54 A Caemlyn

Quinientas Doncellas, encabezadas por Sulin, acompañaron a Rand de vuelta al Palacio Real donde Bael aguardaba en el gran patio al que se abrían las puertas principales, junto con Hijos del Relámpago, Ojos Negros, Buscadores de Agua y hombres de todas las asociaciones, tan numerosos que llenaban el amplio espacio abierto y se desbordaban dentro de palacio a través de todas las puertas, incluidas hasta las más pequeñas de servicio. Algunos observaban desde las ventanas más bajas, aguardando su turno para salir. Las balconadas de piedra que rodeaban el patio se encontraban desiertas. Entre todos los reunidos en el recinto abierto sólo había un hombre que no era Aiel: los tearianos y los cairhieninos, especialmente estos últimos, mantenían las distancias cuando los Aiel se agrupaban. La excepción se encontraba unos peldaños por detrás y por encima de Bael, en la amplia escalinata gris que conducía al interior de palacio. Pevin sostenía el astil del que colgaba, fláccido, el estandarte carmesí, y su semblante era tan impasible estando rodeado de Aiel como en cualquier otro momento.

Aviendha, que iba montada detrás de Rand, se mantuvo estrechamente aferrada a él, con los senos pegados contra su espalda, hasta el mismo instante en que Rand desmontó. Se había producido un intercambio entre la muchacha y algunas de las Sabias, allí en los muelles, que Rand imaginó que él no debería haber escuchado.

«Que la Luz te acompañe —había dicho Amys mientras acariciaba la mejilla de Aviendha—. Y protégelo estrechamente. Sabes que es mucho lo que depende de él».

«Es mucho lo que depende de vosotros dos», le dijo Bair.

«Sería más fácil si hubieses tenido éxito a estas alturas», añadió Melaine, irritada, casi al mismo tiempo.

«En mis tiempos, incluso las Doncellas sabían cómo manejar a los hombres», manifestó Sorilea con un resoplido.

«Ha tenido más éxito de lo que pensáis», les había respondido Amys.

Entonces Aviendha había sacudido la cabeza al tiempo que el brazalete de marfil resbalaba por su brazo al levantar la mano como para hacerla callar, pero Amys continuó a pesar de sus interrumpidas protestas:

«He esperado a que ella nos lo contara, pero puesto que no parece dispuesta a hacerlo…» Entonces lo vio plantado a escasos tres metros de distancia, con las riendas de Jeade’en en las manos, y cortó bruscamente la frase. Aviendha se había girado para ver lo que Amys estaba mirando; cuando sus ojos se encontraron con él, un intenso rubor le tiñó el rostro, pero enseguida la sangre se retiró tan bruscamente de éste que a pesar de tener la piel tostada por el sol sus mejillas se quedaron pálidas. Las cuatro Sabias le habían asestado a él unas miradas impasibles, indescifrables.

En ese momento habían llegado Asmodean y Mat por detrás de él, conduciendo sus caballos.

«¿Es que todas las mujeres aprenden a mirar así cuando aún están en la cuna? —había rezongado Mat—. ¿Se lo enseñan sus madres? Me da en la nariz que si el Car’a’carn se queda un poco más aquí le van a arder las orejas».

Rand sacudió la cabeza para alejar esos recuerdos; alzó los brazos mientras Aviendha pasaba la pierna por encima para bajarse, y la levantó de la grupa del rodado. Durante un instante la mantuvo agarrada por la cintura e inclinó un poco la cabeza para mirarse en sus claros ojos azul verdosos. Ella le sostuvo la mirada y su expresión no varió, pero sus manos se cerraron con más fuerza sobre los antebrazos de él. ¿En qué se suponía que debería haber tenido éxito? Rand había dado por sentado que tenía la misión de espiarlo por encargo de las Sabias, pero si alguna vez le preguntaba cualquier cosa que él ocultaba a las Sabias, lo hacía sin disimular la ira por guardar secretos para ellas. Nunca con astucia, jamás intentando sonsacarle algo. Hiriente y agresiva, quizá, pero nunca fisgona. Había considerado la posibilidad de que fuera como una de las jóvenes enviadas por Colavaere, pero sólo durante el breve instante en que la idea acudió a su mente. Aviendha no consentiría nunca que la utilizaran de ese modo. Además, aunque lo hubiese hecho, dejar que probara una vez lo que era poseerla para después negarle hasta un simple beso, por no mencionar que tuvo que perseguirla a través de medio mundo, no era el mejor modo de alcanzar tal propósito. Si no le preocupaba lo más mínimo estar desnuda delante de él, no había que olvidar que las costumbres Aiel eran diferentes. Si el hecho de que su desnudez le causara desasosiego parecía complacerla, sin duda se debía a que pensaba que era una gran broma que gastarle. En consecuencia, ¿en qué se suponía que debería haber tenido éxito? Estaba rodeado de intrigas. ¿Es que todo el mundo tenía que maquinar? Podía ver su rostro en los ojos de la muchacha. ¿Quién le había regalado ese collar de plata?

—Eh, me gusta hacer manitas y encandilarme con unos ojos tanto como a cualquier hijo de vecino, pero ¿no os parece que hay demasiada gente mirando? —dijo Mat.

Rand soltó la cintura de Aviendha y retrocedió un paso, pero con tan poca prisa como ella. La muchacha agachó la cabeza mientras arreglaba sin necesidad los pliegues de la falda y rezongaba porque cabalgar se la había desarreglado, pero no antes de que Rand advirtiera que se había puesto colorada. En fin, no había sido su intención azorarla. Recorrió el patio con una mirada ceñuda.

—Te dije que no sabía cuántos podría llevarme, Bael —espetó. Con las Doncellas rebosando por los portones y la escalinata apenas había espacio para moverse en el patio. Quinientos de cada sociedad significaba que había un total de seis mil Aiel; las estancias debían de estar abarrotadas.

El gigantesco jefe Aiel se encogió de hombros. Como todos los demás Aiel que estaban allí, llevaba el shoufa enrollado a la cabeza, listo para velarse el rostro. Él no llevaba la cinta carmesí ceñida a las sienes, aunque parecía que por lo menos la mitad de los presentes lucía el círculo con el símbolo blanco y negro sobre la frente.

—Todas las lanzas que puedan seguirte, lo harán. ¿Vendrán pronto las dos Aes Sedai?

—No. —Menos mal que Aviendha había mantenido su promesa de que no dejaría que volviera a tocarla. Lanfear había intentado matarlas a ella y a Egwene porque no sabía cuál de las dos era la Aiel. ¿Cómo se habría enterado Kadere para contárselo? Daba igual. Lan tenía razón: las mujeres sufrían daño, o morían, cuando estaban demasiado próximas a él—. No van a venir.

—Corren rumores sobre… problemas en el río.

—Una gran victoria, Bael —repuso, desanimado, Rand—. Y mucho honor obtenido. —«Pero no por mí». Pevin pasó junto a Bael para situarse detrás de Rand con el estandarte; como siempre, su estrecho rostro, marcado de cicatrices, estaba totalmente inexpresivo—. ¿Es que todo el palacio está enterado de esto? —preguntó Rand.

—Oí comentarios —dijo Pevin. Abrió y cerró la boca como si buscara las palabras para añadir algo más. Rand le había proporcionado otra chaqueta para reemplazar la que llevaba antes, llena de remiendos; era una prenda de buena lana roja, y el hombre había hecho que le bordaran dragones rampantes en ambos lados de la pechera—. De que os marchabais. A alguna parte. —Aquello pareció agotar su reserva de alocuciones.

Rand asintió en silencio. Los rumores brotaban en palacio como setas en la sombra. Mientras Rahvin no se enterara… Recorrió con la mirada los tejados y las cúspides de las torres. Ningún cuervo. Hacía tiempo que no veía ninguno, aunque había oído que otros hombres habían matado algunos. Quizás ahora evitaban acercarse a él.

—Estad preparados. —Aferró el saidin, flotando en medio del vacío, desprovisto de emociones.

