Como ya he dicho antes de ahora, Metaxas transformó mi vida. Cambió mi destino de diferentes maneras, no siempre buenas. Pero una de las buenas cosas que hizo por mí fue que confiase en mí mismo. Su carisma y su cinismo me aturdían. Aprendí mucho de la arrogancia de Metaxas.
Hasta aquel momento, yo había sido un joven modesto y gris, al menos mientras me encontraba entre mis mayores. En lo relativo particularmente a mis actividades en el Servicio Temporal, fui discreto y serio. No cabía duda de que no parecía hacer gran cosa y que simulaba ser más torpe de lo que realmente era. Actuaba así porque era un joven que tenía mucho que aprender, no sólo sobre mí mismo, lo que hace todo mundo, sino también sobre el funcionamiento del Servicio Temporal. Hasta el momento, había encontrado hombres de más edad, más desenvueltos, más vivos y corruptos que yo, y les traté siempre con respeto: Sam, Dajani, Jeff Monroe, Sid Buonocore, Capistrano. Pero en aquel momento, una vez encontré a Metaxas, vi en él al más vivo, al más desenvuelto y corrupto de todos; me comunicó un impulso suplementario y con su ayuda dejé de orbitar a los demás para seguir al fin mi propia trayectoria.
Más adelante, descubrí que aquélla era una de las funciones de Metaxas en el Servicio Temporal. Se ocupaba de los Guías aprendices de ojos lagrimeantes y les daba el aspecto de fanfarrones que tanta falta les haría para triunfar como Guías.
Cuando regresé del viaje con Metaxas, ya no temía la llegada de mi primera gira en solitario. Estaba listo para partir. Metaxas me había enseñado el modo en que un Guía podía ser una especie de artista, dibujando para sus clientes un cuadro del pasado, y aquello era en lo que yo me quería convertir. Los riesgos y las responsabilidades ya no eran un problema.
—Cuando vuelvas de las vacaciones —me dijo Protopopolos—, te llevarás a media docena de personas a la gira de una semana.
—No necesito vacaciones. ¡Podemos salir ahora mismo!
—Tú sí, pero no los turistas. De todos modos, la ley dice que debes tomar vacaciones entre dos viajes. Así que, descansa. Te veré dentro de dos semanas, Jud.
A pesar de todo, disfruté las vacaciones. Me vi tentado a aceptar la invitación de Metaxas para pasar unos días en su villa de 1105, pero me dije que de momento ya había disfrutado bastante de su compañía. Me divertí pensando en apuntarme a una gira por Hastings o Waterloo, incluso por la Crucifixión y contar los Dajani que veía. Pero abandoné aquellas ideas casi de inmediato. Si al fin me veía a mí mismo listo para guiar a otros, no quería que nadie me guiase a mí. Por el momento. Necesitaba reafirmar mi reciente confianza en mí mismo antes de caer bajo la influencia de algún otro Guía.
Me paseé durante tres días por la Estambul del tiempo actual sin hacer nada especial. Siempre estaba cerca de las oficinas del Servicio Temporal, jugando al ajedrez estocástico con Kolettis y Melamed, que también se encontraban de vacaciones. El cuarto día tomé el expreso de Atenas. No sabía por qué iba allí antes de llegar.
Me encontraba en la Acrópolis cuando me di cuenta de mi misión. Caminaba entre las ruinas, apartando a los vendedores de hologramas y los que proponían visitas dirigidas, cuando un globo publicitario se deslizó hacia mí. Pasó planeando a un metro de mis ojos, emitiendo una luz verdosa y centelleante destinada a llamar mi atención. Declaró:
—Buenas tardes. Esperamos que disfrute con esta visita a la Atenas del siglo XXI. Ahora que ha visto tantas ruinas pintorescas ¿no le gustaría ver el Partenón como era realmente? ¿Le apetecería admirar la Grecia de Sócrates y Aristófanes? El despacho local del Servicio Temporal se encuentra en la calle Aeolou, frente a correos, y…
Media hora más tarde entraba en las oficinas de la calle Aeolou; les advertí que era Guía de vacaciones y me dispuse para remontar la línea.
Pero no a la Grecia de Sócrates y Aristófanes.
Me fui, sencillamente, a la Grecia de 1997, el año en que Constantino Passilidis fue elegido alcalde de Esparta.
Constantino Passilidis era el padre de mi madre. Iba a redactar mi genealogía empezando por el principio.
Con las feas e irritantes ropas de finales del siglo XX, provisto de billetes crujientes llenos de colores, volví atrás sesenta años y tomé el primer expreso que iba de Atenas a Esparta. El servicio apenas estaba inaugurado, y tenía un miedo atroz a estrellarme contra el suelo, pero los soportes eran firmes y llegué a Esparta de una sola pieza.
