El cielo empezó a ponerse de color gris, y cuando la torre de troncos surgió a la vista, por encima de los árboles, fue él quien rompió el silencio:
—No esperaba que tomaras parte en esto, Aviendha. Creí oírte decir que las Sabias no participaban en las batallas. —Estaba seguro de que lo había dicho. Una Sabia podía caminar en medio de una batalla sin que le tocaran un solo cabello o entrar en cualquier dominio o septiar de un clan que tuviera un pleito de sangre con el suyo, pero no participaba en la lucha y menos aún encauzando. Hasta que él llegó al Yermo la gran mayoría de los Aiel ignoraba que algunas Sabias podían encauzar, bien que corrían rumores de ciertas habilidades extrañas y a veces algo que los Aiel consideraban muy parecido a encauzar.
—Todavía no soy una Sabia —contestó ella con voz grata mientras se colocaba el chal—. Si una Aes Sedai como Egwene puede hacer esto, entonces yo también puedo. Lo arreglé esta mañana, mientras todavía dormías, pero lo había estado pensando desde que se lo pediste a Egwene por primera vez.
Ahora había luz suficiente para que Rand advirtiera el repentino sofoco de Egwene. Cuando la joven advirtió que la estaba mirando, dio un traspié aunque no tropezó con nada, y Rand tuvo que sujetarla del brazo para evitar que cayera de bruces al suelo. Eludiendo su mirada, Egwene se soltó de un tirón. A lo mejor no tendría que preocuparse de las pullas de la joven después. Empezaron a remontar la cuesta entre los escasos árboles en dirección a la torre.
—¿Y no intentaron impedírtelo? Me refiero a Amys, a Bair y a Melaine. —Sabía que no, porque si lo hubieran hecho Aviendha no estaría ahora allí.
La joven Aiel sacudió la cabeza y frunció el entrecejo en un gesto meditabundo.
—Hablaron largo rato con Sorilea y después me dijeron que hiciera lo que pensaba que debía hacer. Por lo general son ellas las que me dicen lo que «consideran» que debo hacer. —Lo miró de reojo y añadió—: Le oí comentar a Melaine que traías el cambio a todo.
—Y lo hago —repuso mientras ponía un pie en el primer travesaño de la escala—. La Luz me asista, pero lo hago.
El panorama desde la plataforma era magnífico incluso a simple vista, con la tierra extendiéndose hasta el horizonte en boscosas colinas. La fronda era lo bastante densa para ocultar a los Aiel que se dirigían hacia Cairhien —de hecho la mayoría debía de estar ya en posición—, pero el amanecer arrojaba una luz dorada sobre la propia ciudad. Una rápida ojeada con uno de los visores de lentes le mostró los pelados cerros que rodeaban el río tranquilos y aparentemente desiertos. Pronto cambiarían. Los Shaido estaban allí, aunque ocultos en este momento. No seguirían escondidos cuando él empezara a… ¿Qué? Desde luego, nada de lanzar fuego compacto. Hiciera lo que hiciera, tenía que acobardar lo más posible a los Shaido antes de que sus Aiel atacaran.
Egwene y Aviendha se habían estado turnando para mirar por el otro tubo largo, con cortas pausas entremedias para cambiar impresiones en voz baja, pero ahora se limitaban a charlar en voz baja. Finalmente intercambiaron sendos asentimientos de cabeza, se acercaron a la barandilla y se quedaron con las manos apoyadas en el tosco palo mientras contemplaban fijamente la ciudad. De repente Rand sintió que se le ponía piel de gallina. Una de ellas estaba encauzando, o tal vez las dos.
Lo primero que notó fue el viento, soplando hacia la ciudad. No una simple brisa, sino viento de verdad, el primero que sentía en ese país. Y se empezaban a formar nubes sobre Cairhien, más espesas por el sur, que se iban tornando más cerradas y más negras mientras las miraba. Sólo allí, encima de Cairhien y de los Shaido; en el resto, hasta donde alcanzaba a ver, el cielo seguía despejado y azul, con sólo alguno que otro jirón fino y blanco. Empero, se oyó el largo y contundente retumbar de un trueno, y de repente se descargó un rayo, un trazo irregular y plateado que cayó en lo alto de un cerro próximo a la ciudad. Antes de que el estampido del primer relámpago llegara a la torre, otros dos más chisporrotearon sobre la tierra. Las chispas eléctricas surcaban el cielo, pero aquellas lanzas cegadoramente blancas siguieron descargándose con la regularidad de los latidos de un corazón. De pronto, el suelo explotó allí donde no había caído ningún rayo; la tierra y las piedras se alzaron quince metros en el aire, y a continuación en otro sitio, y en otro más.
