El terreno cambió a medida que el sol se metía. Las colinas se volvieron más bajas, y las arboledas, más grandes. A menudo, las vallas de piedra desmoronadas de lo que lo que antaño había sido labrantíos se habían convertido en pequeños montículos con bordes salientes o se extendían a través de bosquecillos de robles, cedros, nogales, pinos y otros árboles desconocidos para Egwene. Las pocas granjas que había no tenían techo, y en su interior crecían árboles de diez o quince pasos de altura como bosques en miniatura encerrados entre paredes, completos con pájaros cantores y ardillas de cola negra. La aparición de alguno que otro arroyuelo levantaba tantos comentarios entre los Aiel como los pequeños bosques y la hierba. Habían oído historias sobre las tierras húmedas y las habían leído en libros comprados a mercaderes y buhoneros como Hadnan Kadere, pero pocos las habían visto desde la persecución de Laman. No obstante, se adaptaron enseguida; las tiendas pardas se confundían bien con las hojas muertas debajo de los árboles y con la hierba agostada. El campamento se extendía kilómetros, salpicado por pequeñas lumbres, bajo el dorado ocaso.
Egwene se metió con satisfacción en su tienda una vez que los gai’shain la instalaron. Dentro, las lámparas estaban encendidas y un pequeño fuego ardía en el agujero del hogar. Se desató las suaves botas y se las quitó, así como las medias de lana, tras lo cual se tumbó despatarrada sobre las coloridas alfombras y movió los dedos de los pies. Deseó tener una palangana de agua para meter los pies. No podía pretender ser tan resistente como los Aiel, pero debía de estar haciéndose más blanda si unas cuantas horas de caminata conseguían que sintiera los pies como si tuvieran el doble de su tamaño habitual. Claro que allí el agua no sería un problema. No debería serlo —recordaba los menguados arroyos que habían pasado—, pero seguramente podría darse un buen baño otra vez.
Cowinde, sumisa y silenciosa bajo sus blancas ropas, le llevó la cena, un poco de aquel pan aplastado y pálido hecho con harina de zamai, y un espeso guiso en un cuenco de rayas rojas, que se tomó de manera automática, aunque se sentía más cansada que hambrienta. Reconoció los pimientos secos y las judías, pero no preguntó de qué era la oscura carne. «Conejo», se dijo firmemente para sus adentros, y confió en que su suposición fuera acertada. Los Aiel comían cosas cuya sola idea hacía que su cabello se le rizara más que el de Elayne. Estaba dispuesta a apostar a que Rand ni siquiera miraba lo que comía. Los hombres eran muy tiquismiquis con la comida.
Cuando terminó el guiso, se tumbó cerca de una ornamentada lámpara de plata que tenía un disco del mismo metal para reflejar e incrementar la intensidad de la luz. Se había sentido un poco culpable cuando supo que la mayoría de los Aiel no tenían luz de noche excepto la de las lumbres; pocos habían llevado consigo lámparas o aceite excepto las Sabias y los jefes de clan y septiar. Pero no tenía sentido sentarse a la mortecina claridad de la lumbre cuando podía disponer de una lámpara. Eso le recordó algo: allí la temperatura por las noches no sufría un descenso tan drástico con respecto a la que hacía durante el día, como ocurría en el Yermo; de hecho, dentro de la tienda empezaba a sentirse un calor incómodo.
Encauzó brevemente flujos de Aire para apagar el fuego, y después buscó en las alforjas el libro, encuadernado con desgastado cuero, que le había prestado Aviendha. Era un volumen pequeño y grueso, con apretadas líneas de pequeñas letras, difícil de leer si no se tenía una buena luz, pero fácil de transportar. La llama, la espada y el corazón, se titulaba, una colección de cuentos sobre Birgitte y Gaidal Cain, Anselan y Barashelle, Rogosh Ojo de Águila y Dunsinin y una docena más. Aviendha afirmaba que le gustaba por las aventuras y las batallas, y tal vez fuera así, pero también por todas y cada una de las palabras referentes al amor ente un hombre y una mujer. Egwene no tenía reparo en admitir que eso era lo que a ella le gustaba, esos hilos de un amor eterno, a veces tormentosos y a veces tiernos. Bueno, al menos lo admitía para sus adentros. No era el tipo de entretenimiento que una mujer con pretensiones de cierto sentido común confesaría en público.
