Era un grupo importante: doce turistas, Metaxas y yo. Siempre le confiaban algunas personas suplementarias en sus viajes, pues, como Guía, resultaba especial mente competente y era muy requerido. Le acompañaba como ayudante, con el fin de impregnarme de algo de su experiencia para afrontar mi siguiente viaje, en el que iría solo como Guía.
La docena de turistas comprendía a tres jóvenes y atractivas muchachas estudiantes en Princeton; sus padres, que querían que aprendieran lo que fuera a toda costa, les pagaron el viaje a Bizancio. También viajaban las dos parejas de habituales ricachos de mediana edad, una de ellas procedente de Indianápolis y la otra de Milán, dos jóvenes decoradores de interiores en Beirut, machos y maricas; un hombre recién divorciado que trabajaba como manipulador en un laboratorio fotográfico de Nueva York, de unos treinta años y aspecto de salido; un profesorcillo de un colegio de Milwaukee de rostro regordete que quería ampliar sus conocimientos y viajaba acompañado de su mujer; en resumidas cuentas: un grupo normal.
Tras terminar la primera sesión preparatoria, las tres chicas de Princeton, los dos decoradores y la mujer de Indianápolis estaban ya ansiosos por acostarse con Metaxas. A mí nadie me prestaba la menor atención.
—Será diferente cuando empiece la gira —me dijo Metaxas para consolarme—. Varias chicas quedarán disponibles para ti. Y tú tienes verdadera necesidad de chicas ¿a que sí?
Tenía razón. Durante nuestra primera noche en la línea se acostó con una de las chicas, y las otras dos se resignaron a aceptar la mejor posibilidad de lo que quedaba. Por razones personales, Metaxas eligió a una pelirroja de nariz aguileña con pecas y unos pies enormes. Me dejó una morena delgada y muy bonita, tan perfecta que debía ser producto de uno de los mejores genetos del mundo, y una rubia encantadora y alegre de ojos cálidos con una piel dulce y los pechos de una chica de doce años. Me quedé con la morena pero luego lo lamenté; en la cama parecía de plástico. Cuando se acercaba el amanecer la cambié por la rubia y todo fue mucho más agradable.
Metaxas era increíble como Guía. Conocía todo y a todos, y nos colocaba siempre en las mejores posiciones para presenciar los acontecimientos importantes.
—Ahora nos encontramos —explicó— en enero de 532. Bajo el reinado del emperador Justiniano. Su ambición es conquistar el mundo y gobernarlo desde Constantinopla, pero la mayor parte de sus grandes logros aún no se han conseguido. La ciudad, como pueden ver, todavía es muy parecida a como era en el siglo precedente. Ante nosotros el Gran Palacio; por detrás la Santa Sofía reconstruida por Teodosio II según el plano de la antigua basílica, aunque las cúpulas todavía no han sido colocadas. La ciudad se encuentra en un estado de tensión; pronto estallarán desórdenes civiles. Vengan por aquí.
Estremeciéndonos en el fresco ambiente, seguimos a Metaxas a través de la ciudad, bajando por calles y avenidas que no tuve ocasión de ver cuando estuve allí mismo con Capistrano. En ningún momento del viaje vi a mi otro yo o a Capistrano, ni a nadie que perteneciese al grupo anterior; una de las habilidades de Metaxas era su habilidad para encontrar nuevos modos de acercarse a las escenas habituales.
Evidentemente debía hacerlo. En aquel instante habría cincuenta o cien Metaxas guiando a otros grupos por la ciudad de Justiniano. Con algo parecido a un cierto orgullo profesional quería evitar el encuentro con cualquier otro de sus yoes.
—En este momento hay dos bandos en Constantinopla —explicó Metaxas—. Los Azules y los Verdes, al menos así les llaman. Cada bando cuenta con un millar de hombres, todos agitadores y mucho más influyentes que lo que su número podría hacer suponer. Las facciones son un poco menos que partidos políticos, un poco más que hinchas de fútbol, y cuentan con las características de esos dos grupos. Los Azules son más aristocráticos; los Verdes mantienen relaciones con las clases bajas y los mercaderes. Cada bando sostiene un equipo en los juegos del circo y cada uno apoya una política gubernamental distinta. Justiniano favorece a los Azules, lo que hace que los Verdes desconfíen de él. Como emperador, pese a todo, ha procurado mantenerse neutral. De hecho, querría terminar con las dos facciones, pues amenazan su poder. En este momento, cada noche, las facciones asolan la ciudad. Bueno: ahí están los Azules.
Metaxas señaló al grupo de bravos insolentes que se encontraban al otro lado de la calle: ocho o nueve hombres ociosos con melenas espesas que les caían sobre los hombros, todos ellos con barba y bigote. Su cabellera caía en flequillo sobre la frente. Las túnicas iban ceñidas por la cintura, pero bastante sueltas desde los hombros al cinturón; llevaban capas de colores, calzones y cortas espadas de doble filo. Parecían brutales y peligrosos.
