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Volví a Estambul y me presenté en el despacho para servir de Guía durante dos semanas a un grupo de ocho turistas.

Ni la peste negra ni Teodora pudieron disminuir la pasión que sentía por Pulcheria Ducas. Esperaba liberarme de aquella peligrosa obsesión volviendo al trabajo.

El grupo estaba compuesto por las siguientes personas:

J. Frederick Gostaman, de Biloxi, Mississippi, vendedor al por menor de productos farmacéuticos y órganos transplantables, acompañado por su esposa, Louise, su hija Palmira, de dieciséis años, y su hijo Bilbo, de catorce años.

Conrad Sauerabend, de Saint Louis, Missouri, agente de cambio que viajaba solo.

La señorita Hester Pistil; de Brooklyn, Nueva York, joven institutriz.

Leopold Haggins, de San Petersburgo, Florida, ex fabricante de corazones artificiales, y su esposa Cristal.

Resumiendo, la banda habitual de vagos hiperricos y supereducados. Sauerabend, alto, mofletudo y maleducado, detestó a Gostaman en el acto, mofletudo y jovial, a causa de que este último hizo una divertida observación sobre el modo en que Sauerabend miraba el escote de su hija durante una de las sesiones de preparación. Creo que Gostaman bromeaba, pero Sauerabend se ruborizó y se irritó, y Palmira, lo bastante subdesarrollada a sus dieciséis años como para aparentar trece, salió llorando de la habitación. Arreglé las cosas, pero Sauerabend siguió lanzando homicidas miradas al pobre Gostaman. La señorita Pistil, institutriz, una rubia de ojos inexpresivos y voluminosa grupa, mantenía una actitud que procuraba ser simultáneamente tensa y lánguida. En cuanto nos vimos, me demostró claramente que era una de esas chicas que hacen los viajes sólo para tirarse a los Guías; aunque no hubiera tenido la mente dedicada en exclusiva a Pulcheria, creo que no habría aprovechado su disponibilidad; de cualquier modo, tal y como estaban las cosas, no tenía en mente la idea de empezar a explorar la pelvis de la señorita Pistil. No pasaba lo mismo con Bilbo Gostaman, tan elegante que llevaba pantalón con bragueta (si pueden relanzar la moda de los corpiños cretenses, ¿por qué no la de las braguetas?), que metió la mano bajo la falda de la señorita Pistil en la segunda clase. Él pensaba hacerlo discretamente, pero le descubrí, lo mismo que el viejo Gostaman, que se llenó de orgullo paternal, y la señora Haggins, que se sintió especialmente impresionada. La señorita Pistil pareció excitada y se agitó ligeramente para ofrecer a Bilbo una posición más ventajosa. Mientras pasaba todo esto, el señor Leopold Haggins, que tenía ochenta y cinco años y muchas arrugas, lanzaba ojeadas llenas de esperanza hacia la señora Louise Gostaman, algo así como una plácida matrona, que pasó la mayor parte del viaje rechazando los febriles asaltos del viejo verde. ¡Hágase una idea del ambiente!

Y nos fuimos a pasar un par de alegres semanas de vacaciones.

Una vez más, fui sólo un Guía de segunda clase. No podía recuperar la llama divina. Les enseñé todo lo que había que enseñar, pero me sentí incapaz de mostrarles todo lo demás: las derivas, las cabriolas metaxianas que me gustaría hacer en cada viaje.

Los problemas provenían, en parte, del nerviosismo que me embargaba a causa de Pulcheria. La joven no dejaba de atormentarme mentalmente. Me imaginaba descendiendo a 1105 y acostándome con ella; ciertamente, la dama recordaría haberse encontrado conmigo en la tienda y, de un modo muy visible, me invitaría a algo.

