No pienso que igualase a Metaxas, pero ofrecí a mis clientes un honesto panorama de Bizancio. Era un excelente trabajo, sobre todo para ser la primera vez.
Vimos todos los hechos importantes, y algunos acontecimientos menores. Les mostré el bautismo de Constantino el Fervoroso; la destrucción de los iconos bajo el reinado de León III; la invasión búlgara de 813; los árboles de bronce chapados en oro de la Sala Magnaura de Teófilo; las intemperancias de Miguel el Borracho; la llegada de la primera Cruzada en 1096 y 1097; la mucho más desastrosa aparición de la cuarta Cruzada en 1204; la reconquista de Constantinopla por los bizantinos en 1261 y la coronación de Miguel VIII; resumiendo, todo lo importante.
Mis clientes estaban encantados. Como la mayor parte de los turistas temporales, adoraban las revueltas, las insurrecciones, las rebeliones, los asedios, las matanzas, las invasiones y los incendios.
—¿Cuándo nos enseñará el ataque de los turcos? —no dejaba de preguntarme el agente inmobiliario de Ohio—. ¡Me gustaría ver cómo los condenados turcos devastan la ciudad!
—Muy pronto —le respondí.
Pero antes le enseñé cómo era Bizancio en los años del declive, bajo la dinastía de los Paleólogos.
—Se ha perdido la mayor parte del Imperio —les expliqué cuando descendimos por la línea hasta 1275—. Los bizantinos piensan y construyen a pequeña escala. Digamos que más íntima. Esta es la pequeña iglesia de Santa María de los Mongoles, construida para una hija bastarda de Miguel VIII que estuvo casada durante un corto período de tiempo con un khan mongol. ¿Ven su encanto? ¿Su sencillez?
Descendimos por la línea hasta 1330 para ver la iglesia de Nuestro Salvador de la Cora. Los turistas ya la habían visto en la moderna Estambul bajo su nombre turco: Kariye Camii; la vieron entonces en su estado original, con todos aquellos maravillosos mosaicos nuevos e intactos.
—Miren aquí —les pedí—. Esta es la María que se casó con el mongol. Sigue estando en el mismo sitio en nuestro tiempo actual. Aquel mosaico de un poco más allá representa la infancia de Cristo… éste ha desaparecido en nuestra época, pero observen su excelencia.
El psiquiatra siciliano tomó hologramas de toda la iglesia; llevaba un miniaparato autorizado por el Servicio Temporal, pues nadie a lo largo de toda la línea temporal podía entender su utilidad, ni siquiera detectar su presencia. Su temporaria de piernas arqueadas oscilaba de derecha a izquierda lanzando exclamaciones ininterrumpidamente. Los de Ohio parecían aburridos, como yo ya había previsto. Sin importancia. Les daría cultura aunque tuviera que hacérsela tragar a la fuerza.
—¿Cuándo veremos a los turcos? —preguntaban sin cesar los de Ohio.
Saltamos por encima de los negros años de 1347 y 1348.
—No puedo llevarles a ese período —dije en cuanto empezaron a protestar—. Si quieren ver una de las grandes epidemias, tendrán que apuntarse en una gira especial.
—Todos estamos vacunados —refunfuñó el yerno del señor de Ohio.
—Pero cinco mil millones de personas carecen de protección en el tiempo actual, al final de la línea —le expliqué—. Puede usted contraer bacilos, llevárselos de vuelta y ocasionar una epidemia mundial. Y tendríamos que borrar todo este viaje temporal de la historia para impedir semejante desastre. No querrá que pase nada parecido, ¿verdad?
Incomprensión.
—Escuchen, si pudiera, les llevaría —confesé—. Pero no puedo. Es la ley. Nadie puede penetrar en un período de epidemia a menos que lo haga bajo vigilancia especial, que no estoy autorizado a darles.