El acceso apareció al pie de la escalinata, primero como una línea brillante que luego pareció desdoblarse hasta crear un rectángulo de cuatro pasos de ancho, abierto a las tinieblas. No se produjo un solo murmullo entre los Aiel. Los que se encontraban al otro lado debían de verlo como a través de un cristal ahumado, una opacidad tremolante en el aire, pero si hubiesen intentado cruzarlo habría sido como querer atravesar una de las paredes del palacio. De costado, el acceso resultaría invisible salvo para los pocos que estaban lo bastante cerca para vislumbrar lo que parecería un fino trazo perpendicular.

Cuatro pasos era la máxima anchura que Rand era capaz de crear. Existían límites para un solo hombre, afirmaba Asmodean; por lo visto siempre había límites, sin importar la cantidad de saidin que uno absorbiera. En realidad el Poder Único tenía poco que ver con los accesos; sólo intervenía en su creación. Al otro lado era algo distinto. El sueño de un sueño, lo llamaba Asmodean.

Rand lo cruzó y pisó en lo que parecía ser una de las losas arrancadas del pavimento del patio, pero aquí la piedra cuadrada estaba suspendida en medio de una oscuridad absoluta, produciendo la sensación de que en cualquier dirección sólo había nada; una nada eterna. No era como una noche oscura; Rand se veía a sí mismo y la losa cuadrada perfectamente, pero todo lo demás, todo en derredor, eran tinieblas.

Había llegado el momento de comprobar lo grande que era capaz de hacer una plataforma. Con la mera idea aparecieron más losas a la vez, creando un duplicado exacto del patio de palacio. Lo imaginó aun más grande. Rápidamente, el cuadrado de piedra se extendió hasta donde alcanzaba la vista. Sufrió un sobresalto al notar que sus pies empezaban a hundirse en la piedra que pisaba; su aspecto no había cambiado, pero cedía lentamente, como si fuese barro, rezumando alrededor de las botas. De inmediato hizo que volviera a recuperar el tamaño de un cuadrado equivalente al de fuera —hasta ahí se mantenía sólido— y después empezó a aumentarlo añadiendo al borde hileras de losas de una en una. No tardó en comprender que no podía hacer la plataforma mucho más amplia que la obtenida en su primer intento. La piedra seguía teniendo un aspecto normal, no se hundía bajo sus pies, pero al agregar la segunda hilera daba la impresión de… inconsistencia, como una fina cáscara que podría quebrarse si se pisaba mal. ¿Se debía a que este tamaño era el máximo que admitía la plataforma? ¿O porque no la había imaginado mayor al principio? «Todos nos marcamos nuestros propios límites». La idea surgió inesperadamente de algún sitio. «Y los sobrepasamos más allá de lo que nos asiste razón y derecho».

Rand sintió un escalofrío. Dentro del vacío era como si fuese otra persona la que se estremecía. Era conveniente que se le recordara que Lews Therin seguía estando dentro de él. Debía de tener cuidado de no enzarzarse en una pugna por su propio yo mientras combatía contra Rahvin. De no ser por eso, quizás habría… No. Lo que había ocurrido en el muelle ya era agua pasada; no iba a desmenuzarlo ni a rumiarlo más.

Redujo una hilera de losas en el perímetro de la plataforma y se volvió. Bael estaba esperando allí, en lo que aparentaba un enorme marco cuadrado de luz diurna, con la escalinata detrás. A su lado, Pevin parecía tan poco perturbado por lo que veía como el propio jefe Aiel, que era tanto como decir nada. Pevin llevaría aquel estandarte dondequiera que fuese él, incluso hasta la Fosa de la Perdición, sin pestañear siquiera. Mat echó hacia atrás el sombrero para rascarse la cabeza y después volvió a calárselo con brusquedad al tiempo que mascullaba algo sobre dados rodando dentro de su cabeza.

—Impresionante —musitó Asmodean—. Realmente impresionante.

—Deja los halagos para otro momento, arpista —espetó Aviendha.

Fue la primera en cruzar el acceso, con la vista prendida en Rand, no en donde pisaba. Caminó todo el trecho que la separaba de él sin echar ni una fugaz ojeada en derredor, fija la mirada en su rostro en todo momento. Cuando llegó ante él, sin embargo, desvió los ojos bruscamente y escudriñó la oscuridad que los rodeaba mientras se ajustaba el chal sobre los hombros. A veces las mujeres eran la cosa más extraña que debía de haber salido de las manos del Creador.

Bael y Pevin la siguieron de inmediato; a continuación, Asmodean, con una mano aferrando la correa del estuche del arpa que le cruzaba el pecho en bandolera y la otra crispada sobre la empuñadura de la espada de tal manera que tenía blancos los nudillos; luego pasó Mat, en actitud fanfarrona, aunque un tanto reacio y rezongando entre dientes como si estuviese discutiendo consigo mismo. En la Antigua Lengua. Sulin reclamó para sí el honor de ser la primera del resto, pero enseguida la siguió un apretado flujo de gente, no sólo Doncellas Lanceras sino Tain Shari, o Descendientes Verdaderos, y Far Aldazar Din o Hermanos del Águila; y Escudos Rojos, Corredores del Alba, Soldados de Piedra, Manos Cuchillo y, en fin, representantes de todas las asociaciones guerreras cruzando en tropel.

A medida que aumentaba su número Rand se desplazó al otro extremo de la plataforma, el opuesto al acceso. No era realmente necesario ver hacia dónde iba, pero lo prefería así. A decir verdad, podría haberse quedado en el otro lado o situarse en uno de los laterales, ya que la dirección era mudable; eligiese el rumbo que eligiese para desplazarse, lo llevaría a Caemlyn si lo hacía correctamente. Y a la negrura infinita de la nada si lo hacía mal.

Excepto Bael y Sulin —y Aviendha, por supuesto— los Aiel dejaron un pequeño espacio libre alrededor de él, Mat, Asmodean y Pevin.

—Manteneos apartados de los bordes —advirtió Rand. Todos los Aiel que estaban más cerca del perímetro retrocedieron un paso. Rand no alcanzaba a ver por encima del bosque de cabezas envueltas en shoufa—. ¿Está lleno? —inquirió. La plataforma podría dar cabida a la mitad de todos los que querían ir, pero no muchos más—. ¿Está lleno?

—Sí —respondió finalmente una voz de mujer, de mala gana; creyó reconocerla como la de Lamelle. Sin embargo, continuaba la aglomeración en el acceso; los Aiel parecían convencidos de que debía de haber sitio para uno más.

—¡Es suficiente! —gritó Rand—. ¡Que no entre nadie más! ¡Despejad el acceso! ¡Que todo el mundo se aleje bien de él! —No quería que lo que había ocurrido con la lanza seanchan se repitiese allí con carne humana.

Hubo una pausa y después la misma voz de antes gritó:

—¡Está despejado! —Era Lamelle, sin duda. Rand habría apostado hasta su último céntimo a que Enaila y Somara se encontraban también allí atrás, en alguna parte.

El acceso pareció girar de lado y se estrechó hasta desaparecer con un último destello de luz.

—¡Oh, mierda! —gruñó Mat, que se apoyó, indignado, en la lanza—. ¡Esto es peor que los jodidos Atajos! —Con este comentario se ganó una mirada sobresaltada de Asmodean y otra pensativa por parte de Bael, aunque él no lo advirtió; estaba demasiado absorto escudriñando la oscuridad.

Toda sensación de movimiento era inexistente, y ni siquiera un soplo de brisa agitaba el estandarte que Pevin sostenía. Podrían haber estado allí plantados, inmóviles, pero Rand sabía que no era así; casi podía percibir cómo se iba aproximando el lugar hacia el que se dirigían.

—Si apareces de repente demasiado cerca de él, lo notará. —Asmodean se lamió los labios y evitó mirar a nadie—. Al menos, eso es lo que he oído decir.

—Sé exactamente adónde voy —manifestó Rand. No demasiado cerca, pero tampoco excesivamente lejos. Recordaba bien el lugar.

Ningún movimiento, sólo una negrura infinita, y ellos suspendidos en esa nada, inmóviles. Quizás había transcurrido media hora.

Hubo una pequeña agitación entre los Aiel.

—¿Qué ocurre? —preguntó Rand.

Se alzaron murmullos en la plataforma.

—Alguien ha caído —dijo finalmente un hombre corpulento que estaba cerca.

Rand lo reconoció. Era Meciar, un Cor Darei, un Lancero Nocturno. Llevaba la cinta roja en la frente.

