Una racha de viento que arremolinaba el polvo bajó por la calle de Lugard y le arrebató el sombrero de terciopelo a Gareth Bryne; la prenda fue a parar directamente debajo de la rueda de una traqueteante carreta. El aro de hierro machacó el sombrero contra la dura arcilla de la calle, dejando tras de sí un inservible pingo aplastado. Gareth se quedó mirándolo un momento y después siguió caminando. «Después de todo, ya estaba lleno de manchas tras el viaje», se dijo para sus adentros. La chaqueta de seda también estaba llena de polvo antes de llegar a Murandy, y ya no servía de mucho cepillarla cuando se tomaba ese trabajo, cosa harto infrecuente. Ahora parecía más parda que gris. Debería buscar algo más sencillo; al fin y al cabo, no se dirigía a un baile de palacio.
Esquivó las carretas que se zarandeaban sobre los surcos de la calle, haciendo caso omiso de los insultos que le dirigían los carreteros —cualquier soldado de escuadrón los soltaba mejores hasta estando dormido— y se metió en una posada de tejado rojo llamada El Pescante. El dibujo del letrero daba al nombre una interpretación muy explícita.
La sala era como cualquier otra de las que había visto en Lugard, con carreteros y guardias de mercaderes apiñándose con mozos de establo, herreros, peones y tipos de cualquier condición, todos ellos hablando o riendo tan fuerte como les era posible mientras bebían tanto como podían, con una mano sujetando la copa, y la otra siempre dispuesta a toquetear a las camareras. En realidad, no difería mucho de las salas y tabernas de muchas otras ciudades, aunque el ambiente de la mayoría era considerablemente más moderado. Una moza rolliza, que llevaba una blusa que parecía a punto de caérsele, brincaba y cantaba encima de una mesa acompañada por la supuesta música de dos flautas y una vihuela de doce cuerdas.
Gareth no tenía buen oído para la música, pero se detuvo un momento para escuchar cantar a la muchacha; habría tenido muy buena acogida en cualquier campamento de soldados que conocía. Claro que habría sido igualmente popular aunque no cantara. Luciendo esa blusa, no habría tardado en encontrar un marido.
Joni y Barim ya estaban allí; el tamaño del primero bastaba para garantizarles sitio en una mesa para ellos solos a despecho del ralo cabello y del vendaje que todavía le ceñía las sienes. Estaban escuchando cantar a la chica, o, al menos, la miraban muy atentos. Tocó a los dos guerreros en el hombro y señaló con un gesto hacia la puerta lateral que conducía al establo, donde un mozo de cuadra hosco y algo bizco les cuidaba los caballos por tres monedas de plata. Más o menos un año antes Bryne podría haberse comprado un buen corcel por ese mismo precio. Los problemas existentes en el oeste y en Cairhien estaban haciendo estragos en el comercio y los precios.
Ninguno de ellos habló hasta que cruzaron las puertas de la ciudad y se encontraron en una calzada —poco más que un sendero ancho— apenas transitada que serpenteaba en dirección norte, hacia el río Storn.
—Estuvieron aquí ayer, mi señor —dijo entonces Barim.
También Bryne había obtenido la misma información. Tres mujeres bonitas, obviamente forasteras, no podían pasar por una ciudad como Lugard sin que se fijaran en ellas. Al menos, en lo que se refería a los hombres.
—Ellas y un tipo ancho de hombros —continuó Barim—. Quizás el tal Dalyn que estaba con ellas cuando incendiaron el granero de Nem. En fin, sea quien sea, los cuatro estuvieron en El Tiro de Nueve Caballos un rato, pero sólo bebieron algo y se marcharon. Esa domani, de la que me han hablado los chicos, por lo visto estuvo a punto de armar un follón con sus sonrisas y sus cimbreos, pero después volvió a calmar los ánimos del mismo modo. ¡Diablos, cómo me gustaría conocer a una domani!
—¿Te enteraste del camino que tomaron, Barim? —preguntó, armado de paciencia, Bryne. Él no había conseguido esa información.
—Eh, no, mi señor. Pero oí comentar que han estado pasando por la ciudad montones de Capas Blancas, todos dirigiéndose hacia el oeste. ¿Creéis que Pedron Niall planea algo? ¿Quizás en Altara?
—Eso ya no nos concierne, Barim. —Bryne sabía que su tono paciente empezaba a sonar un tanto tenso, pero Barim era un veterano en campañas lo bastante baqueteado para atenerse al asunto que tenían entre manos.