—Quédense aquí —ordenó Metaxas, dirigiéndose hacia ellos.
Los Azules le saludaron como si fuera un viejo amigo. Le dieron unas palmadas en el hombro, riendo, y le recibieron con alegres gritos. No pude escuchar la conversación, pero vi que Metaxas estrechaba manos y hablaba con voz rápida, precisa y confidencial. Uno de los Azules le pasó una jarra de vino y el Guía se la bebió de un trago; abrazando al hombre, simulando ebriedad, Metaxas sacó la espada del hombre de la vaina y simuló clavársela en la tripa. Los demás, divertidos, aplaudieron. A continuación, Metaxas nos señaló con el dedo; los Azules hicieron señales de asentimiento y algunos gestos y guiños a las chicas. Finalmente, nos pidieron que cruzásemos la calle.
—Nuestros amigos nos invitan y nos ruegan que vayamos con ellos al Hipódromo —dijo Metaxas—. Las carreras empezarán la semana que viene. Esta noche, nos dejan que nos unamos a las fiestas.
Apenas podía creérmelo. Cuando fui allí con Capistrano, anduvimos siempre con cuidado o permanecimos ocultos, pues la noche era el momento adecuado para las violaciones o los asesinatos, y todas las leyes dejaban de aplicarse al terminar el crepúsculo y cernirse la oscuridad. ¿Cómo se atrevía Metaxas a mezclarnos con aquellos criminales?
Pero se atrevió. Y aquella noche vagamos por Constantinopla, mirando cómo los Azules robaban, violaban y mataban. Para otros ciudadanos, la muerte acechaba en cada esquina; pero nosotros estábamos inmunizados, testigos privilegiados del reinado del terror. Metaxas presidía aquella velada de pesadilla como un minúsculo Satanás, corriendo con sus amigos Azules y señalando, incluso, a una o dos de las víctimas.
Por la mañana, tuve la impresión de haber soñado. Los fantasmas de la violencia habían desaparecido junto con la noche; bajo el pálido sol del invierno, visitamos la ciudad y oímos los comentarios históricos de Metaxas.
—Justiniano —dijo— fue un gran conquistador, un gran legislador, un gran diplomático y un gran constructor. Tal es el veredicto de la historia. También tenemos la opinión de la Historia Secreta de Procopio, según la cual Justiniano fue un cornudo y un idiota y su mujer, Teodora, una puta demoníaca. Conozco a Procopio: es un buen hombre y un escritor de talento, un poco puritano y ligeramente papanatas. Pero dice la verdad acerca de Justiniano y Teodora. Justiniano es un gran hombre para las grandes cosas y un hombre execrable para las pequeñas. Teodora —escupió— es una puta de tomo y lomo. Baila desnuda en las comidas de Gobierno; exhibe su cuerpo en público; duerme con los criados. He oído decir que incluso se entrega a asnos y perros. Es tan depravada como dice Procopio.
Los ojos de Metaxas brillaban. Supe, sin que me lo dijera, que debía haber compartido el lecho de Teodora.
Más tarde, aquel mismo día, me murmuró:
—Puedo arreglarlo también para ti. Los riesgos son muy pequeños. ¿Has soñado alguna vez con tirarte a la emperatriz de Bizancio?
—Los riesgos…
—¿Qué riesgos? ¡Tienes el crono! ¡Puedes salvarte! ¡Escucha, muchacho, es toda una acróbata! Te pone los talones en las orejas. Literalmente, te consume. Puedo arreglártelo. ¡La emperatriz de Bizancio! ¡La mujer de Justiniano!
—En este viaje, no —dije con voz apresurada—. Otra vez. Todavía llevo muy poco en el trabajo.
—¿Tienes miedo de ella?
—Lo que pasa es que todavía no estoy listo para tirarme a una emperatriz —respondí, solemne.
—¡Todo el mundo lo hace!
—¿Los Guías?
—Casi todos.
—En el siguiente viaje —le prometí.
La idea me aterraba. Debía salir de aquello. Metaxas no me había entendido; no era tímido ni tenía miedo de que me pillase Justiniano o algo parecido; pero no podía entrometerme en la historia de aquel modo. Remontar por la línea ya era para mí una especie de sueño; follar con aquella formidable celebridad que era Teodora habría convertido aquel sueño en algo excesivamente real. Metaxas se burló de mí y durante unos instantes pensé que me despreciaba. Acto seguido declaró:
—Perfecto. No quiero dirigir tu vida. Pero cuando estés listo para hacerte con ella no dejes pasar la ocasión. Te la recomiendo personalmente.