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Toda esta historia sobre Capistrano y el mal ambiente que reinaba en el grupo de turistas que yo guiaba, se combinaron para sumirme en los abismos de la melancolía.

Conduje a mis pupilos de una época a la otra, pero sin corazón. Por fin, a mediados de la segunda semana, cuando llegamos a 1204, supe que iba a cometer una estupidez catastrófica. Les relataba obstinadamente las habituales acolaciones históricas.

—El antiguo espíritu de los cruzados ha renacido —conté, mirando amenazador a Bilbo, que no dejaba de acariciar a la señorita Pistil, y a Sauerabend, que soñaba, a ojos vista, con los minúsculos senos de Palmira Gostaman. Jerusalén, tomada por los cruzados hace un siglo, ha sido reconquistada por los sarracenos, pero varias dinastías de cruzados controlan la mayor parte de las costas mediterráneas de Tierra Santa. En la actualidad, los árabes combaten entre ellos, y en 1199 el Papa Inocencio III lanzó un llamamiento para organizar una nueva Cruzada.

Expliqué cómo respondieron los diversos barones al llamamiento del Papa. Les dije que los cruzados no querían recorrer toda Europa, el viaje tradicional, para luego bajar hacia Siria y el Asia Menor. Preferían viajar por mar y desembarcar en algún puerto palestino.

Relaté por qué se dirigieron en 1202 a Venecia, la mayor potencia naval europea de la época, para recibir transporte hasta Asia.

Concreté los términos en los que el viejo Dogo Enrico Dandolo aceptó proveerles de navíos.

—Dandolo —dije— aseguró el transporte de cuatro mil quinientos caballeros con sus respectivos caballos, nueve mil escuderos y veinte mil infantes, así como provisiones para nueve meses. Propuso enviar cincuenta navíos armados para escoltar el convoy. Por sus servicios exigió 85.000 marcos de plata, unos veinte millones de dólares de moneda actual. Más de la mitad de los territorios y tesoros que conquistarían los cruzados.

Les dije por qué aceptaron los cruzados semejante precio, pensando engañar más adelante al viejo Dogo ciego.

Les conté como el viejo Dogo ciego, tras haber encerrado a los cruzados en Venecia, les apretó la garganta hasta que pagaron todo lo que le debían.

Les relaté cómo el venerable monstruo se hizo con el control de la cruzada y dio la señal de partida el lunes de Pascua de 1203: no en dirección a Tierra Santa sino hacia Constantinopla.

—Bizancio —declaré— es la gran rival marítima de Venecia. A Dandolo no le importa Jerusalén, pero desea ardientemente controlar Constantinopla.

Les expliqué la evolución de las dinastías. La de los Comnenos terminó mal. A la muerte de Manuel II en 1180 su sucesor fue su joven hijo Alexis II, rápidamente asesinado por el amoral primo de su padre Andrónico. Pero el depravado Andrónico también fue muerto de un modo especialmente horrible por la enfurecida multitud tras reinar despóticamente durante varios años. En 1185 Isaac Angel llegó al trono: era bastante anciano y pretendido nieto de Alexis I por parte de madre. Isaac reinó durante diez accidentados años antes de ser destronado, cegado y puesto en prisión por su hermano, que se convirtió en el emperador Alexis III.

—Alexis III está en el poder —dije— e Isaac Angel en prisión. Pero el hijo de Isaac, que se llama igualmente Alexis, se ha evadido y se encuentra en Venecia. Le ha prometido a Dandolo una fuerte suma de dinero si consigue devolverle el trono a su padre. Así que Dandolo ha partido hacia Bizancio para derrocar a Alexis III y hacer de Isaac una marioneta imperial.

No comprendieron toda la complejidad de aquel asunto. Me daba lo mismo. Se harían una idea en cuanto vieran cómo iban las cosas.

Les mostré la llegada de la cuarta Cruzada a Constantinopla, a finales de junio de 1203. Les dejé ver cómo Dandolo dirigía la captura de Scutari, la zona de Constantinopla que se alzaba en la parte asiática del Bósforo. Les hice descubrir que la entrada del puerto de Constantinopla era vigilada por una gran torre y por veinte navíos bizantinos, y que estaba bloqueada por una enorme cadena de hierro. Les enseñé la escena en la que los marinos venecianos atacaron y conquistaron los navíos bizantinos mientras uno de los navíos de Dandolo, armado con grandes cizallas de acero, cortaba la cadena y abría el Cuerno de Oro a los invasores. Les pedí que observaran a aquel ser sobrehumano que era Dandolo, con sus noventa años de edad, dirigiendo con mano firme a los asaltantes de las murallas de Constantinopla.

—Hasta ahora, los invasores no han conseguido entrar nunca en esta ciudad —les dije.

A lo lejos, perdidos entre la multitud vociferante, vimos a Dandolo sacar a Isaac Angel de la cárcel y nombrarle emperador de Bizancio, coronando a su hijo como coemperador bajo el nombre de Alexis IV.