En realidad sentía tan pocas ganas de leer como las que tenía de comer —lo que de verdad le apetecía era bañarse y dormir, e incluso podría renunciar al baño—, pero aquella noche Amys y ella tenían que reunirse con Nynaeve en el Tel’aran’rhiod. Donde Nynaeve se encontraba, de camino a Ghealdan, no se había hecho de noche todavía, lo que significaba que tendría que quedarse despierta.
Elayne había hecho una descripción muy interesante del espectáculo de animales amaestrados, aunque a Egwene le costaba trabajo comprender que la mera presencia de Galad justificara huir de ese modo. A su modo de ver, lo que ocurría era que a Elayne y a Nynaeve se les había despertado la afición por las aventuras. Lamentaba mucho lo ocurrido a Siuan; necesitaban una mano firme que las metiera en cintura. Qué extraño que pensara así sobre Nynaeve; la antigua Zahorí había sido siempre la de la mano dura. Pero desde aquel episodio en la Torre en el Tel’aran’rhiod, había dejado de pensar en Nynaeve como alguien contra quien echar un pulso de voluntades.
Con una sensación de culpabilidad, cayó en la cuenta, mientras pasaba una hoja, de que estaba deseando encontrarse con ella esa noche. No porque fuera una amiga, sino porque quería ver si los efectos duraban todavía. Si Nynaeve se tiraba de la trenza, ella se limitaría a enarcar una ceja, y… «Luz, espero que siga funcionando. Si se le escapa lo de esa visita al Tel’aran’rhiod, Amys, Bair y Melaine se turnarán para arrancarme la piel a tiras, si es que no me dicen que me vaya».
Sus ojos no dejaban de intentar cerrarse mientras leía, o más bien, medio soñaba, las historias del libro. Podía ser tan fuerte como cualquiera de estas mujeres; tan fuerte y tan valiente como Dunsinin o Nerein o Melisinde o incluso Birgitte. Tan fuerte como Aviendha. ¿Tendría Nynaeve suficiente sentido común para contener la lengua delante de Amys esa noche? Se le pasó por la cabeza la vaga idea de agarrar a Nynaeve por el cuello y sacudirla. Qué tontería. Nynaeve era varios años mayor que ella. Enarcar una ceja al mirarla. Dunsinin. Birgitte. Tan fuerte y dura como una Doncella Lancera.
La cabeza de la joven se apoyó sobre las páginas, y, cuando su respiración se hizo más lenta y profunda, intentó abrazar el pequeño libro que tenía bajo la mejilla.
Dio un respingo al encontrarse de repente entre las grandes columnas de piedra roja, en el Corazón de la Ciudadela, bajo la extraña luz del Tel’aran’rhiod, y otro más al darse cuenta de que llevaba puesto el cadin’sor. A Amys no le haría gracia verla vestida con eso; ni pizca de gracia. Cambió su vestimenta rápidamente, y se sorprendió cuando su atuendo pasó alternativamente de la blusa de algode y la amplia falda de lana al fino vestido de seda azul brocada, hasta que por fin se detuvo en el atuendo Aiel completo, incluido su brazalete de marfil, con las llamas talladas, y el collar de oro y marfil. Tal indecisión no le ocurría desde hacía algún tiempo.
Durante un instante se planteó el salir del Mundo de los Sueños, pero sospechaba que estaba profundamente dormida, en su tienda. Si lo hacía, lo más probable era que entrara en un sueño propio y todavía no era consciente de estar en ellos; sin ese conocimiento no podía regresar al Tel’aran’rhiod, y no estaba dispuesta a dejar a Amys y a Nynaeve solas. ¿Quién sabía lo que diría Nynaeve si la Sabia sacaba a relucir su genio? Cuando la Sabia apareciera, le diría simplemente que también ella acababa de llegar. Anteriormente las Sabias siempre se le habían adelantado o llegaban al mismo tiempo, pero si Amys pensaba que sólo llevaba allí unos segundos seguramente no tendría importancia.
Casi se había acostumbrado a la sensación de percibir unos ojos invisibles en la vasta cámara. «Es por las columnas, las sombras y este gran espacio vacío». Aun así, confiaba en que Amys y Nynaeve llegaran enseguida. Pero tardarían. El tiempo podía ser tan peculiar en el Tel’aran’rhiod como en cualquier otro sueño, pero debía de faltar por lo menos una hora para el encuentro acordado. Quizá le daría tiempo a…
De repente se dio cuenta de que oía voces, como débiles susurros entre las columnas. Abrazó el saidar y avanzó cautelosamente hacia el sonido, hacia el lugar donde Rand había dejado a Callandor, debajo de la gran cúpula. Las Sabias afirmaban que allí el control del Tel’aran’rhiod era equiparable a la fuerza del Poder Único, pero Egwene conocía mejor sus facultades con la Fuente Verdadera y, por ende, se fiaba más de ellas. Todavía escondida entre las gruesas columnas de piedra roja, se detuvo y escudriñó en derredor.
