Ella fue a buscar a un sirviente, diciéndole que el joven de Epira había bebido demasiado y quería descansar en una de las habitaciones de invitados. Aparenté estar lo suficientemente borracho. Metaxas se encontró conmigo y me deseó lo mejor. Luego hubo una procesión de velas a través del laberinto del palacio de los Ducas y me llevaron hasta una lejana habitación. Por todo mobiliario se veía una cama baja; como adorno un mosaico rectangular en el centro del suelo. La única ventanuca dejaba pasar un solitario rayo de luna. El servidor me llevó un cuenco de agua, me deseó buenas noches y me dejó solo.
Esperé un millón de años.
Lejanos rumores alegres flotaron hasta mí. Pulcheria no llegaba.
Sólo es un juego, pensé. Una farsa. La joven pero distinguida señora se divierte a costa del primo del pueblo. Me dejará aquí esperando hasta mañana, solo, hasta que mande a alguien con el desayuno y me acompañe luego a la salida. Quizá le diga a una de sus esclavas que se reúna conmigo fingiendo ser ella. O quizá me envíe a una vieja desdentada mientras los invitados me espían por agujeros camuflados en la pared.
Pensé huir un millar de veces. Tocar el crono y descender hasta 1204, donde Conrad Sauerabend, Palmira Gostaman, los señores Haggins y mis otros turistas estaban dormidos y sin protección.
¿Partir? ¿En aquel preciso instante? ¿Una vez llegado tan lejos? ¿Qué pensaría Metaxas al descubrir que me había rajado?
Me acordé de mi gurú, Sam el negro, preguntándome:
—Si tuvieras una oportunidad de realizar tu más querido deseo ¿la aprovecharías?
Mi más querido deseo era Pulcheria; ya lo sabía.
Me acordé de Sam Spade diciéndome:
—Eres un perdedor. Y los perdedores eligen infaliblemente la peor solución.
¡Basta tátara-tátara-multi-tátara-nieto! ¡Lárgate antes de que tu lasciva antepasada te ofrezca su perfumado sexo!
Me acordé de Emily, la genetista que predecía el porvenir, gritándome con voz aguda:
—¡Desconfía del amor en Bizancio! ¡Desconfía! ¡Desconfía! Me había enamorado. En Bizancio.
Me levanté y fui de un lado a otro por la habitación un millar de veces; me acerqué a la puerta, escuchando las risas y las lejanas canciones, me quité toda la ropa, doblándola cuidadosamente antes de ponerla en el suelo junto a la cama. Me quedé desnudo, sólo con el crono, y pensé quitármelo también. ¿Qué diría Pulcheria al ver aquel cinturón de plástico alrededor de mi cintura? ¿Cómo podría explicárselo?
Me quité también el crono, separándome de él por primera vez desde el principio de mi carrera. Me sentí presa de un verdadero terror. Me sentía más que desnudo sin él. Sin el crono ciñéndome los riñones, era, como todo el mundo, esclavo del tiempo. No tenía modo alguno de escapar a toda prisa. Si Pulcheria tenía en mente algún juego cruel y me pillaba sin el crono, sería mi fin.
Me lo volví a colocar apresuradamente.
Me lavé meticulosamente, por todas partes, preparándome para recibir a Pulcheria. Y me quedé desnudo junto a la cama durante otros mil millones de años. Pensé con ansiedad en los pechos abultados y morenos de Pulcheria, en la dulzura de su piel en el interior de los muslos. Mi virilidad se despertó, alcanzando tales proporciones que me sentí tan orgulloso como turbado.
No quería que Pulcheria entrase y me descubriera en aquel trance, de pie, junto a la cama, y con aquel árbol de carne entre las piernas: recibirla así sería brutal, demasiado directo. Mi aspecto era semejante al de un trípode invertido. Me volví a vestir apresuradamente, me sentía como un idiota. Y esperé otro millón de años. Vi las primeras luces de la aurora mezclarse con la claridad de la luna por la grieta de la ventana.
Después, la puerta se abrió y Pulcheria entró en la habitación. Echó el cerrojo.
Se había quitado el maquillaje y las joyas, todas a excepción de un pequeño collar de oro, y cambiado el traje de seda de noche por un ligero camisón de tul. Pese a la semioscuridad, vi que, bajo él, iba desnuda; las curvas de su cuerpo casi me volvieron loco. Se deslizó hacia mí.
La tomé entre mis brazos e intenté besarla. No sabía besar. La posición que había que adoptar para el boca a boca le resultaba totalmente desconocida. Tuve que enseñársela. Le incliné suavemente la cabeza y ella me sonrió, sorprendida pero conforme. Nuestros labios se tocaron. Deslicé la lengua hacia adelante.
