En lo que sigue, hay pocas cosas realmente importantes. Tuve que llevar conmigo esta solicitud, como si fuera un talismán, por si algún miembro de la burocracia del Servicio Temporal quería verla durante los diferentes períodos de mi enrolamiento; el único dato verdaderamente necesario era el número del registro civil, que permitía a los muchachos del Servicio Temporal acceder a todo lo que decía en el formulario —salvo la razón por la que deseaba alistarme— y a muchas más cosas. Con sólo pulsar un botón, el ordenador central vomitaría no sólo mi altura, mi peso, mi fecha de nacimiento, el color de mis cabellos y ojos, mi índice racial, grupo sanguíneo y mis estudios superiores, sino también una lista completa de todas las enfermedades que había padecido, las vacunaciones, los exámenes médicos y fisiológicos, mi valor seminal, mi temperatura corporal media según las estaciones, la talla de mis órganos corporales, incluida la del pene, fláccido y en erección, todos los lugares en que había vivido, la lista de mis parientes hasta el quinto grado y hasta la cuarta generación, el estado de mi cuenta corriente, mi comportamiento financiero, mi relación con los impuestos, el número de veces que voté, la lista de detenciones, si las había, mis animales preferidos, la medida de los zapatos, etc. Dicen que la vida privada es algo pasado de moda.
Sam se quedó en la sala de espera, importunando a la mujer de la limpieza, mientras yo terminaba el formulario. Cuando acabé de escribir, se levantó y me hizo bajar por una rampa en espiral que se hundía en las profundidades del edificio. Pequeños robots con cabezas de martillo rodaban junto a nosotros por la rampa, llenos de material o documentos. Se abrió una puerta en la pared y por ella emergió una secretaria; en el momento en que se cruzó con nosotros, Sam le pellizcó los senos con avidez y ella huyó gritando. También molestó a uno de los robots. Es lo que se llama vulgarmente sed de vivir.
—Vosotros que entráis aquí—dijo Sam—, abandonad toda esperanza. No lo hago mal, ¿verdad?
—¿Mal el qué? ¿Satanás?
—Virgilio —respondió—. Tu amable guía en estas regiones inferiores. Aquí, hay que torcer a la izquierda.
Tomamos una rampa y bajamos por ella durante un buen rato.
Al fin, llegamos a una gran sala de color mate de, por lo menos, cinco metros de alto y atravesamos una pasarela de cuerda que se encontraba muy por encima del suelo.
—Sin ayuda, ¿cómo puede encontrar uno el camino en este edificio? —le pregunté a Sam.
—Con dificultad —fue su respuesta.
El puente nos condujo a un brillante pasillo bordeado de puertas de colores chillones. En una de las puertas se leía SAMUEL HERSHKOWITZ escrito con letras psicodélicas, una verdadera antigüedad. Sam pasó la cabeza por el sondeador mural y la puerta se abrió en el acto. Vimos una habitación larga y estrecha, amueblada de modo arcaico, con grandes sillas de plástico, una mesa alargada e incluso una máquina de escribir. ¡Dios mío! Samuel Hershkowitz era un individuo muy alto y delgado, de rostro bronceado, con un gran mostacho curvo, patillas y un mentón de un metro. Al ver a Sam, saltó por encima de la mesa y se abrazaron acaloradamente.
—¡Querido negro! —gritó Samuel Hershkowitz.
—¡Apátrida! —exclamó Sam el gurú.
Se besaron en las mejillas. Se apretaron. Se dieron palmadas en los hombros. Luego se separaron y Hershkowitz me miró, preguntando:
—¿Quién es?
—Un recluta. Jud Elliott. Muy tierno, pero hará Bizancio. Es lo suyo.
—¿Tiene un formulario de petición, Elliott? —me preguntó Hershkowitz.
Se lo pasé. Lo examinó brevemente y dijo:
—Nunca se ha casado, ¿no? ¿Es un pervodesviante?
—No, señor.
—¿Un marica normal?
—No, señor.
—¿Le dan miedo las chicas?
—Tampoco es ése el caso, señor. Es que no tengo intención de someterme a las permanentes responsabilidades que exige el matrimonio.