No eran un par de hermanas Negras, como había temido, y tampoco Nynaeve, sino Elayne, de pie cerca de la resplandeciente Callandor, hincada en el suelo, enfrascada en una queda conversación con una mujer vestida de un modo muy raro. Llevaba una chaqueta corta, de color blanco, de corte peculiar, y unos amplios pantalones amarillos, recogidos en pliegues en los tobillos, por encima de unas botas cortas de tacón. Una compleja trenza de cabello rubio le colgaba por la espalda, y sostenía un arco que brillaba como plata bruñida. También las flechas de la aljaba relucían.
Egwene apretó los párpados. Primero, las dificultades con su vestimenta, y ahora esto. Sólo porque había estado leyendo sobre Birgitte —el arco de plata era el indicativo inequívoco del nombre— no era razón para imaginar que la veía. Birgitte esperaba —en algún lugar— a que el Cuerno de Valere la convocara, como a los otros héroes, a la Última Batalla. Sin embargo, cuando Egwene volvió a abrir los ojos, Elayne y la mujer con la extraña vestimenta seguían allí. No conseguía entender qué era lo que decían, pero ahora sí dio crédito a sus ojos. Estaba a punto de salir a descubierto para anunciar su presencia cuando una voz habló a su espalda:
—¿Decidiste venir antes? ¿Y sola?
Egwene giró rápidamente sobre sus talones y se encontró cara a cara con Amys, cuyo rostro tostado por el sol parecía demasiado joven para el blanco cabello, y con Bair. Ambas tenían los brazos cruzados; hasta el modo en que los chales estaban apretados sobre sus brazos denotaba el desagrado de las dos Sabias.
—Me quedé dormida —repuso la joven.
Era demasiado temprano para que su cuento funcionara. Mientras explicaba con precipitación que la había vencido el sueño y la razón de no haber regresado —salvo la parte referente a no querer que Nynaeve y Amys hablaran solas— la sorprendió sentir un atisbo de vergüenza por plantearse mentirles, así como el alivio por no haberlo hecho. Y no era que decir la verdad fuera a evitarle el castigo. Amys no era tan estricta como Bair —hasta cierto punto—, pero era muy capaz de ponerla a apilar piedras el resto de la noche. Muchas de las Sabias eran fervientes partidarias de los trabajos inútiles como escarmiento; de ese modo era imposible convencerse a uno mismo de que estaba haciendo algo más que cumplir un castigo mientras enterraba cenizas con una cuchara. Eso si no se negaban en redondo a seguir instruyéndola, naturalmente. Lo de las cenizas sería, con mucho, la mejor opción.
En consecuencia, fue incapaz de reprimir un suspiro de alivio cuando Amys asintió y dijo:
—Puede ocurrir. Pero la próxima vez, regresa y entra en tus propios sueños; Nynaeve podría haberme transmitido a mí lo que tuviera que contarnos y yo ponerla al corriente de lo que sabemos. Si Melaine no estuviera con Bael y Dorindha esta noche también habría venido. Le diste un buen susto a Bair. Se siente orgullosa de tus progresos, y si algo te ocurriera…
La expresión de Bair no era la de alguien que se siente orgulloso. En todo caso, su ceño se intensificó cuando Amys hizo una pausa.
—Tienes suerte de que Cowinde te encontrara cuando volvió a retirar el servicio de la cena, y se asustara cuando no pudo despertarte para que te fueras a las mantas. Si sospechara que has estado aquí más de unos pocos minutos… —La penetrante mirada se endureció fugazmente con una amenazadora promesa, y luego su voz se tornó gruñona—. Supongo que ahora tendremos que esperar a que Nynaeve llegue, y sólo para no oírte suplicar que no te mandemos de vuelta. En fin, si hay que hacerlo, se hará, pero aprovecharemos el tiempo. Concentra la mente en…
—No es Nynaeve —se apresuró a decir Egwene. No tenía ningunas ganas de comprobar cómo sería una lección estando Bair de un humor tan pésimo—. Es Elayne, y… —Dejó la frase en el aire cuando, al darse media vuelta, vio a su amiga, ataviada con un vestido de seda verde, adecuado para un baile, paseando arriba y abajo, cerca de Callandor. A Birgitte no se la veía por ninguna parte. «Pues yo no me lo he imaginado».