Rand no tenía ni idea de cuál de las dos mujeres provocaba aquello, pero desde luego las explosiones parecían destinadas a hacer perder los nervios a los Shaido. Le tocaba a él hacer su parte, o de lo contrario sólo sería un espectador más. Buscó el contacto con el saidin y lo aferró. Un fuego helado rozó el exterior del vacío que rodeaba a lo que era Rand al’Thor. Fríamente, hizo caso omiso de la untuosa contaminación que penetraba en él junto con los torrentes de Poder que amenazaban con arrastrarlo.
A esa distancia, existían límites para lo que podía hacer. De hecho, era casi el máximo de distancia a la que era capaz de hacer algo sin un angreal o sa’angreal. Probablemente era la razón de que las dos mujeres estuvieran encauzando los rayos uno por uno, así como las explosiones; si él estaba al límite, ellas debían de estar sobrepasándolo.
Un recuerdo se filtró a través del vacío, pero no era suyo, sino de Lews Therin. Por una vez, no le importó. Un instante después encauzaba y una bola de fuego envolvía la cumbre de un cerro situado a unos ocho kilómetros, una hirviente masa de llamas casi blancas. Cuando se consumió, Rand vio sin necesidad de utilizar el visor de lentes que el cerro era ahora más bajo y que estaba negro en la parte superior, como si se hubiese fundido. Entre ellos tres, puede que no hiciera falta que los clanes lucharan contra Couladin ni poco ni mucho.
«¡Ilyena, amor mío, perdóname!»
El vacío tembló; por un instante, Rand se tambaleó al borde de la destrucción. Oleadas de Poder Único rompieron contra él entre espuma de miedo; la contaminación pareció formar una capa sólida alrededor de su corazón, cual una piedra calcinada.
Apretó la barandilla hasta que los nudillos le dolieron y se obligó a recobrar la calma, a mantener la impasibilidad del vacío. De ahí en adelante rehusó escuchar los pensamientos que surgían en su mente, y en lugar de ello se concentró totalmente en encauzar, en devastar un cerro tras otro de manera metódica.
Manteniéndose bastante detrás de la línea de árboles que había en la cumbre, Mat sujetó el hocico de Puntos para evitar que el castrado relinchara mientras veía cómo un millar más o menos de Aiel descendía por las colinas en su dirección, procedente del sur. El sol acababa de asomar por el horizonte, proyectando largas sombras a un lado de la masa de guerreros al trote. La calidez nocturna empezaba a dar paso al calor del día; la temperatura sería sofocante en cuanto el sol estuviera un poco más alto. De hecho, él había empezado a sudar.
Los Aiel no lo habían visto todavía, pero si seguía allí parado acabarían descubriéndolo sin ningún género de dudas. No tenía mucha importancia que casi con toda seguridad fueran hombres de Rand —si Couladin tenía hombres al sur, el día iba a ponerse muy interesante para aquellos tan estúpidos como para encontrarse en el medio de la batalla— y no importaba porque él no iba a correr el riesgo de dejarse ver. Ya le había pasado demasiado cerca una flecha esa mañana para actuar con tanta imprudencia. Con gesto mecánico se tanteó el limpio rasgón que tenía la hombrera de la chaqueta. Buen disparo, considerando que se había hecho sobre una diana móvil apenas entrevista entre los árboles. Habría admirado más la destreza del arquero si la diana no hubiese sido él.
Sin quitar los ojos de los Aiel que se aproximaban, hizo retroceder con gran cuidado a Puntos más adentro de la rala fronda; si lo veían y aceleraban el paso, quería saberlo. La gente decía que los Aiel eran capaces de superar por agotamiento a un hombre a caballo, y se proponía contar con una gran ventaja si lo intentaban.
