Con su escolta de Far Dareis Mai, Rand se aproximó al Techo de las Doncellas en Rhuidean. Una escalinata blanca, tan ancha como el alto edificio y con escalones de un paso de profundidad, subía hacia unas gruesas columnas en espiral de seis metros de altura, aparentemente negras en la penumbra del ocaso, pero de un fuerte tono azul a la luz del día, que se ahusaban progresivamente a medida que cobraban altura. El exterior del edificio era un mosaico de pequeñas baldosas vidriadas, blancas y azules, que también formaban espirales aparentemente interminables. Directamente encima de las columnas, un enorme ventanal de cristales de colores representaba la figura de una mujer de cuatro metros y medio, con el cabello oscuro, ataviada con complejas vestiduras azules y con la mano derecha levantada, ya fuera en una bendición o en un imperioso gesto de alto. Su rostro era sereno y severo al mismo tiempo. Quienquiera que hubiera sido, su pálida piel y sus oscuros ojos ponían de manifiesto que no era Aiel. Quizás una Aes Sedai. Rand sacudió la pipa en el tacón de la bota y la guardó en el bolsillo de la chaqueta antes de empezar a subir la escalinata.
A excepción de los gai’shain, los varones tenían prohibida la entrada en el Techo de las Doncellas, todos, en cualquier dominio del Yermo. Un jefe o un familiar de una Doncella podía morir si lo intentaba, aunque, de hecho, a ningún hombre Aiel se le pasaría siquiera por la cabeza. Lo mismo rezaba para todas las asociaciones; sólo los miembros de cada una de ellas y los gai’shain podían acceder al interior.
Las dos Doncellas que hacían guardia en las altas puertas de bronce tuvieron un rápido intercambio en el lenguaje de signos, y sus ojos no se apartaron de él mientras cruzaba entre las columnas; después compartieron una leve sonrisa. Rand habría querido saber qué habían dicho con las manos. Hasta en una tierra tan seca como el Yermo, el bronce se deslustraría con el paso del tiempo, pero los gai’shain habían bruñido estas puertas hasta hacer que parecieran nuevas. Estaban abiertas de par en par, y la pareja de guardianas no hizo intención alguna de cerrarle el paso cuando las cruzó, con Adelin y las demás pegadas a sus talones.
Los anchos pasillos de blancas baldosas y las grandes estancias estaban repletos de Doncellas sentadas sobre cojines de colores, charlando, repasando sus armas, jugando a las damas o a las Mil Flores, un juego Aiel que consistía en crear figuras específicas con trozos planos de piedra en los que aparecían grabados lo que parecían cientos de símbolos diferentes. Ni que decir tiene, un grupo numeroso de gai’shain se movía silenciosamente realizando sus tareas, ya fuera limpiar, servir, remendar o poner aceite a las lámparas de muy variada manufactura, desde las sencillas de alfarería vidriada hasta las de oro, obtenidas como botín en alguna parte, pasando por las de pie que se encontraron en la ciudad. En la mayoría de las habitaciones, las paredes y los suelos estaban cubiertos con alfombras y tapices de vivos colores y con diseños y dibujos tan numerosos como las propias piezas. Los mismos techos y paredes eran detallados mosaicos de bosques, ríos y cielos que jamás se habían visto en el Yermo.
Jóvenes o mayores, las Doncellas sonrieron al ver a Rand, y algunas lo saludaron con un gesto de la cabeza y hasta con familiares palmadas en el hombro. Otras le preguntaban cómo estaba, si había comido o si le apetecía que los gai’shain le sirvieran vino o agua. Él respondió brevemente, aunque devolviéndoles las sonrisas, que estaba bien y que no tenía hambre ni sed, y siguió caminando sin aflojar siquiera el paso cuando hablaba. Hacerlo habría conducido de manera inevitable a pararse, y aquella noche no estaba con ánimos para eso.
Las Far Dareis Mai lo habían adoptado, en cierto sentido. Algunas lo trataban como a un hijo y otras como a un hermano, aunque en ello no influía la edad; mujeres con canas en el cabello a lo mejor charlaban con él durante el té como lo harían con su hermano, en tanto que otras Doncellas uno o dos años mayores que él se preocupaban de que llevara la ropa más adecuada para el calor. No podía evitar ser objeto de aquel trato solícito; lo hacían, simplemente, y él no veía cómo impedírselo a menos que recurriera al Poder.