—¿Ya está aquí? —dijo Amys al tiempo que se acercaba donde podía verla.
—Otra muchacha necia —rezongó Bair—. Las chicas de hoy tienen menos seso y disciplina que las cabras. —Echó a andar delante de Egwene y de Amys, y se plantó al otro lado de la reluciente Callandor, puesta en jarras—. No eres mi alumna, Elayne de Andor, aunque nos has sonsacado bastante para no causar tu propia muerte si vas con cuidado; pero, si lo fueras, te daría una buena azotaina y te mandaría de regreso con tu madre hasta que fueras lo bastante mayor para que no hubiera que tenerte vigilada. Sé que has estado entrando en el Mundo de los Sueños sola, y también Nynaeve. Las dos sois unas necias por hacerlo.
Elayne había dado un respingo cuando apareció la primera Sabia; pero, a medida que el rapapolvo de Bair le caía encima, adoptó una pose erguida, con la barbilla alzada en un gesto altivo. Su vestido se volvió rojo y el satinado más fino, y aparecieron bordados en las mangas y en el alto corpiño, incluidos leones rampantes sobre lirios blancos y dorados, que era su propia enseña. Una fina diadema de oro sujetaba sus cabellos rubio rojizos, con un león rampante, tachonado de gotas de luna, reposando sobre su frente. Todavía no tenía mucho control sobre estas cosas. Aunque, por supuesto, cabía la posibilidad de que éste fuera exactamente el atuendo que quería llevar.
—Os agradezco vuestra preocupación —repuso con aire regio—. Empero, cierto es que no soy vuestra pupila, Bair de los Haido Shaarad. Tenéis mi agradecimiento por vuestros consejos y enseñanzas, pero he de seguir mi camino, cumplir las tareas encomendadas por la Sede Amyrlin.
—Una mujer muerta —adujo fríamente Bair—. Proclamas obediencia a una mujer que ha muerto.
Egwene casi percibió como algo físico la creciente cólera de Bair; si no hacía algo enseguida, la Sabia podría decidir darle una dolorosa lección a Elayne, y en este momento lo que menos les interesaba era tener esa clase de disputa.
—¿Qué…? ¿Por qué has venido tú en lugar de Nynaeve? —Iba a preguntar qué estaba haciendo allí, pero eso le habría dado a Bair ocasión de meter baza, y tal vez habría parecido que ella estaba de parte de la Sabia. Lo que realmente deseaba saber era qué hacía Elayne hablando con Birgitte. «No lo imaginé». Quizá se trataba de alguien que soñaba que era Birgitte. Sin embargo, sólo quienes entraban en el Tel’aran’rhiod conscientemente permanecían en él más de unos segundos y, por supuesto, Elayne no habría estado hablando con una de esas personas. ¿Dónde esperaban Birgitte y los otros la llamada del Cuerno?
—Nynaeve sufre un fuerte dolor de cabeza. —La diadema se desvaneció y el vestido de Elayne se volvió más sencillo, con sólo unos pocos bordados dorados en el corpiño.
—¿Está enferma? —inquirió Egwene con preocupación.
—Sólo tiene jaqueca y un par de moretones. —Elayne soltó una risita y se encogió al mismo tiempo—. Oh, Egwene, no lo habrías creído. Los cuatro Chavana al completo vinieron a cenar con nosotras. En realidad, vinieron para coquetear con Nynaeve. Trataron de tontear conmigo los primeros días, pero Thom mantuvo una charla con ellos y lo dejaron. Thom no tenía derecho a hacerlo. Y no es que yo quisiera coquetear, por supuesto. En fin, allí estaban, cortejando a Nynaeve o, más bien, intentándolo, porque ella les hacía menos caso que a unos moscones, cuando de pronto apareció Latelle y empezó a golpear a Nynaeve con un palo mientras le decía insultos terribles.