Hasta que los perdió de vista tras los árboles, Mat no apresuró su propio paso y condujo a Puntos por las riendas hasta la ladera contraria antes de montar y virar hacia el oeste. Todas las precauciones eran pocas si quería seguir vivo en ese día y en ese lugar. Masculló para sus adentros mientras cabalgaba, con el sombrero bien calado y la lanza de mango negro cruzada sobre la perilla de la silla. Al oeste otra vez.
El día había empezado muy bien, un par de horas antes del alba, cuando Melindhra abandonó la tienda para alguna reunión de las Doncellas. Creyéndolo dormido, ni siquiera lo miró al salir mientras rezongaba entre dientes algo sobre Rand al’Thor, y el honor y «Far Dareis Mai por encima de todo». Era como si discutiera consigo misma, pero, francamente, a él le importaba poco si lo que la mujer quería era hacer picadillo a Rand y preparar un guiso con él. No había pasado un minuto desde la marcha de Melindhra cuando Mat ya estaba llenando a reventar las alforjas. Nadie le había prestado atención cuando ensilló a Puntos y se escabulló como una sombra hacia el sur. Un buen comienzo. Sólo que no había contado con las columnas de Taardad y Tomanelle y de todos los otros malditos clanes dando un rodeo por el sur. No lo consoló el hecho de que la maniobra fuera muy semejante a la que le había expuesto a Lan en su parloteo. Quería ir al sur, y aquellos Aiel lo habían obligado a dirigirse hacia el Alguenya. Hacia donde estaría la lucha.
Al cabo de dos o tres kilómetros, hizo que Puntos remontara la ladera con gran precaución y se detuvo al resguardo de los árboles de la cumbre. Era una de las colinas más altas de la zona, y desde allí disfrutaba de una buena vista. Esta vez no divisó Aiel, pero la columna que serpenteaba a lo largo del sinuoso valle entre cerros era casi igual de peligrosa. Tearianos montados iban a la cabeza, detrás de un puñado de enseñas de lores de variados colores. Una brecha separaba la caballería de un bosque de afiladas picas: los soldados de a pie, que avanzaban en apretadas filas tras el polvo levantado por los tearianos; a continuación otro cuerpo de caballería, éste cairhienino, con multitud de estandartes, banderas y con. Los cairhieninos no mantenían orden ninguno, y se movían atrás o adelante conforme lo hacían sus lores para conversar entre sí, pero al menos llevaban flanqueadores a ambos lados. Fuera como fuese, tan pronto como hubiesen pasado él dispondría de una clara ruta hacia el sur. «¡Y no pararé hasta estar a mitad de camino del puñetero Erinin!»
Un leve movimiento atrajo su atención, bastante delante de la columna que marchaba allá abajo. No lo habría advertido de no haberse encontrado a tanta altura. Desde luego, ninguno de los jinetes podía haberlo visto. Sacó el pequeño visor de lentes de sus alforjas —a Kin Tovere le gustaba jugar a los dados— y escudriñó en la dirección que había atisbado el movimiento. Soltó un quedo silbido entre dientes. Aiel, al menos tantos como los hombres que avanzaban por el valle, y si no eran de Couladin, entonces es que pensaban darles una sorpresa de cumpleaños, porque estaban agazapados entre los agostados arbustos y las hojas muertas.
Tamborileó los dedos un momento sobre su muslo; a no mucho tardar, ahí abajo iba a haber algunos cadáveres. Y no precisamente de Aiel. «No es asunto mío. Estoy fuera de esto, de aquí, y me dirijo al sur». Esperaría un poco y después se alejaría mientras estuvieran demasiado ocupados para reparar en él.
El tal Weiramon —ayer había oído el nombre del tipo de barba canosa— era un completo necio. «Ni patrullas ni exploradores, o de otro modo sabría lo que le espera». Pensándolo bien, con la configuración del terreno, el modo en que estaban las colinas y en que el valle se retorcía, tampoco los Aiel podían ver a la columna, sólo la nubecilla de polvo que levantaba. Desde luego ellos sí habían tenido exploradores para estar apostados donde se encontraban; era imposible que se hubiesen quedado esperando allí por pura casualidad.