Se había planteado la conveniencia de que otra asociación le proporcionara su guardia personal —quizá los Shae’en M’taal, los Soldados de Piedra, o los Aethan Dor, los Escudos Rojos; Rhuarc había pertenecido a esta última asociación antes de convertirse en jefe—, pero ¿qué razón daría? La verdad no, desde luego. La mera idea de tener que darles esa explicación a Rhuarc y a los otros lo ponía nervioso; considerando el humor tan particular de los Aiel, hasta el avinagrado y viejo Han se partiría de risa. El mero hecho de pedir ese cambio, fuera por la razón que fuera, seguramente ofendería el honor de las Doncellas, de la primera a la última. Por lo menos, sólo se mostraban solícitas con él en el Techo, donde nadie lo veía, aparte de los gai’shain, que sabían a qué atenerse y jamás hablarían de lo que pasaba allí dentro.
«Las Far Dareis Mai —había dicho en cierta ocasión— guardan mi honor». Todo el mundo lo recordaba, y las Doncellas se mostraron tan orgullosas como si les hubiera regalado todos los tronos del mundo. Pero al final había resultado que lo guardaban del modo que ellas decidían.
Adelin y las otras cuatro lo dejaron para reunirse con sus amigas, aunque tal cosa no significó que se quedara solo, ni mucho menos. Mientras subía a la siguiente planta del edificio por los curvados tramos de blancas escaleras, tuvo que responder a las mismas preguntas prácticamente a cada paso: no, no tenía hambre; sí, sabía que todavía no estaba acostumbrado al calor; y no, no había pasado demasiado tiempo al sol. Lo soportó con paciencia, pero soltó un hondo suspiro de alivio cuando llegó al segundo piso, por encima del inmenso ventanal. Allí no había Doncellas ni gai’shain por los amplios corredores ni por las escaleras que conducían a los pisos de más arriba. Las paredes desnudas y las estancias vacías acentuaban la ausencia de gente; pero, después de cruzar los pisos inferiores, recibió la soledad como una bendición.
Su dormitorio era una cámara sin ventanas, cerca de la parte central del edificio, una de las pocas que no eran enormes, a pesar de que el techo era tan alto que hacía que la medida mayor de la habitación fuera la altura. Rand no tenía ni idea de para qué estaba destinada originalmente esta cámara; un mosaico de enredaderas alrededor de la pequeña chimenea era la única ornamentación. Habríase dicho que era el cuarto de un sirviente, pero los aposentos de la servidumbre no tenían puertas forradas de bronce, por sencillas que fueran. Los gai’shain la habían bruñido hasta sacarle un apagado brillo. Había unos cuantos cojines esparcidos sobre las azules baldosas del suelo para sentarse en ellos, y un grueso jergón, encima de una pila de alfombrillas de llamativos colores, para dormir. En el suelo, cerca de la «cama», había una sencilla jarra de agua, vidriada en azul, y una copa de color verde oscuro. Y eso era todo, salvo dos lámparas de pie de tres brazos, ya encendidas, y un montón de libros apilados en un rincón. Con un suspiro de cansancio, se tendió en el jergón sin quitarse la chaqueta ni las botas; por mucho que se moviera y cambiara de postura, no era más blando que estar tumbado sobre el suelo desnudo.
El relente de la noche empezaba a filtrarse en la habitación, pero Rand no se molestó en prender el estiércol de vaca seco que había en la chimenea; prefería aguantar el frío que el olor. Asmodean había intentado enseñarle un modo sencillo de mantener caliente la habitación; sería sencillo, pero el Renegado no tenía fuerza suficiente para hacerlo por sí mismo. La única vez que Rand lo intentó, se había despertado en mitad de la noche jadeando, respirando con dificultad mientras los bordes de las alfombrillas se chamuscaban por el calor que desprendía el suelo. No había vuelto a intentarlo.