—¿Sufrió heridas? —Egwene no estaba segura de a cuál de las dos se refería, porque si Nynaeve había dado rienda suelta a su genio…
—Ella no. Los Chavana trataron de apartarla de Latelle, y Taeric seguramente irá cojeando varios días, por no mencionar el labio hinchado de Brugh. Petro tuvo que llevar en brazos a Latelle a su carromato, y dudo que asome la nariz fuera durante un tiempo. —Elayne sacudió la cabeza—. Luca no sabía a quién echar la culpa del desastre, con uno de sus acróbatas cojo y la domadora de osos hecha un mar de lágrimas en su cama, así que nos culpó a todos, y temí que Nynaeve iba a soltarle un bofetón también. Por lo menos no encauzó; creí que lo haría en un par de ocasiones, hasta que consiguió derribar a Latelle en el suelo.
Amys y Bair intercambiaron una mirada indescifrable; éste no era, desde luego, el comportamiento que esperaban en unas Aes Sedai.
Egwene estaba un tanto confusa, pero principalmente por el trabajo que le costaba ubicar a tanta gente nueva de la que sólo había oído hablar brevemente. Gente rara, que viajaba con leones, perros y osos. Y una Iluminadora. No creía que el tal Petro fuera realmente tan fuerte como aseguraba Elayne. Claro que Thom tragaba fuego además de hacer juegos malabares, y lo que Elayne y Juilin llevaban a cabo le sonaba igualmente extraño, aunque su amiga hiciera uso del Poder.
Si Nynaeve había estado a punto de encauzar… Elayne debía de haber visto el brillo del saidar envolviéndola. Tuvieran o no una verdadera razón para esconderse, no lo estarían por mucho tiempo si una de ellas encauzaba y dejaba que la gente lo viera. Las informadoras de la Torre no tardarían en enterarse; ésa era la clase de noticias que se propagaba rápidamente, sobre todo si aún no habían salido de Amadicia.
—Dile a Nynaeve de mi parte que más vale que controle su genio o tendré que decirle unas cuantas cosas que no le van a gustar. —Elayne pareció sorprendida; la antigua Zahorí no le había contado lo que había pasado entre ellas, por supuesto—. Si encauza, puede dar por cierto que Elaida lo sabrá tan pronto como una paloma vuele hasta Tar Valon. —No añadiría nada más; lo que había dicho bastó para que Bair y Amys intercambiaran otra mirada. Ignoraba lo que pensaban realmente sobre la división de la Torre y de una Amyrlin que, por lo que sabían, había dado órdenes de que hicieran volver a rastras a la Torre a unas Aes Sedai, porque no habían hecho el menor comentario al respecto. Cuando querían se mostraban tan reservadas que podían hacer parecer a Moraine como la cotilla del pueblo—. De hecho, me gustaría tener unas palabras con vosotras dos a solas. Si estuviéramos en la Torre, en nuestras habitaciones, os diría un par de cosas.
Elayne aspiró por la nariz con gesto estirado, mostrándose tan regia y fría como antes con Bair.
—Puedes decírmelas cuando gustes.
¿La habría entendido? A solas; sin que las Sabias estuvieran presentes. En la Torre. A Egwene sólo le quedaba esperar que su amiga lo hubiera entendido. Lo mejor era cambiar de tema y confiar en que las Sabias no estuvieran sacando conclusiones de sus palabras como Elayne debería estar haciendo.
—¿La pelea con la tal Latelle os acarreará problemas? —¿En qué habría estado pensando Nynaeve? En Dos Ríos habría llevado a cualquier mujer de su edad que hubiera hecho lo mismo ante el Círculo de Mujeres en un abrir y cerrar de ojos—. A estas alturas debéis de estar cerca de Ghealdan.
—Según Luca, dentro de tres días, si tenemos suerte. Un espectáculo con animales amaestrados no avanza muy deprisa.
—Quizás os convendría dejarlos ahora.
—Quizá —repuso lentamente Elayne—. En realidad me gustaría mucho caminar por el cable, aunque sólo fuera una vez, delante de… —Sacudió la cabeza y echó un vistazo a Callandor, el escote del vestido descendió de manera vertiginosa y al momento subió otra vez—. No sé, Egwene. Podríamos viajar más deprisa solos que con la compañía, y todavía no sabemos exactamente adónde vamos. —Eso significaba que Nynaeve todavía no había recordado el nombre del lugar donde las Azules se estaban reuniendo. Eso si es que el informe de Elaida era cierto—. Por no mencionar que Nynaeve estallaría si tuviéramos que abandonar el carromato y comprar caballos u otro carruaje. Además, las dos estamos enterándonos de un montón de cosas sobre los seanchan. Cerandin sirvió como adiestradora de s’redit en la Corte de las Nueve Lunas, la sede de gobierno de la emperatriz seanchan. Ayer nos enseñó unas cosas que cogió cuando huyó de Falme. Egwene, tiene un a’dam.
