6 Accesos

Rand despertó en medio de una total oscuridad y yació tendido bajo las mantas, intentando deducir qué lo había despertado. Había sido algo, pero no en el sueño; en él, estaba enseñando a Aviendha a nadar en un estanque del Bosque de las Aguas, en Dos Ríos. Era otra cosa. Entonces ocurrió de nuevo, una débil vaharada de repugnante miasma colándose por debajo de la puerta. No era realmente un olor, sino una percepción de algo totalmente ajeno, pero ésa era la sensación que daba. La fetidez de una cosa que llevaba muerta una semana en agua estancada. Se disipó de nuevo, aunque esta vez no completamente.

Apartó las mantas y se puso de pie al tiempo que se rodeaba con el saidin. Dentro del vacío, rebosante de Poder, notó que su cuerpo temblaba, pero el frío parecía existir en un lugar que no era donde se encontraba él. Abrió cautelosamente la puerta y salió del cuarto. Los ventanales arqueados a ambos extremos del pasillo permitían la entrada de los rayos de la luna. En contraste con las profundas tinieblas de su habitación, allí fuera parecía casi de día. No se movía nada, pero aun así Rand percibía… algo acercándose. Algo perverso. Daba la misma sensación que la infección del torrente de Poder que recorría su cuerpo.

Su mano fue hacia el bolsillo de la chaqueta, a la pequeña figurilla con forma de hombre gordo que sostenía una espada sobre las rodillas: un angreal. Con él encauzaría más Poder de lo que podría sin ayuda, por sí mismo, sin que resultara peligroso. Creía que no lo necesitaría; quienquiera que hubiera mandado el ataque contra él no sabía con quién se las veía ahora. No tendrían que haberlo dejado despertar.

Vaciló un momento. Podía afrontar la lucha con lo que quiera que hubieran lanzado contra él, pero pensó en la calma que reinaba abajo. Allí las Doncellas seguían durmiendo, a juzgar por el silencio. Con suerte, no las molestarían, a no ser que él corriera escaleras abajo para luchar contra aquello. Sin duda eso las despertaría, y por supuesto no se quedarían quietas, limitándose a mirar. Lan decía que uno debía elegir su propio terreno si le era posible y obligar a que el enemigo viniera a él.

Sonriendo, Rand corrió hacia la escalera curva más cercana, haciendo un ruido sordo con las botas, y subió hasta llegar al último piso. La planta alta del edificio era una enorme cámara con el techo ligeramente abovedado y esbeltas columnas en espiral que se ahusaban progresivamente. Había ventanales de medio punto, carentes de cristales, todo en derredor, de modo que la luz de la luna entraba a raudales y llegaba a todos los rincones. En el polvo y la arenilla que cubrían el suelo todavía se veían débilmente las huellas que él mismo había dejado la vez que había subido allí, y ninguna otra marca.

Caminó hacia el centro de la estancia y se plantó sobre el mosaico que había allí y que representaba el antiguo símbolo de los Aes Sedai, una circunferencia de tres metros de diámetro. Era un lugar muy apropiado. «Bajo este emblema vencerá». Era lo que decía de él la Profecía de Rhuidean. Se situó a caballo sobre la sinuosa línea divisoria, con un pie sobre la negra lágrima a la que ahora se llamaba el Colmillo del Dragón y que se utilizaba para representar la maldad, y el otro en la blanca, a la que actualmente se conocía como la Llama de Tar Valon. Algunos hombres decían que representaba la Luz. Un lugar adecuado para hacer frente a sus atacantes, en la luz y la oscuridad.

La sensación de fetidez se hizo más intensa, y un olor a azufre quemado impregnó el aire. De repente se movieron cosas que se escabulleron desde la escalera como sombras lunares a lo largo del perímetro de la sala. Lentamente se concretaron en tres perros negros, más oscuros que la noche y tan grandes como ponis. Con los ojos reluciendo como plata líquida, lo rodearon cautelosamente. Henchido de Poder, Rand percibía el latido de sus corazones, semejante al profundo toque de tambores. No los oía respirar, sin embargo; quizá es que no lo hacían.

Encauzó, y en sus manos apareció una espada de hoja ligeramente curva, con la marca de las garzas y que parecía estar hecha de fuego. Rand había esperado ver un Myrddraal o algo incluso peor que los Seres de Cuencas Vacías; pero, para unos perros, aunque fueran Engendros de la Sombra, le bastaba con la espada. Quienquiera que los había enviado no lo conocía. Lan afirmaba que ahora casi había alcanzado el nivel de maestro espadachín, y el Guardián no era pródigo con los cumplidos, de modo que su comentario le hacía pensar que tal vez ya estaba en dicho nivel.

Con gruñidos que sonaban como huesos machacándose, los perros se arrojaron sobre él desde tres flancos distintos y con una velocidad mayor que caballos al galope.

Se quedó quieto hasta que casi los tuvo encima; entonces inició unos movimientos gráciles, haciéndose uno con la espada, como si estuviera bailando. En un abrir y cerrar de ojos, la maniobra conocida como Torbellino en la montaña dio paso a El viento sopla sobre la pared, y ésta a Desplegar el abanico. Las enormes cabezas negras se separaron de los cuerpos decapitados, con las fauces goteantes todavía abiertas y mostrando los acerados colmillos mientras rodaban por el suelo. Rand ya daba un paso para salir del mosaico al tiempo que las oscuras formas se desplomaban en bultos informes que se retorcían por los espasmos.

Riendo para sus adentros, Rand hizo desaparecer la espada, aunque se mantuvo conectado con el saidin, con el rugiente Poder, con la dulzura y la infección. El desprecio se deslizó a lo largo del borde del vacío. Perros. Engendros de la Sombra, sí, pero, al fin y al cabo… La risa cesó.

Lentamente, los cuerpos y las cabezas de los animales muertos se estaban derritiendo y creando charcos de sombras líquidas que vibraban ligeramente, como si tuvieran vida. La sangre esparcida por el suelo tembló. De repente, los charcos más pequeños se deslizaron sobre el suelo en viscosos regueros que convergieron con los más grandes, que a su vez empezaron a separarse de las baldosas, alzándose más y más a la par que formaban tres bultos, hasta que los tres enormes perros volvieron a cobrar forma, gruñendo y babeando mientras acababan de crecerles las fuertes patas.

Rand no sabía por qué sentía la sensación de sorpresa fuera del vacío. Sólo eran perros, sí, pero Engendros de la Sombra. Quienquiera que los hubiese mandado no era tan descuidado como había creído al principio; empero, todavía no lo conocía.

En lugar de recurrir de nuevo a la espada, Rand encauzó del modo que recordaba haber hecho una vez mucho tiempo atrás. Los perrazos saltaron y aullaron a la par cuando una gruesa barra de luz blanca salió disparada de sus manos como acero fundido, como fuego líquido. La movió en un barrido sobre los animales; durante un instante se convirtieron en extrañas sombras de sí mismos, todos los colores invertidos, y después sus formas fueron chispeantes motas que se separaron, reduciéndose más y más hasta desaparecer por completo.

Hizo desaparecer aquella cosa que había creado y esbozó una lúgubre sonrisa. Una barra de luz purpúrea siguió impresa en sus retinas unos instantes.