—Yo sé dónde fueron, mi señor —intervino Joni—. Al oeste, por la calzada de Jehannah, y con muchas prisas, por lo que oí. —Parecía preocupado—. Mi señor, me encontré con dos guardias de mercaderes, unos muchachos que prestaron servicio en la Guardia Real, y eché un trago con ellos. Resulta que se encontraban en un lupanar llamado La Gran Galopada Nocturna cuando esa chica, Mara, entró y pidió trabajo como cantante. No se lo dieron porque, al parecer, no quería enseñar las piernas del modo que lo hacen las cantantes en casi todos estos sitios, y no se la puede culpar por ello, así que se marchó. Por lo que me ha contado Barim, fue inmediatamente después cuando se pusieron de camino hacia el oeste. No me gusta, mi señor. No es la clase de chica que quiere un trabajo en un sitio así. Me parece que está intentando escaparse del tal Dalyn.
Cosa curiosa, a pesar del tremendo chichón, Joni no sentía animosidad por las tres jóvenes. Era de la opinión, expresada a menudo desde que habían partido de la mansión, de que las chicas se encontraban en alguna clase de aprieto y que necesitaban que las rescataran. Bryne sospechaba que, si conseguía atrapar a las jóvenes y llevarlas de regreso a sus posesiones, Joni estaría detrás de él para que se las entregara a sus hijas a fin de que les procuraran cuidados maternales.
Por su parte, Barim no albergaba tales sentimientos.
—Ghealdan. —Frunció el ceño—. O puede que Altara o Amadicia. Las vamos a pasar moradas para traerlas de vuelta. Yo diría que no merece la pena tantas molestias por un granero y algunas vacas.
Bryne no hizo comentarios. Había seguido a las chicas hasta allí, y Murandy era un sitio poco recomendable para unos andoreños, considerando los innumerables conflictos fronterizos habidos durante tantos años. Sólo un necio entraría en Murandy siguiendo los ojos de una quebrantadora de juramentos. Entonces ¿qué necio redomado los seguiría a través de medio mundo?
—Respecto a esos muchachos con los que hablé —apuntó tímidamente Joni—, en fin, mi señor, parece ser que muchos de los hombres que sirvieron bajo… vuestro mando han sido expulsados de la Guardia Real. —Envalentonado por el prolongado silencio de Bryne, continuó—: Han entrado muchos tipos nuevos. A montones. Esos muchachos me dijeron que por lo menos cuatro o cinco por cada uno que expulsaron con la excusa de que ya no necesitaban sus servicios. Y son de esos a los que les gusta organizar jaleo en lugar de frenarlo. Hay algunos que se autodenominan los Leones Blancos y que sólo obedecen al tal Gaebril. —Escupió con desprecio para demostrar lo que pensaba de ello—. Y un montón más que no pertenecen a la Guardia Real. Nada de levas de la casa Trakand. Que sepan ellos, Gaebril cuenta con un número de tropas diez veces superior al que posee la Guardia Real, y todos han prestado juramento al trono de Andor, pero no a la reina.
—Eso tampoco nos concierne ya —replicó Bryne, cortante. Se fijó en que Barim tenía la mejilla abultada con la lengua, como solía hacer cuando no quería decir algo o cuando no estaba seguro de que fuera lo bastante importante—. ¿De qué se trata, Barim? Vamos, hombre, suéltalo.
El veterano de rostro curtido como un pedazo de cuero viejo lo miró sorprendido. Nunca se había explicado cómo podía saber Bryne que se estaba guardando algo.
—Bueno, mi señor, algunos de los tipos con los que hablé me comentaron que varios Capas Blancas estaban haciendo preguntas ayer sobre una chica cuya descripción encaja con la de la tal Mara. Querían saber quién era y adónde había ido. Así de claro. Por lo visto su interés creció mucho cuando se enteraron de que se había marchado de la ciudad. Si van tras ella, podría acabar en la horca antes de que la encontremos. Y, si se toman la molestia de ir tras ella para prenderla, puede que no hagan demasiadas preguntas respecto a si realmente es una Amiga Siniestra o lo que quiera que sea por lo que la buscan.