—No habrá sido una… —empezó Rand, pero entonces advirtió que Sulin lo estaba mirando con acritud.

Volvió de nuevo los ojos hacia la oscuridad; sentía la cólera como una mancha adherida al vacío exento de emociones. Así que se suponía que no debía importarle más si había sido una de las Doncellas quien había caído, ¿no? Pues sí le importaba. Estar cayendo para siempre en una eterna negrura. ¿Se perdería la razón antes de que la muerte llegara, ya fuera por inanición, sed o miedo? En una caída así, hasta un Aiel tendría que acabar, antes o después, siendo presa de un miedo lo bastante intenso para detener los latidos de un corazón. Casi esperaba que ocurriera así; sería más misericordioso que lo otro.

«Maldita sea, ¿qué ha sido de esa dureza de la que estaba tan orgulloso? Una Doncella o un Soldado de Piedra, tanto da. Una lanza es una lanza». Sólo que pensarlo no lo hacía realidad. «¡Seré duro!» Dejaría que las Doncellas bailaran las lanzas donde quisieran. Lo haría. Y sabía que si indagaba para enterarse del nombre de todas las que muriesen, cada uno de ellos sería otra cuchillada en su alma. «Seré duro. La Luz me asista, lo seré. La Luz me asista».

Aparentemente inmóviles, suspendidos en la oscuridad.

La plataforma se detuvo. No resultaba fácil explicar cómo lo sabía, al igual que antes sabía que se desplazaba, pero así era.

Encauzó, y un acceso se abrió tal como había ocurrido en el patio de Cairhien. El ángulo del sol apenas había variado, pero aquí la luz de primeras horas de la mañana brillaba en una calle pavimentada y en la pronunciada cuesta de una loma cubierta por hierba amarilla y flores silvestres secas a causa de la sequía, en cuya cúspide se alzaba un muro de unos tres metros y medio de altura, con los bloques de piedra trabajados toscamente para darle la apariencia de un farallón natural. Por encima del muro se divisaban las doradas cúpulas del Palacio Real de Andor, y unas cuantas torres blancas coronadas con el estandarte del León Blanco ondeando con la brisa. Al otro lado de ese muro estaba el jardín donde había conocido a Elayne.

Unos azules ojos flotaron, acusadores, fuera del vacío, seguidos por el repentino y fugaz recuerdo de unos besos robados en Tear, de una carta en la que se le entregaba en cuerpo y alma, de mensajes transmitidos a través de Egwene sobre el amor que le profesaba. ¿Qué diría si llegaba a enterarse de lo de Aviendha, de la noche que habían pasado juntos en el refugio de nieve? Y del recuerdo de otra carta, desdeñándolo fríamente, cual una reina sentenciando a un canalla a las tinieblas exteriores. No importaba. Lan tenía razón. Pero quería… ¿Qué? ¿A quién? Ojos azules, y verdes y marrones oscuros. ¿A Elayne, que a lo mejor lo amaba o a lo mejor era incapaz de decidirse? ¿A Aviendha, que lo tentaba con lo que tenía prohibido tocar? ¿A Min, que se reía de él y que lo consideraba un estúpido cabeza hueca? Todo aquello pasó como un relámpago por los bordes del vacío. Rand intentó hacer caso omiso de ello, rechazar el recuerdo angustioso de otra mujer de ojos azules tirada en el derruido pasillo de un palacio, muerta, muchísimo tiempo atrás.

Tuvo que seguir parado allí mientras los Aiel salían velozmente en pos de Bael y, velándose el rostro, se dispersaban con rapidez a izquierda y derecha. Era su presencia la que mantenía la plataforma; se desvanecería tan pronto como él traspasara el umbral del acceso. Aviendha esperaba casi tan calmosamente como Pevin, aunque de vez en cuando asomaba la cabeza para mirar con el ceño ligeramente fruncido a uno y otro lado de la calle. Asmodean toqueteaba la empuñadura de su espada y respiraba demasiado deprisa; Rand se preguntó si el hombre sabría utilizar el arma. Aunque probablemente no tendría que hacer uso de ella. Mat empezó a subir la empinada cuesta como si reviviese una desagradable experiencia. También él había entrado en el palacio por esta vía en una ocasión.

Cuando el último Aiel velado cruzó el acceso, Rand indicó con un gesto a los demás que salieran e hizo lo propio a continuación. El acceso se desvaneció con un parpadeo, dejándolo en medio de un amplio círculo de cautelosas Doncellas. Los Aiel corrían calle abajo por uno y otro lado —el trazado curvo de la vía seguía la línea de la colina; todas las calles de la Ciudad Interior se amoldaban a la configuración del terreno— y desaparecían alrededor de las esquinas para llevar a cabo su cometido de encontrar y apresar a cualquiera que pudiese dar la alarma. Otros subían la empinada ladera, y unos pocos habían empezado incluso a escalar el muro valiéndose de cualquier pequeña fisura o prominencia como asideros y apoyos para manos y pies.

De repente, Rand observó con detenimiento. A su izquierda la calle se inclinaba hacia abajo y trazaba una curva hasta perderse de vista; el declive permitía divisar un sinfín de torres techadas con tejas que resplandecían con el sol matinal en cien colores cambiantes, y, más allá de los tejados, uno de los muchos parques de la Ciudad Interior, cuyos blancos caminos y monumentos formaban la cabeza de un león cuando se contemplaba desde esa perspectiva. A su derecha, la calle subía un poco antes de girar en curva, al fondo las siluetas de más torres rematadas por chapiteles o cúpulas de diferentes formas, reluciendo por encima de los tejados. Los Aiel llenaban la calle y se dispersaban rápidamente por las calles laterales que se alejaban del palacio con sus curvos trazados. Aiel, pero ni un alma más. El sol estaba lo bastante alto para que la gente ya estuviese fuera ocupándose de sus asuntos, incluso a tan corta distancia del palacio.

Como si se tratase de una pesadilla, el muro en lo alto se desplomó hacia afuera en media docena de sitios; Aiel y bloques de piedra se estrellaron por igual sobre los que aún trepaban por la cuesta. Antes de que aquellos fragmentos de obra de albañilería llegaran a la calle en medio de tumbos, los trollocs aparecieron por las brechas abiertas y, dejando caer los arietes construidos con gruesos troncos que habían utilizado, desenvainaron las curvas espadas semejantes a cimitarras. Aparecieron más que enarbolaban hachas y lanzas de hojas barbadas, unas enormes figuras con apariencia humana, protegidas con negras corazas rematadas en púas en hombros y codos, grandes rostros humanos deformados por hocicos o picos, cuernos o plumas, que se lanzaron loma abajo con los Myrddraal carentes de ojos cual serpientes negras en medio de ellos. Todo a lo largo de la calle, trollocs aullantes y silenciosos Myrddraal salieron en tropel por los umbrales de puertas y huecos de ventanas. Los rayos se descargaron de un cielo despejado.

Rand urdió flujos de Fuego y Aire para contrarrestar Fuego y Aire, un escudo que se extendía lentamente en una carrera contrarreloj para adelantarse a los rayos. Demasiado lento. Un rayo se descargó en el escudo, directamente sobre su cabeza, y estalló en un resplandor cegador, pero otros llegaron a tierra, y Rand notó que el cabello se le ponía de punta cuando el impacto de la onda expansiva lo alcanzó y lo lanzó por el aire. Faltó poco para que perdiera la urdimbre e incluso el vacío, pero siguió tejiendo lo que no podía ver con los ojos todavía cegados por el resplandeciente destello, ampliando el escudo contra las descargas caídas del cielo que, al menos, podía sentir que se estrellaban contra la cobertura, martilleándola para alcanzarlo a él; pero eso podía cambiarse. Absorbió saidin a través del angreal que llevaba en el bolsillo, tejió el escudo hasta que estuvo seguro de que debía de cubrir la mitad de la Ciudad Interior, y después ató la urdimbre. Mientras se incorporaba, empezó a recobrar la vista, borrosa y dolorida al principio. Tenía que actuar con rapidez. Rahvin sabía que estaba allí. Tenía que…

Sorprendentemente, al parecer había pasado muy poco tiempo. A Rahvin le había dado igual a cuántos de los suyos mataba. Los trollocs y Myrddraal que yacían, aturdidos, en la pendiente morían bajo las lanzas enarboladas por Doncellas, muchas de las cuales se movían con evidente inestabilidad. Algunas, las que estaban más cerca de Rand, empezaban ahora a levantarse de donde habían caído al salir lanzadas por el aire, y Pevin se sostenía sentado, despatarrado, gracias a servirse del astil del estandarte como un punto de apoyo, todavía con el rostro marcado de cicatrices tan impasible como un pedazo de pizarra. Más trollocs salían en tropel a través de las brechas del muro, en lo alto, y el fragor de la batalla llenaba todas las calles en cualquier dirección; pero, en lo que a Rand concernía, todo ello habría podido estar aconteciendo en otro país.