—Alexis IV —continué—, invita a los cruzados a pasar el invierno en Constantinopla, por su cuenta, para que preparen el ataque a Tierra Santa. Es una oferta imprudente y acabará por perder.

Descendimos por la línea hasta la primavera de 1204.

—Alexis IV se ha dado ya cuenta —declaré— de que la manutención de millares de cruzados está conduciendo a Bizancio a la ruina. Anuncia a Dandolo que no tiene más dinero y que no puede seguir atendiendo sus gastos. Estalla entre ellos una violenta disputa. En ese momento, se declara un incendio en la ciudad. Nadie sabe cuál es la causa, pero Alexis sospecha de los venecianos. Hace que incendien siete navíos y los dirige hacia la flota veneciana. Miren.

Admiramos el incendio. Vimos cómo los venecianos empleaban pértigas para rechazar los navíos en llamas. Vimos estallar una súbita revuelta en Constantinopla; los bizantinos acusaron a Alexis IV de ser una mera herramienta de Venecia y lo mataron.

—El viejo Isaac Angel murió unos días más tarde —expliqué—. Los bizantinos buscaron al yerno del emperador Alexis III y le coronaron como Alexis V. El yerno era miembro de la célebre familia Ducas. Dandolo se quedó sin ninguno de sus dos emperadores fantoches y está furioso. Los venecianos y los cruzados han decidido apoderarse de Constantinopla y gobernar ellos mismos.

Una vez más, les enseñé a los turistas las escenas de las batallas que empezaron el 8 de abril. Los incendios, las matanzas, las violaciones, la huida de Alexis V, el saqueo de la ciudad por los invasores. El 13 de abril en Santa Sofía: los cruzados destruyen las losas del coro y sus doce pilares de plata; rompen el altar y se apoderan de cuarenta cálices y muchos candelabros de plata. Se llevan el Evangelio, las cruces, el mantel del altar y cuarenta incensarios de oro puro. Bonifacio de Montserrat, líder de la Cruzada, ocupa el palacio imperial. Dandolo se queda con los cuatro caballos de bronce que el emperador Constantino llevó desde Egipto novecientos años antes; los transportará a Venecia y los colocará ante la entrada de la catedral de San Marcos, donde todavía se alzan. Los sacerdotes de la Cruzada buscan las reliquias: dos trozos de la Verdadera Cruz, la punta de la Lanza Sagrada, los clavos que usaron con Cristo en la Cruz y muchos más objetos de la misma índole, reverenciados desde mucho tiempo atrás por los bizantinos.

Saltamos a mediados de mayo.

—Va a ser elegido un nuevo emperador —expliqué—. No será bizantino. Será un occidental, un franco, un latino. Los conquistadores han elegido a Balduino de Flandes. Vamos a presenciar la procesión de la coronación.

Esperamos ante Santa Sofía. En su interior, le entregan a Balduino de Flandes una capa cubierta de joyas y con águilas bordadas; le tienden un cetro y un globo de oro; se arrodilla ante el altar, donde es ungido; luego, es coronado y sube al trono.

—Allí está —dije— Montado sobre un caballo blanco, vestido con ropas tan brillantes que parecen estar ardiendo, el emperador Balduino de Bizancio cabalga desde la catedral al palacio. A disgusto, lúgubre, el pueblo de Bizancio rinde homenaje a su extranjero señor.

—La mayor parte de la nobleza bizantina ha huido —les relaté a los turistas, que esperaban más batallas, nuevos incendios—. La aristocracia se ha dispersado por Asia Menor, Albania, Bulgaria, Grecia. Los latinos gobernarán en Bizancio durante cincuenta y siete años, pero el reinado de Balduino será breve. Dentro de diez meses comandará una armada contra los rebeldes bizantinos y resultará capturado por ellos. No volverá.

—¿Cuándo partirán los cruzados hacia Jerusalén? —preguntó Cristal Haggins.

—Estos no lo harán. No se molestarán. Algunos se quedarán aquí y gobernarán los pedazos del antiguo imperio bizantino. Los otros volverán a casa con todo el botín que puedan llevarse de Bizancio.

—¡Qué fascinante! —exclamó la señora Haggins.

Volvimos a nuestro alojamiento. Me invadió un terrible cansancio. Había cumplido con mi trabajo; les mostré la conquista de Bizancio por los latinos, como prometían los anuncios. Pero fui incapaz de soportar sus estúpidas cabezas durante mucho más tiempo. Cenamos y se fueron a dormir, o, al menos, a acostarse. Me quedé por allí durante un momento oyendo los apasionados jadeos de la señorita Pistil y los gruñidos causados por el deseo de Bilbo Gostaman; oí las protestas de Palmira mientras Conrad Sauerabend la acariciaba furtivamente los muslos en la oscuridad y, controlando las lágrimas causadas por la cólera, sucumbí a la tentación; toqué el crono y remonté la línea. Hasta 1105. Para encontrarme con Pulcheria Ducas.

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