Los problemas provenían, también, del declive de mi facultad de maravilla. Llevaba haciendo las giras de Bizancio desde hacía seis meses y toda la sorpresa desapareció con el tiempo. Un Guía dotado —como Metaxas— podía disfrutar tanto en su milésima coronación imperial como en la tercera. Y transmitir aquella euforia a sus clientes. Quizá yo no era un Guía dotado. Empezaba a cansarme de ver la consagración de Santa Sofía y el bautismo de Teodosio II, lo mismo que el vigilante de un lupanar se acaba cansando de… bueno, ya lo sabe.

Los problemas provenían, por último, a causa de la presencia de Conrad Sauerabend en el grupo. Aquel hombre alto y desaliñado que transpiraba sin cesar me molestaba con sólo abrir la boca.

No era idiota, sólo grosero, indecente e incluso vulgar. Era patán, bravucón y testarudo. Podía contar con él si había que lanzar algún exabrupto o una cita fuera de lugar.

En el Augusteum, silbó y dijo:

—¡Sería un aparcamiento magnífico!

En Santa Sofía, dio una palmada en la espalda de un sacerdote de barba blanca declarando:

—¡Cura, te juro que esto es toda una iglesia!

Con ocasión de la destrucción de los iconos bajo León el Isáurico, mientras desaparecían las más bellas obras del arte bizantino por ser consideradas como ídolos, interrumpió a un iconoclasta fanático y le dijo:

—No hagas el idiota. ¿No ves que disminuyes el interés turístico de la ciudad?

Sauerabend también importunaba a las niñas, lo que le hacía sentirse orgulloso.

—No puedo impedirlo —explicó—. Es una obsesión. Los psiquiatras lo llaman complejo de Lolita. Me gustan las chicas de doce o trece años. Tienen edad bastante como para tener la regla, incluso algo de vello, pero todavía no están maduras. Hay que tomarlas así, antes de que les crezcan los pechos… ése es mi ideal. No puedo soportar toda esa carne que se balancea en el pecho de las mujeres. Me pone enfermo.

Muy enfermo, sí. Y también preocupante; Palmira Gostaman iba en el grupo; Sauerabend no dejaba de mirarla. Los alojamientos que se consiguen durante los viajes temporales no siempre dejan mucha intimidad para los turistas, y Sauerabend no dejaba de fisgar a la pobre niña, que se sentía muy embarazada. Babeaba de deseo ante ella continuamente, lo que la hacía vestirse y desnudarse bajo una manta, como si hubiéramos estado en el siglo XIX o el XX; y, cuando su padre no miraba, echaba sus patazas a su trasero o entre sus pequeños senos y le murmuraba al oído lúbricas proposiciones. Acabé por decirle que le expulsaría del grupo y le devolvería al tiempo actual si no dejaba de hacer el imbécil. Aquello le calmó durante unos días. El padre de la muchacha, con todo, encontró el incidente muy divertido.

—Quizá la chica necesita follar un poco —explicó—. Soltar un poco el cuerpo.

Papá Gostaman aprobaba las relaciones de su Bilbo con la señorita Pistil, relaciones que se estaban convirtiendo también en algo molesto, pues perdíamos mucho tiempo esperando a que rematasen sus sesiones diarias de cópula. Estaba explicando lo que veríamos a lo largo del día; Bilbo estaba detrás de la señorita Pistil y, súbitamente, el rostro de la mujer se transformó y averigüé que, tras levantarle la falda por detrás, ¡plash! Bilbo parecía siempre muy contento, lo que me parecía muy razonable para un muchacho de catorce años que mantiene relaciones con una mujer que tiene diez años más que él. La señorita Pistil se sentía culpable. Pero su desgarrada consciencia no le impedía abrir la puerta a Bilbo tres o cuatro veces diarias.

No encontraba aquel ambiente como el más favorable para hacer un buen trabajo.

Y tuve algunos problemas menores, como los ineficaces intentos del anciano señor Haggins para perseguir implacablemente a la discreta señora Gostaman. O la insistencia con que Sauerabend palpaba el crono.