Pulcheria se estremeció y apretó su cuerpo contra el mío. Comprendió apresuradamente la teoría de lo que pasaba.
Mis manos bajaron por sus hombros. Le quité el camisón; ella no dejó de temblar mientras la desvestía.
Conté sus senos: dos. Pezones de color rojo oscuro. Medí sus nalgas con las manos abiertas. Una buena medida. Hice correr los dedos por sus muslos. Excelentes muslos. Admiré los dos profundos hoyuelos de su espalda.
Ella era tan tímida como voluptuosa, una soberbia combinación.
Cuando me desvestí, vio el crono y lo tocó, tirando de él suavemente, pero sin hacer preguntas; deslizó las manos más abajo. Nos tendimos en la cama.
Sabe, el sexo es realmente algo ridículo. Quiero decir el acto sexual, el acto físico. Lo que llamaban hacer el amor, en las novelas del siglo XX; lo que se llama “dormir juntos”. Fíjese cuántos esfuerzos literarios para describir los movimiento de un polvo. ¿A qué nos lleva todo esto?
Tome esa cosa parecida a una pica de carne rígida y métala en esa raja lubricada, frótela de atrás para adelante hasta obtener la carga necesaria capaz de producir una descarga. Como prender un fuego frotando dos palitos. No es nada mágico: colocar el punzón A en la marca B. Frotar hasta que se termine.
Mire el acto y vea lo estúpido que es. Las nalgas que suben y bajan, las piernas que se agitan, los sofocados jadeos, los va y viene… ¿hay algo más idiota que este acto tan básico de las relaciones humanas?
Evidentemente, no. Así que, ¿por qué tan agitadas relaciones con Pulcheria me parecían tan importantes a mí? (Y quizá también a ella.).
Mi teoría es que el significado real del sexo, en el buen sentido del término, es simbólico. No es solamente el hecho de estremecerse brevemente de “placer” durante los movimientos del acto. Después de todo, el mismo placer es posible sin compañera, aunque no sea lo mismo, ¿verdad?
No. El sexo es algo más que una contracción de los riñones; es la celebración de una unión espiritual, de una confianza mutua. Cada uno de nosotros le dice al otro en la cama: me ofrezco a ti con la esperanza de que me des placer; por mi parte, intentaré darte placer. A eso lo llamas contrato social. El temblor es fruto del contrato, no del placer, que es tan sólo su aplicación.
Uno dice también: mira, éste es mi cuerpo desnudo, con todas sus imperfecciones, y lo expongo ante ti con toda confianza, sabiendo que no te burlarás de él. Y dice: acepto este íntimo contacto contigo, aun a sabiendas que podrías transmitirme alguna horrible enfermedad. Acepto correr el riesgo, porque eres tú. Y la mujer se dice, al menos hasta el siglo XIX o comienzos del XX: me abro a ti sabiendo que puede haber todo tipo de consecuencias biológicas dentro de nueve meses.
Todas estas cosas son mucho más vitales que los breves momentos de placer. Por eso los instrumentos de masturbación mecánica nunca han suplantado al sexo, ni lo reemplazarán nunca.
Lo que se produjo entre Pulcheria Ducas y un servidor, aquella bizantina mañana de 1205, fue una relación mucho más importante que la que mantuve con la emperatriz Teodora medio milenio antes, y más importante que todas las relaciones que mantuve con un buen número de chicas un milenio después. Aproximadamente, eché en Teodora los mismos pocos centímetros cúbicos de líquido que en Pulcheria y en las otras mujeres; pero con Pulcheria fue diferente. Con Pulcheria, nuestro orgasmo no fue más que el sello simbólico de algo más grande. Para mí, Pulcheria era la encarnación de la gracia y la belleza, y la rapidez con la que ella aceptó lo que pasaba hizo de mí un emperador de más talla que Alexis; mi eyaculación y su orgasmo no tuvieron apenas importancia. Nada, comparados con el hecho de que nos habíamos enamorado, compartiendo nuestra confianza, nuestra fe y nuestro deseo. Ese es el centro de mi filosofía. Soy un romántico desnudo. La anterior es la profunda conclusión que he podido extraer de todas mis experiencias; el sexo con amor es mejor que el sexo sin amor. Q.E.P.D. También puedo demostrar, si quieren, que es mucho mejor estar sano que enfermo, tener dinero a ser pobre. Mi atracción por el pensamiento abstracto carece de límites.