En la primera andanada había habido más de un rayo, pero no todos habían ido dirigidos contra él. Las botas humeantes de Mat estaban tiradas a una docena de pasos de donde el propio Mat yacía despatarrado de espaldas. Unos hilillos de humo se elevaban también del negro mango de su lanza, de su chaqueta e incluso de la cabeza de zorro plateada, que colgaba por fuera de su camisa y que no lo había protegido del encauzamiento de un hombre. Asmodean era un bulto retorcido y calcinado, sólo reconocible por el chamuscado estuche del arpa que seguía atado a su espalda. Y Aviendha… Sin ninguna marca visible, habríase dicho que estaba tumbada, descansando, si pudiera haber descansado mirando con los ojos muy abiertos al sol.

Rand se inclinó para tocarle la mejilla. Ya empezaba a enfriarse. Al tacto no parecía… carne.

—¡Raaaahviiiin!

Lo asustó un poco que aquel sonido saliese de su garganta. Tenía la sensación de estar sentado en algún rincón profundo de su propia mente, con el vacío a su alrededor más vasto, más vacuo que nunca. El saidin fluía por él como un violento torrente, pero le daba igual si lo arrastraba en su furia. La infección se filtraba por todas partes, lo emponzoñaba todo. No le importaba.

Tres trollocs consiguieron abrirse paso entre las Doncellas, asiendo en sus peludas manos las hachas rematadas con picos y las lanzas de extrañas puntas en forma de lengüeta, y sus ojos, espantosamente humanos, clavados en él, un hombre que en apariencia estaba desarmado. El que tenía un hocico de jabalí cayó con la lanza de Enaila atravesándole la columna vertebral. El del pico de águila y el de hocico de oso arremetieron contra él, el uno corriendo sobre pies calzados con botas, y el otro sobre garras.

Rand notó que sonreía.

Los dos trollocs estallaron en llamas, una por cada poro, que atravesaron la negra armadura. Cuando empezaban a abrir la boca para gritar, se abrió un acceso justo donde estaban de pie. Las mitades ensangrentadas de los ardientes cuerpos de los trollocs, limpiamente sesgados, se desplomaron en el suelo, pero Rand estaba observando a través del acceso abierto. No a la oscuridad, sino a un gran salón con columnas y paneles de piedra con leones cincelados, donde un hombre corpulento, de negro cabello con pinceladas blancas en las sienes, empezó a incorporarse, estupefacto, del trono dorado en el que estaba sentado. Una docena de hombres, algunos vestidos como lores y otros con armaduras, se volvieron para ver qué miraba su señor. Rand apenas reparó en ellos.

—Rahvin —dijo. O lo dijo alguien. No estaba seguro quién.

Precedido por fuego y rayos lanzados anticipadamente, Rand cruzó el umbral y dejó que el acceso se cerrara a su espalda. Él era la muerte.


Nynaeve no estaba teniendo ningún problema para mantener el estado de ánimo que le permitía encauzar un flujo de Energía a la figura de la mujer dormida tallada dentro de la lámina ambarina. Ni siquiera la sensación de unos ojos invisibles observándola la afectaba esa mañana al chocar con su enorme rabia. Siuan estaba delante de ella en una calle de Salidar en el Tel’aran’rhiod, una calle desierta a excepción de ellas dos, unas cuantas moscas y un zorro que se detuvo un momento para observarlas con curiosidad antes de reanudar su trote.

—Debéis concentraros —bramó Nynaeve—. La primera vez teníais más control que ahora. ¡Concentraos!

—¡Ya lo hago, muchacha estúpida! —Inopinadamente, el sencillo vestido azul de lana de Siuan se tornó de seda. La estola con las siete bandas de colores de la Sede Amyrlin colgaba alrededor de su cuello, y en su dedo una serpiente dorada se mordía la cola. Contemplando ceñuda a Nynaeve no pareció advertir el cambio sufrido, aunque ya era la quinta vez en ese día que lucía ese mismo atuendo—. ¡Si tengo dificultades es por esa asquerosa cocción amarga que me diste a beber hoy! ¡Puag! Todavía paladeo su sabor. Es como la hiel de un pez. —La estola y el anillo se desvanecieron; el cuello alto del vestido de seda se convirtió en un escote lo bastante bajo para que se viera el retorcido anillo de piedra que colgaba entre sus senos de una fina cadena de oro.

—Si no hubieseis insistido en que os enseñara cuando necesitabais algo para dormir, esto no habría pasado. —Vale, en la mezcla iban también ajenjo y otras cosas que realmente no se precisaban para facilitar el sueño, pero la mujer se merecía que la lengua se le retorciera un poco con el gusto acibarado.

—Difícilmente podrías enseñarme cuando les estás enseñando a Sheriam y a las otras. —El tono de la seda del vestido perdió intensidad; de nuevo tenía un cuello alto, rematado por una lechuguilla de puntilla blanca, y una cofia de perlas se ajustaba a su cabello—. ¿O prefieres que venga después de que hayas acabado con ellas? Según tú, te hace falta dormir un poco sin que se te moleste.

Nynaeve tembló de rabia y apretó los puños a los costados. Sheriam y las otras no eran el principal motivo que atizaba su ira. Elayne y ella hacían turnos para llevarlas al Tel’aran’rhiod de dos en dos, a veces a las seis en una sola noche; y, aunque ella fuese la maestra, nunca dejaban que olvidara que era Aceptada y ellas Aes Sedai. Una sola palabra mordaz cuando cometían un estúpido error y… A Elayne sólo le habían mandado restregar ollas una vez, pero Nynaeve tenía las manos arrugadas del agua caliente y jabonosa; al menos lo estaban donde su cuerpo dormía. Pero eso no era lo peor. Ni el hecho de que apenas tuviese un momento libre para dedicarlo a investigar qué podía hacerse, si es que había algo, por las personas neutralizadas o amansadas. De todos modos, Logain se mostraba más dado a cooperar que Siuan y Leane, o más ansioso al menos. Gracias a la Luz había entendido la necesidad de guardarlo en secreto. O creía que lo había entendido; probablemente creía que acabaría curándolo. No, no eran estas cosas lo peor. Faolain había sido sometida a una prueba y ascendida; no a Aes Sedai —algo imposible sin la Vara Juratoria, que estaba en la Torre— sino a algo superior a Aceptada. Ahora Faolain llevaba el vestido a su gusto, y si no se le había dado el chal ni opción a escoger Ajah, sí se le dio otro tipo de autoridad. Nynaeve estaba convencida de que le había llevado más vasos de agua, más libros —¡olvidados a propósito, sin duda!—, más alfileres, más tinteros y otras cosas inútiles en los últimos cuatro días que en toda su estancia en la Torre. Aun así, tampoco Faolain era lo peor de todo. Ni siquiera quería recordarlo. Su rabia habría bastado para caldear una casa en invierno.