Había elegido este edificio como su alojamiento porque estaba intacto y cerca de la plaza; sus altísimos techos proporcionaban una sensación de frescor hasta en las horas más calurosas del día, y sus gruesas paredes aislaban del frío durante la noche. Entonces no era todavía el Techo de las Doncellas, por supuesto. Simplemente, una mañana despertó y se encontró con el hecho consumado, con Doncellas en todas las habitaciones de los dos primeros pisos y con guardias apostadas en las puertas. Tardó un poco en comprender que habían ocupado el edificio como el Techo de su asociación en Rhuidean, pero que esperaban que él se quedara. De hecho, estaban dispuestas a cambiar el Techo dondequiera que se instalara él. Tal era el motivo de que tuviera que reunirse con los jefes de clan en otro sitio. Lo más que había conseguido era que las Doncellas accedieran a quedarse en el piso inmediatamente inferior del que dormía; aquello había sido motivo de diversión sin cuento para las mujeres. «Ni siquiera el Car’a’carn es un rey», se recordó con amarga ironía. Ya había tenido que trasladarse otro piso más arriba dos veces, a medida que aumentaba el número de Doncellas. Ociosamente, intentó calcular cuántas más podrían venir antes de que se encontrara durmiendo en el tejado.
Prefería entretenerse en eso que pensar en cómo había dejado que Moraine lo irritara. En ningún momento había tenido la menor intención de revelarle sus planes hasta el día en que los Aiel se pusieran en marcha. La Aes Sedai sabía exactamente cómo manipular sus emociones, cómo ponerlo tan furioso que decía más de que lo quería. «Antes nunca me enfurecía de ese modo. ¿Por qué me cuesta tanto ahora controlar mi genio?» En fin, no había nada que pudiera hacer Moraine para detenerlo. Creía que no lo había. Tenía que tener más cuidado cuando la Aes Sedai estuviera cerca. El hecho de que sus habilidades estuvieran aumentando lo hacía descuidado con ella; pero, aunque fuera más fuerte, Moraine seguía sabiendo más que él, a pesar de las enseñanzas de Asmodean.
En cierto modo, que Asmodean conociera sus planes era menos importante que revelar su intención a la Aes Sedai. «Para Moraine sigo siendo un pastor al que puede utilizar para los propósitos de la Torre, pero para Asmodean soy la única rama a la que puede agarrarse en una riada». Qué extraño pensar que seguramente podía confiar más en un Renegado que en Moraine. Aunque no es que confiara gran cosa en ninguno de los dos. Asmodean… Si sus vínculos con el Oscuro lo habían protegido de la infección del saidin, tenía que haber otro modo de hacerlo. O de limpiarlo.
El problema era que, antes de entregarse a la Sombra, los Renegados se contaban entre los Aes Sedai más poderosos de la Era de Leyenda, cuando cosas que para la Torre Blanca eran inalcanzables se consideraban algo cotidiano. Si Asmodean no sabía cómo hacerlo, seguramente es que no había ningún modo. «Tiene que poder hacerse. Tiene que haber alguna cosa. No pienso quedarme sentado hasta enloquecer o morir».
Eso era una estupidez. Las Profecías le habían dispuesto una cita en Shayol Ghul. No sabía cuándo, pero después de eso ya no tendría que preocuparse de si se volvía loco. Sufrió un escalofrío y pensó en echarse las mantas.
Se incorporó bruscamente al oír el apagado sonido de unos pasos en el pasillo. «¡Se lo advertí! ¡Si son incapaces de…!» La mujer que abrió la puerta, con los brazos cargados de mantas de lana, no era alguien que esperara ver allí.
Aviendha se paró nada más cruzar el umbral y lo miró con sus fríos y verdes ojos. La hermosa mujer, de su misma edad más o menos, había sido Doncella hasta que había renunciado a la lanza para convertirse en Sabia no hacía mucho tiempo. Su cabello rojizo oscuro todavía no le llegaba a los hombros, por lo que el pañuelo doblado que le ceñía las sienes para evitar que le cayera a la cara todavía resultaba innecesario. Daba la impresión de sentirse incómoda con el chal marrón y un tanto impaciente a causa de la larga falda gris.
Rand sintió una punzada de celos al reparar en el collar de plata que lucía, una sarta de discos profusamente trabajados, todos ellos diferentes. «¿Quién le dio eso?» La joven no lo habría adquirido, ya que no parecía que le gustaran las joyas. Sólo llevaba otro adorno, un ancho brazalete de marfil con rosas delicada y minuciosamente talladas. Se lo había regalado él, y todavía no estaba seguro de que lo hubiera perdonado por ello. En cualquier caso, era absurdo que se sintiera celoso.
