Cuando terminaron de meternos el reglamento en el cráneo, nos enviaron al pasado en viajes de ensayo. Naturalmente, ninguno de nosotros había remontado la línea antes del comienzo de las sesiones de instrucción: nos habían probado para ver si el viaje temporal provocaba en nosotros alguna alteración psicológica particular. Había llegado el momento de observar a los Guías de servicio, y nos dejarían acompañar a los grupos de turistas como si fuésemos autoestopistas.
Nos dividieron de modo que no fuésemos más de dos de nosotros por cada seis u ocho turistas. Para evitar gastos, nos mandaron observar lo que pasaba allí mismo, en Nueva Orleáns. (Para hacernos regresar a la batalla de Hastings, por ejemplo, primero tendrían que habernos mandado por avión hasta Londres. El viaje temporal no incluye el viaje espacial; uno debe estar físicamente presente, antes de saltar, en el lugar al que desea regresar.).
Nueva Orleáns es una ciudad muy bonita, pero su historia no cuenta con muchos hechos importantes, de modo que no veía por qué nadie querría pagar mucho dinero para volver por la línea a aquel lugar cuando por casi el mismo importe podía presenciar la Declaración de Independencia, la toma de Constantinopla o el asesinato de Julio César. Pero el Servicio Temporal desea asegurar el viaje a cualquier evento histórico importante —respetando, al menos, ciertos límites— para cualquier grupo formado por un mínimo de ocho turistas que tengan pasta bastante para pagar los billetes, y supongo que los residentes patriotas de Nueva Orleáns también tienen derecho a visitar el pasado de su propia ciudad, si es que es eso lo que quieren.
De aquel modo, Mr. Chudnik y Miss Dalessandro fueron enviados a 1815 para animar a Andrew Jackson en la batalla de Nueva Orleáns. Mr. Burlingame y Mr. Oliveira fueron transportados a 1877 para asistir a la expulsión de los últimos politicastros del norte. Mr. Hotchkiss y Mrs. Notabene partieron a 1803 para ver cómo los Estados Unidos tomaban posesión de Louisiana tras habérsela comprado a Francia. En fin, Miss Chambers y yo remontamos la línea hasta 1935 para presenciar el asesinato de Huey Long.
Los asesinatos suelen terminar muy deprisa y casi nadie remonta la línea para ver y oír un simple disparo. Lo que el Servicio temporal ofrecía a esa gente, en realidad, era una gira por la Louisiana de comienzos del siglo XX con una duración de cinco días que terminaba con el homicidio de Kingfish. Teníamos seis compañeros de viaje: tres parejas adineradas de Louisiana de unos sesenta años. Uno de los hombres era jurista, otro médico, y el tercero uno de los dirigentes de la Sociedad de Energía e Iluminación de Louisiana. Nuestro Guía Temporal era uno de esos pastores que forman la base de la sociedad: un personaje educado y suave llamado Madison Jefferson Monroe.
—Llámenme Jeff —pidió.
Tuvimos varias reuniones preparatorias antes de partir.
—Aquí están sus cronos —nos dijo Monroe—. Deben llevarlos pegados a la piel durante todo el viaje. Una vez se los hayan puesto en el Servicio Temporal, no deben quitárselos hasta haber regresado al presente. Se bañarán con ellos, dormirán con ellos, harán… bueno todas sus funciones intimas sin dejar de llevarlos. La razón debería resultar evidente. Sería muy molesto para la historia que un crono cayera en manos de alguien en el siglo XX; está prohibido que se separen de sus aparatos ni por un solo instante.
(—Miente —me dijo Sam cuando se lo repetí—. Nadie del pasado sabría qué hacer con un crono. La verdadera razón es que los turistas deben dejar una época a toda prisa ocasionalmente para evitar ser linchados y el Guía no puede correr el riesgo de que uno de sus clientes se olvide el crono en el hotel. Pero no se atreve a decíroslo.).
Los cronos que Jeff Monroe nos entregó eran ligeramente distintos del que llevé la noche en que Sam y yo remontamos la línea. Los mandos estaban sellados y sólo funcionaban cuando el Guía emitía una frecuencia especial. Bastante sensatos: el Servicio Temporal no quiere que los turistas den vueltas por su cuenta.