—Será un buen hetero, ¿verdad?
—Principalmente, señor —respondí, preguntándome si habría dicho lo que no debía decir.
Samuel Hershkowitz se tiró de las patillas.
—Nuestros Guías en Bizancio deben estar por encima de cualquier reproche, debe entenderlo. El clima que reina en aquella época en especial es, digamos, brumoso. Puede tirarse a quien quiera en 2059, pero cuando uno es Guía debe conservar el sentido de la perspectiva. ¡Amén! Sam, ¿respondes por este muchacho?
—Sí.
—A mí me basta. Pero, pese a todo, vamos a verificar, para asegurarnos de que no es buscado por ningún crimen capital. Recibimos la solicitud de un amable muchacho la semana pasada; quería hacer el Gólgota, lo que, naturalmente, requiere mucho tacto y santidad; cuando le verifiqué, me di cuenta de que era buscado en Indiana por alteración protoplasmática. Y por otros varios delitos. Por cosas así es por las que se verifica. Vamos a ello.
Puso en marcha la terminal, marcó mi número de identificación y mi informe apareció en la pantalla. Debía corresponder con lo que yo mismo mencionaba en mi petición pues, después de una rápida inspección, borró el informe, asintió con la cabeza y él mismo incluyó algunas correcciones; a continuación, abrió un cajón de la mesa. Sacó un artilugio de aspecto blando y color leonado parecido a una venda y me lo arrojó.
—Bájese el pantalón y póngase esto —me dijo—. Enséñale, Sam.
Solté el botón de presión y el pantalón cayó. Sam me colocó la venda alrededor de las caderas y la cerró; no había separación aparente y parecía ser de una sola pieza.
—Esto —me explicó Sam— es tu crono. Está unido al sistema de deriva principal, y sincronizado para recibir las ondas de los impulsos que son emitidos. Siempre y cuando no te falte flojística, este aparatito podrá llevarte a cualquier punto de la línea temporal hasta hace siete mil años.
—¿Antes no?
—No con este modelo. Todavía no pueden permitir el viaje libre al período prehistórico. Hay que ir de época en época, con mucho cuidado. Ahora, presta atención a lo que te voy a decir. Las operaciones son muy sencillas. Aquí, justo por encima de la trompa de Falopio izquierda, se encuentra un microcontacto que controla el movimiento al pasado o al futuro. Para desplazarte, basta con que traces un semicírculo con el pulgar apretando ligeramente en este punto: de la cadera hacia el bajo vientre para ir al pasado, del bajo vientre hacia la cadera para ir al futuro. El ajuste fino se encuentra a este lado y requiere algo más de entrenamiento. ¿Ves este cuadrante que dice año, mes, día, hora, minuto? Sí, hay que guiñar un poco los ojos para leerlo; es inevitable. Los años vienen marcados como A. P.—Antes del Presente—y los meses igual, y así sucesivamente. El truco consiste en poder calcular automáticamente el destino—843 años A. P., cinco meses, once días y así con todo—y ajustar los cuadrantes. Sobre todo es aritmética, pero te sorprendería saber el número de personas que es incapaz de traducir la fecha del 11 de febrero de 1192 a cierto número de años, meses y días. Naturalmente, tendrás que acostumbrarte si quieres convertirte en Guía, aunque, de momento, no te preocupes.
Hizo una pausa y miró a Hershkowitz, que me dijo:
—Sam te llevará ahora a unas pruebas de desorientación preliminar. Si apruebas, quedas dentro.
Sam se puso un crono.
—¿Nunca has saltado? —preguntó.
—Nunca.
—Esto va a ser divertido, chaval. —Me miró con sorna—. Te ajustaré el cuadrante. Espera a que yo dé la señal; luego, emplea la mano izquierda para hacer funcionar el crono. No te olvides de subirte el pantalón.
—¿Antes o después de haber saltado?
—Antes —me dijo—. Puedes manejar el crono a través de la ropa. No es muy buena idea llegar al pasado con el pantalón en las rodillas. No se puede correr lo bastante deprisa. Y, a veces, hay que echar a correr en cuanto se llega.