Mientras silbaba despreocupadamente Bailar con la Dama de las Sombras, se llevó de nuevo el visor de lentes al ojo y estudió las cumbres de las colinas. Sí. El comandante de los Aiel había apostado unos cuantos hombres en puntos desde los que podrían dar una señal justo antes de que la columna entrara en el terreno escogido para la masacre, aunque ni siquiera ellos podían ver nada todavía. Dentro de unos minutos los primeros tearianos aparecerían a la vista, pero hasta entonces…
Casi le dio un patatús cuando, inconscientemente, taloneó a Puntos lanzándolo a galope colina abajo. «En nombre de la Luz, ¿qué demonios estoy haciendo?» Bueno, tampoco podía quedarse mirando cómo se dirigían hacia su muerte como gansos al cuchillo del carnicero. Los alertaría. Nada más. Les diría lo que tenían delante y luego se marcharía.
Los primeros jinetes cairhieninos lo vieron antes de que llegara al final de la cuesta, cosa lógica considerando que Puntos bajaba a todo galope. Dos o tres inclinaron las lanzas; a Mat no le hacía maldita la gracia tener dos palmos de acero apuntándolo, y menos aun si eso se multiplicaba por tres, pero obviamente un jinete solo no era una amenaza, aunque cabalgara como un poseso, ya que lo dejaron pasar. Hizo un quiebro cerca ya de los lores cairhieninos que marchaban a la cabeza de la unidad de caballería y frenó un momento, justo lo suficiente para gritar:
—¡Alto, deteneos! ¡En nombre del lord Dragón! ¡Parad o encauzará para meteros la cabeza en las tripas y os hará merendaros vuestros propios pies!
Hincó los talones en los ijares de Puntos y salió de nuevo a galope hacia adelante. Sólo echó un vistazo por encima del hombro a fin de comprobar que obedecían su orden —cosa que hacían, bien que con evidente desconcierto; las colinas todavía los ocultaban de los Aiel y, una vez que se posara la nube de polvo que levantaban, los Aiel no tendrían modo de saber dónde se encontraban—, y acto seguido se pegó contra el cuello del castrado al tiempo que azuzaba a Puntos con el sombrero y pasaba a galope tendido junto a la unidad de infantería.
«Si espero a que Weiramon dé las órdenes, será demasiado tarde, pero no pienso hacer nada más». Daría la alerta y luego se marcharía.
Los soldados de a pie marchaban en batallones de unos doscientos piqueros, con un oficial montado delante de cada uno y unos cincuenta arqueros o ballesteros en la retaguardia. La mayoría lo observó con curiosidad mientras pasaba a lomos de Puntos, cuyos cascos levantaban pegotes de tierra, pero ninguno de ellos dejó de marcar el paso. Algunas de las monturas de los oficiales cabriolaron como si sus jinetes quisieran seguirlo para ver qué motivaba su prisa, pero tampoco ninguno de ellos dejó su puesto ni cambió el paso. Buena disciplina. Iban a necesitarla.
La columna de tearianos la cerraban Defensores de la Ciudadela, con sus petos y sus chaquetas de mangas acuchilladas en negro y oro; penachos de distintos colores coronaban los yelmos de oficiales y suboficiales. El resto iba equipado igual, sólo que lucían los colores de diferentes nobles en las mangas. Los propios lores, con sus chaquetas de seda y sus ornamentados petos y grandes penachos, marchaban delante seguidos por los estandartes que ondeaban con la brisa que empezaba a soplar. Mat sofrenó a Puntos al tiempo que giraba para ponerse delante de ellos y su maniobra fue tan brusca que el castrado corcovó.
—¡Alto, en nombre del lord Dragón! —gritó.
Parecía el método más rápido de detenerlos, pero por un instante temió que iban a pasar sobre él. Casi en el último momento un joven noble al que Mat recordaba haber visto fuera de la tienda de Rand levantó una mano y a continuación todos tiraron de las riendas mientras la orden de detenerse pasaba rápidamente de fila en fila hasta el final de la columna. Weiramon no estaba allí, y ninguno de los lores presentes era ni diez años mayor que Mat.
—¿Qué significa esto? —demandó el tipo que había levantado la mano. Los oscuros ojos miraban con arrogancia sobre una afilada nariz, y la barbilla se levantaba de tal modo que la puntiaguda barba parecía a punto de asestar un golpe. El sudor que le resbalaba por el rostro echaba a perder el efecto sólo un poco—. El propio lord Dragón me ordenó esto. ¿Quién eres para…?
