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Me mandaron a la cama con un curso hipnótico de griego bizantino y cuando me desperté podía no sólo encargar algo de comer, comprarme una túnica y seducir a una virgen en argot bizantino, sino que conocía algunas frases tan vergonzantes que habría podido derribar de los muros los mosaicos de Santa Sofía. Nunca tuve ocasión de escuchar aquellas frases cuando era estudiante de Harvard, Yale y Princeton. ¡El hipnosueño es encantador!

Con todo, yo no estaba aún en condiciones de partir como Guía en solitario. Protopopolos, el encargado de organizar los viajes de aquel mes, me puso en equipo con Capistrano para mi primera salida. Si todo iba bien, me dejarían solo en unas pocas semanas.

El viaje a Bizancio, que es uno de los más populares que ofrece el Servicio Temporal, es bastante corriente. Cada gira permite asistir a la coronación de un emperador, una carrera de cuadrigas en el hipódromo, la consagración de Santa Sofía, el saqueo de la ciudad por la cuarta cruzada y la reconquista por los turcos. Una gira como aquella nos deja en la parte baja de la línea temporal durante siete días. El viaje de catorce días comprende todo lo anterior, más la llegada de la primera cruzada a Constantinopla, las matanzas de 532, un matrimonio imperial y varios acontecimientos menores. El Guía puede elegir las coronaciones, los emperadores o las carreras de cuadrigas; la intención de todo ello es evitar contribuir a la Paradoja Acumulativa reuniendo a demasiados turistas en un mismo evento. Casi todos los períodos entre Justiniano y los turcos son visitados, pero procuramos evitar los años de los grandes temblores de tierra, y está absolutamente prohibido, bajo pena de ser borrado por la Patrulla Temporal, ir a los años de la peste bubónica, de 745 a 747.

Durante mi primera noche en el tiempo actual, estuve tan nervioso que no pude dormir. Me hacía sentirme tenso el temor a cometer alguna torpeza durante mi primera misión como Guía; ser Guía es una gran responsabilidad, aunque se vaya con un compañero, y me aterraba poder cometer algún error. La idea de tener que recibir ayuda de la Patrulla Temporal me asustaba. ¡Qué humillación!

Pero lo que más me inquietaba era Constantinopla. ¿Sería la ciudad tal y como la había soñado? ¿Me decepcionaría? Durante toda mi vida, había amado cierta imagen de aquella brillante y dorada ciudad del pasado; en aquel momento estaba a punto de remontar la línea del tiempo hasta ella… y temblaba.

Me levanté y me puse a deambular por la pequeña sala que pusieron a mi disposición, sintiéndome abatido y tenso. No estaba bajo los efectos de ninguna droga, y me habían prohibido fumar: los Guías deben poner mucho cuidado con esas cosas, pues encender un cigarrillo en una calle del siglo X representa, a todas luces, un anacronismo ilegal. Capistrano me dio lo que quedaba de coñac, pero como consuelo era muy pobre. Me oyó golpear los muebles y vino a ver que me pasaba.

—¿Nervioso? —me preguntó.

—Mucho.

—Yo también lo estoy antes de saltar. Siempre me pasa.

Me propuso que saliéramos un rato para calmar los nervios. Cruzamos al lado europeo y anduvimos al azar por las calles silenciosas de la ciudad nueva, desde el palacio Dolmabahce, en la playa, hasta el viejo Hilton; a continuación, descendimos desde el Taksim hasta el puente de Gálata para penetrar en la ciudad propiamente dicha. Caminamos incansablemente. En apariencia, éramos las únicas personas que estaban despiertas en todo Estambul. Surcamos el laberinto de un mercado y emergimos a una de las calles que llevan a Santa Sofía. Nos quedamos un instante ante el antiguo y majestuoso edificio. Me grabé sus trazos en el cerebro (los minaretes suplementarios, los más recientes arbotantes), intentando decirme que la vería al día siguiente tal y como realmente era, como una serena amante de la ciudad, sin compartir nada con la belleza extranjera de la Mezquita Azul, al otro lado.

Paseamos durante mucho tiempo, llegando a los vestigios del hipódromo, rodeando el Topkapi, dirigiéndonos hasta el mar y a la muralla vieja. El alba nos encontró ante la fortaleza Yedikule, en la sombra de los restos de la muralla bizantina. Estábamos medio dormidos. Un joven turco de unos quince años se acercó a nosotros cortésmente y nos preguntó, primero en francés, luego en inglés, si estábamos interesados en algo: monedas antiguas, su hermana, hachís, monedas israelíes, joyas de oro, su hermano, una alfombra. Le dimos las gracias y le dijimos que no estábamos interesados en nada de aquello. Sin preocuparse, llamó a su hermana, que podía tener catorce años pero aparentaba cuatro o cinco más.

—Virgen —nos dijo—. ¿Os gusta? Bonita cara, ¿eh? ¿Qué sois: americanos, ingleses, alemanes? ¡Mirad!

La chica se desabotonó la blusa ante una breve orden del muchacho y nos enseñó dos preciosos pechos redondos y firmes. Una pesada moneda bizantina, quizá un follis, se balanceaba entre ellos colgando de una cadena. Me acerqué para verla mejor. El muchacho, cuyo aliento apestaba a ajo, se dio cuenta en el acto de que yo miraba la moneda y no los pechos de su hermana; volvió a la carga y me preguntó:

—Te gustan las monedas, ¿verdad? Bajo un muro, tenemos un jarro lleno. Espera aquí, te lo enseñaré, ¿sí?

Se fue corriendo. Su hermana volvió a cerrar la blusa morosamente. Capistrano y yo empezamos a alejarnos. La chica nos siguió pidiéndonos que nos quedásemos, pero, tras perseguirnos una veintena de metros, nos dejó en paz. Gracias al pontón, estuvimos en el edificio del Servicio Temporal una hora más tarde.

Tras desayunar, nos vestimos: largas túnicas de seda, sandalias romanas, elegantes capas. Capistrano me tendió el crono solemnemente. Su uso me resultaba ya muy familiar. Me lo apoyé en la piel y sentí que se vertía en mí una riada de energía: sabía que era libre de ir a cualquier época y que no debía nada a nadie mientras recordase que debía preservar el carácter sagrado del tiempo actual. Capistrano me guiñó un ojo.

—Remontamos la línea —dijo.

—Remontamos la línea —contesté.

Nos dirigimos al encuentro de nuestros ocho juristas.

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