Al otro lado de la estancia, un trozo de una de las columnas se desplomó sobre las baldosas. Por dondequiera que aquella barra de luz —o lo que fuera, pero no exactamente luz— había pasado, había rebanado limpiamente porciones de las columnas; detrás de ellas, un ancho corte surcaba la mitad de la pared del fondo.

—¿Alguno de ellos te mordió o te hizo sangrar?

Giró rápidamente sobre sí mismo al sonido de la voz de Moraine; absorto en lo que había hecho, no la había oído subir la escalera. La mujer se agarraba la falda con las manos crispadas, observándolo atentamente, el rostro oculto en las sombras. Debía de haber percibido la presencia de las criaturas igual que él, pero para llegar allí arriba tan deprisa tenía que haber corrido.

—¿Las Doncellas te dejaron pasar? ¿Te has convertido en Far Dareis Mai, Moraine?

—Me conceden algunos privilegios de una Sabia —repuso con rapidez; su voz habitualmente melodiosa apuntaba una nota de impaciencia—. Les dije a las guardias que tenía que hablar contigo urgentemente. ¡Y ahora, respóndeme! ¿Los Sabuesos del Oscuro te mordieron o te hicieron sangrar? ¿Te tocó su saliva?

—No —contestó muy despacio. Sabuesos del Oscuro. Lo poco que sabía de ellos lo había aprendido de viejos cuentos, de los que utilizaban para asustar a los niños en las tierras sureñas. También algunos adultos creían en esos cuentos—. ¿Por qué te preocupa un mordisco? Puedes sanarlo. ¿Significa que el Oscuro está libre? —Rodeado por el vacío hasta el miedo era algo distante.

Los relatos que había oído contar decían que los Sabuesos del Oscuro salían de noche en la Cacería Salvaje con el Oscuro en persona como cazador; no dejaban huellas ni en el polvo más fino, sólo sobre la piedra, y no se detenían hasta que se les hacía frente y se los derrotaba o se ponía una corriente de agua entre ellos y uno. Las encrucijadas eran lugares particularmente peligrosos para un encuentro con esas criaturas, al igual que la hora inmediatamente posterior al anochecer o justo antes del alba. A estas alturas había visto que se hacían realidad suficientes cuentos supuestamente imaginarios para creer que cualquiera de ellos podía tornarse verídico.

—No, eso no, Rand. —Parecía estar recuperando el control sobre sí misma; su voz era de nuevo como tañido de campanillas de plata, tranquila y fría—. Sólo son una clase más de Engendros de la Sombra, algo que jamás debió crearse, pero su mordisco es tan mortal como una daga en el corazón, y no creo que hubiera podido curar una herida así antes de que te hubiera matado. Su sangre, e incluso su saliva, son venenosas. Una gota sobre la piel acarrea una muerte lenta, muy dolorosa al final. Tuviste suerte de que sólo fueran tres, a no ser que hubieras matado más antes de que llegara yo. Por lo general van en manadas más numerosas, de entre diez y doce animales, o eso dicen los fragmentos de información que quedan de la Guerra de la Sombra.

Manadas más numerosas. Él no era la única presa en Rhuidean para uno de los Renegados…

—Tenemos que hablar de lo que utilizaste para matarlos —empezó Moraine, pero Rand ya se había dado media vuelta y corría tan deprisa como podía, sin hacer caso a sus gritos de adónde iba y por qué.

Bajó la escalera y pasó por oscuros corredores donde las adormiladas Doncellas, despiertas por el golpeteo de sus botas, lo miraban con consternación desde las habitaciones iluminadas por la luna. Cruzó las puertas principales, donde Lan aguardaba, impaciente, junto a las dos mujeres que estaban de guardia; la capa de colores cambiantes del Guardián hacía que algunas partes de su cuerpo se confundieran con la noche.

—¿Dónde está Moraine? —gritó mientras Rand pasaba corriendo, pero éste descendió los anchos peldaños de la escalinata de dos en dos, sin contestar.

La herida a medio curar de su costado le oprimía como un puño cerrado, aunque desde el interior del vacío sólo era vagamente consciente del dolor para cuando llegó al edificio al que se dirigía. Éste se hallaba al borde mismo de Rhuidean, lejos de la plaza, tanto como el campamento que Moraine compartía con las Sabias, instalado fuera de la ciudad y lo bastante apartado para estar en ella sin estarlo realmente. Los pisos altos se habían desplomado en un montón de escombros que aparecían esparcidos sobre la agrietada tierra, más allá del pavimento de la calle. Únicamente se mantenían en pie las dos plantas inferiores. Rechazando el impulso de su cuerpo de doblarse sobre el dolorido costado, Rand entró sin frenar la veloz carrera.

La inmensa antesala, rodeada por una balconada de piedra, había sido alta antaño; ahora lo era más aún, abierta al cielo nocturno, con el pálido suelo de piedra sembrado de cascotes del derrumbe. En las sombras de debajo de la balconada se hallaban tres Sabuesos del Oscuro levantados sobre las patas traseras mientras arañaban y lanzaban dentelladas a una puerta revestida con bronce que se sacudía con sus arremetidas. El olor a azufre quemado impregnaba intensamente el aire.

Recordando lo que había ocurrido antes, Rand corrió hacia un lado mientras encauzaba, y el haz de blanco fuego líquido rozó la puerta al descargarse sobre los Engendros de la Sombra. Había intentado que esta vez no fuera tan intenso y limitar la destrucción a los Sabuesos del Oscuro, pero en el grueso muro del fondo quedó una grieta ennegrecida. Sin embargo, le pareció que no se extendía de lado a lado, aunque resultaba difícil de distinguir con la luz de la luna; aun así, tendría que afinar el control sobre esta arma.

El recubrimiento de bronce de la puerta aparecía desgarrado como si los dientes y las uñas de los Sabuesos del Oscuro hubieran sido de acero; a través de varios agujeros pequeños se filtraba la luz de lámparas. Sobre las losas del suelo había huellas marcadas, aunque, cosa sorprendente, eran pocas. Interrumpiendo el contacto con el saidin, Rand buscó un hueco en la puerta en el que poder llamar sin destrozarse la mano con los bordes del metal roto. De repente el dolor del costado se hizo muy real; inhaló hondo en un intento de rechazarlo.

—¿Mat? ¡Soy yo, Rand! ¡Abre, Mat!

Al cabo de un momento, la puerta se abrió una rendija por la que salió la luz de la lámpara. Mat se asomó con vacilación; después la abrió más y se recostó contra la hoja como si hubiera corrido veinte kilómetros cargado con un saco de piedras. Excepto por el medallón colgado al cuello —una cabeza de zorro de plata cuyos ojos eran el antiguo símbolo de los Aes Sedai— estaba desnudo. Considerando la opinión que tenía Mat sobre las Aes Sedai, a Rand le sorprendía que su amigo no hubiera vendido el adorno mucho tiempo atrás. Dentro de la habitación, una mujer alta, de cabello dorado, se envolvía calmosamente en una manta. Era una Doncella, a juzgar por las lanzas y la adarga que yacían a sus pies. Rand apartó rápidamente los ojos y carraspeó.

—Sólo quería comprobar que te encontrabas bien —dijo.