Se interrumpió cuando otro hombre al que Mat también reconoció lo cogió por la manga y le susurró algo apresuradamente. El rostro de Estean, tan semejante a una patata, aparecía demacrado bajo el yelmo —los Aiel le habían arrancado a la fuerza las condiciones concernientes a la ciudad, según había oído comentar Mat—; pero también había jugado a las cartas con él y sabía exactamente quién era. Sólo el peto de Estean mostraba mellas en los dorados adornos; ninguno de los otros había hecho otra cosa que lucirse a caballo y presumir. Todavía.
La barbilla del de la nariz afilada bajó mientras escuchaba, y cuando Estean le soltó el brazo habló con un tono más moderado.
—No os quise ofender… eh… lord Mat. Soy Melanril, de la casa Asegora. ¿Cómo puedo servir al lord Dragón? —Al final de la frase, la moderación había dado paso a la incertidumbre.
—¿Por qué hemos de parar? —intervino Estean con nerviosismo—. Sé que el lord Dragón nos dijo que nos quedáramos en posición hasta nueva orden, pero, así se abrase mi alma. No hay honor en esperar sentados y dejar que los Aiel sean los únicos que luchen. ¿Por qué vamos a conformarnos con perseguirlos después de que estén derrotados? Además, mi padre está en la ciudad, y… —Enmudeció ante la severa mirada de Mat.
Éste sacudió la cabeza mientras se abanicaba con el sombrero. Los muy necios ni siquiera estaban donde se les había ordenado. Y tampoco había posibilidad de hacerles dar media vuelta. Aun en el caso de que Melanril diera la orden de regresar —y sólo con mirarlo Mat no las tenía todas consigo de que accediera a hacerlo, ni que fueran supuestas órdenes del lord Dragón ni que no— seguía sin ser posible. Estaba parado a plena vista de los centinelas Aiel; si la columna empezaba a dar media vuelta, comprenderían que habían sido descubiertos y probablemente lanzaran su ataque mientras tearianos y cairhieninos estaban enredados unos con otros. Sería una carnicería tan definitiva como si hubiesen seguido adelante sin esperar la emboscada.
—¿Dónde está Weiramon?
—El lord Dragón lo envió de regreso a Tear —informó lentamente Melanril—, para ocuparse de los piratas illianos y de los bandidos de los llanos de Maredo. Era reacio a marcharse, naturalmente, a pesar de haberle sido encomendada una misión de tanta responsabilidad, pero… Disculpad, lord Mat, pero si el lord Dragón os envió, ¿cómo es que no sabíais…?
—No soy ningún lord —lo cortó secamente—. Y si quieres cuestionar lo que Rand dice y no dice a la gente, pregúntaselo a él. —Aquello bastó para que el tipo recogiera velas; no parecía muy dispuesto a hacerle ningún tipo de preguntas al puñetero lord Dragón. Weiramon era un necio, pero al menos tenía edad suficiente para haber participado en batallas. A excepción de Estean, que parecía un saco de nabos atado al caballo, toda la experiencia en la lucha de esta pandilla se reducía a una o dos peleas de taberna y quizás alguno que otro duelo. De mucho les iba a servir eso—. Y ahora, escuchadme bien. Cuando paséis por la quebrada que hay más adelante, entre las dos siguientes colinas, los Aiel van a caer sobre vosotros como una avalancha.
La reacción fue como si les hubiera dicho a estos lechuguinos que iba a haber un baile con mujeres cantando para recibirlos. Unas sonrisas ansiosas asomaron a sus rostros y empezaron a hacer cabriolear a sus caballos mientras se palmeaban los hombros unos a otros y hacían alarde de cuántos matarían. Estean fue el único que no mostró el menor entusiasmo y se limitó a suspirar y a probar si su espada salía suavemente de la vaina.
—¡No miréis hacia arriba! —espetó Mat. ¡Los muy necios! ¡Eran muy capaces de dar la orden de ataque en cualquier momento!—. Mantened los ojos fijos en mí. ¡En mí!
Sólo el hecho de ser amigo de quien era logró tranquilizarlos. Melanril y los demás, con sus bonitas e intactas armaduras, fruncieron el entrecejo en un gesto impaciente, sin comprender por qué no quería que se pusieran a matar salvajes Aiel. Si no hubiese sido amigo de Rand, probablemente los habrían arrollado a él y a Puntos.
