—No sabéis cuánto lamento causaros tantos problemas —dije.
Los hombres a quienes más respetaba en el mundo se echaron a reír, sonrieron, bromearon y me dijeron:
—No pasa nada, chaval.
Tenían la ropa ajada y sucia. Llevaban trabajando mucho tiempo dura y vanamente para sacarme del problema y aquello resultaba visible. Me habría gustado abrazarles a todos ellos a la vez. A Sambo el negro y a Jeff Monroe con su rostro teatral, y a Sid Buonocore con aquellos ojos llenos de astucia. Pappas, Kolettis, Plastiras. Establecieron un mapa en el que indicaron los puntos en que no habían encontrado a Conrad Sauerabend. El mapa estaba lleno de marcas.
—No te preocupes, muchacho —me dijo Sam—. Le encontraremos.
—Lamento que perdáis vuestro tiempo libre…
—Nos podría haber pasado a cualquiera de nosotros —dijo Sam—. No ha sido culpa tuya.
—¿No?
—Sauerabend alteró el crono cuando le dabas la espalda, ¿no? ¿Cómo ibas a impedirlo? —Sam sonrió—. Te ayudaremos a salir de ésta. Lo mismo nos podría pasar a nosotros.
—Todos para uno —declaró Madison Jefferson Monroe—. Uno para todos. —¿Crees que eres el primer Guía al que se le escapa un cliente? —preguntó Sid Buonocore—. ¡Vaya cosa! Cualquiera que comprenda la teoría del Efecto Benchley puede alterar un crono y utilizarlo manualmente.
—No me lo dijeron…
—No lo van diciendo por ahí. Pero son cosas que pasan. Cinco o seis veces por año, alguien hace un viaje temporal individual a espaldas del Guía.
—¿Qué le pasa al Guía? —pregunté.
—¿Si la Patrulla Temporal descubre lo que pasa? Le despiden —contestó Buonocore con voz átona—. Intentamos cubrirnos mutuamente antes de que la Patrulla se mezcle. Es un trabajo muy penoso, pero hay que hacerlo. Quiero decir una cosa: si no te ocupas de un amigo cuando está en problemas, ¿quién se ocupará de ti cuando los tengas tú?
—Además —precisó Sam—, así nos sentimos casi como héroes.
Examiné el mapa. Buscaban a Sauerabend meticulosamente desde comienzos del período bizantino: de Constantino al segundo Teodosio. Verificaron los dos siglos precedentes al que nos encontrábamos con mucho cuidado. El período intermedio había sido tan sólo objeto de pesquisas al azar. Sam, Buonocore y Monroe pensaban pararse un poco para recobrar las fuerzas; Kolettis, Plastiras y Pappas se disponían a seguir las investigaciones, y estaban preparando una estrategia.
Todo el mundo fue muy amable conmigo durante los debates acerca del modo de atrapar a Sauerabend. Sentí que nacía en mí una cálida gratitud hacia ellos. Mis amigos en la adversidad. Mis compañeros. Mis colegas. Los mosqueteros del tiempo. Mi corazón se abrió. Lancé un corto discurso para decirles cuánto les agradecía sus esfuerzos. Parecieron molestos y me repitieron que era una simple cuestión de camaradería, la regla de oro de la acción.
La puerta se abrió y un personaje entró titubeante, con unas gafas de sol de lo más anacrónicas. ¡Najeeb Dajani, mi antiguo instructor! Frunció el ceño, se dejó caer en una silla e hizo un gesto impaciente para pedir vino, sin dirigirse a nadie en particular.
Kolettis le pasó una copa. Dajani se echó un poco en las manos y limpió el polvo que le empañaba las gafas. Se bebió el resto.
—¡Señor Dajani! —exclamé—. ¡No sabía que también contásemos con usted! Escuche, quiero darle las gracias por…
—¡Pobre gilipollas! —dijo Dajani sin otro preámbulo—. ¿Dónde coño te dieron una licencia de Guía?