—¿Qué te ha clavado un anzuelo en las agallas hoy, muchacha? —Siuan llevaba ahora un vestido como los que lucía Leane, sólo que más traslúcido de lo que la antigua Guardiana se atrevería a llevar en público, tan tenue que costaba trabajo saber de qué color era. Tampoco era la primera vez que llevaba tal atuendo ese día. ¿Qué le estaría rondando en lo más profundo de la mente? En el Mundo de los Sueños, cosas como esos cambios de ropas delataban pensamientos que una quizá ni siquiera sabía que tenía—. Casi has sido una buena compañía hasta hoy —continuó, irritada, Siuan, que se quedó pensativa un momento—. Hasta hoy. Ahora lo entiendo. Ayer por la tarde Sheriam le asignó a Theodrin la tarea de ayudarte a romper esa barrera que has construido entre la Fuente y tú. ¿Es eso lo que te ha puesto de uñas? ¿No te gusta que Theodrin te diga lo que tienes que hacer? También ella es una espontánea, muchacha. Si hay alguien que pueda ayudarte a aprender a encauzar sin que antes tengas que comerte unas ortigas, ella…

—¿Y qué es lo que os tiene tan desazonada que sois incapaz de conservar la misma vestimenta un minuto seguido? —Theodrin; eso era lo que le dolía realmente. El fracaso—. ¿No será algo que oí comentar anoche? —Theodrin era una mujer reposada, amable, paciente; dijo que no podía conseguirse en una sesión, que a ella le había costado meses echar abajo su propia barrera, y eso que se había dado cuenta de que encauzaba mucho antes de ir a la Torre. No obstante, el fracaso dolía y, lo que era peor, si alguien descubría que había llorado como una niña en los consoladores brazos de Theodrin cuando comprendió que había fracasado…—. Decían que le habíais arrojado las botas a Gareth Bryne a la cabeza cuando os dijo que os sentaseis y se las limpiaseis bien. Por cierto, todavía ignora que es Min quien las limpia, ¿verdad? De modo que os puso boca abajo sobre las rodillas y…

El bofetón que le propinó Siuan hizo que le pitaran los oídos. Durante un instante sólo fue capaz de mirar de hito en hito a la otra mujer, con los ojos cada vez más abiertos. Con un chillido salvaje Nynaeve intentó asestarle un puñetazo en el ojo. Lo intentó, porque, de algún modo, Siuan consiguió agarrarle un puñado de pelo. Un instante después las dos se revolcaban en el polvo de la calle, rodando y gritando mientras se lanzaban golpes violentamente.

En medio de gruñidos, Nynaeve creyó que estaba llevando las de ganar aunque la mitad del tiempo no sabía si estaba encima o debajo. Siuan intentaba arrancarle la coleta de cuajo con una mano mientras que con la otra le aporreaba las costillas o cualquier otro sitio que pudiera, pero ella tenía igual a la otra mujer, y los tirones y los puñetazos de Siuan se iban haciendo más y más débiles, sin lugar a dudas, en tanto que ella iba a dejarla sin sentido a golpes dentro de un minuto y después la dejaría calva de un tirón. Nynaeve chilló cuando un punterazo se descargó con fuerza en su espinilla. ¡Siuan daba patadas! Nynaeve trató de asestarle un rodillazo, pero no resultaba fácil hacerlo llevando faldas. ¡Dar patadas no era luchar limpio!

De pronto Nynaeve se dio cuenta de que Siuan se sacudía. Al principio pensó que estaba llorando, pero luego comprendió que era por la risa. Se incorporó un poco, se apartó el pelo de la cara bruscamente —tenía la coleta deshecha— y miró, furibunda, a la otra mujer.

—¿De qué os reís? ¿De mí? ¡Si vais a…!

—De ti no. De nosotras. —Todavía sacudida por la risa, Siuan la empujó para quitársela de encima. También ella tenía el cabello revuelto, y el polvo cubría el sencillo vestido de lana que llevaba puesto ahora, con aspecto desgastado y zurcido pulcramente en varios sitios. También iba descalza—. Dos mujeres hechas y derechas rodando por el suelo como… No había hecho algo así desde que tenía… doce años, creo. Empecé a pensar que sólo nos faltaba que la gruesa Cian apareciese, me cogiera por una oreja y me dijera que las niñas no se pelean. Al parecer una vez dejó tumbado a un borracho, aunque no sé el motivo. —Algo muy parecido a una risita la agitó un momento, pero enseguida la reprimió, se puso de pie y se sacudió el polvo de la ropa—. Si estamos en desacuerdo en algo, podemos solucionarlo como mujeres adultas. —Con un tono cauteloso añadió—: Sin embargo, no sería mala idea evitar cualquier mención a Gareth Bryne. —Dio un respingo cuando el desgastado vestido se transformó en otro rojo con bordados negros y dorados alrededor del repulgo y del borde del exagerado escote.

Nynaeve se quedó sentada, mirándola. ¿Qué habría hecho ella como Zahorí si hubiese encontrado a dos mujeres rodando por el polvo así? Como poco, la respuesta la condujo al borde de un estallido de mal genio. Siuan todavía no parecía darse cuenta de que no hacía falta sacudir el polvo de la ropa con las manos en el Tel’aran’rhiod. Apartó bruscamente los dedos que habían estado trenzando la coleta y se levantó del suelo con rapidez; antes de que estuviera de nuevo en pie, la trenza le colgaba sobre el hombro perfectamente peinada, y las ropas de buena lana de Dos Ríos podrían haber acabado de salir del lavadero por su aspecto.

—Estoy de acuerdo —dijo.

Si ella hubiese pillado a dos mujeres de esa guisa, habría hecho que lo lamentaran antes de llevarlas a rastras ante el Círculo de Mujeres. ¿En qué demonios pensaba para liarse a porrazos como cualquier hombre estúpido? Primero, Cerandin —no quería acordarse de ese episodio, pero había ocurrido—; después, Latelle, y ahora esto. ¿Es que iba a tener que echar abajo su barrera a fuerza de estar furiosa a todas horas? Por desgracia —o tal vez por suerte— aquella idea no la puso de mejor humor.

—Si discrepamos en algo, podemos… discutirlo —añadió.

—Supongo que eso significa que nos gritaremos la una a la otra —comentó secamente Siuan—. En fin, mejor eso que no lo otro.

—¡No tendríamos que gritarnos si no…! —Haciendo una profunda inhalación, Nynaeve miró a otro lado; éste no era el modo de empezar tras hacer borrón y cuenta nueva. La inhalación que estaba haciendo se cortó de golpe, y giró de nuevo la cabeza hacia Siuan con tal rapidez que pareció que la había sacudido. Así lo esperaba, al menos. Durante un fugaz instante había visto un rostro en una ventana al otro lado de la calle. Y sintió un vacío en el estómago, una oleada de miedo, y una rabia sorda por haberse asustado—. Creo que deberíamos regresar ya —anunció quedamente.

—¡Regresar! Dijiste que ese asqueroso potingue me haría dormir más de dos horas, y no hace ni la mitad de tiempo que estamos aquí.

—El tiempo transcurre de manera distinta en el Tel’aran’rhiod. —¿Había sido Moghedien? La cara había desaparecido tan velozmente que podría tratarse de cualquier persona que se hubiese soñado allí durante un instante. Si era Moghedien, no debían, por ningún concepto, hacer nada para que se diera cuenta de que la había visto. Tenían que marcharse. Oleada de miedo, rabia sorda—. Ya os lo dije. Un día en el Tel’aran’rhiod puede significar una hora en el mundo de vigilia o viceversa. Hemos de…

—He sacado del pantoque con un cubo a mejores que tú, muchacha. No pienses que puedes sisarme en el cambio e irte de rositas. Me enseñarás todo lo que enseñas a las otras, como acordamos. Nos marcharemos cuando me despierte.

No había tiempo, si era Moghedien a quien había visto. El vestido de Siuan era de seda verde ahora, y habían aparecido de nuevo la estola de Amyrlin y el anillo de la Gran Serpiente, pero, sorprendentemente, el escote era casi tan bajo como cualquiera de los que había llevado antes. El anillo ter’angreal colgaba por encima de sus senos y, de algún modo, formaba parte de un collar de esmeraldas cuadradas.

Nynaeve actuó sin pensar. Su mano se movió con una rapidez relampagueante y tiró del collar con tanta fuerza que se lo arrancó a Siuan del cuello. Los ojos de la otra mujer se abrieron como platos, pero tan pronto como el broche se hubo roto ella desapareció, y el collar y el anillo se desvanecieron en la mano de Nynaeve. Durante un instante miró sus dedos vacíos de hito en hito. ¿Qué le ocurriría a una persona expulsada del Tel’aran’rhiod de esa manera? ¿Habría enviado a Siuan de vuelta a su cuerpo dormido o a alguna otra parte? ¿O a ninguna?