—Hace diez días que no te veía —dijo—. Pensé que las Sabias te atarían a mi brazo una vez que descubrieron que les había cerrado el paso a mis sueños. —Asmodean se había mostrado divertido al enterarse de qué era lo primero que Rand quería aprender, y después frustrado por lo mucho que tardaba en asimilarlo.
—Tengo que realizar mi aprendizaje, Rand al’Thor. —Sería una de las pocas Sabias con capacidad de encauzar; ésa era una parte de sus enseñanzas—. No soy una de tus mujeres de las tierras húmedas que haya de estar cerca a todas horas para que puedas mirarme cada vez que se te antoje. —A pesar de conocer a Egwene, y también a Elayne, tenía una idea muy particular sobre cómo eran las que ella llamaba mujeres de las tierras húmedas; y de todos los habitantes de las tierras húmedas en general—. No les ha gustado lo que has hecho. —Se refería a Amys, Bair y Melaine, las tres Sabias, caminantes de sueños, que la estaban instruyendo y que intentaban tenerlo vigilado a él. Aviendha sacudió la cabeza tristemente—. Sobre todo no les ha hecho gracia que te dijera que caminaban en tus sueños.
Rand la miró de hito en hito.
—¿Se lo confesaste? Pero si realmente no me dijiste nada. Yo mismo lo deduje, y al final lo habría descubierto aunque no se te hubiera escapado aquella insinuación que lo apuntaba. Aviendha, fueron ellas las que me contaron que hablaban con la gente en sus sueños. De ahí a sacar la conclusión lógica sólo había un paso.
—¿Qué esperabas? ¿Que me deshonrara más aun? —Su voz sonaba impasible, pero sus ojos podrían haber encendido el fuego de la chimenea—. ¡No pienso deshonrarme ni por ti ni por ningún hombre! Te di la pista que te condujo a ello, y no podía ocultar mi vergüenza. Debería haber dejado que te congelaras. —Le arrojó las mantas sobre la cabeza.
Rand se las quitó y las puso a un lado del jergón mientras intentaba discurrir qué decirle. Otra vez el ji’e’toh. Esta mujer era más punzante que un espino. Aparentemente le habían encargado la tarea de enseñarle las costumbres Aiel, pero él sabía cuál era su verdadera misión: espiarlo por encargo de las Sabias. Fuera cual fuera el deshonor que implicaba el espionaje entre los Aiel, por lo visto no contaba para las Sabias. Ellas sabían que estaba enterado, pero, por alguna razón, no parecía preocuparles; y, mientras se mostraran partidarias de dejar las cosas como estaban, él no pensaba poner pegas. Para empezar, Aviendha no era muy buena espía; casi nunca trataba de sonsacarle cosas, y su genio vivo le impedía ponerlo furioso o hacerlo sentir culpable como hacía Moraine. En segundo lugar, la joven resultaba una compañía agradable algunas veces, cuando se olvidaba de erizar las espinas. Al menos sabía a quién habían puesto Amys y las demás para vigilarlo; si no era ella, sería otra persona, y entonces tendría que estar ojo avizor, preguntándose quién. Además, nunca se mostraba cautelosa con él.
Había veces que, cuando Mat, Egwene e incluso Moraine lo miraban, veían al Dragón Renacido o al menos el peligro de un hombre que podía encauzar. Los jefes de clan y las Sabias lo veían como El que Viene con el Alba, el hombre que según la profecía partiría a los Aiel como ramitas secas; si no lo temían, en ocasiones todavía lo trataban como una serpiente coral con quien tenían que convivir. Lo que quiera que viera Aviendha no impedía que fuera tan mordaz como y cuando le venía en gana, lo que ocurría casi de manera continua.
Un extraño consuelo, pero, comparado con el resto, no dejaba de ser un descanso. La había echado de menos. Incluso había cogido flores de algunas de las plantas espinosas que había en los alrededores de Rhuidean —pinchándose los dedos hasta que cayó en la cuenta de que podía utilizar el Poder— y se las había mandado media docena de veces; las Doncellas habían llevado las flores en persona, en lugar de encargárselo a los gai’shain. Ni que decir tiene que Aviendha no había dado las gracias nunca.