Podía dejar que salieran a la carga; lo harían fragmentando la unidad, dejando a los piqueros y a los cairhieninos detrás, aunque éstos tal vez se sumaran al ataque cuando se dieran cuenta de lo que pasaba. Y todos morirían. Si fuese listo les permitiría salirse con la suya mientras que él se marchaba en dirección contraria. El problema era que después de que estos idiotas actuaran de modo que los Aiel comprendieran que su emboscada había sido descubierta, éstos podrían muy bien decidir hacer algo inesperado, como dar un rodeo para atacar por los flancos la columna estirada de estos estúpidos. Si tal cosa ocurría, ya no estaría segura su escapada.
—Lo que el lord Dragón quiere que hagáis —empezó— es continuar adelante al paso, como si no hubiese un solo Aiel en cien kilómetros a la redonda. Tan pronto como los piqueros entren en la quebrada, formarán un cuadro hueco y os meteréis dentro a paso redoblado.
—¡Dentro! —protestó Melanril. Unos murmullos iracundos se alzaron entre los otros jóvenes nobles, excepto Estean, que parecía pensativo—. ¡No es honroso esconderse tras unos apestosos…!
—¡Lo haréis, maldita sea! —bramó Mat, que condujo a Puntos cerca del caballo del teariano—. ¡Y si los Aiel no os matan, lo hará Rand, y si se deja alguno yo mismo lo trocearé para hacer salchichas! —Esto se estaba alargando demasiado; a estas alturas los Aiel tenían que estar preguntándose de qué hablaban—. Con un poco de suerte, estaréis colocados antes de que los Aiel se os echen encima. Si lleváis arcos cortos, utilizadlos, y si no, mantened vuestra posición. ¡Tendréis vuestra jodida carga y se os dirá cuándo, pero si os movéis demasiado pronto…! —Casi podía sentir cómo pasaban los segundos.
Apoyó el extremo de su peculiar arma en el estribo como si fuera una lanza y taloneó a Puntos, dirigiéndolo a lo largo de la columna. Cuando miró hacia atrás, Melanril y los otros hablaban entre sí y le echaban ojeadas. Por lo menos no se habían lanzado a galope valle adelante.
El comandante de los piqueros resultó ser un cairhienino delgado, de tez pálida, unos diez centímetros más bajo que Mat, que iba montado en un castrado gris con aspecto de haber pasado de sobra la edad de que lo jubilaran. Empero, Daerid tenía una mirada dura, la nariz rota por varios sitios, y tres cicatrices blancas marcándole la cara, una de ellas bastante reciente. Se despojó del yelmo con forma de campana mientras hablaba con Mat; llevaba la parte delantera de la cabeza afeitada, lo que indicaba que no era un lord. Quizás había pertenecido al ejército antes de que estallara la guerra civil. Sí, sus hombres sabían cómo formar un erizo. En respuesta a sus preguntas, contestó que no había luchado contra Aiel, pero sí que se había enfrentado a bandas de asaltantes y a la caballería andoreña; también dio a entender que había combatido contra otros cairhieninos al servicio de una casa que aspiraba al trono. Daerid no se mostraba ansioso ni renuente, sino como un hombre que tiene que realizar una tarea que es su oficio.
La columna reanudó la marcha a paso más rápido mientras Mat taconeaba a Puntos en dirección contraria. Avanzaban a un paso regular, y una rápida ojeada más allá le reveló a Mat que los tearianos mantenían el mismo ritmo pausado.
Dejó que Puntos trotara un poco más deprisa, pero no demasiado. Tenía la sensación de notar los ojos Aiel clavados en la espalda, y que se estaban preguntando qué habría dicho a las tropas y adónde iba ahora y por qué. «Un simple mensajero que entrega los comunicados y se marcha. Nada de que preocuparse». Sinceramente confiaba en que fuera eso lo que los Aiel pensaban, pero sus hombros no soltaron la tensión hasta que estuvo seguro de que ya no lo veían.