El pánico se apoderó de ella; se había quedado parada allí, sin más. Tan rápidamente como si estuviese huyendo, el Mundo de los Sueños pareció cambiar a su alrededor.

De repente se encontró en una calle de tierra de un pequeño pueblo con casas de madera, todas de una sola planta. El León Blanco de Andor flameaba en la punta de un alto astil, y un solitario embarcadero de piedra penetraba en el cauce de un río ancho, donde una bandada de aves de pico largo volaba hacia el sur casi a ras de la corriente. Todo le resultaba vagamente conocido, pero le costó unos instantes identificar el lugar. Era Jurene, en Cairhien. Y ese río era el Erinin. Era allí donde Egwene, Elayne y ella habían embarcado en el Rayo, bautizado con tan poco acierto como el Sierpe de río, para continuar su viaje hacia Tear. Al recordarlo ahora le pareció algo leído en un libro mucho tiempo atrás.

¿Por qué había saltado a Jurene? La respuesta a eso era fácil y la tuvo tan pronto como lo pensó. Jurene era el único sitio que conocía lo bastante bien para saltar a él en el Tel’aran’rhiod y, al mismo tiempo, estaba segura de que Moghedien no tenía noticia de él. Habían pasado allí una hora, con anterioridad a que la Renegada supiese que ella existía, y tenía la certeza de que ni Elayne ni ella habían vuelto a mencionarlo una sola vez, ni en el Tel’aran’rhiod ni estando despiertas.

Pero aquello planteaba otro interrogante; el mismo, en cierto modo. ¿Por qué Jurene? ¿Por qué no salir del sueño y despertar en su cama, sin más, si es que lavar platos y fregar suelos además de todas sus otras ocupaciones no la tenían tan agotada como para seguir dormida? «Porque todavía no puedo abandonar el Tel’aran’rhiod». Moghedien la había visto en Salidar, si es que era Moghedien, de modo que la Renegada conocía ahora la existencia de Salidar. «Puedo decírselo a Sheriam». ¿Y cómo? ¿Admitiendo que estaba enseñando a Siuan? Se suponía que ella no debía tocar esos ter’angreal excepto estando con Sheriam y las otras Aes Sedai. Nynaeve ignoraba cómo se las ingeniaba Siuan para echarles la mano cuando quería. No, no la asustaba pasar más horas con los brazos metidos hasta los codos en agua caliente; la asustaba Moghedien. La ira bulló ardiente en sus entrañas. Ojalá tuviese un poco de menta de ánade de su morral de hierbas. «Estoy tan… tan harta de tener miedo».

Delante de una de las casas había un banco de cara al río y al embarcadero. Se sentó y examinó su situación desde cualquier perspectiva posible. Era ridículo. Percibía la Fuente Verdadera como algo débil; encauzó una llama que titiló en el aire por encima de su mano. Su apariencia podría parecer sólida, al menos para ella, pero veía el río a través de esa pizca de fuego; ató el flujo, y la llama se desvaneció como un jirón de niebla tan pronto como estuvo hecho el nudo. ¿Cómo iba a enfrentarse a Moghedien cuando hasta la novicia más débil de Salidar podría igualar y hasta superar su fuerza? Por eso había huido aquí en lugar de salir del Tel’aran’rhiod. Asustada y furiosa por estar asustada; demasiado furiosa para pensar con claridad, para tener en cuenta su debilidad.

Saldría del sueño. Fuera cual fuera el plan de Siuan, esto le ponía fin; la dos tendrían que afrontar las consecuencias. La idea de pasar más horas fregando suelos hizo que su mano se cerrara con fuerza sobre la coleta; más bien serían días, y puede que además probara también la vara de Sheriam. Tal vez le prohibiesen acercarse siquiera a un ter’angreal del sueño o a cualquier otro ter’angreal. Encargarían su educación a Faolain en sustitución de Theodrin. Y se acabaría el estudiar a Siuan y a Leane, cuanto menos a Logain; quizá se acabara incluso el estudio de la Curación.

Llena de rabia, encauzó otra llama. Si era más fuerte, ella no lo notaba. De mucho servía intentar azuzar su ira con la esperanza de que serviría de ayuda.

—No tengo más remedio que decirles que vi a Moghedien —masculló al tiempo que se propinaba un tirón de la trenza lo bastante fuerte para que le doliese—. Luz, me pondrán en manos de Faolain. ¡Casi preferiría morir!

—Sin embargo, parece que disfrutas haciendo pequeños recados para ella.

Aquella voz burlona hizo que Nynaeve se levantara del banco como impulsada por un resorte. Moghedien estaba de pie en la calle, toda de negro, sacudiendo la cabeza mientras miraba el entorno. Con toda su fuerza, Nynaeve tejió un escudo de Energía y lo lanzó para interponerlo entre la otra mujer y el saidar, mejor dicho, intentó interponerlo, porque el resultado fue como si tratase de cortar un árbol con una hachuela de papel. De hecho, Moghedien sonrió antes de tomarse la molestia de cortar la urdimbre de Nynaeve y lo hizo con tanta despreocupación como si apartara un mosquito de su cara. Nynaeve la miraba aturdida, como si hubiese recibido un mazazo. Tanto esfuerzo para llegar a esto. El Poder Único, inútil. Toda su rabia bullendo en su interior, inútil. Todas sus hierbas, sus esperanzas, inútiles. Moghedien no se molestó en contraatacar. Ni siquiera se molestó en encauzar un escudo propio, tal era el desprecio que le inspiraba.

—Temí que me hubieses visto. Me volví descuidada cuando Siuan y tú os enzarzasteis tratando de mataros, Con vuestras manos. —Moghedien soltó una risa despectiva. Estaba tejiendo algo, lentamente ya que no había razón para apresurarse. Nynaeve ignoraba qué era, pero aun así deseaba gritar. La cólera hervía en su interior, pero el miedo le nublaba la razón, la dejaba paralizada—. A veces creo que eres demasiado ignorante incluso para instruirte. Tú y la anterior Amyrlin y todas las demás. Pero no puedo permitirte que me delates. —El tejido urdido se desplazó hacia Nynaeve—. Por lo visto ha llegado el momento de tomarte por fin.

—¡Alto, Moghedien! —gritó Birgitte.

Nynaeve se quedó boquiabierta. Era Birgitte, igual que antes, con la corta chaqueta blanca y los amplios pantalones amarillos, la trenza complejamente tejida sobre el hombro, y una flecha de plata presta para salir disparada del argénteo arco tensado. Imposible. Birgitte ya no era parte del Tel’aran’rhiod; estaba en Salidar, vigilando para que nadie descubriese que Siuan y ella dormían en pleno día y empezara a hacer preguntas.

Moghedien se quedó tan estupefacta que los flujos que había tejido se desvanecieron. Empero, su desconcierto apenas duró un momento. La resplandeciente flecha salió disparada del arco de Birgitte… y se evaporó. El arco se evaporó. Algo pareció agarrar a la arquera, tirando bruscamente de sus brazos hacia arriba, levantándola en vilo del suelo. Casi de inmediato el movimiento ascendente se frenó en seco, con una brusca sacudida, y el cuerpo de la mujer se puso tirante por la tensión ejercida en direcciones opuestas desde las muñecas y los tobillos, suspendido a un palmo del suelo.

—Debí pensar en la posibilidad de que aparecieses. —Moghedien le dio la espalda a Nynaeve y se acercó a Birgitte—. ¿Disfrutas de tu cuerpo físico… sin Gaidal Cain?

Nynaeve pensó encauzar, pero ¿qué? ¿Una daga que tal vez no atravesara siquiera la piel de la Renegada? ¿Fuego que ni siquiera le chamuscaría la falda? Moghedien sabía que no representaba ninguna amenaza; ni siquiera la miraba. Si cortaba el flujo de Energía conectado con la mujer durmiente de la lámina ambarina, despertaría en Salidar y podría dar la alarma. Su rostro se crispó, al borde de las lágrimas, al mirar a Birgitte. La mujer rubia estaba colgada allí, mirando con expresión desafiante a Moghedien. La Renegada, a su vez, la observaba como haría un tallador con un trozo de madera.

«Sólo estoy yo —pensó Nynaeve—. Probablemente seré incapaz de encauzar lo más mínimo, pero sólo estoy yo».

