Aquella noche, mientras dormían mis agotados turistas, salí discretamente para terminar una pesquisa personal.
Era algo totalmente contrario a las reglas. Un Guía debe quedarse siempre junto a sus clientes, por si se presenta algún peligro. Después de todo, los clientes no saben hacer funcionar los cronos, y sólo el Guía puede ayudarles a huir en caso de necesidad con la velocidad suficiente.
Pese a todo, salté seis siglos descendiendo por la línea mientras dormían los turistas, y visité la época de mi rico antepasado Nicéforo Ducas.
Lo que, evidentemente, requería cierto cinismo, si se considera el hecho de que se trataba de mi primer viaje como Guía en solitario. Pero, de hecho, yo no corría riesgo alguno.
El medio de hacer aquellos viajes evitando los problemas, como me explicase Metaxas, era arreglar cuidadosamente el crono y asegurarse de que uno no está lejos del contacto con los turistas durante más de un minuto. Partía del 27 de diciembre de 537, a las 23:45. De allí, podía remontar o descender por la línea y pasar unas cuantas horas, o unos días, o semanas, incluso meses. Cuando terminase, me bastaría con volver a ajustar el crono para que me devolviese al 27 de diciembre de 537, 23:46. Desde el punto de vista de los turistas, habría estado ausente durante tan sólo sesenta segundos.
Naturalmente, sería un error regresar a las 23:44, es decir, volver un minuto antes de salir. Habría dos Jud Elliott en la habitación, lo que provocaría la paradoja de la Duplicación, que es una de las formas de Paradoja Acumulativa y que, sin duda, me costaría una reprimenda o incluso algo peor, si la Patrulla Temporal lo descubría. No: hacía falta una coordinación exacta.
Hay otro problema en la dificultad que existe en saltar con precisión de un punto a otro. El albergue en el que me encontraba con mi grupo en 537 no existiría, ciertamente, en 1175, el año de mi destino No podía saltar a ciegas en el futuro partiendo de la habitación, pues podía materializarme en un lugar desagradable construido más adelante en el mismo sitio: por ejemplo, un calabozo.
El único medio de no correr riesgos sería salir a la calle y saltar desde allí, tanto a la ida como a la vuelta. Sin embargo, con ello se alejaba uno de los turistas durante más de sesenta segundos: basta pensar el tiempo que hace falta para bajar, buscar un punto tranquilo donde saltar, etc. Y si un Patrullero Temporal llegaba por allí para efectuar una verificación rutinaria y se lo encontraba a uno en la calle y le preguntaba por qué puñetera razón no estaba con la clientela… bueno, ya se encontraba uno en el mar de los líos.
Pese a todo, descendí por la línea.
Nunca antes había estado en 1175. Sin duda, fue el último año verdaderamente tranquilo de Bizancio.
Me parecía que una atmósfera de problemas impregnaba Constantinopla. Incluso las nubes parecían inquietantes. El aire tenía cierto regusto a inminente calamidad.
Pero todo aquello era subjetivo. El hecho de poder desplazarse libremente a lo largo de la línea temporal deforma el modo de ver y da cierto color a los testimonios propios. Sabía lo que le esperaba a aquella pobre gente; ellos, lo ignoraban. En 1175, Bizancio era una ciudad orgullosa y optimista; todos los presagios no eran fruto de otra cosa que de mi imaginación.
Manuel I Comneno se encontraba en el trono; era un buen hombre que llegaba al final de una larga y brillante carrera. El desastre, no obstante, se acercaba a él. Los emperadores Comneno habían pasado todo el siglo XII dedicados a recuperar Asia Menor de manos turcas, que se apoderaron de ella en el siglo precedente. Yo sabía que dentro de un año, en 1176, Manuel perdería todo su imperio asiático en una sola jornada, en la batalla de Myriokephalon. Después de la derrota, empezaría el declive de Bizancio. Pero Manuel todavía no lo sabía. Nadie lo sabía. Sólo yo.
