De pronto, estuvimos en 1935.
No pudimos discernir el menor cambio desde la habitación en que nos encontrábamos, pero sabíamos que habíamos remontado la línea.
Calzábamos zapatos apretados y ropas extrañas, y teníamos dinero de verdad, dólares de los Estados Unidos, pues en aquel tiempo la huella de los pulgares no era moneda legal. Para la primera parte de la estancia, el hombre que había preparado el viaje nos tenía reservadas habitaciones en un gran hotel de Nueva Orleáns, sobre el canal, justo al borde del antiguo barrio francés. Tras una última advertencia de Jeff Monroe, salimos y avanzamos hasta el final de la calle. El tráfico era increíble en aquel llamado año de depresión. Incluso resultaba impresionante. Nos paseamos de dos en dos, Jeff en cabeza del grupo. Observamos las cosas que nos rodeaban con mucho interés, pero nadie podía sospechar nada. Los habitantes debían suponer que éramos turistas de Indiana. Nada en nuestra curiosidad podía denunciar particularmente que fuésemos turistas del año 2059.
Thibodeaux, el hombre de la Sociedad de Energía e iluminación, no podía apartar los ojos de las líneas eléctricas que se balanceaban al aire libre de un poste a otro.
—He leído algunos estudios sobre estos aparatos —dijo varias veces—, pero nunca me los había creído.
Las mujeres del grupo charlaban acerca de la moda. Era un día cálido y largo de septiembre, pero todo el mundo iba totalmente vestido. No podían entenderlo.
El tiempo nos causó algunos problemas. Nunca habíamos estado expuestos a verdadera humedad, no la hay en las ciudades subterráneas, naturalmente, y sólo algunos chalados suben a la superficie cuando hay tal clima. No dejábamos de sudar y padecíamos a causa del calor. El hotel no tenía aire acondicionado. Supuse que todavía no lo habrían inventado.
Jeff verificó que nos encontrábamos en la lista del hotel. Mientras firmaba el registro, el empleado, naturalmente, un ser humano y no una terminal de ordenador, agitó una campanilla y gritó: ¡Botones!, con lo que apareció un grupo de negros uniformados y amistosos que se llevó nuestras maletas.
Oí que Mrs. Bienvenu, la esposa del jurista, le murmuraba a su esposo:
—¿Crees que serán esclavos?
—¡Aquí no! —respondió el hombre violentamente—. ¡Los esclavos fueron liberados hace setenta años!
El empleado del hotel debió escucharla. Me gustaría saber lo que pensó.
El Guía reservó una sola habitación para Flora Chambers y para mí. Explicó que nos registró con tos nombres de Mr. y Mrs. Elliott, pues estaba prohibido que una pareja sin casar ocupase la misma habitación de un hotel, aunque fuesen miembros del mismo grupo de turistas. Flora me sonrió pálidamente pero llena de esperanza y me dijo: —Actuaremos como si estuviéramos en alianza temporal.
Monroe la miró iracundo.
—¡No debemos comentar costumbres futuras!
—¿No tienen alianzas temporales en 1935?
—¡Cállese! —silbó.
Deshicimos el equipaje, nos bañamos y salimos a visitar la ciudad. Bajamos por la calle Basin y pudimos oír algunas melodías de jazz, primitivas pero aceptables. Luego caminamos un poco hasta la calle Bourbon para echar un trago y asistir a un número de strip tease. El lugar estaba abarrotado; y nos sorprendió constatar que hombres y mujeres adultos pudieran quedarse sentados durante toda una hora soportando una música mediocre y una atmósfera llena de humo para esperar a que una chica se quitase algo de ropa.
Cuando se quedó desnuda, seguía pese a todo llevando unas pequeñas placas brillantes en los pezones, así como una pequeña pieza de tejido triangular en el pubis. Cualquiera que tuviera más interés por la desnudez podría ver mucho más cualquier día en los baños públicos. Pero, claro, nos dijimos, aquella era una época represiva, sexualmente apagada.