Les llevé a 1355 para mostrarles el fin de Constantinopla; una población muy disminuida dentro de las murallas; barrios enteros abandonados, las iglesias medio en ruinas. Los turcos devoraban el país. Llevé a mis clientes a las murallas, al final del barrio de Blachernae y les señalé a los jinetes del sultán turco que acechaban por la campiña, más allá de los límites de la ciudad. El muchacho de Ohio les increpó con el puño. —¡Malditos bárbaros! —gritó—. ¡Peste de la tierra!
Bajamos hasta 1398. Les dejé ver Anadolu Hisari, la fortaleza del sultán Bayazid, en la costa asiática del Bósforo. La bruma de verano la hacía un poco difícil de ver, y saltamos unos cuantos meses, al otoño, para observarla de nuevo. Subrepticiamente, llevábamos un par de gemelos. Aparecieron dos monjes bizantinos, vieron los prismáticos antes de que nos diera tiempo a esconderlos y quisieron saber por qué mirábamos en su interior.
—Ayuda a los ojos —contesté, y nos apresuramos a marcharnos de allí.
Durante el verano de l442, estudiamos el ejército del sultán Murat II detenido frente a la ciudad. Cerca de 20.000 turcos habían quemado las aldeas y los campos que rodeaban Constantinopla, asesinando a los habitantes, destruyendo viñedos y olivares; en aquel momento, intentaban tomar la ciudad. Empujaban máquinas de asedio hacia los muros, atacaban con arietes, catapultas gigantes, toda la artillería pesada de la época. Llevé a mis clientes lo bastante cerca de la línea de combates como para que disfrutasen del espectáculo.
La técnica habitual para aquello era disfrazarse de santos peregrinos. Los peregrinos podían ir a cualquier parte, incluso al frente. Repartí cruces e iconos, indicando a todo el mundo que simulase cierta devoción, y les conduje al lugar del combate, cantando y salmodiando. No era posible que cantasen verdaderos himnos bizantinos, naturalmente, y les dejé cantar lo que quisieran siempre y cuando pusiesen cuidado en que pareciera un canto piadoso y solemne. Los de Ohio se dedicaron a entonar Barras y Estrellas, repitiéndolo incesantemente, y el psiquiatra y su amiga cantaron arias de Verdi y Puccini. Los defensores bizantinos se detuvieron durante un momento para hacernos gestos. Les devolvimos el saludo e hicimos la señal de la cruz.
—¿Y si nos hubieran matado? —preguntó el yerno.
—No hay problema. De todos modos, no sería permanente. Si recibiese una flecha perdida, llamaría a la Patrulla Temporal y se lo llevarían de aquí hace cinco minutos.
El yerno pareció quedarse desconcertado.
—Celeste Aida, forma divina…
…te alabamos orgullosamente…
Los bizantinos lucharon con todas sus fuerzas para rechazar a los turcos. Arrojaban fuego griego y aceite hirviendo sobre los atacantes, cortando cada cabeza que apareciese por encima del muro, resistiendo el furor de la artillería. Pero parecía seguro que, al atardecer, la ciudad caería. Las sombras de la noche se acercaban.
—Miren —les dije.
Las llamas empezaron a alzarse en varios puntos a lo largo de la muralla. Los turcos quemaban sus propias máquinas de guerra y se alejaban.
—¿Por qué? —preguntó alguien—. ¡Habrían tomado la ciudad en una hora!
—Los historiadores bizantinos —contesté— escribirán que se produjo un milagro. La Virgen María, ataviada con un manto violeta, rodeada de un halo brillante, apareció y anduvo por la muralla. Los turcos huyeron aterrados.
—¿Dónde pasa eso? —preguntó el yerno—. ¡No he visto ningún milagro—. ¡No he visto a la Virgen María!
—Quizás debiéramos volver media hora en el pasado y mirar de nuevo —dijo su mujer con voz titubeante.
Les expliqué que, de hecho, la Virgen no caminó por las almenas; lo que sí ocurrió es que llegaron mensajeros a anunciar al sultán Murat que había estallado contra él un levantamiento en Asia Menor y, temiendo verse encerrado y asediado en Constantinopla si conseguía apoderarse de ella, el sultán terminó con el asalto inmediatamente para ocuparse de los rebeldes del este. Los de Ohio parecieron decepcionados. Creo que les habría gustado ver a la virgen.
