Aquella noche nos alojamos en un albergue que dominaba el Cuerno de Oro; al otro lado del agua, donde algún día se alzaría el Hilton y las oficinas, no había nada más que una impenetrable oscuridad. El albergue era un sólido caserón de madera con un comedor en la planta baja y enormes habitaciones sin refinamiento alguno, dormitorios, en la planta alta. Esperaba antes de llegar dormir en algo parecido a un montón de paja, pero, por el contrario, las camas eran objetos reconocibles y los colchones estaban llenos de trapos. El lavabo se encontraba fuera, detrás de la casa. No había baños; teníamos que emplear los baños públicos si queríamos lavarnos. Los diez compartíamos una sola habitación pero afortunadamente no fue algo que nos molestase a ninguno. Cuando se hubo desvestido, Clotilde pasó entre nosotros con aspecto indignado enseñándonos el moretón que le dejó la mano del mercader en su suave muslo blanco; Lisa, su amiga de rostro huesudo, pareció nuevamente decepcionada por no tener nada que exhibir.
Aquella noche dormimos poco. Había mucho ruido pues la celebración del bautismo imperial se seguía por toda la ciudad; duró casi hasta el alba. Pero de todos modos ¿quién habría podido dormir sabiendo que el mundo del siglo V se encontraba detrás de la puerta?
Una noche antes, y dieciséis siglos remontando la línea, Capistrano me vio en un estado de suma agitación. Y volvía a verme igual. Fui hasta la pequeña rasgadura de una ventana y miré las hogueras repartidas un poco por toda la ciudad. Cuando me vio se me acercó y dijo:
—Lo entiendo. Al principio a uno le cuesta trabajo dormir.
—Sí.
—¿Quieres que te pida una mujer?
—No.
—¿Vamos a dar un paseo?
—¿Podemos dejarles solos? —le pregunté señalando a los ocho turistas.
—No iremos muy lejos. Nos quedaremos justo ahí fuera, listos para volver si hay algún problema.
El aire era dulce y pesado. Fragmentos de canciones un poco obscenas flotaban hacia nosotros desde el barrio de las tabernas. Nos dirigimos en aquella dirección; las tabernas estaban todavía abiertas y atestadas de soldados borrachos Prostitutas de piel morena ofrecían sus encantos. Una niña que no tendría más de dieciséis años llevaba entre los senos una moneda colgando de una cadenita. Capistrano me dio un codazo para señalarla y nos echamos a reír.
—Quizá es la misma moneda —declaró.
—Pero los senos son diferentes —repliqué encogiéndome de hombros.
—Puede que también sean los mismos senos —me contestó pensando en la niña todavía sin nacer que nos propuso lo mismo que aquélla otra una noche antes.
Capistrano compró dos jarras de un fuerte vino griego y nos volvimos al albergue para quedarnos tranquilamente en la planta baja bebiendo hasta que terminase la noche.
Casi siempre habló él. Como tantos otros Guías Temporales, su vida había sido completa, irregular, llena de altibajos, y me contó su autobiografía entre trago y trago de vino. Nobles antepasados españoles, me dijo (hasta que no pasaron unos cuantos meses no soltó palabra sobre su bisabuela turca; en esa ocasión estaba mucho más borracho); matrimonio precoz con una doncella de noble familia; educación en las mejores universidades de Europa. Luego el inexplicable declive: perdió su ambición, su fortuna, su mujer.
—Mi vida —declaró Capistrano— se rompió en dos cuanto tenía veintisiete años. Pedí una reintegración total de personalidad. Pero como puedes constatar el esfuerzo no se vio coronado por el éxito.
Habló de una serie de matrimonios temporales, de incursiones en la Criminalidad, de experiencias con drogas alucinógenas que hacían que la hierba y los flotadores parecieran cosas inocentes. Cuando se puso a trabajar como Guía Temporal, no le quedaba más elección que aquello o el suicidio.
—Me dirigí a una terminal de ordenador y pedí una respuesta aleatoria —me contó—. Si era que sí me hacía Guía. Si era que no me tragaba el veneno. La respuesta fue positiva. ¡Y aquí estoy!
Se terminó el vino.
Aquella noche, Capistrano se mostró como una maravillosa mezcla de trágico romanticismo desesperado y charlatanería que dramatizaba su vida. Naturalmente yo también estaba borracho y era muy joven. Pero le dije cuánto admiraba su busca de una identidad y deseé secretamente poder descubrir el truco que me haría parecer demolido y mantener una mirada suplicante, ser miserable de un modo tan turbador.