—Los dos lo estamos. —Intranquilo, Mat echó un vistazo a la antesala—. Ahora sí. ¿Los mataste o algo por el estilo? No quiero saber qué eran, siempre y cuando hayan desaparecido. A veces es jodidamente duro para un hombre ser tu amigo.

No sólo un amigo, sino también otro ta’veren, y tal vez la clave de la victoria en el Tarmon Gai’don; cualquiera que quisiera acabar con Rand también tenía motivos para hacer lo mismo con Mat. Aun así, Mat siempre intentaba negar ambas cosas.

—Han muerto, Mat. Eran Sabuesos del Oscuro. Tres.

—Te dije que no quería saberlo —gimió el otro joven—. Ahora Sabuesos del Oscuro también. No puede decirse que no haya siempre algo nuevo allí donde estás. Uno no se aburre contigo… hasta el momento de su muerte. Si no hubiera estado levantado para echar un trago de vino cuando la puerta empezó a abrirse… —Dejó la frase sin terminar y se estremeció mientras se rascaba una rojez que tenía en el brazo derecho y observaba el revestimiento metálico—. ¿Sabes? Es gracioso cómo la mente te juega malas pasadas. Cuando estaba poniendo todo lo que tenía a mano para mantener la puerta cerrada, habría jurado que uno de ellos había abierto un agujero de un mordisco, y pude ver su condenada cabeza. Y sus dientes. La lanza de Melindhra ni siquiera lo asustó.

La llegada de Moraine resultó más espectacular esta vez, corriendo, con las faldas remangadas, jadeando y echando pestes. Lan la seguía pisándole los talones, con la espada en la mano y una expresión tormentosa en su pétreo semblante; y, justo detrás de él, una multitud de Far Dareis Mai tan nutrida que llegaba hasta la calle. Algunas de las Doncellas sólo llevaban la ropa interior, pero todas ellas iban equipadas con lanzas y el shoufa enrollado a la cabeza, con el negro velo cubriéndoles la cara salvo los ojos, preparadas para matar. Moraine y Lan, al menos, parecieron aliviados al verlo de pie en la puerta de la habitación, charlando tranquilamente con Mat, aunque la Aes Sedai también daba la impresión de estar dispuesta a decirle unas cuantas palabras gruesas. Con los velos, era imposible adivinar lo que pensaban las Doncellas.

Mat soltó un chillido y regresó corriendo dentro del cuarto, donde empezó a ponerse un par de pantalones con precipitación, aunque no acertaba a meter el pie por la pernera porque mientras tiraba de la prenda hacia arriba no dejaba de rascarse el brazo. La Doncella rubia lo observaba sonriendo de oreja a oreja, a punto de prorrumpir en carcajadas.

—¿Qué te pasa en el brazo? —preguntó Rand.

—Ya te dije que la mente gasta malas pasadas —contestó Mat, que seguía intentando rascarse y vestirse al mismo tiempo—. Cuando me pareció que esa cosa abría un agujero en la puerta, también tuve la sensación de que me babeaba todo el brazo, y ahora me pica de un modo rabioso. Tengo incluso la sensación de que me arde.

Rand abrió la boca, pero en ese momento Moraine llegó a su altura y lo apartó de un empellón. Al verla entrar, Mat se echó al suelo a la par que intentaba, frenético, acabar de subirse los pantalones; la Aes Sedai se arrodilló a su lado, haciendo caso omiso de sus protestas, y le cogió la cabeza entre ambas manos. Rand ya había sido sanado antes con la Curación y también había visto hacerlo; pero, en lugar de la reacción que esperaba, Mat sólo se estremeció y levantó el medallón por el cordón de cuero de modo que quedó suspendido sobre su mano.

—Esta maldita cosa se ha puesto de repente más fría que el hielo —rezongó—. ¿Qué hacéis, Moraine? Si queréis ser útil curadme este picor; ahora se ha extendido a todo el brazo. —Lo tenía colorado desde la muñeca hasta el hombro y empezaba a hinchársele.

Moraine lo miraba con la expresión más estupefacta que Rand había visto nunca en ella; puede que fuera la primera vez que la veía así.

—Lo haré —dijo lentamente—. Si el medallón está frío, quítatelo.

Mat frunció el entrecejo y finalmente se sacó el adorno por la cabeza y lo dejó a su lado. La Aes Sedai volvió a cogerle la cabeza, y el joven soltó un chillido tan penetrante como si lo hubieran zambullido de cabeza en el hielo; las piernas se le pusieron rígidas y la espalda se le arqueó; sus ojos miraron fijamente el vacío, desorbitados al máximo. Cuando Moraine retiró las manos, Mat se desplomó, respirando trabajosamente, inhalando aire a boqueadas. La rojez y la hinchazón habían desaparecido. Hubo de hacer tres intentos antes de ser capaz de hablar:

—¡Rayos y truenos! ¿Es que todas las malditas veces tiene que ser de ese maldito modo? ¡Sólo era un jodido picor!

—Cuidado, no utilices ese lenguaje conmigo —advirtió Moraine mientras se incorporaba—, o buscaré a Nynaeve y te pondré a su cargo. —Pero no estaba centrada en lo que decía; parecía que hablara en sueños. Procuró no mirar fijamente la cabeza de zorro cuando Mat se colgó el medallón al cuello—. Necesitarás descansar —dijo con aire ausente—. Guarda cama mañana, si te apetece.

La Doncella tapada con la manta —¿Melindhra?— se arrodilló detrás de Mat, puso las manos sobre sus hombros y miró a Moraine por encima de la cabeza del joven.

—Me encargaré de que haga lo que le habéis mandado, Aes Sedai. —Esbozó una sonrisa y le revolvió el cabello—. Ahora es mi pequeño travieso.

Por la expresión aterrada de Mat, Rand supo que hacía acopio de fuerzas para salir corriendo. Oyó a su espalda unas suaves y divertidas risitas. Las Doncellas, con el shoufa y el negro velo sobre los hombros ahora, se habían apiñado en el acceso y se asomaban al cuarto.

—Enséñale a cantar, hermana de lanza —dijo Adelin, y más Doncellas se sumaron a las carcajadas.

Rand salió del cuarto y les habló con aire serio.

—Dejadlo descansar. ¿No os parece que a algunas no os vendría mal poneros encima algo de ropa?

Las mujeres cedieron de mala gana, pero siguieron echando ojeadas al interior del cuarto. Hasta que Moraine salió a la antesala.

—¿Os importaría dejarnos solos, por favor? —dijo la Aes Sedai mientras cerraba a su espalda la destrozada puerta. Miró de soslayo por encima del hombro; tenía los labios apretados en un gesto iracundo—. He de hablar con Rand al’Thor a solas.

Las Doncellas asintieron con un gesto y se dirigieron hacia la salida, algunas todavía bromeando respecto a si Melindhra —una Shaido, al parecer; Rand se preguntó si su amigo lo sabría— enseñaría a cantar a Mat. Significara lo que significara eso.

