Desayunamos en Brennan's y cenamos en Antoine's, dimos una vuelta por el barrio del Jardín y volvimos a la ciudad antigua para visitar la catedral de la plaza Jackson antes de dar un paseo por la orilla del Mississippi. Entramos en un cine para ver a Clark Gable y Jean Harlow en Polvo Rojo, visitamos correos y la biblioteca municipal, compramos muchos periódicos (que son recuerdos autorizados) y pasamos unas cuantas horas oyendo la radio. Subimos en el tranvía llamado Deseo, y, después, Jeff nos llevó de paseo en un coche de alquiler. Nos permitió conducir, pero nos aterraba la idea de tomar el volante tras haberle visto efectuar los complicados movimientos de la palanca de cambios. Hicimos muchas más cosas del siglo XX. Respiramos profundamente el perfume de la época.
Luego nos encaminamos a Baton Rouge para ver cómo el senador Long se dejaba matar.
Llegamos el sábado 7 de septiembre, y ocupamos habitaciones en el hotel que, por lo que juró Jeff, era el mejor de la ciudad. El cuerpo legislativo estaba reunido y el senador Huey había llegado de Washington para ocuparse de varios asuntos. Anduvo sin cesar por la ciudad hasta que terminó la mañana del domingo. Jeff nos preparó para el espectáculo.
Se había ataviado con un disfraz de termoplástico. Su rostro de rasgos regulares se veía lleno de pústulas y amarillento, llevaba bigote y gafas negras que podría haberle pedido prestadas a Dajani.
—Es la tercera vez que me ocupo de este viaje —nos explicó—. Creo que haría mal efecto si alguien detectara a tres personas iguales en el pasillo en que van a asesinar a Huey.
Nos dijo que no prestásemos atención a los otros Jeff Monroe que pudiéramos ver durante el asesinato; él, con las heridas, el bigote y las gafas, era nuestro verdadero Guía y no había que acercarse a los otros dos.
Cuando llegó la tarde, nos dirigimos hacia el colosal capitolio del Estado, de treinta y cuatro pisos, y nos paseamos por su interior como visitantes llegados para admirar el edificio de cinco millones de dólares de Huey. Entramos discretamente. Jeff comprobaba la hora muy a menudo.
Nos apostó en un lugar desde el que pudiéramos tener una buena vista del evento, evitando además la trayectoria de las balas. No pudimos dejar de detectar a otros grupos de visitantes que se colocaban cerca de nosotros. Vi junto a un grupo a un hombre que era sin lugar a dudas Jeff Monroe; otro grupo estaba reunido alrededor de otro hombre con el mismo aspecto y talla, pero que llevaba gafas de montura metálica y una mancha rojiza en una mejilla. Nos esforzamos para no mirar a aquella gente y ellos procuraron ignorarnos.
Me embarazaba la Paradoja Acumulativa. Para mí, toda la gente que remontó la línea para ver el asesinato de Huey Long tendría que haber estado allí: millares de personas, quizá, apretujándose para ver mejor. Y, sin embargo, apenas había algunas docenas: los que iban desde 2059 o antes. ¿Por qué no estaban los demás? ¿Era tan fluido el tiempo que un mismo evento podía repetirse indefinidamente cada vez ante una audiencia mayor?
—Ahí está —susurró Jeff.
El Kingfish avanzó hacia nosotros con paso rápido, seguido de cerca por sus guardaespaldas. Era pequeño y mofletudo, de rostro rojizo, nariz chata, cabellos rojos, labios gruesos y mentón profundamente hendido. Al acercarse, se rascó la nalga izquierda, dijo algo a un hombre que había a su izquierda y tosió. Llevaba el traje ligeramente desplanchado y los cabellos revueltos.
Como nuestro Guía nos advirtiera, sabíamos de dónde llegaría el asesino. Al oír una señal murmurada por Jeff —¡y no antes!—, volvimos la cabeza y descubrimos al doctor Carl Austin Weiss apartándose de la multitud, avanzando hacia el senador y apoyándole una automática del calibre 22 en el estómago. Disparó una vez. Huey, sorprendido, cayó hacia atrás, mortalmente herido. Sus guardaespaldas sacaron los revólveres y mataron al asesino. Empezaron a formarse brillantes charcos de sangre; la gente empezó a gritar; los guardaespaldas de rostro rubicundo nos apartaron violentamente diciéndonos que nos quitásemos de en medio. —¡Atrás, atrás!
Era todo. El acontecimiento que habíamos ido a ver había terminado.
Nos parecía irreal, como una escena de historia antigua, una obra de tridi bastante bien realizada pero nada convincente. Nos impresionaba el ingenio del procedimiento, pero no el impacto del hecho.
Incluso cuando silbaron las balas, ninguno de nosotros las consideró verdaderamente reales.
Y, no obstante, aquellas balas fueron verdaderas y, si nos hubieran alcanzado, estaríamos muertos de verdad.
Para los dos hombres tendidos en el suelo barnizado del Capitolio, el hecho había sido muy real.