Esparta era una ciudad especialmente irritante.
Naturalmente, la Esparta moderna no desciende directamente de la antigua ciudad militarista que causó tantos problemas a Atenas. Aquella Esparta se borró gradualmente hasta desaparecer por completo durante la Edad Media. La nueva Esparta fue fundada a comienzos del siglo XIX, en el asentamiento primitivo. En la época del abuelo Passilidis, era una urbe de unos 80.000 habitantes que había crecido rápidamente tras la instalación local del primer centro atómico de Grecia a mediados de la década de los ochenta.
La formaban cientos de edificios idénticos de ladrillo gris, alineados de un modo uniforme. Cada uno de ellos contaba con diez pisos adornados con balcones de color amarillo limón; el conjunto era muy parecido a una prisión. En un extremo de la ciudad se encontraba la brillante cúpula del centro atómico; al otro lado, se alzaban las tabernas, los bancos y todos los despachos municipales. Si uno piensa que la brutalidad tiene su encanto, todo aquello resultaba encantador.
Salí del expreso y me dirigí al barrio de los bancos y las tabernas. No había ni una sola terminal de ordenador en las calles —supongo que porque todavía no habían instalado el sistema—, pero no me costó trabajo encontrar al alcalde Passilidis. Me detuve en una taberna para beberme un ouzo a toda prisa y pregunté:
—¿Dónde puedo encontrar al alcalde Passilidis?
Una docena de amables espartanos me acompañaron a la alcaldía.
La recepcionista era una chica morena de unos veinte años y enormes pechos, así como un asomo de bigote. Su cuerpo, uno de esos cuerpos del renacimiento minoico, estaba visiblemente calculado para que los hombres olvidasen la imperfección de su rostro. Me preguntó con voz seca y agitando ante mí aquellos dos globos de pezones encarnados:
—¿Puedo serle útil?
—Me gustaría ver al alcalde Passilidis. Trabajo para un periódico americano. Preparamos un artículo sobre los diez jóvenes más dinámicos de Grecia y pensamos que el señor Passilidis…
Aquello no era muy convincente, ni siquiera para mí. Me quedé allí plantado, observando las perlas de sudor que brotaban en las blancas esferas de sus senos, esperando que me echase a patadas. Pero aceptó la historia sin más preguntas y me llevó al despacho del alcalde.
—Es un placer recibirle —me dijo mi abuelo con un perfecto inglés—. Siéntese, por favor. ¿Le apetece un martini? ¿Un puro…?
Me quedé paralizado. Dominado por el pánico. Incluso me olvidé de estrecharle la mano cuando me la ofreció.
La vista de Constantino Passilidis me aterró.
Evidentemente, nunca antes había visto a mi abuelo. Fue asesinado por un abolicionista en 2010, mucho antes de que yo naciera: fue una víctima más del Año de los Asesinos.
El viaje temporal nunca me pareció tan aterradoramente real como en aquel momento. Ver a Justiniano en el palco imperial del Hipódromo no era nada en comparación con aquel Constantino Passilidis recibiéndome en su despacho.
Tendría un poco más de treinta años, un joven prodigio de su época. Sus cabellos eran negros y rizados, y apenas encanecían en las sienes; lucía un bigotillo bien recortado, así como un pendiente en la oreja izquierda. Lo que más me asustó fue nuestra semejanza física. Podría haber pasado por mi hermano mayor.
Tras una eternidad, salí del aturdimiento. Supuse que también debería estar un poco embarazado, pero me propuso de nuevo un refresco con voz tan cortés que lo rechacé diciendo que no bebía. Sin embargo, recuperé los suficientes ánimos como para empezar la entrevista.
Hablamos de su carrera política y de todas las cosas maravillosas que pretendía hacer por Esparta y Grecia. Justo en el momento en que la conversación empezaba a desviarse hacia el tema de su vida privada y la familia, echó un vistazo al reloj y me dijo:
—Es hora de comer. ¿Quiere ser mi invitado?
Tenía ante sí la típica siesta mediterránea: cerrar la tienda por tres horas y volver a casa. Nos dirigimos a su morada a bordo del coche eléctrico que él mismo conducía. Vivía en una casa gris, como un ciudadano ordinario: cuatro pequeñas habitaciones en la quinta planta.
—Me gustaría presentarle a mi mujer —dijo el alcalde Passilidis—. Katina, mira, es un periodista americano, el señor Jud Elliott III. Quiere escribir un artículo sobre mi carrera.
Miré a mi abuela.
Me miró.
Ambos lanzamos la misma exclamación al mismo tiempo. Los dos estábamos sorprendidos.