Tras mi cualificación como Guía Temporal, y justo antes de mi marcha para Bizancio, Sam dio una fiesta de despedida en mi honor. Casi toda la gente que conocía de Nueva Orleáns inferior estaba invitada y llenaba por completo las dos habitaciones del apartamento de Sam. Las chicas del palacio del esnife estaban por allí, así como un poeta llamado Shigemitsu, declamador en paro forzoso, que sólo hablaba en pentámetros jámbicos, cinco o seis miembros del Servicio Temporal, un vendedor de flotadores, una chica de cabellos verdes que trabajaba de separadora con un geneto, otros muchos. Sam llegó a invitar a Flora Chambers, pero ella se marchó la víspera para asistir al saqueo de Roma.
Cada uno de nosotros recibió un flotador al llegar. Y aquello no tardó en animarse. Unos instantes después de sentir el roce del flotador bajo mi brazo, sentí que la consciencia se me hinchaba como un globo, creciendo hasta que mi cuerpo no pudo contenerla, sobrepasando los límites de mi envoltura carnal. Con un ¡pop! me liberé y me puse a flotar. Los otros sentían la misma experiencia. Libres de las cadenas corporales, nos deslizamos bajo el techo en una bruma ectoplasmática, apreciando la sensación de deriva. Lancé tentáculos nubosos para agarrar las flotantes formas de Betsy y Helen, y nos aprovechamos de una conjugación triple de índole psicodélico. Mientras tanto, la música se deslizaba a través de un millar de aberturas practicadas en el mural y la pantalla del techo transmitía un programa de abstracciones que realzaban los efectos. Era una escena encantadora.
—Tu marcha nos causa mucha aflicción —dijo amablemente Shigemitsu—. Tu ausencia nos deja un horrible vacío. Pero el mundo entero se abre ante ti…
Siguió así durante por lo menos cinco minutos. Casi al final, su poesía era realmente erótica. Lamento no recordarla.
Flotábamos cada vez más. Sam, como perfecto anfitrión, vigiló para que nadie se detuviera ni un solo instante. Su gran cuerpo negro brillaba a causa del aceite. Una joven pareja del Servicio Temporal se había llevado su propio ataúd; era muy bonito, con un dobladillo de seda y todos los accesorios sanitarios. Se metieron en él y nos dejaron que les llevásemos hasta la línea telemétrica. Luego, los demás lo intentaron, por grupos de dos o tres, y algunos acoplamientos provocaron mucha risa. Mi compañero fue el vendedor de excentricidades.
Las chicas del palacio del esnife bailaron para nosotros y tres Guías Temporales —dos hombres y una mujer de aspecto delicado y bragas de armiño— nos deleitaron con una sesión de acrobacia biológica. Encantador. Habían aprendido los movimientos en Cnosos, donde observaron a los bailarines de Minos, y se contentaron con adaptarlos al gusto moderno añadiendo cópulas en los momentos adecuados. Durante la sesión, Sam facilitó sensovibradores a todo el mundo. Nos los colocamos y penetramos en una hermosa cinestesia. Para mí, en aquella ocasión, lo afectado fue el olfato: acaricié las frescas nalgas de Betsy y respiré el perfume de las lilas de abril: tomé un cubito de hielo y sentí el olor del océano con la marea alta; pasé la mano por la pared y mis pulmones se llenaron del agobiante olor de un bosque de pinos preso de las llamas. Luego cambiamos y el sentido afectado fue el taco; Helen gritaba apasionadamente a mi oído y sus gritos se convirtieron en susurros de ratón; la música rugió en los altavoces como una crema espesa; Shigemitsu empezó a gemir con versos sin rimar y las sacudidas del ritmo de su voz me alcanzaron como si fueran pirámides de hielo. Seguimos jugando con los colores, los gustos y las duraciones. Entre todas las clases de placeres sensoriales inventados en los últimos años, creo que el sensovibrador es, con mucho, mi preferido.
Emily, la chica del geneto, avanzó. Era increíblemente delgada, con pómulos atrozmente marcados, una melena de cabellos verdes enredados, y los más hermosos y penetrantes ojos verdes que hubiera visto. Aunque estaba completamente inmersa en la vorágine parecía tranquila y dominándose a sí misma; pero descubrí enseguida que era una ilusión. También planeaba.
—Escucha bien lo que te diga —me advirtió Sam—. Es clarividente cuando está drogada. ¡Quiero decir que es una vidente extralúcida!
Emily se me echó en los brazos. La sostuve titubeante durante un momento mientras su boca buscaba la mía. Sus dientes me mordieron suavemente los labios. Delicadamente nos tendimos en la alfombra que emitió ligeros latidos cuando la tocamos. Emily llevaba una capa cuyas mallas de cobre se le cruzaban en la garganta. Pasé las manos debajo de la capa y busqué sus senos pacientemente. Declaró con voz profunda y profética:
—Vas a empezar un largo viaje.