—Gracias —dijo Rand, acariciando las mantas. Era un tema bastante seguro del que hablar—. Supongo que no estarán de sobra con lo frías que son las noches aquí.
—Enaila me pidió que te las trajera cuando se enteró que había venido a verte. —Sus labios se curvaron en un atisbo de sonrisa divertida—. Unas cuantas hermanas de lanza estaban preocupadas de que no estuvieras bastante caliente. He de asegurarme que enciendes el fuego esta noche; ayer no lo prendiste.
Rand sintió que la sangre se agolpaba en sus mejillas. Aviendha lo sabía. «¿Y de qué te extrañas? ¡Pues claro que lo sabe! Las condenadas Doncellas puede que ya no le cuenten todo, pero tampoco se preocupan de ocultarle nada».
—¿Por qué querías verme?
Para su sorpresa, la joven se cruzó de brazos y paseó de un lado al otro de la habitación dos veces antes de pararse para mirarlo con expresión furibunda.
—Esto no fue un regalo de estima —dijo acusadoramente mientras sacudía el brazalete delante de sus narices—. Tú mismo lo admitiste. —Y era verdad, aunque Rand creía que le habría clavado un cuchillo en las costillas si no lo hubiera reconocido así—. Simplemente fue un estúpido regalo de un hombre que ni sabía ni le importaba lo que mis… lo que las hermanas de lanza pudieran pensar. Bueno, pues esto tampoco guarda ningún significado. —Sacó algo de su bolsillo y lo arrojó sobre el catre, junto a Rand—. Cancela la deuda entre nosotros.
Rand cogió lo que Aviendha le había tirado y le dio vueltas entre los dedos. Era la hebilla de un cinturón con la forma de un dragón, hecha de excelente acero con incrustaciones de oro.
—Gracias. Es precioso. Aviendha, no hay deuda alguna que cancelar.
—Si no quieres cogerlo a cambio de mi deuda, entonces tíralo —manifestó con firmeza ella—. Ya encontraré otra cosa con la que compensarte.
—No es ninguna baratija. Tienes que haber encargado que lo hagan.
—Pues no creas que eso significa algo, Rand al’Thor. Cuando renuncié… a la lanza, todas mis armas, mis lanzas, mi cuchillo —en un gesto inconsciente se acarició el cinturón, donde solía colgar el arma blanca—, hasta las puntas de mis flechas, me fueron arrebatadas y entregadas a un forjador para que fabricara cosas sencillas para regalar. La mayoría se las di a amigas, pero las Sabias me obligaron a que nombrara a los tres hombres y las tres mujeres a quien más odiaba, y me ordenaron que les entregara con mis propias manos a cada uno un regalo hecho con mis armas. Bair dice que eso enseña a tener humildad. —Con la espalda muy recta y echando chispas por los ojos, escupiendo cada palabra, su actitud y su porte estaban muy lejos de ser humildes—. Así que no vayas a pensar que significa algo.
—No significa nada —dijo él mientras asentía tristemente. En realidad, tampoco es que quisiera que significara algo, pero habría sido agradable pensar que la chica empezaba a verlo como un amigo. Era una solemne estupidez sentir celos si le hacían regalos. «Me pregunto quién le habrá dado eso»—. Aviendha, ¿era yo uno de esos tres a los que odias tanto?
—Sí, Rand al’Thor. —De repente la voz le sonaba muy ronca. Giró el rostro un instante, con los ojos cerrados y tiritando—. Te odio con todo mi corazón. Te odio. Y siempre te odiaré.
No se molestó en preguntarle el motivo. Una vez le había preguntado por qué no le caía bien, y había faltado poco para que le aplastara la nariz de un puñetazo. Sin embargo, no le había contestado. Pero esto era algo más que el desagrado que a veces parecía olvidar.
—Si de verdad me odias —dijo de mala gana—, les pediré a las Sabias que me envíen a otra persona para enseñarme.
—¡No!
—Pero si tú…
—¡No! —Esta vez el rotundo «no» sonó aun más feroz si cabe. Se puso en jarras y habló como si quisiera que cada palabra se le clavara en el corazón—. Aun en el caso de que las Sabias accedieran a reemplazarme, tengo toh, obligación y deber, hacia mi medio hermana Elayne, de guardarte para ella. Le perteneces, Rand al’Thor. A ella y a nadie más. Recuérdalo.
