El punto de partida para el viaje a Bizancio es casi siempre el mismo: la plaza que se encuentra ante Santa Sofía. Los diez, un poco molestos a causa de la ropa, fuimos hasta allí en autobús y llegamos a eso de las diez de la mañana. Otros turistas más convencionales, llegados para ver Estambul, iban y venían agrupados entre la gran catedral y la cercana mezquita del sultán Ahmed. Capistrano y yo nos aseguramos de que todo el mundo tuviera el crono en su sitio y las reglas acerca del viaje temporal bien metidas en la cabeza.
Nuestro grupo comprendía dos hombres de Londres, bastante jóvenes, dos virginales estudiantes alemanas y dos parejas americanas casadas y de bastante más edad. Cada uno de ellos había recibido un curso hipnótico de griego bizantino, y podría hablar aquel idioma de un modo tan normal como si fuera su lengua natal durante los siguientes sesenta días; Capistrano y yo les recordamos a los americanos y a una de las jovencitas alemanas que era imprescindible emplear aquella jerga.
Saltamos.
Sentí la momentánea desorientación que siempre se percibe cuando se remonta la línea. Pero me recuperé en un momento y me di cuenta de que había dejado Estambul y llegado a Constantinopla.
Y que Constantinopla no me decepcionaba.
La suciedad había desaparecido. Los minaretes habían desaparecido. Las mezquitas habían desaparecido. Los turcos habían desaparecido.
El aire era azul, dulce y puro. Nos encontrábamos en la plaza mayor, el Augusteum, delante de Santa Sofía. A mi derecha, allí donde debían verse edificios fríos y grises, pude ver campos. Ante mí, donde debía alzarse la visión azulada de la mezquita del sultán Ahmed, vi una extraña aglutinación de palacios de mármol de poca altura. A un lado se alzaba el Hipódromo. Siluetas vestidas con trajes coloreados, como si fueran personajes fugados de los mosaicos bizantinos, se paseaban por la gran plaza.
Di media vuelta para ver, por primera vez, Santa Sofía sin minaretes.
Santa Sofía no estaba allí.
En el familiar lugar, no vi más que los restos ennegrecidos y derrumbados de una basílica rectangular que me resultaba desconocida. El equilibrio de los muros de piedra parecía precario; no tenía techo. Tres soldados vagaban a la sombra de la fachada. Me encontré perdido.
—Hemos remontado la línea del tiempo dieciséis siglos —explicó Capistrano con voz átona—. Nos encontramos en el año 408 y vamos a asistir a la procesión bautismal del emperador Arcadio, que reinará algún día bajo el nombre de Teodosio II. A nuestras espaldas, en el lugar que un día ocupará la célebre catedral de Santa Sofía, podemos ver las ruinas de la basílica original, construida durante el reinado del emperador Constancio, hijo de Constantino el Grande, y que fue abierta a los fieles el 15 de diciembre de 360. Este edificio fue incendiado el 20 de junio de 404, durante una rebelión y, como pueden constatar, la reconstrucción todavía no ha empezado. La iglesia será reconstruida dentro de treinta años por el emperador Teodosio II y podrán verla en la siguiente etapa del viaje. Vengan por aquí.
Le seguí como en un sueño, tan turista como nuestros ocho clientes. Capistrano fue quien hizo todo el trabajo. Nos habló de un modo poco convencido pero comprensible de los edificios de mármol que se hallaban ante nosotros y que constituían el esbozo del Gran Palacio. No conseguía conciliar lo que veía con los planos que memoricé en Harvard; pero naturalmente la Constantinopla que había estudiado era la ciudad postjustiniana más reciente y mucho más grande y no veía en aquel momento más que el germen de lo que sería aquella urbe. Dimos una vuelta y dejamos los palacios para penetrar en un barrio residencial en el que las casas de los ricos, de blancas fachadas rodeadas de un patio, rodeaban desordenadamente las cabañas de techos de matojos de los pobres. Desembocamos al fin en la Mese la gran calle de las procesiones bordeada de tiendas llenas de escaparate y decoradas aquel día en honor del bautismo del príncipe con tapicerías de seda adornadas con hilos de oro.
Todos los ciudadanos de Bizancio estaban presentes codo con codo llenando la calle y esperando el gran desfile. Los mercaderes tenían bastante trabajo; olimos a jamón a la plancha y cordero asado y pudimos ver anaqueles llenos de quesos, nueces, frutas desconocidas. Una de las alemanas declaró que tenía hambre; Capistrano se echó a reír y compró pinchos de cordero para todos nosotros pagando con brillantes monedas de cobre que hubieran valido una fortuna para un numismático. Un tuerto nos vendió vino dejándonos beber a morro de una gran ánfora muy fresca. En cuanto resultó evidente a los vendedores de los alrededores que éramos clientes potenciales, se apretujaron por docenas a nuestro alrededor, ofreciéndonos recuerdos, golosinas, huevos duros (que parecían bastante viejos), paquetes de nueces saladas, platos con diversos órganos animales, entre ellos ojos y testículos. Era la verdad, el verdadero pasado arcaico; aquel despliegue de extraños mercaderes y el olor a sudor y ajo que se alzaba de la multitud de vendedores nos demostraba que estábamos muy lejos de 2059.
