Ella era muy guapa, tanto como las muchachas de los murales minoicos. Cabellos negros, una piel de aceituna y los ojos negros. Su vigor era el de los campesinos. No exhibía el pecho como la bigotuda recepcionista pero su ligero sujetador no ocultaba gran cosa. Tenía los senos firmes y redondos. Las caderas anchas. Desbordaba energía, generosidad. Tendría veintitrés años, quizá veinticuatro.
La deseé en el momento. Su belleza, su sencillez, su calor, me cautivaron desde la primera mirada. Sentí una desazón familiar en los testículos y un nudo que me apretaba los músculos de las nalgas. Me moría de ganas de arrancarle la ropa y hundirme profundamente en su masa de pelo negro, caliente y espeso.
No era un deseo incestuoso como en el caso de Metaxas. Era una reacción inocente y puramente animal.
En aquel asalto del deseo no pensé en ella como en mi abuela. Encontré simplemente que era una mujer muy atractiva. Algunos segundos más tarde comprendí, a un nivel afectivo, quién era de verdad, con lo que mi ímpetu se acalló.
Era la abuela Passilidis. Y me acordé de la abuela Passilidis.
La visitaba regularmente en el campamento para ancianos cercano a Tampa. Murió cuando yo tenía catorce años, en 2049, y, aunque no tendría más de setenta años, siempre me pareció atrozmente vieja y decrépita, una mujer pequeña y seca, encogida, paralizada, que llevaba todo el tiempo ropa negra. Sólo los ojos —Dios mío, sus ojos negros, líquidos, cálidos y brillantes— dejaban nacer la sospecha de que en otro tiempo fue un ser humano lleno de vida y energía.
La abuela Passilidis padeció todo tipo de enfermedades específicamente femeninas al principio —caída del útero y cosas de ese estilo—, luego, problemas renales y todo lo demás. Por lo menos le hicieron una docena de trasplantes de órganos, pero aquello no ayudó mucho y, durante toda mi infancia, la recuerdo como alguien que declinaba de modo inexorable. Sin cesar oía hablar de nuevos pasos hacia la tumba, ¡pobre vieja!
Ante mí se encontraba la misma pobre vieja, milagrosamente aligerada de su pesada carga. Y yo estaba allí, agitándome mentalmente entre los muslos de la madre de mi madre. ¡Qué sacrilegio, qué horror, que el hombre pueda volver al pasado para pensar cosas parecidas!
La reacción de la joven señora Passilidis fue tan fuerte como la mía, pero menos apasionada. Para ella, el sexo empezaba y terminaba en el pene de su marido. Me miró no con concupiscencia, sino con asombro, diciendo finalmente:
—¡Cómo se te parece, Constantino!
—¿Mucho? —dijo el alcalde Passilidis, que todavía no lo había notado.
La mujer nos llevó a los dos delante del espejo del salón, riendo muy excitada. Las suaves masas de sus senos se apretaron contra mí y me puse a sudar.
—¡Mirad! —exclamó—. ¿Veis? ¡Parecidos como dos hermanos!
—Sorprendente —dijo el alcalde Passilidis.
—Una coincidencia increíble —dije—. Usted tiene el pelo más espeso y yo soy un poco más alto, pero…
—¡Sí! ¡Sí! —El alcalde daba palmas—. A lo mejor somos parientes…
—Imposible —respondí solemnemente—. Mi familia es de Boston. De una vieja cepa de Nueva Inglaterra. Sin embargo, es verdaderamente sorprendente. ¿No tendría usted algún antepasado en el Mayflower, señor Passilidis?
—Creo que no, a menos que hubiera algún mayordomo griego a bordo.
—Me extrañaría.
—A mí también. Mi familia es puramente griega desde hace generaciones.
—Me gustaría hablar un poco de todo esto con usted, si es posible —dije con indiferencia—. Por ejemplo, me gustaría saber…
En aquel preciso instante, una chica de aspecto ligero, completamente desnuda, salió de una de las habitaciones. Se plantó sin vergüenza delante de mí y me preguntó quién era. Qué encantadora, pensé. Aquella grupita descarada, aquella rajita rosa… qué limpias parecen las niñas cuando están desnudas. Antes de que se pierdan en la pubertad.
—Esta es mi hija Diana —dijo Passilidis orgullosamente.
En mi mente, una voz tormentosa rugió:
—¡NO DESCUBRIRAS LA DESNUDEZ DE TU MADRE!
Aparté los ojos, embarazado, y me cubrí el rostro fingiendo un ataque de tos. La inmaculada rajita de Diana ardía en mi mente. Como si se diera cuenta de que yo notaba algo inconveniente en la desnudez de la niña, Katina Passilidis la puso en el acto un par de bragas.
Todavía temblaba. Passilidis, asombrado, abrió una botella de retsina. Nos sentamos en la terraza bajo la viva luz del sol. Por debajo de nosotros, algunos estudiantes hicieron señas y le gritaron buenos días al alcalde. La pequeña Diana llegó al trote para que jugásemos con ella; le alboroté el cabello y le aplasté la punta de la nariz; sentí algo muy extraño.