Rand estuvo a punto de levantar las manos. Al menos esta vez no le describía el aspecto de Elayne sin ropa; había algunas costumbres Aiel a las que le costaba más trabajo acostumbrarse que a otras. En ocasiones se preguntaba si Aviendha y Elayne habían acordado esta «vigilancia». No podía creer que lo hubieran hecho, pero las mujeres, aunque no fueran Aiel, actuaban de un modo extraño las más de las veces. Lo que era más, se preguntaba de qué demonios se suponía que tenía que protegerlo Aviendha. Exceptuando a las Doncellas y a las Sabias, las Aiel lo miraban como si fuera una profecía en carne y hueso y, por ende, no como un ser humano sino más como una jodida serpiente suelta entre niños. Las Sabias casi eran tan retorcidas como Moraine a la hora de intentar obligarlo a hacer lo que querían, y, en cuanto a las Doncellas, ni siquiera quería pensarlo. El asunto lo ponía furioso.
—Ahora, escúchame tú. Besé a Elayne unas cuantas veces, y creo que le gustó tanto como a mí, pero no estoy comprometido con nadie. Ni siquiera sé si ya quiere algo de mí, aunque sólo sea eso. —En el espacio de unas pocas horas le había escrito dos cartas; en una llamándolo la más preciada luz para su corazón para continuar con otras cosas que lo habían enardecido; y en la segunda lo llamaba miserable con corazón de piedra al que no quería volver a ver y después seguía vapuleándolo y despellejándolo con más arte de lo que Aviendha había hecho jamás. Definitivamente, las mujeres eran muy raras—. En cualquier caso, no tengo tiempo para pensar en mujeres. Lo único que ocupa mi mente es unir a los Aiel, incluso a los Shaido si me es posible. Yo… —Enmudeció de repente y exhaló un gemido cuando la última mujer que habría esperado ver apareció contoneándose en la habitación, acompañada del tintineo de joyas y llevando una bandeja de plata con una botella de cristal con vino y dos copas de plata.
El transparente pañuelo de seda roja que cubría la cabeza de Isendre no ocultaba su pálido y bello rostro con forma de corazón. El largo cabello negro y los oscuros ojos proclamaban que no era Aiel. Sus labios llenos, con aquel mohín característico, iniciaron una sonrisa tentadora… hasta que vio a Aviendha. Entonces la sonrisa se trocó en una mueca forzada. Aparte del pañuelo, llevaba puestos una docena o más de collares de oro y marfil, algunos con perlas o gemas. Otros tantos brazaletes se amontonaban en cada muñeca, y aun eran más numerosos los que rodeaban sus tobillos. Y eso era todo; no llevaba puesto nada más. Rand se obligó a mantener la vista estrictamente en el rostro de la mujer, pero aun así sentía arderle las mejillas.
Aviendha parecía un nubarrón a punto de descargar rayos y centellas, e Isendre tenía la expresión de alguien que acaba de saber que lo van a cocer vivo. Rand hubiera querido encontrarse en la Fosa de la Perdición o en cualquier otra parte menos en ese cuarto. Con todo, se puso de pie; tendría más autoridad mirándolas desde arriba que a la inversa.
—Aviendha —empezó, pero la joven hizo caso omiso de él.
—¿Te envió alguien con eso? —preguntó fríamente.
Isendre abrió la boca; su intención de mentir se hizo patente en su cara, pero tragó saliva con esfuerzo y musitó:
—No.
—Se te ha advertido de esto, serda. —Una serda era una especie de rata especialmente ladina, según los Aiel, y que no servía para nada; su carne era tan apestosa que hasta los gatos rara vez se comían las que cazaban—. Adelin pensaba que lo de la última vez te habría enseñado la lección.
Isendre se encogió y se tambaleó como si fuera a desmayarse. Rand hizo acopio de firmeza.