Rand detuvo a Adelin poniéndole la mano sobre el desnudo brazo; otras advirtieron su gesto y también se pararon, de modo que se dirigió a todas:

—Si no os marcháis cuando os digo que lo hagáis, ¿qué ocurrirá si tengo que utilizaros en una batalla? —No tenía esa intención si podía evitarlo; sabía que eran feroces guerreras, pero había crecido con la creencia de que un hombre debía morir si con ello evitaba la muerte de una mujer. La lógica podría demostrar que era una estupidez, sobre todo con mujeres como éstas, pero era su forma de pensar y no podía evitarlo. Empero, sabía muy bien a qué atenerse y no se lo dijo.

»¿Pensaréis que es una broma o decidiréis poneros en marcha cuando os parezca bien?

Lo miraron con la consternación de quien escucha a alguien que ha puesto en evidencia su ignorancia en hechos simples.

—En la danza de las lanzas —le contestó Adelin—, seguiremos tus directrices, pero esto no es la danza. Además, no nos dijiste que nos marcháramos.

—Ni siquiera el Car’a’carn es un rey de las tierras húmedas —añadió una Doncella de cabellos grises. Nervuda y firme a pesar de su edad, vestía únicamente la ropa interior y el shoufa.

Rand empezaba a estar harto de esa frase. Las Doncellas volvieron a bromear mientras salían y lo dejaban solo con Moraine y con Lan en la antesala. El Guardián había envainado la espada y su actitud era tan sosegada como siempre, lo que equivale a decir que era tan sosegada e impasible como su rostro, todo él ángulos y planos pétreos bajo la luz de la luna, y con un aire de estar a punto de entrar en acción que, en comparación, hacía que los Aiel parecieran plácidos. Un cordón de cuero trenzado sujetaba a la nuca el cabello de Lan, gris en las sienes. Su mirada podría haber pasado por la de un halcón de ojos azules.

—He de hablar contigo sobre… —empezó Moraine.

—Podemos hablar mañana —la interrumpió Rand. El rostro de Lan se endureció aun más, si ello era posible; los Guardianes se mostraban más protectores con sus Aes Sedai, tanto en lo concerniente a su dignidad como a sus personas, que consigo mismos. Rand hizo caso omiso del hombre. El dolor del costado seguía instándolo a doblarse sobre él, pero se las ingenió para permanecer erguido; no estaba dispuesto a demostrar a Moraine ninguna debilidad—. Si piensas que voy a ayudarte a arrebatarle a Mat esa cabeza de zorro, quítatelo de la cabeza. —Por algún motivo, el medallón había interrumpido el encauzamiento de la Aes Sedai. O, al menos, había impedido que el encauzamiento surtiera efecto sobre Mat mientras estaba en contacto con él—. Pagó un alto precio por él, Moraine, y es suyo. —Recordando el golpe que ella le había descargado con el Poder sobre los hombros, agregó secamente—: A lo mejor le pregunto si quiere prestármelo. —Sin más le dio la espalda. Todavía quedaba comprobar cómo se encontraba alguien más, aunque, en cualquier caso, ya no era urgente; a estas alturas los Sabuesos del Oscuro habrían hecho lo que se propusieran hacer.

—Por favor, Rand —dijo Moraine, y la clara súplica en su voz lo paró en seco. Nunca había oído algo parecido en la mujer. Aquel tono pareció ofender a Lan.

—Creía que te habías convertido en un hombre —manifestó el Guardián con dureza—. ¿Es así como se comporta uno? Actúas como un muchachito arrogante. —Lan hacía prácticas de esgrima con él, y Rand sabía que lo apreciaba; pero, si Moraine decía la palabra adecuada, el Guardián haría cuanto estuviera a su alcance para matarlo.

—No estaré contigo para siempre —se apresuró a decir Moraine. Sus manos aferraron la falda con tanta fuerza que le temblaron—. Podría morir en el próximo ataque. Podría caerme del caballo y romperme el cuello o una flecha de un Amigo Siniestro podría atravesarme el corazón. Y la Curación no puede hacer nada contra la muerte. He dedicado toda mi vida a buscarte, encontrarte y ayudarte. Todavía no conoces tu propia fuerza, ni sabes la mitad de lo que haces. Yo… pido perdón humildemente… por cualquier ofensa que te haya hecho. —Aquellas palabras, unas palabras que Rand jamás habría imaginado oír de ella, salieron de sus labios casi como si se las sacaran a la fuerza, pero las dijo; y ella no podía mentir—. Déjame que te ayude en la medida de mis fuerzas y mientras me sea posible. Por favor.

—Es difícil confiar en ti, Moraine. —Hizo caso omiso de Lan, que rebulló bajo la luz de la luna; toda su atención estaba puesta en la mujer—. Me has manejado como a una marioneta, me has hecho bailar como has querido desde el día en que nos conocimos. Las contadas veces que me he sentido libre de tu influencia ha sido cuando estaba lejos o cuando hacía caso omiso de ti. Y conseguías que eso fuera todavía más duro.

La risa de Moraine sonó tan plateada como la luna suspendida en el cielo, pero había un regusto de amargura en ella.

—Más bien ha sido como luchar a brazo partido con un oso que tirar de las cuerdas de una marioneta. ¿Quieres que jure que no intentaré manipularte? Lo haré. —Su voz adquirió la dureza del cristal—. Incluso juraré obedecerte como una de tus Doncellas, incluso como una gai’shain si así lo exiges, pero tienes que… —Respiró profundamente y volvió a empezar con más suavidad—. Te pido humildemente que me permitas ayudarte.

Lan la miraba de hito en hito, y Rand estaba convencido de que sus ojos casi se le salían de las órbitas.

—Aceptaré tu ayuda —contestó lentamente—. Y también me disculpo por toda la rudeza con la que te he tratado. —Tenía la impresión de que todavía lo estaba manipulando; al fin y al cabo, había sido brusco porque tenía motivo para serlo. Sin embargo ella no podía mentir.

La tensión abandonó el cuerpo de Moraine de manera palpable. Se adelantó un paso y alzó los ojos hacia él.

—Lo que utilizaste para matar a los Sabuesos del Oscuro se llama fuego compacto. Todavía percibo los residuos aquí. —También él lo notaba, como el tenue aroma de un bizcocho que se ha sacado de la habitación o como el recuerdo de algo que acaba de desaparecer de la vista—. Desde antes del Desmembramiento del Mundo, el uso del fuego compacto estaba prohibido. A nosotras la Torre Blanca nos prohíbe incluso aprenderlo. En la Guerra del Poder, los propios Renegados y Juramentados de la Sombra eran reacios a utilizarlo.

—¿Prohibido? —repitió Rand, frunciendo el entrecejo—. Te vi utilizarlo en una ocasión. —Con la tenue luz de la luna no estaba seguro, pero le pareció que el rubor teñía las mejillas de la mujer. Por una vez era ella la que era cogida por sorpresa.

—A veces es necesario hacer lo prohibido. —Si estaba nerviosa, su voz no lo denotaba—. Cuando se destruye cualquier cosa con fuego compacto, deja de existir antes del momento de su destrucción, como un hilo que arde apartándose de la llama que lo ha prendido. Cuanto mayor es el poder del fuego compacto, más retrocede en el tiempo el momento en que deja de existir. Lo más intenso que he sido capaz de hacer sólo ha retrasado unos pocos segundos en el Entramado. Tú eres mucho más fuerte. Muchísimo más.

