Vestidos con nuestras escafandras de plástico negro, caminamos en fila india por un paisaje de muerte.
Nadie nos prestaba atención. En tal época, nuestros trajes ni siquiera parecerían raros; el color negro era lo lógico, y el hecho de que fuesen herméticos resultaba aun más lógico. Aunque el tejido de que estaba hecha nuestra ropa resultaba un poco anacrónico para el siglo XIV, nadie demostraba la menor curiosidad. En aquel tiempo, la gente sabia se quedaba en casa y controlaba la curiosidad.
Los que nos vieron pasar debieron pensar que éramos sacerdotes peregrinos. Nuestros oscuros hábitos, nuestra forma de avanzar en fila india, la intrepidez con la que cruzábamos las peores zonas infectadas, todo nos señalaba como hombres de Dios, o de Satanás; pero, de todos modos, ¿quién se habría atrevido a abordarnos?
El tintineo fúnebre y agobiante de las campanas duraba todo el día y la mitad de la noche. El mundo no era otra cosa que un continuo funeral. Una bruma lúgubre cubría Londres; durante toda la duración de nuestro viaje, el cielo permaneció de un color gris ceniciento. La naturaleza no reforzaba el dolor, como quiere el mensaje patético; no, la bruma había sido creada por el hombre, pues millares de hogueras ardían en Inglaterra, consumiendo la ropa, las casas y los cuerpos de los condenados.
Vimos víctimas de la peste en todos los estados de la enfermedad, desde las primeras vacilaciones hasta los últimos temblores, hasta las sudoraciones, las caídas y las convulsiones.
—Esta enfermedad —declaró Riley con voz tranquila— se caracteriza por un endurecimiento e inflamación de las glándulas de las axilas y el ano. Las bubas alcanzan en poco tiempo el tamaño de un huevo o una manzana. Miren, observen a esta mujer…
Era joven, muy delgada, aterrada, agarrándose desesperadamente las enormes bubas. Pasó ante nosotros, tambaleándose, por la calle llena de humo.
—Luego aparecen las manchas negras —dijo—, primero en los brazos y los muslos, después por todo el cuerpo. A continuación, los forúnculos, que provocan terribles dolores si se rascan. El último paso es el delirio, la locura y la muerte, que se produce, por lo general, tres días después de la aparición de las inflamaciones. Miren allí… —Una víctima del último grado, abandonada, balbuceando en mitad de la calle—. Y allí… —Rostros macilentos que miraban desde detrás de una ventana—. Y allí abajo… —Cuerpos amontonados ante la puerta de un establo.
Las casas permanecían cerradas. Las tiendas, con barricadas. Las únicas personas que se encontraban en la calle eran los enfermos, que buscaban desesperadamente un médico, un sacerdote, alguien que hiciera milagros.
Una música atormentada de ritmo desquiciante llegó hasta nosotros: flautas, tambores, violas, laúdes, sacabuches, caramillos, clarines, cromornos, todos los instrumentos medievales, interpretando al mismo tiempo, no las alegres melodías del medioevo, sino algo así como un largo lamento chirriante y discordante. Riley pareció encantado.
—Se acerca a nosotros una procesión de flagelantes —gritó—. Síganme. ¡No hay que perdérsela, cueste lo que cueste!
Los flagelantes avanzaban por las callejas sinuosas, hombres y mujeres, desnudos hasta la cintura, lúgubres, ensangrentados, algunos tocando cualquier instrumento, la mayoría blandiendo látigos con nudos, con los que se golpeaban sin cesar la espalda, los pechos, las mejillas, los brazos, la frente. Entonaban himnos monótonos, gemían de dolor; se tambaleaban; algunos mostraban ya las bubas de la peste y pasaron a nuestro lado sin mirarnos, bajando por un oscuro paseo que llevaba a una Iglesia desierta.
Nosotros, los alegres turistas temporales, seguimos paseando entre los muertos y los moribundos, pues nuestro Guía deseaba que captásemos la totalidad de aquella experiencia.