Me dirigí al Cuerno de Oro. En aquella época, la parte más elevada de la ciudad era igualmente la más importante; el centro de negocios se había desplazado de Santa Sofía/Hipódromo/Augusteum hacia el barrio de Blachernae, en la zona más septentrional de la ciudad, cera de un esquinazo formado por la muralla de la metrópoli. Por alguna razón, el emperador Alexis I trasladó la corte a finales del siglo XI, abandonando el laberinto del antiguo Gran Palacio. Su hijo pequeño, Manuel, reinaba en él con todo su esplendor, y las grandes familias feudales construyeron nuevos palacios a su alrededor, bordeando el Cuerno de Oro.
Uno de los más bellos de aquellos edificios de mármol pertenecía a Nicéforo Ducas, mi tantas veces expulsado tátara-abuelo.
Me pasé la mayor parte de la mañana rondando el palacio, alabando su esplendor. Hacia el mediodía, las puertas se abrieron y vi al propio Nicéforo salir en su carroza para dar el diario paseo: era un hombre imponente, con una barba negra y trenzada, vestido con suntuosos ropajes bordados en oro. Llevaba sobre el pecho una gran cruz dorada rodeada de joyas; sus dedos brillaban a causa de los anillos. Se formó una multitud ante el palacio de Nicéforo para admirarle.
Arrojó graciosamente unas monedas a los congregados mientras se alejaba en la carroza. Cogí una: un besante pequeño y gastado de Alexis I, de bordes mellados. La familia Comneno había depreciado mucho la moneda. Pero, con todo, no era un hecho despreciable arrojar monedas de oro —aun depreciadas— a una multitud de mirones.
Guardé el brillante besante desde aquel día. Pienso en él como si fuera una herencia de mi antepasado bizantino.
La carroza de Nicéforo desapareció en dirección al palacio imperial. Un viejo muy sucio que se encontraba a mi lado suspiró, hizo varias veces la señal de la cruz y murmuró:
—¡Que el Salvador se acuerde del santo Nicéforo! ¡Es tan bueno!
La nariz del viejo había sido cortada por la base. También había perdido la mano izquierda. Los bizantinos civilizados de aquella época habían instaurado la mutilación como castigo a numerosos crímenes menores. Un paso adelante: el Código de Justiniano preveía la muerte en casos semejantes. Más valía perder un ojo, la lengua o la nariz que perder la vida.
—¡Pasé veinte años al servicio de Nicéforo Ducas! —siguió diciendo el viejo—. Fueron los mejores años de mi vida.
—¿Por qué lo dejaste? —le pregunté.
Alzó el brazo mutilado.
—Me cogieron robando libros. Yo era escriba y decidí quedarme con alguno de los libros que copiaba. ¡Nicéforo tenía tantos! ¡No habría echado de menos cinco o seis libros! Pero me descubrieron y perdí la mano, y el empleo. Hace ya diez años.
—¿Y la nariz?
—Durante aquel invierno tan riguroso, hace seis años, robé un barril lleno de pescado. Soy un mal ladrón. Me volvieron a atrapar.
—¿De qué vives?
Sonrió.
—Gracias a la caridad pública. Soy mendigo. ¿Podrías compartir un nomisma de plata con un desgraciado anciano?
Examiné las monedas que llevaba. Todas las monedas de plata que tenía eran muy antiguas, de los siglos V y VI, fuera de circulación desde mucho tiempo antes; si el viejo intentaba pasar una, sería detenido como sospechoso de haber saqueado alguna colección de la nobleza, y perdería, ciertamente, la otra mano. Le apreté en la mano un besante de oro de comienzos del siglo XI. Lo miró con incredulidad.
—¡Lo que queráis, señor! —exclamó—. ¡Lo que queráis!
—En ese caso, ven conmigo a la taberna más próxima. Quiero que me contestes a unas cuantas preguntas —le advertí.
—¡Con mucho gusto! ¡Con mucho gusto!