—Pero, si no existe antes de que lo destruyas… —Rand se pasó los dedos por el cabello en un gesto desconcertado.

—¿Empiezas a darte cuenta de los problemas, del peligro que implica? Mat recuerda haber visto a uno de los Sabuesos del Oscuro abrir un agujero en la puerta a dentelladas, pero ahora no hay tal agujero. Si lo babeó del modo que recuerda, tendría que haber muerto antes de que yo hubiera llegado hasta él para ayudarlo. Con todo ese retroceso desde que destruiste a la criatura, lo que quiera que ésta hizo en ese tiempo ya no ha ocurrido. Sólo queda el recuerdo en aquellos que lo vieron o lo experimentaron. Ahora sólo es real lo que hizo antes del retroceso en el tiempo: unos cuantos agujeros de dientes en la puerta, y una gota de saliva en el brazo de Mat.

—Eso me parece estupendo —contestó él—. Mat está vivo por esa razón.

—Es terrible, Rand. —La voz de la Aes Sedai tenía un tono apremiante—. ¿Por qué crees que hasta los Renegados temían utilizarlo? Piensa en el efecto que tendría en el Entramado que la urdimbre realizada durante horas o incluso días de un único hilo, de un hombre, fuera desbaratada, como una hebra sacada parcialmente de un trozo de tela. Fragmentos de manuscritos que quedan de la Guerra del Poder relatan que ciudades enteras fueron destruidas con el fuego compacto antes de que ambos bandos comprendieran los peligros que entrañaba. Cientos de miles de hilos entresacados del Entramado, desaparecidos durante días que ya habían pasado; lo que quiera que esas gentes hicieran en ese período, ya no había sido hecho, como tampoco lo que otras hicieron como consecuencia de las anteriores. Las alteraciones fueron incalculables, y hasta el Entramado estuvo a punto de destejerse. Habría sido la destrucción de todo: el mundo, el tiempo, la propia Creación.

Rand se estremeció y no por el frío que se colaba a través de su chaqueta.

—No puedo prometer que no vuelva a utilizarlo, Moraine. Tú misma dijiste que hay veces en que es preciso hacer lo que está prohibido.

—No esperaba que lo hicieras —repuso fríamente la mujer. Su agitación estaba desapareciendo e iba recuperando la calma habitual en ella—. Pero debes tener cuidado. —Ya empezaba otra vez con el término «debes»—. Con un sa’angreal como Callandor podrías aniquilar una ciudad con fuego compacto. El Entramado quedaría alterado durante años, y quién sabe si el tejido permanecería centrado en ti, a pesar de que seas ta’veren, hasta que se normalizara de nuevo. Ser ta’veren, y más tan fuerte como tú, podría significar el margen preciso para la victoria, incluso en la Última Batalla.

—Quizá lo sea —dijo, sombrío. En todos los relatos heroicos, el protagonista clamaba que se alzaría con la victoria o moriría. Por lo visto, lo que podía esperar él, en el mejor de los casos, era la victoria y la muerte—. Tengo que comprobar cómo está una persona —adujo en voz queda—. Te veré por la mañana. —Absorbió el Poder, vida y muerte en capas superpuestas, e hizo un agujero en el aire más alto que él y que se abría a una oscuridad tal que hacía parecer pleno día la luz de la luna. Un acceso, lo llamaba Asmodean.

—¿Qué es eso? —inquirió Moraine con una exclamación ahogada.

—Una vez que he hecho algo, recuerdo cómo realizarlo. Casi siempre. —No era una respuesta, pero había llegado el momento de poner a prueba el juramento de la mujer. No podía mentir, pero una Aes Sedai sabía cómo buscar huecos por los que escabullirse hasta en una roca—. Deja en paz a Mat esta noche. Y no intentes quitarle el medallón.

—Tiene que ir a la Torre para ser estudiado, Rand. Debe de ser un ter’angreal, pero hasta ahora no se había encontrado uno que…

—Sea lo que sea —manifestó firmemente—, le pertenece. Déjaselo.

Por un momento la mujer pareció luchar consigo misma; su espalda se puso rígida y levantó la barbilla mientras lo miraba de hito en hito. No estaba acostumbrada a recibir órdenes de nadie excepto de Siuan Sanche, y Rand habría apostado que jamás lo había hecho sin antes pelearse con ella. Finalmente, asintió con la cabeza e incluso llegó a hacer un atisbo de reverencia.

—Como quieras, Rand. Es suyo. Por favor, ten cuidado. Aprender por uno mismo algo como el fuego compacto puede resultar suicida, y la muerte no tiene Curación. —Esta vez no había mofa en su voz—. Hasta mañana.

Se marchó seguida por Lan. El Guardián miró a Rand con una expresión indescifrable; puede que no le complaciera este giro en los acontecimientos. Rand atravesó el acceso y desapareció.

Se encontró de pie sobre un disco, una copia del antiguo símbolo Aes Sedai de casi dos metros de diámetro. Incluso su mitad negra misma parecía más clara en contraste con las infinitas tinieblas que lo rodeaban; Rand estaba convencido de que, si se caía, estaría cayendo eternamente. Asmodean afirmaba que había un método más rápido, llamado Viaje, de utilizar un acceso, pero había sido incapaz de enseñárselo, en parte porque carecía de la fuerza necesaria para crear un acceso al estar aislado por el escudo de Lanfear. En cualquier caso, el Viaje requería que se conociera muy bien el lugar de partida; Rand comentó que, a su entender, lo lógico era que hubiera que conocer muy bien el punto de destino, pero Asmodean lo miró como si le estuviera preguntando por qué el aire no era agua. Había muchas cosas que Asmodean daba por sentadas. En fin, Rasar era un sistema bastante rápido.

Tan pronto como plantó los pies en el disco, éste se desplazó lo que pareció una distancia de un palmo y luego se detuvo ante otro acceso que apareció delante. Bastante rápido, sobre todo cuando la distancia por cubrir era corta. Rand salió al pasillo donde estaba la habitación de Asmodean.

La luna que se colaba por los ventanales de los extremos era la única luz que alumbraba el corredor; la lámpara de Asmodean estaba apagada. Los flujos que Rand había tejido en torno al cuarto seguían intactos, firmemente atados. No se movía nada, pero flotaba en el aire un leve tufo a azufre quemado.

Se aproximó a la cortina de cuentas y atisbó al otro lado. El cuarto estaba en penumbras, pero una de las sombras era la figura de Asmodean, que se agitaba entre las mantas. Rodeado por el vacío, Rand alcanzaba a oír el latido del corazón del otro hombre y percibía el olor de unos sueños inquietantes. Se inclinó para examinar las baldosas, azul pálido, y las huellas impresas en ellas.

Había aprendido a rastrear siendo pequeño, de modo que no le costó trabajo interpretarlas. Tres o cuatro Sabuesos del Oscuro habían estado allí. Se habían aproximado al umbral en fila, aparentemente, pisando casi sobre las huellas del primero. ¿Habría sido la red tejida alrededor del cuarto lo que los había detenido? ¿O sólo los habían enviado para observar e informar? Inquietante, imaginar que incluso unos Sabuesos del Oscuro fueran tan inteligentes. Claro que los Myrddraal también utilizaban cuervos y ratas como espías, así como otros animales relacionados con la muerte. Los Ojos de la Sombra, los llamaban los Aiel.