Nuestro Guía se pasó un buen rato advirtiéndonos acerca de las consecuencias de un eventual cambio del pasado y nos rogó en varias ocasiones que le hiciésemos caso.
—No hablen más que si se dirigen a ustedes —nos dijo—, incluso entonces reduzcan al mínimo sus conversaciones con desconocidos. No hablen en argot; no les entenderían. Si reconocen a otros viajeros temporales no deben hablar con ellos ni saludarles y deben ignorar cualquier tentativa por su parte de dirigirse a ustedes. Al que viole estas normas por inocentemente que sea se le retirará en el acto la licencia de deriva temporal y volverá al presente inmediatamente ¿Entendido?
Asentimos solemnemente.
—Imagínense que son cristianos disfrazados dentro de la ciudad santa de los musulmanes, La Meca. Si no les descubren, no estarán en peligro; pero, si los que les rodean adivinan su identidad, se encontrarán en muy mal trance. Les interesa estar callados mientras permanezcan en el pasado, observándolo todo sin decir nada. No correrán riesgos mientras no llamen la atención.
(Supe por Sam que los turistas temporales a veces tienen historias con la gente del pasado, sean cuales sean los esfuerzos de su Guía para intentar evitar tales accidentes. Los problemas pueden arreglarse con algunas palabras diplomáticas con las que el Guía pediría excusas alegando que el extranjero es realmente un problema mental. Pero a veces no es tan fácil, y el Guía debe ordenar la evacuación rápida de todos los turistas; además, debe esperar hasta que todos los clientes hayan vuelto por la línea sanos y salvos, por lo que varios Guías han caído víctimas del deber a causa de tales accidentes. En los casos de extrema torpeza por parte de algún turista, la Patrulla Temporal interviene y anula el salto retroactivamente, prohibiendo el viaje al viajero imprudente y anulando los problemas.
—Cada uno de esos ricachos suele enfurecerse cuando llega un Patrullero en el último minuto y le dice que no puede partir porque si lo hace cometerá alguna estupidez en el pasado. No pueden entenderlo. Prometen ser gentiles y no entienden que su promesa carece de valor, pues su conducta ya ha sido observada. El problema con la mayor parte de esos estúpidos turistas es que no pueden pensar en cuatro dimensiones.
—Yo tampoco, Sam —dije, desconcertado.
—Lo conseguirás —respondió—. Acabas de llegar.).
Antes de partir para 1935 recibimos un cursillo hipnótico sobre el marco de aquella época. Nos llenaron de datos acerca de la Depresión, la New Deal, la familia Long de Louisiana, la gloriosa ascensión de Huey Long, su programa titulado “Compartamos nuestros bienes” que quería quitar a los ricos para dárselos a los pobres, su querella con el presidente Franklin Roosevelt, su sueño de llegar él mismo a la presidencia en 1936, su brillante desprecio por las tradiciones, su demagógica llamada a las masas populares. Debimos tragarnos todo aquello, lo mismo que numerosos detalles acerca de la vida del año 1935 —las celebridades, la actividad deportiva, el mercado financiero— para no sentirnos desplazados.
Finalmente, nos dieron ropas de 1935. Nos pavoneamos, bromeando y riéndonos de nosotros mismos, al vernos en aquellas envejecidas prendas. Jeff Monroe, supervisándolo todo, recordó a los hombres que llevaban bragueta y les enseñó a usarla; advirtió a las mujeres que estaba absolutamente prohibido enseñar los pezones y la parte inferior de los senos, y nos pidió enérgicamente que no olvidásemos el hecho de que íbamos a entrar en una época extremadamente puritana en la que la represión neurótica era considerada como una virtud y nuestras habituales libertades de comportamiento eran tenidas por vergonzosas y escandalosas.
Al fin, estuvimos listos para partir.
Nos llevaron al nivel superior, a la Antigua Nueva Orleáns, pues no habría sido muy indicado saltar desde uno de los niveles inferiores. Teníamos preparada una habitación esperándonos en una pensión familiar de una de las calles del Barrio Norte, destino de los saltos al siglo XX.
—Vamos a remontar la línea —dijo Madison Jefferson Monroe, emitiendo la señal que disparaba los cronos.