Compré vino y le interrogué largamente sobre la genealogía de los Ducas. Me costaba trabajo mirar su rostro mutilado y, mientras hablaba, mantuve la vista fija en su hombro; pero el hombre parecía acostumbrado. Poseía todas las informaciones que yo andaba buscando, pues uno de sus trabajos mientras estuvo al servicio de los Ducas consistió en copiar los archivos de la familia.
Nicéforo, me dijo, tenía entonces cuarenta y cinco años: había nacido en 1130. La esposa de Nicéforo se llamaba de soltera Zoe Catacalon, y tuvieron siete hijos: Simeón, Juan, León, Basilio, Helena, Teodosia y Zoe. Nicéforo era el hijo mayor de Nicetas Ducas, nacido en 1106; la esposa de Nicetas, con quien se casó en 1129, se llamaba de soltera Irene Cerularius. Nicetas e Irene tuvieron cinco hijos: Miguel, Isaac, Juan, Romano y Ana. El padre de Nicetas fue León Ducas, nacido en 1070; León contrajo matrimonio con Pulcheria Botaniates en 1100 y sus hijos, además de Nicetas, se llamaban Simeón, Juan, Alejandro…
El relato siguió, haciendo remontar a los Ducas hasta el alba de Bizancio, a través de los siglos X, IX y VIII; los nombres eran entonces menos precisos: había lagunas en los archivos; el anciano frunció el ceño, rebuscando por su memoria, excusándose por la incorrección de los datos. Intenté detenerle varias veces, pero no había nada que hacer, y él farfulló finalmente algunas palabras sobre un tal Tiberio Ducas, del siglo VII, cuya existencia, afirmó, resultaba incierta. —Comprenderéis —continuó, que todo lo anterior es tan sólo la ascendencia de Nicéforo Ducas. La familia imperial es una rama distinta, que puedo detallar desde los Comneno hasta el emperador Constantino X y sus antepasados, quienes…
Aquellos Ducas no me interesaban, aunque estuvieran vagamente emparentados conmigo. Si quería conocer la ascendencia de los Ducas imperiales, podía encontrarla en Gibbon. Sólo me importaba la rama más humilde de la familia, la mía, un retoño de la línea imperial. Gracias a aquel desgraciado escriba proscrito, descubría la genealogía de aquellos Ducas a través de tres siglos de historia bizantina, hasta Nicéforo. Y conocía la continuación de la línea, desde Simeón de Albania, hasta el multi-nieto de Simeón, Manuel Ducas de Argyrokastro, cuya hija mayor había de casarse con Nicolás Markezinis, y así podía seguir a la familia Markezinis hasta que una hija de alguno de ellos se casase con un Passilidis y naciera mi estimado abuelo Constantino, cuya hija Diana se casó con Judson Daniel Elliott II y trajo al mundo a éste que les habla.
—Ésto por haberte molestado —le dije al escriba dándole otra moneda de oro antes de salir rápidamente de la taberna mientras él seguía barboteando sorprendidos plácemes.
Sabía que Metaxas estaría orgulloso de mí. Un poco celoso, incluso: mi árbol genealógico era más grande que el suyo. El suyo se remontaba hasta el siglo X, pero el mío (con algunas imprecisiones), alcanzaba el siglo VII. Naturalmente, Metaxas contaba con una lista detallada de varios cientos de antepasados, y yo sólo tenía datos concretos sobre unas pocas docenas de los míos, pero había que considerar que él hubiera empezado varios años antes que yo.
Ajusté el crono cuidadosamente y salté al 27 de diciembre de 537. La calle estaba oscura y silenciosa. Volví apresuradamente al albergue. Habían pasado menos de tres minutos desde que salí, aunque hubiera estado ocho horas en 1175. Mis turistas dormían profundamente. Todo iba bien.
Estaba muy contento por mi actuación. A la luz de una vela, apunté los detalles del linaje de los Ducas sobre un trozo de pergamino. No tenía intención de hacer nada con mi genealogía. No quería matar a mis antepasados, como Capistrano, ni seducirles, como Metaxas. Sólo quería fardar un poco diciendo que los Ducas eran mis antepasados. Algunas personas no tienen ningún antepasado.