Los cairhieninos seguían esperando donde los había dejado, y también mantenían a los flanqueadores en sus posiciones. Los estandartes y los con estaban apiñados donde los lores se habían reunido, uno o más por cada diez soldados. La mayoría llevaba petos sencillos, y en el que había adornos dorados o plateados, éstos aparecían abollados como si un herrero borracho se hubiera ocupado de ellos. Algunas de las monturas hacían que la de Daerid pareciese el caballo de guerra de Lan. ¿Podrían hacer la parte que les iba a encomendar? Con todo, los rostros que se volvieron hacia él eran duros, y las miradas, incluso más.
Mat había llegado a una zona que estaba fuera del alcance de la vista de los Aiel, de modo que podría seguir camino; bueno, después de decirles a éstos lo que esperaba de ellos. Había mandado a los otros a la trampa de los Aiel, y no podía abandonarlos, sencillamente.
Talmanes de la casa Delovinde, cuyo con mostraba tres estrellas amarillas sobre fondo azul y su estandarte un zorro negro, era aun más bajo que Daerid y tenía como mucho tres años más que Mat, pero dirigía a estos cairhieninos aunque eran hombres mayores que él y algunos ya peinaban canas. Sus ojos traslucían tan poca expresión como los de Daerid, y él en sí parecía un látigo enroscado. Su armadura y su espada eran tremendamente sencillas; una vez que le dijo su nombre a Mat, se limitó a escuchar en silencio mientras éste exponía su plan, un poco ladeado en la silla para trazar líneas en el suelo con la punta de la afilada hoja de la lanza.
Los otros lores cairhieninos se situaron alrededor de ellos con los caballos, observando, pero ninguno con tanta intensidad como Talmanes, quien estudió el mapa que ya conocía y lo estudió a él desde las botas hasta el sombrero, pasando por la extraña lanza. Cuando Mat hubo acabado, el tipo siguió sin hablar.
—¿Y bien? —espetó Mat—. Me importa poco si lo tomas o lo dejas, pero tus amigos estarán metidos hasta el cuello con los Aiel a no mucho tardar.
—Los tearianos no son mis amigos. Y Daerid es… útil, pero, desde luego, no un amigo. —Unas risas secas se alzaron entre los lores que observaban—. Pero me ocuparé de dirigir a la mitad si tú diriges a la otra.
Talmanes se quitó uno de los guanteletes reforzados con acero en el dorso y le tendió la mano. Mat se quedó mirándola fijamente. ¿Dirigir? ¿Él? «Soy un jugador, no un soldado. Un mujeriego». Recuerdos de batallas libradas largo tiempo atrás bulleron en su mente, pero se obligó a rechazarlos. Lo único que tenía que hacer era marcharse a galope; claro que entonces Talmanes dejaría a Estean, Daerid y los demás en la estacada, para que se asaran bien en el espetón donde él los había colgado. Se sorprendió a sí mismo al estrechar la mano tendida del noble.
—Cuento con que estarás allí cuando llegue el momento —dijo.
Por toda respuesta, Talmanes empezó a llamar por los nombres a los cairhieninos, y los lores y nobles nombrados condujeron sus monturas hacia Mat, cada uno de ellos seguido por un portaestandarte y alrededor de una docena de soldados, hasta que tuvo a su mando unos cuatrocientos hombres. Talmanes poco tuvo que decir después de aquello, de modo que condujo a los demás al trote, dejando tras de sí una nube de polvo.
—Manteneos juntos —ordenó Mat a su tropa—. Cargad cuando yo diga que carguéis, corred cuando yo diga que corráis y no hagáis ningún ruido que no sea necesario.
Hubo crujidos de sillas de montar y el trapaleo de cascos cuando lo siguieron, claro está, pero al menos no hablaron ni preguntaron.
Una última ojeada al otro grupo de estandartes y con, y a continuación el otro grupo se perdió de vista en un recodo del camino. ¿Cómo se había metido en esto? Todo había empezado de una forma sencilla, sólo dar la alarma y marcharse. Todos los pasos posteriores habían parecido tan lógicos, tan necesarios, y ahora estaba metido hasta el cuello en barro sin más opción que seguir adelante. Confiaba en que Talmanes apareciera como había dicho. El hombre ni siquiera le había preguntado quién era.