Mi abuela nos ofreció una excelente comida de cordero guisado y pastitsio. Nos bebimos botella y media de retsina. Acabé hablando de política con el alcalde, y llegamos a la cuestión de sus antepasados.
—Su familia, ¿siempre ha vivido en Esparta? —pregunté.
—¡Oh, no! —contestó—. La familia de mi padre se instaló por aquí hace casi un siglo. Procedía de Chipre. Es decir, por parte de mi padre. La familia de mi madre es ateniense desde hace muchas generaciones.
—¿La familia Markezinis? —indagué.
Me miró de un modo muy extraño.
—Bueno, reconozco que es verdad —dijo finalmente—. ¿Cómo ha podido…?
—Lo descubrí al leer un artículo sobre usted —le dije apresuradamente.
Passilidis aceptó la respuesta. Ahora que la conversación alcanzaba a su familia, empezó a ser más locuaz —quizá fuese efecto del vino— y me dio numerosos detalles genealógicos.
—La familia de mi padre vivía en Chipre desde hace por lo menos mil años —me explicó—. Había ya un Passilidis por allí cuando llegaron los cruzados. Por otra parte, los antepasados de mi madre no llegaron a Atenas hasta el siglo XIX, después de la derrota de los turcos. Antes de eso vivían en Shqiperi.
—¿Shqiperi?
—En Albania. Se instalaron en el siglo XIII, después de la toma de Constantinopla por los Latinos. Y allí se quedaron; bajo el dominio de los servios, los turcos, en la época de Skander-Beg, el rebelde, a pesar de todas las dificultades de su herencia griega.
Los oídos me tintineaban.
—¿Ha mencionado Constantinopla? ¿Puede trazar hasta allí su genealogía?
—¿Conoce usted la historia de Bizancio? —preguntó Passilidis sonriendo.
—Algo —respondí.
—Quizá sepa que en el año 1204 la Cruzada se apoderó de Constantinopla y mantuvo durante un corto tiempo un imperio latino. La nobleza bizantina huyó y se formaron algunos nuevos estados bizantinos: uno en Asia Menor; otro en el Mar Negro; incluso hubo otro más en el oeste, en Albania. Mis antepasados siguieron a Miguel Angel Comneno a Albania antes que someterse a los cruzados.
—Ya veo. —Temblé de nuevo—. ¿Y el apellido? ¿Ya era Markezinis?
—¡Oh no, Markezinis es un nombre griego de origen muy moderno! En Bizancio éramos la familia Ducas.
—¿De verdad? —exclamé—. ¿De verdad era Ducas?
Era como si un alemán dijese ser de la familia Hohenzollern o un inglés dijera tener sangre Plantagenet.
Yo había visto el resplandeciente palacio de la familia Ducas. Yo había visto a cuarenta orgullosos Ducas caminar revestidos de oro por las calles de Constantinopla para celebrar la llegada de su primo Constantino al trono imperial. Si Passilidis era un Ducas yo también era un Ducas.
—Naturalmente —dijo— La familia era muy grande y creo que nosotros éramos una rama menor. Sin embargo, descender de tal familia es para estar orgulloso.
—Sin duda alguna. ¿Podría darme los apellidos de alguno de sus antepasados bizantinos? ¿Los nombres de pila?
El modo en que lo dije podía dejar pensar que tenía intención de ir a verles la próxima vez que visitase Bizancio. Lo que hice, aunque Passilidis no pudiera sospecharlo, pues el viaje temporal todavía no había sido descubierto.
—¿Lo necesita para su artículo? —preguntó, frunciendo el ceño.
—No, realmente no. Era simple curiosidad.
—Parece saber usted un poco más que yo sobre Bizancio.
Le molestaba que un bárbaro americano conociera el nombre de una célebre familia bizantina.
—Lo estudié en la escuela —le dije—. Pero no conozco la historia más que a grandes rasgos.
—Desgraciadamente, no puedo darle esos nombres. Esos detalles no han llegado hasta nosotros. Quizá un día, cuando abandone la arena política, buscaré en los viejos archivos…
Mi abuela nos sirvió un poco más de vino y yo miré, furtiva y culpablemente, sus redondos y oscilantes pechos. Mi madre se me subió a las rodillas y gritó un poco. Mi abuelo sacudió la cabeza diciendo:
—Es realmente sorprendente el modo en que se me parece. ¿Puedo sacarle una foto?
Me pregunté si sería contrario a las reglas de la Patrulla Temporal. Sin duda, concluí. Pero no veía ningún modo de rechazar educadamente tan insignificante demanda.
Mi abuela fue en busca de una máquina. Passilidis y yo nos pusimos uno al lado del otro y sacó dos fotos, una para él y otra para mí. Las recogió del aparato y, cuando estuvieron reveladas, las miramos atentamente.
—Como hermanos —repitió la abuela varias veces—. ¡Como hermanos!
Borré mis rasgos en cuanto salí del piso. Pero supongo que entre los papeles de mi madre hubo una foto amarillenta en la que su padre, todavía joven, estaba de pie junto a un hombre un poco más joven que él y a quien se parecía mucho, del que mi madre pensaría acaso que se trataba de algún primo olvidado. Quizá la foto exista todavía. Me daría miedo mirarla.