—¿Sabe? —me dijo varias veces—. Apuesto lo que sea a que desmonto este aparato y lo uso yo solo. Antes de ser agente de cambio, era ingeniero.

—Le dije que no lo tocara.

Pero siguió urgándolo a mis espaldas.

Y además, nos encontramos con Capistrano, totalmente por casualidad, en 1097, cuando los cruzados de Bohemundo penetraban en Constantinopla. Apareció en el momento en que yo observaba la escena con Marge Hefferin. Yo quería comprobar si mi corrección del pasado era permanente.

Agrupé a los clientes al otro lado de la calle. Sí, allí estaba yo; y Marge Hefferin, ardiendo de pasión a causa de Bohemundo, y todo el grupo. Los cruzados desfilaron ante nosotros; la espera me hizo temblar. ¿Me vería salvando a Marge? ¿O vería cómo Marge se precipitaba hacia Bohemundo y conseguía que la hicieran dos pedazos? ¿Se presentaría alguna tercera y desconocida solución? La inestabilidad, la fluidez del río temporal, era lo que más me aterraba.

Bohemundo se acercó. Marge abrió la túnica. Aparecieron sus ingentes pechos blancos. Se irguió, dispuesta para saltar en medio de la calle. Pero un segundo Jud Elliott se materializó a sus espaldas, procedente de ninguna parte. Vi el sorprendido semblante de Marge cuando los dedos de acero de mi alter ego se le cerraban en la retaguardia y mi otra mano la sujetaba por el desnudo pecho. Vi cómo Marge se retorcía, luchaba y, finalmente, se calmaba; y mientras Bohemundo se alejaba, vi cómo yo desaparecía, dejando a otros dos Jud, uno a cada lado de la calzada.

Me deje invadir por el alivio. Y, sin embargo, era engañoso, pues yo sabía que mi corrección estaba grabada en la línea temporal y que cualquiera podría detectarla. Un Patrullero Temporal en misión de vigilancia podría, por ejemplo, constatar el breve desdoblamiento de un Guía y preguntarse lo que pasaba. En cualquier momento de los millones de milenios del futuro, la Patrulla Temporal podía verificar aquella escena… aunque mi corrección no fuera descubierta hasta el año 8.000.000.000.008, en algún momento me pedirían explicaciones por haber alterado ilegalmente un hecho real. Una mano se apoyaría en mi hombro, una voz pronunciaría mi nombre…

Sentí una mano en el hombro. Una voz pronunció mi nombre.

Di media vuelta.

¡Capistrano!

—Claro, Capistrano. ¿Esperabas a alguien?

—Yo… yo… me has sorprendido, eso es todo.

Yo estaba temblando. Sentía que las rodillas se me habían convertido en algodón.

Me sentí tan impresionado que tardé varios segundos en darme cuenta del aspecto de Capistrano.

Parecía fatigado, harto; su cabellera negra y brillante se veía grisácea y lacia; había adelgazado y parecía tener veinte años más que el Capistrano a quien conocía. Sentí la paradoja de la Discontinuidad y con ella llegó también el temor que siempre sentía ante alguien de mi propio futuro.

—¿Qué va mal? —le pregunté.

—Me hundo, me estoy haciendo pedazos. Mira, aquél es mi grupo. —Me señaló a un banda de viajeros temporales que miraban con mucho interés a los cruzados—. No puedo estar con ellos. Me ponen enfermo. Todo me da igual. Para mí, Jud, ha llegado el final, el verdadero final.

—¿Por qué? ¿Qué es lo que no funciona?

—Aquí no puedo hablarte. ¿Dónde estarás esta noche?

—Me quedaré aquí, en 1097. En el albergue del Cuerno de Oro.

—Te veré a media noche, allí mismo —me digo Capistrano, agarrándome del brazo durante un instante—. Es el fin, Elliott. Realmente el fin. ¡Que Dios se apiade de mi alma!

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