Encauzó delicados flujos de Tierra e igualó las baldosas, y fue levantando las compresiones dejadas en el suelo hasta que estuvo en la desierta calle envuelta en la noche y a un centenar de pasos del alto edificio. Por la mañana, cualquiera vería el rastro acabando en ese punto, pero nadie sospecharía que los Sabuesos del Oscuro se habían acercado a Asmodean. Estas criaturas no tenían por qué estar interesadas en Jasin Natael, el juglar.

A estas alturas, seguramente todas las Doncellas de la ciudad debían de estar despiertas, y, desde luego, no quedaría dormida ninguna bajo el Techo de las Doncellas. Creó otro acceso en la calle, una abertura a una negrura más intensa que la propia noche, y dejó que el disco lo transportara a su propia habitación. Se preguntó por qué había elegido el antiguo símbolo, ya que era elección suya, aunque inconsciente; otras veces había sido un escalón o un trozo de suelo. Los charcos en que se habían convertido los Sabuesos del Oscuro antes de volver a formarse escurrieron apartándose del círculo. «Bajo este emblema vencerá».

Plantado en medio del oscuro dormitorio, encauzó para encender las lámparas, pero no cortó el contacto con el saidin. En cambio, volvió a encauzar, con cuidado de no hacer saltar ninguna de sus propias trampas, y un trozo de pared desapareció y dejó a la vista un nicho que él mismo había excavado allí.

En la pequeña oquedad había dos figurillas de un palmo de alto, un hombre y una mujer, ambos con rostros serenos y vestidos con amplias y largas túnicas; cada uno de ellos sostenía una esfera de cristal en una mano levantada. Le había mentido a Asmodean respecto a que los había destruido.

Eran angreal, como el hombrecillo grueso que Rand llevaba guardado en el bolsillo de la chaqueta, y sa’angreal, como Callandor, que incrementaban la cantidad de Poder que podía manejarse sin peligro mucho más que un simple angreal. Eran piezas escasas, muy apreciadas por las Aes Sedai, aunque sólo podían reconocer las afines con las mujeres y con el saidar. Estas dos figurillas eran algo más, algo no tan escaso pero igualmente apreciado. Los ter’angreal se habían creado para usar el Poder, no aumentándolo, sino con fines específicos. Las Aes Sedai ignoraban el propósito de la mayoría de los ter’angreal que tenían en la Torre Blanca; algunos los utilizaban, pero sin saber si el uso que les daban tenía algo que ver con la función para la que habían sido hechos. Rand sabía la función de estos dos.

La figurilla del hombre podía vincularlo a una gigantesca réplica suya, el sa’angreal de varones más poderoso que se había creado jamás, aunque el objeto y él estuvieran separados por el Océano Aricio. Había quedado terminado justo después de que se hubiera vuelto a sellar la prisión del Oscuro —«¿Y cómo sé yo eso?»— y fue escondido antes de que cualquier Aes Sedai varón loco pudiera encontrarlo. La figurilla femenina tenía las mismas funciones para una mujer, a la que podía unir a su equivalente de la estatua gigante; una estatua que Rand esperaba que continuara completamente enterrada en Cairhien. Con tanta cantidad de poder… Moraine había dicho que la muerte no tenía Curación.

El recuerdo no buscado, no deseado, lo hizo revivir aquella vez que se había permitido empuñar Callandor, y las imágenes evocadas flotaron al otro lado del vacío.

Su mirada se detuvo en el cuerpo de una chiquilla de cabello oscuro, casi una niña, que yacía despatarrada en el suelo, boca arriba, con los ojos muy abiertos y fijos en el techo; la sangre oscurecía la pechera de su vestido, donde un trolloc la había acuchillado…

El Poder estaba dentro de él. Callandor resplandecía, y él era el Poder. Encauzó la energía y dirigió los flujos hacia el cuerpo de la chiquilla, buscando, tanteando; la pequeña se incorporó de golpe, con una rigidez antinatural en los brazos y las piernas.

—¡Rand, no puedes hacer esto! —gritó Moraine—. ¡No!

«Aire. Necesita respirar». El pecho de la niña empezó a subir y a bajar. «El corazón. Tiene que latir». La sangre, ya oscura y espesa, manó de la herida del pecho. «¡Vive! ¡Vive, maldita sea! ¡No fue mi intención llegar demasiado tarde!» Sus ojos lo miraban vidriosos, sin vida. Las lágrimas corrieron por las mejillas de Rand.

Rechazó violentamente el recuerdo; aun estando dentro del vacío, resultaba doloroso. Con tanta cantidad de Poder… Con tanta cantidad de Poder él no era de fiar. «No eres el Creador», le había dicho Moraine mientras él se incorporaba, con la vista prendida en la pequeña tendida a sus pies. Pero con esa figurilla masculina, con sólo la mitad de su poder, en otros tiempos había conseguido mover montañas. Con muchísimo menos, sólo con Callandor, había tenido la certeza de que podía hacer que la Rueda girara hacia atrás, conseguir que la niña muerta volviera a vivir. No sólo el Poder Único era tentador; también lo era el poder personal. Debería destruir las dos figurillas. En cambio, en lugar de hacer eso, tejió de nuevo los flujos e instaló las trampas otra vez.

—¿Qué hacías ahí? —preguntó una voz femenina mientras la pared adquiría una apariencia intacta, lisa.

Rand ató precipitadamente los flujos —así como el propio nudo con sus letales sorpresas—, absorbió más Poder y giró sobre sus talones.

Al lado de Lanfear, Elayne, Min o Aviendha parecerían casi vulgares. Los oscuros ojos de la mujer bastaban para que un hombre entregara hasta su alma. Al verla, el estómago se le encogió hasta sentir deseos de vomitar.

—¿Qué quieres? —demandó. En una ocasión había dejado aisladas de la Fuente Verdadera a Egwene y a Elayne al tiempo, pero era incapaz de recordar cómo lo había hecho. Mientras Lanfear estuviera en condiciones de entrar en contacto con la Fuente, él tenía tantas posibilidades de atrapar el aire entre sus manos como de dejar inmovilizada a la mujer. «Una fugaz descarga de fuego compacto y…» No podía hacerlo. Lanfear era una Renegada, pero el recuerdo de la cabeza de una mujer rodando por el suelo lo dejó paralizado.

—Así que tienes dos —dijo finalmente ella—. Me pareció ver que… Una es de una mujer, ¿verdad? —Su sonrisa podría parar el corazón de un hombre y hacer que se sintiera agradecido—. Empiezas a tener en cuenta mi plan, ¿no? Con esas estatuillas, juntos, tendremos a los otros Elegidos de rodillas a nuestros pies. Podemos incluso suplantar al Gran Señor en persona. Podemos retar al mismísimo Creador. Podemos…

—Siempre fuiste ambiciosa, Mierin. —Su voz le sonó chirriante—. ¿Por qué crees que te aparté de mí? Puedes pensar lo que quieras, pero no fue por Ilyena. Hacía mucho que había dejado de amarte cuando la conocí. La ambición es lo único que cuenta para ti. Poder es todo lo que has querido siempre. ¡Me das asco!