—¿Extranjeros? —preguntó un tipo barbudo que vendía lamparillas de aceite hechas de arcilla—. ¿De dónde sois? ¿De Egipto? ¿De Chipre? —De Hispania —replicó Capistrano.
El hombre de las lamparillas nos miró alucinando, como si le hubiésemos dicho que acabábamos de bajar de Marte.
—¡De Hispania! —repitió—. ¡De Hispania! ¡Magnífico! Hacer un viaje tan largo para ver nuestra ciudad…
Inspeccionó a nuestro grupo, realizando un rápido inventario y deteniéndose ante la rubia Clotilde de impresionante pecho, la más voluptuosa de nuestras dos alemanas.
—La esclava, ¿es sajona? —me preguntó, palpando la mercancía a través de la suelta túnica de Clotilde—. ¡Ah, muy bien! ¡Sois un hombre de gusto!
Clotilde lanzó una exclamación y apartó la mano que se apoyaba ya en sus muslos. Capistrano agarró al hombre fríamente y le empujó contra la pared de una tienda con tal brusquedad que una docena de lamparillas cayeron al suelo rompiéndose en pedazos. El vendedor hizo un guiño, pero Capistrano le murmuró una amenaza y le miró de un modo horrible.
—No quería hacer nada malo —protestó el vendedor—. ¡Creía que era una esclava!
Balbuceó una breve excusa y se fue tambaleándose. Clotilde temblaba: era difícil decir si estaba ofendida o excitada. Lisa, su compañera, parecía un poco celosa. ¡Ningún mercader ambulante de Bizancio acarició nunca su piel desnuda!
Capistrano escupió.
—Habríamos podido encontrarnos en problemas. Debemos estar siempre atentos; un inocente pellizco puede transformarse en un momento en complicaciones y en una verdadera catástrofe.
Los vendedores se apartaron. Pudimos colocarnos casi los primeros entre la multitud, de cara a la calle. Tuve la impresión de que muchos rostros de los presentes no eran bizantinos, y me pregunté si serían la caras de otros viajeros temporales. Puede llegar un momento, pensé, en que seamos tantos los que hemos remontado la línea que atestemos por completo el pasado. Vamos a abarrotar tanto los días antiguos que impediremos el desarrollo de nuestros antepasados.
—¡Ahí está! —gritaron un millón de gargantas.
Sonaron trompetas con varias notas diferentes. A lo lejos apareció una procesión de nobles, bien afeitados, con el pelo cortado, según la moda romana, pues aquélla era tanto una ciudad romana como griega. Todos iban vestidos de seda blanca (importada de China merced a caravanas, explicó Capistrano; los bizantinos todavía no habían robado el secreto de la fabricación de la seda) y el sol de finales de la mañana, al impactar en las espléndidas telas daba a la procesión tal brillo que incluso Capistrano, que ya antes lo había visto, pareció emocionarse. Lentamente, muy lentamente, avanzaron los altos dignatarios.
—Son como copos de nieve —murmuró un hombre a mis espaldas—. ¡Como copos de nieve bailando!
Hizo falta casi una hora para que aquellas personalidades pasaran. Llegó la tarde. Tras los sacerdotes y los duques de Bizancio, llegaron las tropas imperiales, con antorchas encendidas cuyas llamas palpitaban como una infinidad de estrellas en la penumbra que se iba transformando en tinieblas. Luego aparecieron más sacerdotes, con medallones e iconos; a continuación, un príncipe de sangre real con un niño rechoncho y babeante que algún día se convertiría en el poderoso emperador Teodosio II; tras él, el emperador en persona, Arcadio, revestido con púrpura imperial. ¡El emperador de Bizancio! Me lo repetí un millón de veces. ¡Yo, Judson Daniel Elliott III estaba bajo el sol de Bizancio en el año 408 mientras el emperador de Bizancio pasaba ante mí en toda su gloria! Pese a todo, aunque aquel monarca no era más que el frívolo Arcadio, la insignificante ligazón entre los dos Teodosios, temblé de la cabeza a los pies. Vacilé. El suelo se movió debajo de mí.
—¿Estás enfermo? —me sopló Clotilde con voz inquieta. Inspiré profundamente y rogué para que el universo se quedase tranquilo. Me sentía abrumado; sólo por Arcadio. ¿Qué me habría pasado delante de Justiniano? ¿De Constantino? ¿De Alexis?
Ya sabe usted lo que pasa. Acabé por ver a todos aquellos hombres. Pero, por aquel entonces, yo había visto muchas cosas desde lo más alto de la línea y, aunque me impresioné, no me dejé llevar por el estupor. De Justiniano, mi más claro recuerdo es que no haría otra cosa que sorber; pero cuando pienso en Arcadio, escucho las trompetas y veo cómo las estrellas titilan en la oscuridad.