El sinuoso valle entre colinas giraba y se bifurcaba hacia el norte, pero Mat tenía un buen sentido de la orientación. Por ejemplo, sabía con exactitud hacia dónde quedaba el sur y la seguridad, y no era hacia allí donde se dirigía. Unos nubarrones negros se estaban formando encima de la ciudad, los primeros tan densos que Mat había visto desde hacía mucho tiempo. La lluvia acabaría con la sequía —buena cosa para los granjeros, si es que quedaba alguno— y posaría el polvo, lo que convenía a los jinetes, porque de ese modo no anunciarían su presencia demasiado pronto. Si llovía a lo mejor los Aiel se darían por vencidos y volverían a casa. También empezaba a soplar el viento, trayendo un poco de frescor al ambiente, para variar.
El sonido de lucha llegó por encima de las cumbres de los cerros, de gritos de hombres, de alaridos. Había empezado.
Mat hizo girar a Puntos, levantó la lanza y la movió a derecha e izquierda. Casi se sorprendió cuando los cairhieninos formaron en una larga hilera a ambos lados de él, de cara a la empinada ladera. El gesto había sido instintivo, de otro tiempo y otro lugar, pero estos hombres habían presenciado batallas. Azuzó a Puntos cuesta arriba, entre los escasos árboles, a paso lento, y avanzaron entre el apagado sonido metálico de las bridas.
La primera reacción de Mat al llegar a la cima del cerro fue de alivio al divisar a Talmanes y a sus hombres remontando la cima que había enfrente. La segunda fue soltar una imprecación.
Daerid había formado un erizo, las densas hileras de picas en cuatro filas de fondo, intercaladas con arqueros, para hacer un gran cuadrado. Las largas picas dificultaban el avance de los Shaido, pero aun así los Aiel se habían lanzado a la carga, y los arqueros y ballesteros intercambiaban disparos sin cesar con ellos. Los hombres caían en ambos bandos, pero los piqueros se limitaban a cerrar el hueco cuando uno de ellos era abatido, cerrando más el cuadro. Ni que decir tiene que los Shaido no daban señales de aflojar en su ataque.
Los Defensores estaban desmontados en el centro, y quizá la mitad de los lores tearianos con sus soldados. La mitad. Por eso había soltado una maldición. Los demás corrían de aquí para allá entre los Aiel, asestando golpes y estocadas con lanzas y espadas, en grupos de cinco o diez o solos. Docenas de caballos sin jinete ponían de manifiesto lo bien que lo estaban haciendo. Melanril estaba allí fuera, sólo con su portaestandarte, asestando estocadas a diestro y siniestro. Dos Aiel se acercaron velozmente y desjarretaron limpiamente al caballo del pisaverde; el animal cayó sacudiendo la cabeza —Mat estaba seguro de que relinchó, pero el estruendo ahogó el sonido— y entonces Melanril desapareció detrás de figuras vestidas con cadin’sor que arremetían con sus lanzas. El portaestandarte duró unos segundos más.
«Vete con viento fresco» pensó, sombrío, Mat. Se incorporó sobre los estribos, levantó su singular lanza y después la movió hacia adelante al tiempo que gritaba:
—¡Los! ¡Los caba’drin!
Se habría tragado las palabras de haber podido, y no porque fueran en la Antigua Lengua; allá abajo, en el valle, era un caldero hirviendo. Pero, hubiera o no entendido algún cairhienino la orden de «jinetes al ataque» en la Antigua Lengua, sí que comprendieron el gesto, sobre todo cuando él se sentó de nuevo y clavó los talones en los ijares de su caballo. No es que deseara hacerlo, pero ahora no tenía otra opción; él había metido a esos hombres ahí abajo —algunos podrían haber escapado si les hubiera ordenado dar media vuelta y huir— y no le quedaba más remedio.
Con los estandartes y los con ondeando al aire, los cairhieninos cargaron ladera abajo tras él a la par que lanzaban gritos de guerra. Imitándolo a él, sin duda, aunque lo que Mat aullaba a pleno pulmón era «¡Rayos y truenos!». En la colina al otro lado del valle Talmanes descendía también a galope tendido.
Convencidos de que tenían atrapados a todos los hombres de las tierras húmedas, los Shaido no vieron a los otros hasta que se les echaron encima por ambos lados. Fue entonces cuando los rayos empezaron a descargarse. Y, después de eso, las cosas se pusieron verdaderamente espeluznantes.