Vimos los cadáveres quemados de los muertos ennegrecerse y transformarse en polvo. Vimos montones de cuerpos, sin quemar, abandonados en los campos para que se pudrieran.
Vimos a los profanadores rebuscar entre los cadáveres para quitarles los objetos de valor.
Vimos en medio de la calle a un hombre roído por la enfermedad lanzarse sobre otra infectada medio consciente y abrirle los muslos para un último acto de desesperada lujuria.
Vimos sacerdotes huyendo a caballo para escapar de los parroquianos que imploraban la gracia de Dios.
Entramos en un palacio sin guardar para ver a los aterrados médicos que practicaban una sangría a un agonizante duque.
Vimos otra procesión de seres extraños, vestidos de negro, que cruzaba nuestro camino, con los rostros ocultos tras cristales reflectantes, y nos estremecimos ante la grotesca visión de aquellos paseantes de pesadilla; no tardamos en descubrir que nos cruzábamos en el camino de otro grupo de turistas.
Riley siempre tenía algunas estadísticas preparadas al alcance de la mano.
—La tasa de mortalidad de la peste negra —anunció— se sitúa, generalmente, entre un octavo y las dos terceras partes de cualquier región. En Europa, se estima que pereció el 25 por 100 de la población; si se toma el conjunto del mundo conocido, la mortalidad fue, aproximadamente, del 33 por 100. Para hacernos una idea, si tal epidemia se declarase en nuestra época, costaría la vida a dos mil millones de personas.
Vimos a una mujer que salía de una casa de techo de paja alineando uno por uno los cuerpos de cinco niños en mitad de la calle, para que fueran retirados por el servicio sanitario.
—La aristocracia fue diezmada —dijo Riley—, lo que provocó muchas alteraciones en materia de sucesión. Efectos culturales permanentes resultaron de la muerte de todos los pintores de una escuela de pintura, de numerosos poetas, de monjes eruditos. El choque sicológico tardó mucho tiempo en borrarse; durante generaciones, se pensó que los mediados del siglo XIV habían atraído la cólera de Dios, y se esperó durante mucho tiempo un renacimiento de aquella cólera.
Fuimos parte de la audiencia de funerales en masa en los que dos jóvenes y atemorizados sacerdotes musitaron algunas palabras ante un centenar de cuerpos purulentos e inflados, agitando campanillas, vertiendo un poco de agua bendita y haciendo un gesto a los enterradores para que encendieran la pira.
—La población no recuperará hasta el siglo XVI la magnitud de 1348 —explicó Riley.
Me resultaba imposible decir hasta qué punto estaban afectados los demás viajeros por aquellos horrores, pues todos nosotros nos ocultábamos detrás de las escafandras. La mayor parte de mis compañeros debían estar tan emocionados como fascinados. Oí decir que era corriente que un aficionado a las catástrofes recorriese los cuatro viajes de la peste empezando por Crimea; mucha gente había participado en todas las giras cinco o seis veces. Mi propia reacción fue una impresión cuyos efectos se fueron diluyendo lentamente. Uno acaba por habituarse a todos esos horrores. Creo que al terminar la décima ronda, yo mismo estaría tan tranquilo e impasible como Riley, aquella imparable fuente de estadísticas.
Cuando terminó nuestro viaje en aquel infierno, nos dirigimos a Westminster. Ante el palacio, la gente del Servicio Temporal había pintado en mitad de la calle un círculo rojo de cinco metros de diámetro. Era el punto desde el que debíamos saltar. Nos reunimos en mitad del círculo y ayudé a Riley a ajustar los cronos: en aquel viaje, los cronos estaban colocados fuera de las escafandras. Luego dio la señal y saltamos.
Algunas víctimas de la peste se arrastraban cerca del palacio y fueron testigos de nuestra marcha. No creo que aquello les alterase mucho. En un período durante el cual el mundo entero está pereciendo ¿a quién iba a preocuparle el que una decena de demonios negros desapareciera también?