Bryne frunció el entrecejo. ¿Capas Blancas? ¿Por qué los Hijos de la Luz estaban interesados en Mara? Jamás creería que era una Amiga Siniestra. Claro que, en cierta ocasión, había visto ahorcar en Caemlyn a un jovenzuelo con cara de niño que era Amigo Siniestro y que había estado impartiendo enseñanzas a los chiquillos en la calle respecto a las glorias del Oscuro, el Gran Señor de la Oscuridad, como lo llamaban ellos. Que se supiera, el muchachito había matado a nueve niños en tres años, cuando sospechaba que iban a denunciarlo. «No, esa chica no es una Amiga Siniestra, y apostaría mi vida en ello». Los Capas Blancas sospechaban de todo el mundo. Y si se les metía en la cabeza la idea de que se había marchado de Lugard para esquivarlos…
Taconeó a Viajero para ponerlo a medio galope. El castrado alazán no tenía una estampa espléndida, pero era resistente y valeroso. Los otros dos hombres lo alcanzaron enseguida y guardaron silencio al advertir el humor de su señor.
A unos tres kilómetros de Lugard, Bryne salió del camino y se internó en un bosquecillo de robles y cedros. El resto de sus hombres habían instalado un campamento temporal allí, en un claro resguardado bajo las extensas ramas de los robles. Había varias lumbres pequeñas encendidas, ya que aprovechaban cualquier oportunidad para preparar un poco de té, y algunos estaban echando una cabezada; dormir era otra de las cosas que un veterano no dejaba de hacer en cuanto tenía ocasión.
Los que estaban en vela despertaron a los demás sin muchas contemplaciones, y enseguida todos se encontraban pendientes de él. Bryne los estuvo observando unos instantes. Los cabellos grises, los cráneos calvos y los rostros arrugados. Todavía endurecidos y en forma, pero aun así… Había sido un necio arriesgándose a llevarlos a Murandy sólo porque quería saber por qué una mujer había roto un juramento. Y tal vez con el agravante de tener tras ellos a los Capas Blancas. Además, no había modo de saber cuánto tiempo pasaría antes de que la aventura llegara a su fin. Si daban media vuelta ahora, habrían estado ausentes de casa más de un mes para cuando volvieran a ver Hontanares de Kore. Si, por el contrario, continuaban, no tenía garantía de que la persecución acabara antes de llegar al Océano Aricio. Lo que debería hacer era coger a sus hombres y llevarlos a casa. Eso era lo que tendría que hacer. No tenía motivo para pedirles que intentaran arrebatar a esas chicas de las manos de los Capas Blancas. Debería abandonar a Mara a la justicia de los Hijos.
—Nos dirigimos hacia el oeste —anunció, y de inmediato todos se pusieron a apagar precipitadamente las lumbres con el té y a guardar los cazos en las alforjas—. Tendremos que forzar la marcha, porque me propongo alcanzarlas en Altara si es posible; pero, si no, es imposible saber hacia dónde nos conducirán. Tal vez hayáis visitado Jehannah o Amador o Ebou Dar antes de que esto haya acabado. —Soltó una risa afectada—. Descubriréis hasta qué punto sois realmente duros si llegamos a Ebou Dar. Tienen tabernas allí donde las camareras desuellan illianos para cenar y ensartan en espetones a Capas Blancas para divertirse.
Los hombres rieron con más ganas de lo que requería la broma.
—Eso no nos preocupa estando vos con nosotros, mi señor —dijo entre risitas Thad mientras metía la taza de estaño en las alforjas. Su rostro estaba tan arrugado como un trozo de cuero estrujado—. Vaya, pero si os oí una vez tener una buena agarrada con la mismísima Amyrlin, y… —Jar Silvin le soltó una patada en el tobillo, y Thad se giró velozmente hacia el hombre más joven, aunque también tenía el pelo canoso, y lo amenazó con el puño—. ¿A qué ha venido eso, Silvin? Si lo que buscas es que te rompa la cabeza, sólo tienes que… ¿Qué? —Las miradas significativas de Silvin y de algunos de los otros lograron finalmente hacerlo caer en la cuenta de lo que había dicho—. Oh. Oh, sí. —Hundió la cara en el flanco de su caballo y se afanó en ajustar las cinchas de la silla, pero las risas habían cesado por completo.
Bryne se obligó a relajar el rostro contraído. Ya iba siendo hora de que dejara atrás el pasado. Sólo por una mujer cuyo lecho —y algo más, pensó él— había compartido, sólo porque esa mujer lo había mirado como si nunca lo hubiera visto, no era motivo para no volver a pronunciar su nombre. Sólo porque lo había exiliado de Caemlyn bajo pena de muerte por haberle aconsejado como juró que lo haría… Si se había convertido en una paloma arrulladora con ese lord Gaebril que tan de repente había aparecido en Caemlyn, era algo que ya no le concernía. Ella le había dicho, con un tono tan frío y seco como un pedazo de hielo, que el nombre de Gareth Bryne no se volvería a pronunciar en palacio, y que sólo sus largos años de servicio la frenaban de mandarlo al tajo del verdugo por el cargo de traición. ¡Traición! No. Necesitaba mantener el ánimo, sobre todo si esto acababa siendo una persecución larga.