—La vimos durante el viaje del año pasado —rezongó el yerno.
—Era diferente —le dijo su mujer—. Era la verdadera; ¡nada de milagros!
Ajusté los cronos y saltamos.
El 5 de abril de 1453, al amanecer, esperamos la aparición del sol en las murallas de Bizancio.
—La ciudad ahora está aislada —dije— El sultán Mehmet el Conquistador ha construido la fortaleza de Rumeli Isari en la costa europea del Bósforo. Los turcos se acercan. ¡Atentos: escuchen!
El sol se alzó. Miramos por encima de la muralla. Se oyó un lejano aullido.
—Al otro lado del Cuerno de Oro se alzan las tiendas de los turcos: son doscientos mil. Y hay cuatrocientos noventa y tres navíos turcos en el Bósforo. Los defensores bizantinos son tan sólo ocho mil y cuentan con quince naves. La Europa cristiana no ha enviado ninguna ayuda a la Bizancio cristiana, salvo setecientos soldados y marinos genoveses bajo el mando de Giovanni Giustiniani. —Me entretuve con el nombre de aquel último defensor de Bizancio, apoyándome en los ricos ecos del pasado. Giustiniani… Justiniano. Nadie lo notó— Bizancio está a punto de caer entre los lobos —seguí—. ¡Oigan los gritos de los turcos!
La famosa cadena de cierre bizantina cruzaba el Cuerno de Oro fijándose en cada orilla: eran gruesas argollas unidas por enganches de acero, algo muy estudiado y capaz de proteger la puerta de los invasores. Una vez, cumplió su papel, en 1204; en aquella ocasión, había sido reforzada.
Descendimos por la línea hasta el 9 de abril para ver cómo los turcos avanzaban poco a poco hacia las murallas. Nos dirigimos después al 12 de abril y vimos el gran cañón turco, el cañón real, entrando en acción. Un cristiano renegado, Urbano de Hungría, lo construyó para los turcos; cien pares de bueyes lo habían llevado hasta allí; la boca del cañón, de un metro de diámetro, lanzaba proyectiles de granito que pesaban 1500 libras. Vimos un surtidor de llamas, una bocanada de humo, y luego una monstruosa bola de piedra se alzó tranquila, lentamente, antes de aplastarse con fuerza extraordinaria contra la muralla levantando una nube de polvo. El ruido hizo vibrar toda la ciudad; la detonación resonó durante un buen rato en mis oídos.
—No pueden disparar el cañón real más que siete veces por día —dije—. Necesitan mucho tiempo para cargarlo. Y ahora, mucha atención.
Saltamos una semana hacia el futuro. Los invasores se apretujaban alrededor del gigantesco cañón, dispuestos a disparar. Lo hicieron y el gran cañón explotó con una terrible llamarada, proyectando inmensos trozos de metal entre las tropas turcas. El suelo se llenó de cadáveres. Desde las murallas, los bizantinos gritaron de alegría.
—Entre los muertos se encuentra Urbano de Hungría —les conté a mis clientes—. Pero los turcos no tardarán en fabricar otro cañón.
Aquella noche, los turcos asaltaron las murallas. Cantando América y arias de Otelo, vimos cómo los bravos genoveses de Giovanni Giustiniani rechazaban a los asaltantes. Las flechas silbaban cruzando el aire; algunos bizantinos disparaban con fusiles pesados y poco manejables. Presenté el asedio final con tal virtuosismo que lloré. Ofrecí a mis clientes batallas navales, combates cuerpo a cuerpo en las murallas, plegarias en Santa Sofía. Les enseñé cómo los astutos turcos llevaron por tierra sus navíos sobre rodillos, desde el Bósforo al Cuerno de Oro, para rodear la célebre cadena, y les enseñé el terror de los bizantinos cuando, en la mañana del 23 de abril, descubrieron setenta y dos navíos de guerra turcos anclados en el puerto. Les permití estudiar el modo en que los genoveses destruyeron magistralmente aquellas naves.