—Aviendha, si alguien la envió o no, da lo mismo. Tengo un poco de sed, y si ha sido tan amable de traerme vino, habría que darle las gracias. —La Aiel miró fríamente las dos copas y enarcó las cejas. Rand respiró hondo—. No debe ser castigada por traerme algo de beber. —Tuvo buen cuidado en no mirar la bandeja—. La mitad de las Doncellas que están bajo el Techo debe de haberme preguntado si…
—Fue cogida por las Doncellas por robo a las Doncellas, Rand al’Thor. —El tono de Aviendha era aun más frío que cuando se había dirigido a la mujer—. Ya te has entrometido demasiado en los asuntos de las Far Dareis Mai, más de lo que te deberían haber consentido. Ni siquiera un Car’a’carn puede obstaculizar la justicia; esto no es asunto tuyo.
Rand se encogió levemente… y desistió. Lo que quiera que las Doncellas hicieran con ella, Isendre se lo había buscado. Y no por esto. Había entrado en el Yermo con Hadnan Kadere, pero el buhonero no se rasgó las vestiduras cuando las Doncellas la prendieron por robar las joyas que ahora eran todo cuanto le permitían llevar encima. Rand había hecho cuanto estaba en su mano para evitar que la enviaran a Shara atada como una cabra u obligada a caminar desnuda hacia la Pared del Dragón con sólo un odre de agua; al verla suplicar clemencia una vez que comprendió lo que las Doncellas se proponían hacer con ella, Rand había sido incapaz de mantenerse al margen. Una vez había matado a una mujer; una mujer que intentaba matarlo a él, pero el recuerdo todavía le escocía. Dudaba que pudiera hacerlo otra vez, aun en el caso de que su vida corriera peligro. Una idea estúpida, considerando que las Renegadas probablemente buscaban su sangre o algo peor, pero no podía evitarlo. Y, si era incapaz de matar a una mujer, ¿cómo iba a quedarse sin hacer nada y dejar que muriera una mujer, aunque lo mereciera?
Eso era lo que le causaba desazón. En cualquier país al oeste de la Pared del Dragón, Isendre se habría enfrentado a la horca o al tajo del verdugo por lo que él sabía sobre ella… al igual que sobre Kadere y probablemente la mayoría de los hombres del buhonero, si no todos. Eran Amigos Siniestros. Y él no podía desenmascararlos. Ni siquiera ellos sabían que estaba enterado.
Si cualquiera de ellos era denunciado como Amigo Siniestro… Isendre lo soportaba lo mejor que podía, porque hasta ser una criada o tener que ir desnuda era mejor que acabar atada de pies y manos y abandonada bajo el sol, pero ninguno guardaría silencio si Moraine les ponía las manos encima. Las Aes Sedai tampoco mostraban mucha compasión por los Amigos Siniestros; les haría soltar la lengua en poco tiempo. Y Asmodean había llegado al Yermo con la caravana del buhonero y por lo que Kadere y los demás sabían, era otro Amigo Siniestro, aunque uno con autoridad. Sin duda pensaban que se había puesto al servicio del Dragón Renacido siguiendo las órdenes de alguien más poderoso que él. Si quería conservar a su maestro, si quería evitar que muy probablemente Moraine tratara de matarlos a los dos, Rand no tenía más remedio que guardar su secreto.
Afortunadamente, nadie se cuestionó por qué los Aiel mantenían una vigilancia tan férrea sobre el buhonero y sus hombres. Moraine creyó que se debía a la habitual desconfianza de los Aiel con los forasteros que entraban al Yermo, incrementada por el hecho de encontrarse en Rhuidean; tuvo que poner en juego toda su persuasión para convencerlos de que permitieran entrar a Kadere y sus carretas en la ciudad. Empero, la sospecha existía; Rhuarc y los otros jefes seguramente habrían puesto guardias aunque Rand no lo hubiera pedido. Y Kadere parecía contento de no haber acabado con una lanza en las costillas.
Rand no tenía idea de cómo iba a resolver la situación. O si podía hacerlo. Estaba en un buen lío. En los relatos de los juglares, sólo los villanos quedaban atrapados en un atolladero como éste.
Una vez que estuvo segura de que Rand no iba a interferir más, Aviendha puso de nuevo su atención en la otra mujer.
—Puedes dejar el vino.
Isendre se inclinó grácilmente para soltar la bandeja junto al catre; había una extraña mueca en su rostro, y Rand tardó unos segundos en comprender que era un intento de sonreírle sin que la Aiel la viera.
—Y ahora irás corriendo hasta la primera Doncella con la que topes y le dirás lo que has hecho —continuó Aviendha—. ¡Corre, serda!