La mujer lo miraba de hito en hito, con las manos apretadas contra el estómago y los ojos desorbitados.

—Graendal dijo… —empezó débilmente. Tragó saliva con esfuerzo y volvió a intentarlo—: ¿Lews Therin? Te amo, Lews Therin. Siempre te he amado y siempre te amaré. Lo sabes. ¡Tienes que saberlo!

El rostro de Rand semejaba una roca; esperaba que no denotara su conmoción. Ignoraba de dónde habían salido esas palabras, pero, por lo visto, se acordaba de ella; un borroso recuerdo de antaño. «¡No soy Lews Therin Telamon!»

—¡Soy Rand al’Thor! —gritó roncamente.

—Por supuesto que lo eres. —Lo observó atentamente y asintió para sus adentros. Recobró la fría compostura de antes—. Por supuesto. Asmodean te ha estado contando cosas sobre la Guerra del Poder y sobre mí. Pues miente. Me amabas. Hasta que esa ramera rubia, Ilyena, me robó tu amor. —Por un momento la ira transformó su rostro en una máscara grotesca; Rand dudó que la mujer fuera consciente de ello—. ¿Sabías que Asmodean seccionó a su propia madre? Me refiero a lo que ahora llaman neutralizar. Bien, pues, seccionó a su madre y dejó que se la llevara un Myrddraal haciendo oídos sordos a sus aullidos de terror. ¿Cómo vas a confiar en un hombre así?

Rand se echó a reír con ganas.

—Después de que lo atrapé colaboraste para obligarlo a que me enseñara ¿y ahora dices que no me fíe de él?

—En cuanto a enseñarte, sí. —Resopló con desdén—. Lo hará porque es consciente de que su suerte va unida inapelablemente a la tuya. Aun en el caso de que convenciera a los otros de que ha sido un prisionero, no evitaría que lo despedazaran, y lo sabe. El cachorro más débil de la camada suele sufrir esa suerte. Además, vigilo sus sueños de vez en cuando. Sueña que triunfas sobre el Gran Señor y que lo llevas contigo a lo más alto. En ocasiones sueña conmigo. —Su sonrisa dejó ver que tales sueños le resultaban agradables, aunque no lo eran para Asmodean—. Sin embargo, intentará ponerte en contra mía.

—¿Por qué has venido? —demandó. ¿Ponerlo en su contra? En este momento debía de estar henchida de Poder, presta para aislarlo de la Fuente a la más leve sospecha de que intentaba algo. Ya lo había hecho en otra ocasión y con humillante facilidad.

—Me gustas así, arrogante y orgulloso, seguro de tu propia fuerza.

En otro momento le había dicho que le gustaba inseguro, que Lews Therin había sido demasiado arrogante.

—¿Por qué has venido? —insistió.

—Rahvin envió a los Sabuesos del Oscuro contra ti esta noche —dijo calmosamente mientras enlazaba las manos ante sí—. Habría venido antes para ayudarte, pero todavía no puedo revelar a los demás que estoy de tu parte.

De su parte. Una Renegada lo amaba o, mejor dicho, amaba al hombre que había sido hacía tres mil años, y todo lo que quería era que él entregara su alma al Oscuro y gobernara junto a ella el mundo. O un escalón más abajo, como poco. Aparte, claro está, de reemplazar tanto al Oscuro como al Creador. ¿Es que se había vuelto completamente loca? ¿O realmente los dos gigantescos sa’angreal eran tan poderosos como afirmaba? Ése era un rumbo que Rand no quería que tomaran sus pensamientos.

—¿Por qué ha elegido Rahvin atacarme precisamente en este momento? Asmodean dice que sólo se preocupa de sus intereses, que se quedará a un lado en la Última Batalla si puede y esperará a que el Oscuro me destruya. ¿Por qué crees que ha sido él y no Sammael o Demandred? Según Asmodean, me odian. —«Luz, por favor, soy Rand al’Thor». Rechazó la repentina evocación de tener en sus brazos a esta mujer siendo jóvenes los dos y de estar empezando a aprender lo que podían hacer con el Poder. «¡Soy Rand al’Thor!»—. ¿O por qué no Semirhage o Moghedien o Graen…?

—Oh, pero es que ahora te cuenta entre sus intereses —lo interrumpió, riendo, Lanfear—. ¿Es que no sabes dónde está? En Andor, en la propia Caemlyn. Es quien gobierna desde las sombras. Morgase le sonríe tontamente y baila para él. Ella y otra media docena de mujeres más. —Frunció los labios en un gesto de asco—. Tiene a muchos hombres recorriendo la ciudad y los campos para encontrarle nuevas bellezas.

Durante un instante la impresión lo dejó paralizado. ¡La madre de Elayne en manos de uno de los Renegados! Empero, no permitió que la preocupación asomara a su rostro. Lanfear había hecho gala de sus celos en más de una ocasión; era muy capaz de ir por Elayne y asesinarla si se le pasaba por la cabeza que él albergaba sentimientos por la heredera del trono. «¿Y qué siento por ella?» Aparte de eso, un hecho inexorable flotaba en el exterior del vacío, frío y cruel en su verdad. No emprendería un ataque contra Rahvin aun cuando lo que Lanfear decía fuera cierto. «Perdóname, Elayne, pero no puedo». Quizá la mujer mentía —no había derramado una sola lágrima por ninguno de los otros Renegados que él había matado; todos se interponían en los propios planes de Lanfear— pero, en cualquier caso, él ya no pensaba reaccionar a lo que hacían otros, porque entonces podrían deducir el curso de acción que seguiría. Mejor dejar que fueran ellos los que reaccionaran por lo que hacía él y sorprenderlos como les había ocurrido a Lanfear y Asmodean.

—¿Es que Rahvin cree que iré corriendo a defender a Morgase? —dijo—. La he visto una sola vez, además de que Dos Ríos es parte de Andor en los mapas, pero jamás vi por allí a la Guardia Real. Ni yo ni nadie desde hace generaciones. Dile a cualquier hombre de Dos Ríos que Morgase es su reina y probablemente pensará que estás chiflada.

—Dudo que Rahvin espere que vayas a salir corriendo en defensa de tu tierra —comentó irónicamente la mujer—, pero sí que defiendas tus ambiciones. Se propone sentar a Morgase en el Trono del Sol también y utilizarla como una marioneta hasta el momento en que pueda salir a descubierto. De día en día aumenta el número de soldados andoreños que entran en Cairhien. Y tú enviaste soldados tearianos al norte para asegurar tu propio dominio sobre esa tierra. No es extraño que te haya atacado tan pronto como ha descubierto tu paradero.

Rand sacudió la cabeza. No había enviado a los tearianos con ese propósito, ni mucho menos, pero no esperaba que la Renegada lo entendiera. O que lo creyera si se lo explicaba.

—Te agradezco el aviso. —¡Cortesía con una de las Renegadas! Por supuesto, lo único que podía hacer era esperar que algo de lo que le había contado fuese cierto. «Una buena razón para no matarla. Te contará más de lo que cree si la escuchas con atención». Confiaba en que fuera su propia idea, por cínica y fría que le pareciera.

—Has protegido tus sueños contra mí.