Las bebidas y los demás gastos de la sala de fiestas fueron puestas en una sola nota que resultó pagada por Jeff. El Servicio Temporal no quería que nosotros, los ignorantes turistas, manipulásemos billetes a los que apenas estábamos acostumbrados salvo casos de necesidad absoluta. El Guía nos defendía de los pobres que importunaban al grupo, contra los mendigos, las prostitutas y los demás incidentes que pudieran enturbiar nuestra comprensión de la situación social de 1935.
—Ser Guía es un trabajo duro —observó Flora Chambers.
—Pero piensa en todos los viajes que se pueden hacer gratis —repliqué.
Nos impresionaba profundamente la fealdad de la gente del pasado. Nos dimos cuenta que no debían tener genetos, que la microcirugía estética, si es que hubieran oído hablar de ella en 1935, habría sido considerada como una conspiración fascista o comunista contra el derecho de los hombres libres a tener hijos feos. Sin embargo, no pudimos dejar de demostrar una cierta sorpresa, incluso consternación, al ver orejas deformadas, pieles llenas de viruela, dientes caídos, narices enormes, genes no programados y retocados. El miembro más ordinario de nuestro grupo era de una belleza teatral comparándolo con la norma de 1935. Les compadecimos por tener que vivir en una época tan oscura y oprimente.
Cuando estuvimos de vuelta en el hotel, Flora se quitó toda la ropa y se tendió salvajemente sobre la cama, abriendo las piernas.
—¡Házmelo! —gritó—. ¡Estoy salida!
Yo también estaba un poco salido. Así que se lo hice.
Madison Jefferson Monroe, prudentemente, sólo nos había autorizado a tomar una bebida alcohólica durante la noche. Pese a todas nuestras súplicas, se negó a dejarnos tomar una segunda, debimos contentarnos con soda el resto de la velada. No podía correr el riesgo de que dijésemos algo peligroso bajo la influencia del alcohol, un tipo de bebida al que, realmente, no estábamos acostumbrados. Sin embargo, incluso aquel simple trago bastó para soltar algunas lenguas y enturbiar ciertas mentes, con lo que se escaparon algunas observaciones que, de haber sido oídas, podrían habernos causado graves problemas.
Me sorprendía ver beber a la gente del siglo XX tantísimo alcohol sin derrumbarse.
(—Están habituados al alcohol —me explicó Sam—. Es el veneno mental favorito de la mayor parte de las regiones del pasado. Si no te entrenas para soportarlo, acabarás teniendo problemas.
—¿No hay drogas? —pregunté.
—Bueno, podrás encontrar algo de hierba aquí y allí, pero nada realmente psicodélico. Aprende a beber, Jud. Aprende a beber.).
Más tarde, aquella misma noche, Jeff Monroe vino a nuestra habitación. Flora estaba recogida en una masa inconsciente y agotada; Jeff y yo hablamos largo rato de los problemas impuestos al trabajo de Guía. Acabé por apreciarle a causa de su dulzura y habilidad.
Parecía disfrutar con su trabajo. Su especialidad eran los Estados Unidos del siglo XX y lamentaba la molesta rutina de los asesinatos.
—Nadie quiere ver otra cosa —se lamentó—. ¡Dallas, Los Ángeles, Memphis, Nueva York, Chicago, Baton Rouge, Cleveland, siempre las mismas ciudades! No puedo decirte hasta qué punto estoy harto de abrir paso entre la multitud hasta el mismo punto, señalar la ventana del sexto piso y ver a la pobre mujer que se inclina hacia la parte trasera del coche. Por lo menos, el asesinato de Huey Long no está muy solicitado. Pero tengo a una veintena de yoes en Dallas. ¿Por qué nadie quiere ver los momentos felices del siglo XX?
—¿Los hay? —pregunté.