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Las veladas bizantinas consistían en escuchar música, ver bailar a las esclavas, comer un poco, y beber mucho vino. La noche avanzó: las velas menguaron; los nobles amigos estaban todos un poco borrachos. En la semioscuridad pude mezclarme fácilmente con los miembros de las familias célebres, encontrándome con hombres y mujeres llamados Comneno, Focas, Skleros, Dalassenes, Diógenes, Botaniates, Tzimisces, y Ducas. Mantuve corteses conversaciones y me sorprendí a mí mismo por su volubilidad. Vi citas adúlteras concertarse discretamente —pero no lo bastante discretamente— tras las espaldas de los maridos. Deseé buenas noches al emperador Alexis, que me invitó a visitarle en su palacio de Blachernae, justo al final de la calle. Escapé de Eudosia, que había bebido demasiado y cuyo único interés residía en retozar un poco en una alcoba desierta. (Se decidió finalmente por Basilio Diógenes, que debía tener unos setenta años.) Respondí de modo evasivo a numerosas preguntas concernientes a mi primo, Metaxas, a quien todo el mundo conocía, pero cuyo origen era un misterio. Y, tres horas después de llegar, me di cuenta de que, por fin, estaba hablando con Pulcheria.

Nos quedamos en un rincón de la pared, tranquilos. Dos vacilantes velas nos iluminaban. Ella tenia el rostro encarnado y parecía excitada, agitada; sus senos se alzaban y leves gotas de sudor perlaron sus labios. Nunca antes había visto tal belleza.

—Mirad —me dijo—. León se duerme. Le gusta el vino más que cualquier otra cosa.

—Debe amar la belleza —declaré—. Teniéndola tan cerca.

—¡Adulador!

—No, intento expresar la verdad.

—No lo conseguís —me replicó—. ¿Quién sois?

—Markezinis de Epira, primo de Metaxas.

—Eso no dice mucho. Lo que quiero saber es lo que veníais a hacer en Constantinopla.

Inspiré profundamente.

—Encontrarme con mi destino y reunirme con la que debo hallar, aquella a quien amo.

La frase la emocionó. Las chicas de diecisiete años son muy sensibles a este tipo de cosas, incluso en Bizancio, donde las niñas son muy precoces y se casan a los doce años. Llámeme lo que quiera.

Pulcheria dijo algo en voz muy baja, cruzó castamente los brazos ante el pecho y tembló. Creí que sus pupilas se dilataban durante un instante.

—Imposible —dijo.

—Nada es imposible.

—Mi marido…

—Dormido —repliqué—. Esta noche… bajo este mismo techo…

—No. No podemos.

—Queréis luchar con el destino, Pulcheria.

—¡Jorge!

—Hay algo que nos une… un haz que cruza el tiempo…

—¡Sí, Jorge!

¡Calma tátara-tátara-multi-tátara-nieto, no hables demasiado! Decir que vienes del futuro es un crimen temporal.

—Estaba escrito —murmuré—. ¡Así debe ser!

—¡Sí! ¡Sí!

—Esta noche.

—Sí, esta noche.

—Aquí mismo.

—Aquí mismo —repitió Pulcheria.

—Pronto.

—Cuando los invitados se hayan ido y León se haya acostado os esconderé en una habitación segura; luego iré a buscaros.

—Sabíais que esto ocurriría —dije— desde el día en que nos encontramos en la tienda.

—Sí. Lo supe allí mismo. ¿Qué sortilegio me arrojasteis?

—Ninguno, Pulcheria. El sortilegio nos guía a los dos. Nos conduce el uno hacia el otro, prepara este instante, desvía nuestros caminos del destino para favorecer nuestro encuentro, turba los límites del tiempo…

—Habláis de un modo tan extraño, Jorge. Tan bien… ¡Debéis ser un poeta!

—Quizá.

—En dos horas estaréis conmigo.

—Y vos conmigo —respondí.

—Y para siempre.

Me estremecí al pensar en el juramento que hizo el Patrullero Temporal.

—Para siempre, Pulcheria.

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