Sin embargo, aunque habíamos demostrado hasta la saciedad este punto de vista filosófico, lo demostramos nuevamente media hora más tarde. La repetición es el mejor camino hacia la comprensión.
A continuación, nos quedamos tendidos uno al lado del otro, cubiertos de sudor. Era el momento de sacar unos porros para compartir algún tipo de comunión diferente, pero aquello, evidentemente, resultaba imposible. Lo eché en falta.
—En el sitio de donde vienes, ¿es muy diferente? —me preguntó Pulcheria—. Me gustaría saber si la gente se comporta de un modo distinto, si se visten de otra forma, de qué habla.
—Muy diferente.
—Te veo como alguien totalmente desconocido, Jorge. Incluso por el modo en que me poseíste en la cama. Naturalmente, no soy muy experta en estas cosas, como te habrás supuesto. León y tú sois los únicos hombres a quienes he conocido.
—¿En serio? —Sus ojos brillaron.
—¿No pensarás que soy una casquivana?
—¡Oh!, claro que no, pero… —Yo tartamudeaba—. En mi país —añadí desesperadamente—, una chica puede tener muchos hombres antes de casarse. Nadie protesta. Es la costumbre.
—Aquí no. Nosotras siempre estamos muy bien protegidas. Me casé a los doce años; aquello no me dio tiempo a muchas libertades. —Pulcheria frunció el ceño, se incorporó y se inclinó hacia mí para mirarme a los ojos. Sus senos se balanceaban agradablemente ante mi rostro—. Las mujeres de tu país, ¿son de verdad tan libres como dices?
—Sí, Pulcheria, es la verdad.
—¡Pero sois bizantinos ! ¡No sois bárbaros del norte! ¿Cómo les permitís tener tantos hombres?
—Es nuestra costumbre —respondí sin más.
—Quizá no vengas de Epira —sugirió—. Quizá vengas de alguna región más lejana. Te lo repito, Jorge, me pareces muy extraño.
—No me llames Jorge. Llámame Jud —pedí audazmente.
—¿Jud?
—Jud.
—¿Por qué quieres que te llame así?
—Porque es mi nombre más íntimo. Mi verdadero nombre, el que más siento. Jorge no es más que… bueno, un nombre que empleo.
—Jud. Jud. Nunca había oído ese nombre. ¡Vienes de un país muy extraño! ¡Muchísimo!
Sonreí ambiguamente.
—Te amo —dije, mordisqueándole los pezones para cambiar de tema.
—Tan extraño —murmuró mi amada—. Tan diferente. Y, sin embargo, me sentí atraída hacia ti desde el primer momento. ¿Sabes?, a menudo he soñado con ser tan libertina como ahora, pero nunca me atreví. Oh, recibí proposiciones, docenas de proposiciones, pero ninguna me parecía lo suficientemente atractiva como para correr el riesgo. Y, cuando te vi, sentí en mi interior ese fuego… ese deseo. ¿Por qué? Dime por qué. No eres ni más ni menos atractivo que el resto de los hombres a quien me hubiera podido entregar, y, sin embargo, te he preferido a ti. ¿Por qué?
—El destino —respondí—, como te he dicho antes. Una fuerza irresistible que nos lleva el uno hacia el otro a través de…
…los siglos…
—…los mares —acabé con un murmullo.
—¿Volverás a verme? —me preguntó.
—Muy a menudo.
—Encontraré el modo para que nos veamos. León nunca sabrá nada. Se pasa mucho tiempo en el banco (ya sabes que es uno de los directores) y con el emperador y en otras muchas actividades… Apenas me presta atención. Sólo soy un juguete entre todas sus posesiones. Nos encontraremos, Jud, y conoceremos el placer juntos muy a menudo y —sus negros ojos se iluminaron— quizá me des un hijo.
Sentí que los cielos se abrían y que sus rayos llovían sobre mí.
—Cinco años de matrimonio sin hijos —continuó Pulcheria—. No lo comprendo. Quizá, al principio, yo era demasiado joven; demasiado joven; pero ahora, tampoco nada. Dame un hijo, Jud. León te quedará agradecido… quiero decir que se pondrá muy contento, pensará que es suyo; incluso te pareces a los Ducas; sobre todo, en los ojos; no habrá problema. ¿Crees que esta noche habremos hecho un niño?
—No —contesté.
—¿No? ¿Cómo estás tan seguro?
—Lo sé —dije.
Acaricié su cuerpo sedoso. ¡Deja que pasen veinte días sin que tome las píldoras y plantaré en ti todos los hijos que quieras, Pulcheria! Y montaré tal lío en la trama del tiempo que nadie podrá eliminarlo. ¿Ser mi propio tátara-tátara-multi-tátara-abuelo? ¿Salir de mí mismo? ¿Curvar el tiempo sobre sí mismo para conseguir alcanzar la vida? No. Nunca funcionaría. Le daría mi amor a Pulcheria, pero evitaría dejarla embarazada.
—Se acerca el alba —susurré.
—Lo mejor será que te vayas. ¿Dónde puedo enviarte algún mensaje?
—A casa de Metaxas.
—Bien. Nos veremos dentro de dos días, ¿de acuerdo? Lo arreglaré todo.
—Soy tuyo, Pulcheria; se hará como tú quieras.
—Dentro de dos días. Pero ahora tienes que irte. Te enseñaré la salida.
—Demasiado arriesgado. Los servidores podrían extrañarse. Vuelve a tu habitación, Pulcheria. Encontraré yo solo la salida.
—¡Es imposible!
—Conozco el camino.
—¿De verdad?
—Te lo juro —concluí.
Ella necesitaba un poco más de seguridad, pero conseguí persuadirla para que evitase el riesgo de que la vieran conducirme a las puertas del palacio. Nos besamos por última vez; ella se volvió a poner el camisón. La tomé entre los brazos y la estreché contra mí, luego la solté y me dejó. Conté sesenta segundos. Luego ajusté el crono y remonté por la línea seis horas. La velada estaba muy avanzada. Atravesé el palacio con aire desenvuelto, evitando la habitación en que se encontraba mi otro yo —un poco más joven y sin conocer aun el maravilloso cuerpo de Pulcheria— conversando con el emperador Alexis. Salí del palacio de los Ducas sin hacerme notar. Fuera, en la oscuridad, me detuve junto a la muralla que bordeaba el Cuerno de Oro y salté a 1204. Me dirigí a toda prisa hacia el albergue en que dejé dormidos a mis clientes. Llegué menos de tres minutos después de salir; me parecía muy lejano. Todo iba bien. Pasé una noche de pasión, me libré el alma de sus tormentos y estaba de nuevo en el trabajo, lleno de buenas intenciones. Verifiqué las camas.
El señor y la señora Haggins, sí.
El señor y la señora Gostaman, sí.
La señorita Pistil y Bilbo, sí.
Palmira Gostaman, sí.
Conrad Sauerabend, ¿sí? ¡No!
Conrad Sauerabend…
Conrad Sauerabend no estaba. No estaba allí. Su cama estaba vacía. Durante tres minutos de ausencia, Sauerabend se escapó.
Pero, ¿a dónde?
Sentí los primeros escalofríos.