Seguimos los días del asedio, viendo cómo mermaban las murallas sin dejar de aguantar, viendo crecer la firmeza de los defensores y debilitarse la determinación de los asaltantes. En la noche del 28 de mayo nos dirigimos a Santa Sofía para asistir al último servicio cristiano que había de celebrarse en ella. Toda la ciudad parecía encontrarse en la catedral: el emperador Constantino XI y su corte, mendigos y ladrones, mercaderes, católicos romanos de Génova y Venecia, soldados y marinos, duques y prelados, y muchos visitantes del futuro disfrazados, quizá muchos más que los que conformaron la reunión original. Oímos retumbar las campanas, escuchamos el Kyrie melancólico, y nos arrodillamos, y muchos, muchos, también los viajeros temporales, lloraron por Bizancio; cuando el servicio terminó, las luces se apagaron y ocultaron los frescos y los brillantes mosaicos.
Llegó el 29 de mayo y presenciamos el último acto de un mundo.
A las dos de la madrugada, los turcos se precipitaron por la puerta de San Romano. Giustiniani estaba herido; los combares eran terribles e hice retroceder a mis clientes; los rítmicos gritos de ¡Alá! ¡Alá! se alzaron hasta cubrir el mundo entero en su furor. Los defensores fueron dominados por el pánico y huyeron y los turcos invadieron la ciudad.
—Todo ha terminado —dije—. El emperador Constantino ha muerto en la batalla—. Millares de personas abandonan la ciudad; millares más buscarán refugio tras las puertas de Santa Sofía. Ahora, escuchen: ¡es la rapiña, la matanza!
Dimos muchos saltos, desapareciendo y reapareciendo para no ser derribados por los jinetes que galopaban alegremente por las calles. Sin duda atemorizamos a un buen número de turcos, pero en medio de toda aquella agitación la desaparición milagrosa de algunos peregrinos no tendría mucha importancia. Para terminar del mejor modo posible, llevé a mis clientes al 30 de mayo y vimos como el sultán Mehmet desfilaba triunfal por Bizancio, flanqueado por sus visires, pachás y jenízaros.
—Se detiene ante Santa Sofía —murmuré—. Toma tierra con las manos y se la echa sobre el turbante; con este gesto le da las gracias a Alá por tan gloriosa victoria. Ahora entra. Sería peligroso que le siguiéramos. En el interior hay un turco destruyendo el suelo de mosaico que considera impío; el sultán golpeará al hombre prohibiéndole arruinar la catedral; luego se dirigirá al altar, subirá a él y hará una reverencia. Santa Sofía se convertirá en Ayasofya, la mezquita. Bizancio no existe. Vamos. Tenemos que volver.
Aturdidos por lo que habían visto, mis seis turistas me dejaron ajustar sus cronos. Emití la nota clave y volvimos a 2059.
Más tarde, en el despacho del Servicio Temporal, el agente inmobiliario de Ohio se acercó a mí. Me enseñó el pulgar de un modo vulgar, como suele hacer la gente vulgar para ofrecer una propina.
—Muchacho —dijo— sólo quiero que sepas que has hecho un trabajo excelente. Ven conmigo y deja que ponga el pulgar en la placa de un terminal para demostrarte lo que he disfrutado. ¿Vale?
—Lo siento —respondí—. No podemos aceptar propinas.
—No te preocupes, muchacho. Digamos que no estabas mirando y déjame que te ponga algo de dinero en la cuenta ¿de acuerdo? ¡Como si no supieras nada!
—No puedo impedir una transferencia de fondos de fuente desconocida —dije al fin.
—Muy bien. ¡Maldita sea, cuando los turcos entraron en la ciudad, qué espectáculo! ¡Qué espectáculo!
Cuando recibí el extracto de cuenta al mes siguiente, descubrí tranquilamente un abono de mil unidades. No se lo dije a mis superiores. Creo que, reglamentariamente o no, me lo había ganado.