Egwene adelantó bruscamente un paso y su falda rozó a Callandor. Las trampas de Rand no eran físicas, pensara lo que pensara Nynaeve.
—¿Estás segura de que no era una sul’dam? —Su voz temblaba por la rabia.
—Lo estoy —ratificó Elayne en tono tranquilizador—. Me puse el a’dam yo misma y no surtió ningún efecto.
Ése era el pequeño secreto que los propios seanchan ignoraban o disimulaban muy bien si lo sabían. Sus damane eran mujeres que poseían el don innato, mujeres capaces de encauzar aunque no se las instruyera. Pero las sul’dam, que controlaban a las damane, eran mujeres a las que era preciso entrenar. Los seanchan pensaban que las mujeres con capacidad de encauzar eran animales peligrosos que había que controlar y, sin embargo, inadvertidamente, otorgaban a muchas de ellas una posición prominente.
—No entiendo ese interés en los seanchan. —Amys pronunció el gentilicio con dificultad; nunca lo había oído hasta que Elayne lo había dicho en su última reunión—. Lo que hacen es terrible, pero se han ido. Rand al’Thor los derrotó y huyeron.
Egwene se dio media vuelta y contempló intensamente las enormes columnas que se perdían en las sombras.
—Que se hayan ido no significa que no vayan a regresar nunca más. —No quería que le vieran la cara; ni siquiera Elayne—. Tenemos que enterarnos de todo lo que sea posible por si acaso vuelven. —Le habían puesto un a’dam en Falme, y proyectaban enviarla a través del Océano Aricio a Seanchan para que pasara el resto de su vida como un perro atado a una traílla. La ira la henchía cada vez que pensaba en ellos. Y también el miedo. El temor de que, si volvían, en esta ocasión tuvieran éxito en apresarla y retenerla. Eso era lo que no quería que las otras mujeres vieran: el puro terror que sabía asomaba a sus ojos.
—Estaremos preparadas para hacerles frente si regresan —susurró Elayne mientras le ponía una mano en el brazo—. No volverán a cogernos por sorpresa otra vez.
Egwene le dio unas palmaditas en la mano, aunque lo que en verdad quería era aferrarla con fuerza; Elayne comprendía más de lo que ella habría deseado, pero resultaba reconfortante que supiera verlo.
—Acabemos con lo que hemos venido a hacer —intervino Bair con brusquedad—. Necesitas dormir de verdad, Egwene.
—Hemos hecho que un gai’shain te desnude y te meta entre las mantas, así que cuando vuelvas a tu cuerpo podrás dormir hasta por la mañana. —Sorprendentemente, el tono de Amys era tan suave como el de Elayne.
Un suave rubor tiñó las mejillas de Egwene. Considerando los modos Aiel, había tantas probabilidades de que el gai’shain hubiera sido un hombre como una mujer. Tendría que hablar con ellas al respecto… con delicadeza, naturalmente; no lo entendían y era un tema que no le resultaba fácil explicar.
Se dio cuenta de que el temor había desaparecido. «Por lo visto le tengo más miedo a sentirme turbada que a los seanchan». No era cierto, pero se aferró a esa idea.
No tenían mucho que contarle a Elayne. Que por fin habían llegado a Cairhien; que Couladin había devastado Selean y arrasado la campiña circundante; que los Shaido todavía les sacaban varios días de ventaja y que se desplazaban hacia el oeste. Las Sabias sabían más que ella; no se habían metido de inmediato en sus tiendas cuando acamparon. Había habido escaramuzas al anochecer, aunque pocas y sin importancia, contra hombres montados que enseguida huyeron, y otros hombres a caballo que habían visto alejarse sin luchar. No se habían tomado prisioneros. Moraine y Lan parecían pensar que los jinetes podían ser bandidos o partidarios de una u otra casa de las que pretendían el Trono del Sol. En uno u otro caso, todos eran igualmente harapientos. Fueran quienes fueran, la noticia de que había más Aiel en Cairhien se propagaría enseguida.
—Antes o después tenían que enterarse —fue el único comentario de Elayne.
Egwene vio cómo Elayne y las Sabias se desvanecían —ella tuvo la impresión de que su amiga y el Corazón de la Ciudadela se volvían más y más intangibles— pero la rubia heredera del trono no hizo nada que le confirmara si había entendido o no su mensaje.