—Ven —me dijo cuando se hubo tragado la última gota de vino. Tenemos que librarnos de los cadáveres.
Arrojamos las jarras al Cuerno de Oro. Aparecían ya las primeras luces del alba. Mientras volvíamos lentamente al albergue, Capistrano dijo:
—Tengo un pequeño pasatiempo, ¿sabes?: busco a mis antepasados. Es mi pequeña investigación privada. Toma, mira estos nombres. —Me enseñó un bloc bastante grueso—. En cada época que visito, busco a mis antepasados y les apunto en esta lista. Ya conozco a varios centenares hasta el siglo XIV ¿Te das cuenta de la cantidad de ancestros que podemos tener? Tenemos dos padres y cada uno de ellos, otros dos padres, y éstos otros, dos cada uno… ¡te remontas cuatro generaciones y ya tienes treinta antepasados!
—Es un pasatiempo interesante —dije.
La mirada de Capistrano se apoderó de mí.
—¡Algo más que un pasatiempo! ¡Algo más que un pasatiempo! ¡Es una cuestión de vida o muerte! Mira, muchacho, cuando me haya cansado de la existencia más de lo normal, no tendré más que volver a buscar a una de esas personas, una sólo, ¡y matarla! Quitarle la vida cuando, por ejemplo, no sea más que un niño. Luego, volver a! tiempo actual. ¡Y, en el mismo instante, sin dolor, mi propia vida dejará de haber existido!
—Pero la Patrulla Temporal…
—Impotente —declaró Capistrano—. ¿Qué podría hacer la Patrulla Temporal? Si mi crimen es descubierto, seré apresado y eliminado de la historia por crimen temporal… ¿Por qué iban a hacerlo si yo ya me había eliminado a mí mismo? De todos modos, desaparecería. ¿No es un delicioso modo de suicidarse?
—Eliminando a tu antepasado —dije—, podrías cambiar el tiempo actual de algún modo notable. Eliminarías también a tus hermanos y hermanas, tus tíos, tus abuelos y a todos sus hermanos y hermanas… ¡eso con retirar sólo uno de los eslabones del pasado!
Asintió solemnemente.
—Soy consciente de eso. Y por eso estoy haciendo la lista, mira, para determinar el mejor modo de desaparecer. No soy Sansón; no quiero ver cómo el templo se derrumba encima de mí. Buscaré a la persona estratégicamente eliminable, alguien realmente pecador, pues no quiero hacer sufrir a un inocente; borraré a esa persona y a mí mismo, y quizá las alteraciones del tiempo actual no sean tan grandes. Si lo son, la Patrulla las descubrirá y las anulará. Con todo, lograré el fin que busco.
Me pregunté si estaba loco o sólo hastiado. Concluí en que un poco de las dos cosas.
Casi estuve tentado de decirle que si lo que quería era matarse, causaría menos problemas a todo el mundo si se limitaba a saltar al Bósforo.
Mi corazón se estremeció ante la idea de que todo el Servicio Temporal resultase contaminado por Capistrano, intentando todos ellos un medio para destruirse cambiando el pasado del modo más interesante posible.
En lo alto, la luz del amanecer despertó a ocho dormilones, acostados de dos en dos. Las parejas casadas dormían plácidamente; los dos chicos londinenses estaban sofocados, sudorosos, como si hubieran dormido mal; Clotilde dormía, sonriente, con la mano metida entre los blancos muslos de Lisa, y la mano de Lisa se apoyaba en uno de los firmes pero jóvenes senos de Clotilde. Solitario, me acosté y no tardé en dormirme. Capistrano me sacó del sueño al poco rato y despertamos a los demás. Me sentía como si tuviera diez mil años.
Desayunamos cordero frío y salimos para dar una vuelta rápida a la ciudad. La mayor parte de las cosas interesantes no habían sido construidas aún, o lo estaban en un estado primitivo; no nos quedamos mucho tiempo. A mediodía, nos dirigimos al Augusteum para saltar.
—Nuestra próxima parada —anunció Capistrano— será en el año 532; veremos la ciudad en época de Justiniano y podremos presenciar las revueltas que la destruyeron y que permitieron la construcción de la ciudad más hermosa y grande de cuantas hayan logrado la gloria eterna.
Volvimos a la sombra de las ruinas de la primera Santa Sofía para que ningún viandante ocasional se asustase al ver que diez personas desaparecían a ojos vista. Arreglé todos los cronos. Capistrano sacó el emisor y dio la señal.
Saltamos.