Levantar el pie le costó tanto trabajo como si estuviese metida en cieno hasta la rodilla, y el segundo paso no fue mucho más fácil. En dirección a Moghedien.

—No me hagas daño —gritó—. Por favor, no me hagas daño.

Un escalofrío la estremeció de pies a cabeza. Birgitte había desaparecido. Una niña de unos tres o cuatro años, vestida con una corta chaqueta blanca y amplios pantalones amarillos, se encontraba allí jugando con un arco de plata de juguete. Echó la dorada trenza hacia atrás con un gesto de la cabeza, apuntó con el arco a Nynaeve, soltó una alegre risita y después se chupó un dedo como dudando si habría hecho algo malo. Nynaeve cayó sobre las rodillas; resultaba difícil gatear llevando faldas, pero no creía que hubiese podido continuar de pie. De algún modo se las arregló para tender una mano suplicante.

—Por favor, no me hagas daño. Por favor, no me hagas daño —lloriqueó una y otra vez mientras se arrastraba hacia la Renegada como un gusano.

Moghedien la observó en silencio hasta que finalmente dijo:

—Hubo un tiempo en que te creí más fuerte, pero ahora me resulta realmente gratificante verte de rodillas. No te acerques más, muchacha. Y no es que tema que tengas coraje suficiente para intentar arrancarme el pelo… —Aquella idea pareció divertirla.

La mano tendida de Nynaeve estaba a metro y medio de Moghedien. Tendría que bastar. Sólo estaba ella. Y el Tel’aran’rhiod. La imagen cobró forma en su cerebro, y al instante apareció el brazalete plateado en su muñeca y la correa plateada que lo unía con el collar plateado que rodeaba la garganta de la Renegada. No fue sólo el a’dam lo que había imaginado, sino también a Moghedien llevándolo puesto; Moghedien y el a’dam, una parte del Tel’aran’rhiod que ella controlaba en la forma que deseaba. Sabía algo de lo que podía esperar, ya que había tenido puesto brevemente un brazalete de a’dam, en Falme. De un modo extraño fue consciente de Moghedien de igual forma que era consciente de su propio cuerpo, sus propias emociones; dos identidades individuales, cada una de ellas distinta, pero ambas dentro de su cabeza. Había algo sobre lo que sólo albergó esperanzas, porque Elayne insistió en que funcionaba así. El artilugio era, efectivamente, un vínculo; podía percibir la Fuente a través de la otra mujer.

Moghedien llevó velozmente una mano hacia el collar mientras el estupor asomaba a sus ojos. Y rabia y horror. Más rabia que horror al principio. Nynaeve notó esas emociones como algo propio. La Renegada tenía que saber lo que era la correa y el collar, pero aun así intentó quitárselo encauzando; al mismo tiempo, Nynaeve sintió una ligera transfundición de Poder en sí misma, en el a’dam, cuando la otra mujer trató de doblegar el Tel’aran’rhiod a su voluntad. Suprimir el intento de Moghedien resultó sencillo; el a’dam era un vínculo que controlaba ella. Saberlo lo hacía más fácil. Nynaeve no quería encauzar aquellos flujos, así que no se encauzaron. Moghedien habría tenido el mismo resultado si hubiese intentado levantar una montaña con sus manos. El horror superó a la rabia.

Nynaeve se puso de pie y afirmó la imagen adecuada en su mente. No se limitó a imaginar a Moghedien atada al a’dam: sabía que la Renegada lo estaba con tanta certeza como sabía su nombre. Sin embargo, la sensación de transfundición, de cosquilleo en la piel, persistía.

—Deja de hacer eso —ordenó duramente. El a’dam no se movió, pero pareció emitir un temblor. Imaginó una variedad de ortigas llamadas avispas negras que azotaban suavemente a la Renegada desde los hombros hasta los tobillos. Moghedien se estremeció y exhaló el aire bruscamente al sufrir una sacudida—. He dicho que lo dejes o te haré algo peor. —La transfundición cesó.

Moghedien la miró cautelosamente, todavía aferrando el collar plateado que ceñía su cuello y como si estuviese de puntillas, dispuesta a emprender la huida de un momento a otro.

Birgitte —la niña que era, o había sido, Birgitte— las observaba con curiosidad. Nynaeve la imaginó como una mujer adulta y se concentró. La pequeña volvió a meterse el dedo en la boca y empezó a examinar con interés el arco de juguete. Nynaeve resopló malhumorada. No era tarea fácil cambiar lo que otra persona había concebido, y, por si esto fuera poco, Moghedien había afirmado que era capaz de hacer definitivos los cambios. No obstante, lo que podía hacer, también podía deshacerlo.

—Devuélvele su apariencia —ordenó.

—Si me liberas, lo…

Nynaeve imaginó ortigas otra vez, pero los azotes con ellas no fueron suaves en esta ocasión. Moghedien inhaló aire con los labios apretados mientras se sacudía como una sábana agitada por el ventarrón.

—Ha sido la cosa más espantosa que jamás me ha ocurrido —dijo Birgitte, que volvía a ser ella misma. Llevaba la chaqueta corta y el amplio pantalón, pero no tenía arco ni aljaba—. Era una niña, pero al mismo tiempo esa parte que era yo, realmente yo, estaba reducida a una simple fantasía flotando en lo más recóndito de esa mente infantil. Y yo era consciente de ello. Sabía que sólo podía contemplar lo que ocurría y jugar… —Echó la dorada trenza hacia atrás con un gesto brusco de la cabeza y asestó a Moghedien una dura mirada.

—¿Cómo llegaste aquí? —preguntó Nynaeve—. Me alegro de que lo hayas hecho, ya sabes, pero… ¿cómo?

Birgitte lanzó una última mirada glacial a la Renegada y después se abrió la chaqueta y sacó por el cuello de la blusa el retorcido anillo de piedra, colgado de un cordón de cuero.

—Siuan se despertó. Sólo un instante y no del todo, pero lo suficiente para mascullar algo de que le habías quitado esto de un tirón. Cuando vi que no te despertabas inmediatamente después que ella, supe que algo debía ir mal, así que me colgué el anillo y me tomé el resto de esa mezcla que preparaste para Siuan.

—Pero si apenas quedaba nada, sólo posos.

—Suficiente para hacerme dormir. Es repugnante, por cierto. Después de eso fue tan fácil como encontrar bailarinas de plumas en Shiota. En ciertos aspectos esto es casi como cuando todavía estaba… —Birgitte calló y asestó otra mirada furibunda a Moghedien. El arco de plata reapareció en su mano, así como una aljaba llena de flechas argénteas en su cadera, aunque al cabo de un instante volvieron a desaparecer—. Lo pasado, pasado está, y el futuro nos aguarda —dijo firmemente—. No me sorprendió realmente comprender que erais dos y ambas sabíais que estabais en el Tel’aran’rhiod. Sabía que la otra tenía que ser ella, y cuando llegué y os vi… Parecía como si ya te hubiese capturado, pero confiaba en que, si la distraía, seguramente se te ocurriría algo.

Nynaeve sintió una punzada de vergüenza. Había considerado la posibilidad de abandonar a Birgitte; eso era lo que se le había ocurrido. Sólo lo había pensado un momento, y rechazó la idea en cuanto se le pasó por la cabeza, pero lo pensó. Qué cobarde era. Seguro que a Birgitte ni siquiera se le había ocurrido algo así aunque sólo fuera un instante cuando el miedo la atenazaba.

—Yo… —Un leve sabor a agrimonia y hojas de ricino machacadas le vino a la boca—. Estuve a punto de huir —confesó finalmente—. Estaba tan asustada que tenía la lengua pegada al paladar. Faltó poco para que huyera y te abandonara.

—¿Sí? —La mirada pensativa que le dirigió Birgitte hizo encogerse a la antigua Zahorí—. Pero no lo hiciste, ¿verdad? Debí haber disparado antes de gritar, pero no me siento cómoda disparando a nadie por la espalda, ni siquiera a ella. Aun así, todo salió bien. Pero ¿qué vamos a hacer con ella?