Gimiendo y retorciéndose las manos, Isendre echó a correr en medio de un sonoro tintineo de joyas. Tan pronto como hubo salido de la habitación, Aviendha se volvió hacia Rand.
—¡Le perteneces a Elayne! ¡No tienes derecho a intentar engatusar a ninguna mujer, pero mucho menos a ésa!
—¿Ella? —Rand dio un respingo—. ¿Piensas que yo…? Créeme, Aviendha, aunque fuera la única mujer en el mundo, correría hasta donde me llevaran las piernas para alejarme de ella.
—Eso es lo que dices. —Resopló—. Se la ha vareado siete veces, ¡siete!, por intentar escabullirse hasta tu cama. No sería tan persistente si no tuviera algún estímulo. Se enfrenta a la justicia de las Far Dareis Mai y no es asunto siquiera del Car’a’carn. Ésta será la lección de hoy sobre nuestras costumbres. ¡Y recuerda que perteneces a mi medio hermana!
Sin dejarle decir una sola palabra al respecto, salió a grandes zancadas del cuarto con una expresión tal, que Rand creyó que Isendre no sobreviviría si Aviendha la alcanzaba.
Soltó un largo suspiro y retiró la bandeja con el vino a un rincón de la habitación. No tenía la menor intención de beber nada que Isendre le llevara.
«¿Que ha intentado siete veces llegar hasta mí?» Debía de haberse enterado de que había intercedido por ella; con su forma de pensar, sin duda se había preguntado que, si había hecho algo así por una mirada insinuante y una sonrisa, qué no haría por algo más. Sintió un escalofrío, tanto por esa idea como por el creciente frío nocturno. Antes prefería tener un escorpión en su cama. Si las Doncellas no lograban convencerla, entonces le diría lo que sabía sobre ella; eso pondría fin a cualquier maquinación.
Apagó las lámparas y se metió en el catre a oscuras, todavía calzado y completamente vestido, y manoseó las mantas hasta que se las hubo echado todas encima. Sin el fuego, sospechaba que le estaría agradecido a Aviendha antes de que llegara el alba. Colocar las guardas de Energía que escudaban sus sueños de intrusismos era un acto casi reflejo en él ahora, pero mientras lo hacía se rió para sus adentros. Podría haberse metido en la cama primero y después apagar las lámparas con el Poder. Eran las cosas sencillas las que nunca se le ocurría hacer con el Poder.
Durante un rato permaneció tumbado, esperando que su cuerpo cogiera calor bajo las mantas. ¿Cómo en un mismo lugar podía hacer tanto calor de día y tanto frío por la noche? No lo entendía. Metió una mano por debajo de la chaqueta y se tanteó la cicatriz medio curada de su costado. Esa herida, la que Moraine nunca conseguía curar por completo, sería lo que lo mataría con el tiempo. Estaba seguro. Su sangre en las rocas de Shayol Ghul. Eso era lo que decían las Profecías.
«Esta noche no. No quiero pensar en eso. Todavía dispongo de un poco de tiempo. Empero, si ahora los sellos pueden descamarse con un cuchillo, ¿aguantan todavía con tanta firmeza…? No. Esta noche no».
Dentro de las mantas empezaba a estar un poco más caliente, y se movió para encontrar una postura más cómoda, sin conseguirlo. «Tendría que haberme lavado», pensó, soñoliento. Seguramente Egwene estaría en ese mismo momento dentro de una tienda de vapor. La mitad de las veces que Rand había utilizado una, un puñado de Doncellas había intentado entrar con él… y casi se habían partido de risa cuando insistió en que se quedaran fuera. Bastante incómodo era ya tener que desvestirse y vestirse en el arroyo.
El sueño llegó finalmente y, con él, unos sueños protegidos de la intromisión de las Sabias o de cualquier otro. Pero no protegidos de sus propios pensamientos. Tres mujeres los invadieron constantemente. Isendre no, salvo en una fugaz pesadilla que casi lo despertó. Por turnos, soñó con Elayne, con Min y Aviendha, ya estuvieran juntas o por separado. Sólo Elayne lo había mirado como un hombre, pero las tres lo veían como quien era, no como lo que era. Aparte de la pesadilla, todos fueron unos sueños placenteros.