—Contra todo el mundo. —Era la pura verdad, aunque ella ocupaba, como mínimo, un lugar tan prominente como las Sabias en la lista de personas menos bienvenidas a sus sueños.

—Los sueños son míos —dijo Lanfear—. Especialmente tú y tus sueños. —Su semblante siguió relajado, pero su voz se había endurecido—. Puedo atravesar tus defensas, y te aseguro que no te gustaría.

Para demostrar su total despreocupación, Rand se sentó a los pies del catre con las piernas cruzadas y las manos apoyadas en las rodillas. Creía que su rostro mostraba tanta calma como el de la mujer. Por dentro, el Poder lo henchía; tenía dispuestos flujos de Aire para atarla, así como flujos de Energía. Eso era lo que tejía un escudo que impedía el acceso a la Fuente Verdadera. En algún lugar de su mente estaba el recuerdo de cómo hacerlo, pero lo percibía muy lejano y no conseguía recordarlo; y, sin ello, lo demás era superfluo. Lanfear podía romper o cortar cualquier cosa que tejiera aun cuando no lo viera. Asmodean estaba intentando enseñarle ese truco, pero resultaba harto difícil sin disponer de una mujer encauzando para practicar.

Lanfear lo observaba algo desconcertada; el ceño levemente fruncido malograba su belleza.

—He examinado los sueños de las Aiel, las que se llaman a sí mismas Sabias. No saben proteger sus sueños muy bien; podría asustarlas hasta el punto de que no desearan volver a soñar, ni siquiera a pensar en invadir los tuyos.

—Creía que no querías ayudarme abiertamente. —No osó decirle que dejara en paz a las Sabias, ya que podría hacer cualquier cosa por despecho. Desde el principio le había dejado muy claro, aunque no lo hubiera hecho de palabra, que se proponía ser la que llevara más ventaja de los dos—. ¿No supondría eso un riesgo de que otro Renegado lo descubriera? No eres la única que sabe cómo entrar en los sueños de otros.

—Los Elegidos —musitó, absorta. Se mordisqueó el labio inferior—. También he espiado los sueños de la chica, Egwene. Hubo un tiempo en que pensé que albergabas ciertos sentimientos hacia ella. ¿Sabes con quién sueña? Con el hijo y el hijastro de Morgase. Con Gawyn, el hijo, más a menudo. —Sonriendo, adoptó un tono burlón de escandalizada sorpresa—. Jamás imaginarías que una muchachita de campo tuviera semejantes sueños.

Rand comprendió que estaba tratando de tantear si se sentía celoso. ¡Realmente creía que había protegido sus sueños para ocultarle pensamientos sobre otra mujer!

—Las Doncellas me tienen bien vigilado —adujo secamente—. Si deseas saber hasta qué punto, no tienes más que espiar los sueños de Isendre.

Un leve rubor tiñó los pómulos de Lanfear. Claro. Se suponía que él no debería saber qué se proponía con esos comentarios. El desconcierto bulló al borde del vacío. ¿No creería que…? ¿Isendre? Lanfear sabía que era una Amiga Siniestra; era ella quien había llevado a Kadere y a Isendre al Yermo, y quien había puesto en las bolsas de la otra mujer la mayoría de las joyas por las que fue acusada de robo. La venganza de Lanfear era cruel hasta en las cosas más nimias. Con todo, si creía que podía amar a Isendre, el hecho de que ésta fuera una Amiga Siniestra no representaría un obstáculo para ella.

—Debí dejar que la obligaran a partir en el inútil intento de llegar a la Pared del Dragón —continuó Rand en tono coloquial—, pero ¿quién sabe lo que habría sido capaz de confesar con tal de salvar el pellejo? No tengo más remedio que protegerlos a ella y a Kadere para así proteger a Asmodean.

El sonrojo desapareció; en el momento en que Lanfear abría la boca para decir algo, sonó una llamada a la puerta. Rand se incorporó de un brinco. Nadie reconocería a Lanfear, pero si encontraban una mujer en sus aposentos, una mujer a la que no había visto ninguna de las Doncellas instaladas abajo, se plantearían preguntas para las que él no tenía respuesta.

Empero, Lanfear ya había abierto un acceso a un lugar lleno de blancas colgaduras de seda y plata.

—Recuerda que soy tu única esperanza de sobrevivir, amor mío. —Una voz muy fría para llamar eso a alguien—. A mi lado no tienes nada que temer. A mi lado podrás gobernar… todo cuanto existe o pueda existir. —Remangó el repulgo de la nívea falda, cruzó el umbral, y el acceso desapareció en un visto y no visto.

Rand sólo tuvo tiempo de soltar el saidin y alargar la mano para abrir la puerta cuando la llamada sonó de nuevo.

Era Enaila. La Doncella escudriñó el interior del cuarto con desconfianza.

—Creí que quizás Isendre… —rezongó. Le asestó una mirada acusadora—. Las hermanas de lanza están buscándote; nadie te vio regresar. —Sacudió la cabeza y se puso erguida; tenía la costumbre de estirarse todo lo posible para parecer más alta—. Los jefes han venido a hablar con el Car’a’carn —anunció ceremoniosamente—. Están esperando abajo.

Resultó que, al ser hombres, habían tenido que aguardar en la columnata del pórtico. El cielo seguía oscuro, pero las primeras luces del alba se insinuaban por el borde de las montañas orientales. Si estaban impacientes o molestos con las dos Doncellas que hacían guardia entre ellos y las altas puertas, sus rostros no lo dejaban ver.

—Los Shaido se han puesto en movimiento. —Anunció Han tan pronto como Rand apareció—. Y los Reyn, los Miagoma, los Shiande… ¡Todos los clanes!

—¿Para unirse a Couladin o a mí? —demandó Rand.

—Los Shaido se dirigen hacia el paso de Jangai —contestó Rhuarc—. En cuanto a los otros, es demasiado pronto para saberlo. Sin embargo, marchan con todas las lanzas disponibles excepto las estrictamente necesarias para defender los dominios y los rebaños.

Rand se limitó a asentir con la cabeza. Tanto estar resuelto a no dejar que nadie dictara lo que tenía que hacer, y ahora ocurría esto. Fuera lo que fuera lo que los demás clanes se proponían, indudablemente Couladin se disponía a entrar en Cairhien. Podía despedirse de sus grandes planes de imponer la paz si los Shaido arrasaban Cairhien mientras él se quedaba sentado en Rhuidean esperando al resto de los clanes.

—Entonces también nos pondremos en camino hacia el paso de Jangai —decidió finalmente.

—No podemos alcanzarlo si su intención es cruzar —advirtió Erim.

—Si algunos de los otros se unen a él —añadió Han amargamente—, nos cogerán desprevenidos, como gusanos ciegos al sol.

—No pienso quedarme aquí parado hasta descubrirlo —adujo Rand—. Si no me es posible alcanzar a Couladin, me propongo entrar en Cairhien pisándole los talones. Que las lanzas entren en acción. Partimos con las primeras luces, tan pronto como podáis organizar la marcha.

Tras dedicarle la extraña salutación Aiel, utilizada únicamente en las ocasiones más protocolarias, con un pie adelantado y una mano extendida, los jefes se marcharon sin pronunciar palabra. Sólo Han dijo algo:

—Hasta el mismísimo Shayol Ghul.

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