Ciertamente Moghedien parecía haber dominado su miedo, y, sin hacer caso del collar plateado que llevaba en la garganta, observaba a Nynaeve y a Birgitte como si fuesen las prisioneras y ella estuviese decidiendo qué hacer con ellas. Salvo porque sus manos se crispaban de vez en cuando, como si quisiera rascarse allí donde la piel conservaba memoria de las ortigas, era la viva imagen de la serenidad. Empero, el a’dam transmitía a Nynaeve que dentro de la mujer alentaba el miedo, casi como un guirigay aunque reprimido a un ahogado zumbido. Ojalá el artilugio le permitiera captar los pensamientos de la mujer al igual que sus emociones. Aunque, bien pensado, se alegraba de no estar dentro de la mente que había detrás de aquellos sombríos ojos.

—Antes de que os planteéis algo… drástico —dijo la Renegada—, recordad que sé mucho que os sería útil. He vigilado a los otros Escogidos, he escuchado a escondidas sus planes. ¿Es que eso no tiene ningún valor?

—Cuéntamelo y entonces decidiré si vale algo —repuso Nynaeve. ¿Qué podía hacer con ella?

—Lanfear, Graendal, Rahvin y Sammael están confabulados.

Nynaeve dio un brusco tirón de la correa que hizo tambalearse a la Renegada.

—Eso ya lo sé. Dime algo nuevo. —La mujer estaba cautiva allí, pero el a’dam sólo existiría mientras continuaran en el Tel’aran’rhiod.

—¿Y sabes que están induciendo a Rand al’Thor para que ataque a Sammael? Sólo que, cuando lo haga, se encontrará también con los otros, esperando para atraparlo entre todos. Al menos, encontrará a Graendal y a Rahvin. Creo que el juego de Lanfear es otro, uno que los demás desconocen completamente.

Nynaeve intercambió una mirada preocupada con Birgitte. Rand debía enterarse de esto. Y se enteraría, tan pronto como Elayne y ella pudiesen hablar con Egwene esa misma noche. Si es que se las arreglaban para echarles mano a los ter’angreal el tiempo suficiente.

—Es decir —murmuró Moghedien—, si vive para encontrarlos.

Nynaeve agarró la cadena plateada por donde se unía al collar y tiró para acercar el rostro de la Renegada hacia el suyo. Los oscuros ojos sostuvieron, impasibles, su mirada, pero percibió la ira a través del a’dam, y el miedo que pugnaba por aflorar a la superficie, y su violento rechazo para impedir que saliera.

—Escúchame bien. ¿Crees que no sé por qué te muestras tan bien dispuesta a ayudar? Imaginas que si sigues hablando y hablando acabaré cometiendo un error y podrás escapar. Piensas que cuanto más hablemos, más me costará matarte. —Había mucho de cierto en eso. Matar a alguien a sangre fría, incluso a una Renegada, sería muy duro, tal vez más de lo que era capaz de afrontar. ¿Qué iba a hacer con esta mujer?—. Pero ten esto muy presente: no permitiré ambigüedades. Si intentas ocultarme algo, haré contigo todo lo que has pensado hacerme tú a mí. —Terror, deslizándose a través de la correa, como unos chillidos escalofriantes resonando en un recóndito rincón de la mente de Moghedien. A lo mejor no sabía tanto sobre los a’dam como Nynaeve había imaginado. Quizá creía que podría leerle los pensamientos—. Bien, si sabes de algo que sea una amenaza para Rand, algo anterior al encuentro con Sammael y los otros, dímelo. ¡Ahora!

Las palabras fluyeron de la boca de Moghedien mientras la mujer se humedecía repetidamente los labios con la lengua.

—al’Thor se propone ir contra Rahvin hoy, esta mañana, porque cree que asesinó a Morgase. Ignoro si Rahvin lo hizo o no, pero al’Thor está convencido de ello. Sin embargo, Rahvin jamás confió en Lanfear; nunca confió en ninguno de ellos. ¿Por qué iba a hacerlo? Pensó que todo ello podía ser una trampa dispuesta para él, así que tendió la suya propia. Ha distribuido salvaguardas a través de Caemlyn de manera que, si un hombre encauza aunque sólo sea una pizca, la trampa saltará. Al’Thor se meterá de cabeza en ella. Casi seguro que se ha metido ya. Creo que tenía intención de salir de Cairhien con las primeras luces del alba. Yo no he participado en eso, no tengo nada que ver en ello. Yo…

Nynaeve quería hacerla callar; el sudor del miedo que brillaba en el rostro de la mujer la ponía enferma, pero también tenía que prestar oídos a aquella voz suplicante… Empezó a encauzar al tiempo que se preguntaba si sería lo bastante fuerte para mantener callada a Moghedien, y después sonrió. Estaba vinculada a ella, y con el control en sus manos. Los ojos de la Renegada se desorbitaron como si fuesen a salirse de las órbitas cuando Nynaeve empezó a tejer flujos para hacer una mordaza, y también urdió tapones para los oídos; luego ató los flujos y se volvió hacia Birgitte.

—¿Qué te parece?

—A Elayne se le partirá el corazón. Ama a su madre.

—¡Eso ya lo sé! —Nynaeve respiró hondo—. Lloraré con ella y derramaré cada lágrima con tristeza, pero ahora mismo el que me preocupa es Rand. Creo que ha dicho la verdad, casi podía sentirlo. —Cogió la cadena plateada justo en la unión con el brazalete y la sacudió—. Quizá sea por esto, o tal vez sólo lo imaginé. ¿Tú qué crees?

—Que es verdad. Nunca fue muy valiente a menos que tuviese una clara superioridad o pensara que podía tenerla. Y ciertamente tú le has dado un susto de muerte.

Nynaeve se encogió. Cada palabra de Birgitte hacía hervir un poco más la ira en su interior. Nunca había sido muy valiente salvo cuando tenía clara superioridad. Eso la describía a ella perfectamente. Así que le había dado un susto de muerte a Moghedien. Era cierto, y además había dicho en serio cada palabra en el momento que las dijo. Abofetear a alguien cuando hacía falta era una cosa, y otra muy distinta amenazar con torturar, desear torturar, aunque fuera a Moghedien. Y aquí estaba, intentando evitar lo que sabía que debía hacer. Nunca muy valiente salvo cuando llevaba una clara ventaja. En esta ocasión, la cólera creció por sí misma.

—Hemos de ir a Caemlyn. Yo al menos. Y con ella. Puede que no esté lo bastante fuerte para rasgar papel en este estado, pero con el a’dam podré utilizar su fuerza.

—No podrás hacer nada en el Tel’aran’rhiod que repercuta en el mundo de vigilia —apuntó quedamente Birgitte.

—¡Lo sé! Lo sé, pero tengo que hacer algo, lo que sea.

Birgitte echó la cabeza hacia atrás y rió con ganas.

—Oh, Nynaeve, qué vergüenza tan grande estar asociada con una persona tan cobarde como tú. —De improviso sus ojos se abrieron mucho en un gesto de sorpresa—. No quedaba mucho de la infusión. Creo que me estoy des…

Desapareció en mitad de la palabra. Nynaeve respiró profundamente y desató los flujos que tapaban la boca y los oídos de Moghedien. O más bien la obligó a desatarlos; con el a’dam no resultaba fácil discernir si había ocurrido lo uno o lo otro. Ojalá Birgitte siguiera allí. Necesitaba otro par de ojos, alguien que probablemente conocía el Tel’aran’rhiod mejor de lo que ella llegaría a conocerlo jamás. Alguien que era valiente.

—Vamos a hacer un viaje, Moghedien, y me ayudarás con todos tus sentidos, porque si me ocurre algo inesperado… Baste decir que cualquier cosa que le pasa a quien lleva un brazalete como éste, le pasa lo mismo a quien lleva el collar. Sólo que multiplicado por diez. —La expresión enfermiza en el semblante de Moghedien puso de manifiesto que la Renegada la creía a pies juntillas. Mejor para ella, porque era verdad.

Otra profunda inhalación y después Nynaeve empezó a formar la imagen de un lugar en Caemlyn que conocía lo bastante bien para recordarlo. El Palacio Real, donde Elayne la había llevado. Rahvin tenía que estar allí, pero en el mundo de vigilia, no en el Mundo de los Sueños. Aun así, ella no podía quedarse de brazos cruzados: tenía que hacer algo. El Tel’aran’rhiod cambió a su alrededor.

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