Echando la pierna alrededor de la perilla de la silla, sacó la pipa y la bolsita de tabaco. La cazoleta estaba tallada a semejanza de un toro salvaje, ceñido con la Corona de la Rosa de Andor. Durante un milenio éste había sido el emblema de la casa Bryne: fortaleza y valor al servicio de la reina. Necesitaba otra pipa; ésta estaba vieja.
—No salí de ésa tan bien parado como pareces creer. —Se inclinó para que uno de los hombres le tendiera una ramita, todavía que estaba encendida, de una de las lumbres, y después se irguió mientras daba continuamente chupadas a la pipa—. Sucedió hace unos tres años. La Amyrlin estaba haciendo un recorrido: Cairhien, Tear, Illian… y acabó en Caemlyn antes de regresar a Tar Valon. Por aquel entonces teníamos problemas fronterizos con los señores murandianos… para variar. —Hubo una risotada general; todos habían servido en la frontera con Murandy en un momento u otro—. Yo había enviado a algunos de los guardias reales para que dejaran claro a los murandianos quién poseía los rebaños y el ganado que se encontraban a nuestro lado de la frontera. Nunca imaginé que la Amyrlin se interesara por algo así. —Desde luego, todos tenían la atención puesta en él, y, aunque los preparativos para la marcha continuaban, ahora iban más despacio.
»Siuan Sanche y Elaida se encerraron con Morgase —bien; había pronunciado su nombre y ni siquiera le había dolido— y, cuando salieron, Morgase estaba, por un lado, a punto de estallar, echando chispas por los ojos, y por otro, como una niñita de diez años a la que ha reprendido su madre por sorprenderla cogiendo pastelillos. Es una mujer de carácter, pero atrapada entre Elaida y la Sede Amyrlin… —Sacudió la cabeza y los hombres soltaron risitas quedas; atraer el interés de las Aes Sedai era algo que ninguno de ellos envidiaba a los señores y dirigentes—. Me ordenó que retirara inmediatamente todas las tropas de la frontera con Murandy. Le pedí que lo discutiéramos en privado, y Siuan Sanche se me echó encima. Delante de la mitad de la corte, me dio un repaso de arriba abajo y de atrás adelante como si fuera un soldado raso. Dijo que si no hacía lo que me habían mandado me utilizaría como cebo para peces. —Había tenido que pedirle perdón a la Amyrlin delante de todos, sólo por tratar de hacer lo que había jurado hacer, pero no había necesidad de añadir este detalle. Incluso entonces, no estuvo seguro de si la Amyrlin no exigiría a Morgase que fuera decapitado o que la decapitaran a ella misma.
—Entonces es que tenía intención de atrapar un pez gordo —rió alguien, y los demás corearon sus risas.
—El resultado fue —continuó Bryne— que yo salí chamuscado y los guardias reales recibieron la orden de regresar de la frontera. Así que, si confiáis en mí para que os proteja en Ebou Dar, recordad que mi opinión es que esas camareras serían capaces de poner a secar el pellejo de la Amyrlin junto con el del resto de nosotros.
Hubo un estallido de carcajadas.
—¿Llegasteis a descubrir por qué hubo aquella contraorden, mi señor? —quiso saber Joni.
—No. —Bryne sacudió la cabeza—. Algún asunto de las Aes Sedai, supongo. A la gente como tú y como yo no les dan explicaciones de lo que se traen entre manos. —Aquello provocó más risas.
Montaron con una agilidad que desmentía su edad. «Algunos no son mayores que yo», pensó con ironía. Demasiado viejo para andar persiguiendo un par de ojos bonitos, lo bastante jóvenes para ser los de su hija, cuando no su nieta. «Sólo quiero saber por qué faltó a su juramento; sólo eso», se dijo firmemente.
Alzó la mano e hizo la señal de marchar. Se dirigieron hacia el oeste, dejando tras de sí una estela de polvo. Tendrían que cabalgar sin descanso para alcanzarlas, pero estaba dispuesto a conseguirlo. Las encontraría estuvieran donde estuvieran, en Ebou Dar o en la Fosa de la Perdición.