—Vas a remontar la línea.
—Exacto.
—Hasta… Bizancio.
—A Bizancio, sí.
—¡No es un país para viejos! —gritó una voz desde el otro extremo de la habitación—. Los jóvenes están en brazos los unos de los otros, hay pájaros en los árboles…
—Bizancio —murmuró un agotado bailarín desde mis pies.
—¡Las forjas de oro del emperador! —aulló Shigemitsu—. ¡Mente tras mente! ¡Las forjas detienen el torrente! ¡Llamas que ninguna madera alimenta, ningún fuego alumbra!
—Los soldados borrachos de! emperador se han acostado —repliqué.
Emily estremeciéndose me mordisqueó la oreja y dijo:
—En Bizancio encontrarás lo que más quieres.
—Sam me ha dicho lo mismo.
—Y lo perderás. Y sufrirás, te lamentarás y te arrepentirás, pero nunca más volverás a ser como antes.
—Pareces hablar en serio —dije.
—¡Desconfía del amor en Bizancio! —gritó la profetisa—. ¡Desconfía! ¡Desconfía!
—¡…mandíbulas que muerden, colmillos que desgarran! —cantó Shigemitsu.
Le prometí a Emily estar atento.
Pero la luz profética ya había abandonado sus ojos. Se sentó, parpadeó varias veces, sonrió como dudando y me preguntó:
—¿Quién eres?
Sus muslos me apretaban firmemente la mano derecha.
—Soy el invitado de honor. Jud Elliott.
—No te conozco. ¿Qué haces?
—Soy Guía Temporal. O, mejor dicho, voy a serlo. Mañana me voy por primer día.
—Creo que ya me acuerdo. Soy Emily.
—Sí, ya lo sé. Trabajas con un geneto.
—¿Qué te han dicho de mí?
—No mucho. ¿A qué te dedicas allí?
—Soy separadora —me respondió—. Recorto genes. Si alguien tiene un gen de cabellos rojos y quiere transmitirlo a sus hijos, pero ese gen está relacionado con, por ejemplo, el de la hemofilia, corto el gen importuno y lo retiro.
—Parece un trabajo bastante difícil —aventuré.
—No, si conoces el trabajo. El entrenamiento dura seis meses.
—Entendido.
—Es un trabajo interesante. Se aprenden muchas cosas sobre la naturaleza humana al ver cómo quiere la gente que sean sus hijos. Ya sabes que no todo el mundo quiere este tipo de mejoras. A veces tenemos peticiones increíbles.
—Supongo que dependerá de lo que tú llamas mejoras —repliqué.
—Bueno, hay normas de apariencia. Se supone que es mejor tener una melena espesa y lustrosa que no tener nada de pelo. Para un hombre, mejor medir dos metros que uno. Mejor tener los dientes iguales que descolocados. Pero, ¿qué dirías si entrase una mujer y te dijera que quería que su hijo no tuviera los testículos colgando?
—¿Quién iba a querer un hijo así?
—No le gusta la idea de que se divierta con las chicas —respondió Emily.
—¿Lo hiciste?
—La demanda estaba dos escalones por debajo del límite en el índice de desviaciones genéticas. Debemos someter todas esas peticiones al Consejo de Modificaciones Genéticas.
—¿Lo aprobaron? —pregunté.
—Oh, no, nunca. No autorizan las mutaciones antiproductivas de ese estilo.
—Supongo que la pobre mujer tendrá un hijo con pelotas.
Emily sonrió.
—Puede dirigirse a los genetos clandestinos si quiere. Harán lo que sea. ¿No has oído hablar de ellos?
—La verdad es que no…
—Producen mutaciones profundas para la chiquillería de vanguardia. Niños con branquias y escamas, muchachos con diez dedos en cada mano o piel con rayas. Los clandestinos recortan cualquier gen… por un precio razonable. Son muy caros. Pero es el futuro.
—¿De verdad?
—Las mutaciones genéticas ya están en marcha —declaró Emily—. Atención: nuestro geneto nunca lo haría. Pero somos la última generación de uniformidad que conocerá la raza humana. La diversidad de genotipos y fenotipos… ¡el futuro!
Sus ojos lanzaron un leve destello de demencia y me di cuenta de que un flotador de acción lenta acababa de explotar en sus venas en los últimos minutos. Acercándose a mí murmuró:
—¿Qué te parece esta idea? Hagamos un bebé ahora mismo y le diseñaré de nuevo en el despacho del geneto después de las horas de trabajo. ¡Hay que ir a la moda!
—Lo siento —me excusé— me he tomado ya la píldora del mes.
—De todos modos vamos a intentarlo —respondió metiéndome por el pantalón una mano apresurada.