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Metaxas, como siempre, estaba dispuesto a ayudarme.

—Nos llevará unos días —dijo—. Las comunicaciones son un poco lentas. Los mensajeros deben moverse mucho.

—¿Espero aquí?

—¿Para qué? —preguntó Metaxas—. Tienes un crono. Vuelve en tres días y puede que para entonces esté ya todo completamente arreglado.

Descendí tres días.

—Todo arreglado —dijo Metaxas.

Consiguió que me invitaran al palacio de los Ducas con motivo de una recepción. Casi toda la gente importante estaría presente, incluso el emperador Alexis Comneno. Como cobertura, debía decir que era primo de Metaxas, procedente de la provincia de Epira.

—Pon acento de ser un poco palurdo —me explicó Metaxas—. Deja que te corra un poco de vino por el mentón y haz ruido al masticar. Te llamarás… bueno… Nicetas Hyrtacenus.

—Demasiado fantástico —respondí, sacudiendo la cabeza—. No me gusta.

—En ese caso, ¿qué te parece Jorge Hyrtacenus?

—Jorge Markezinis.

—Eso suena mucho al siglo XX.

—Para ellos, como si fuera de provincias —declaré. Asistí a la velada bajo el nombre de Jorge Markezinis.

Vi docenas de guardias apostados ante los muros de brillante mármol del palacio de los Ducas. La presencia de aquellos bárbaros nórdicos de barbas rubias, la elite de la guardia imperial, me hizo comprender que Alexis ya se encontraba en el interior. Entramos. Metaxas había llevado a la bella y lasciva Eudosia a la recepción.

Dentro del palacio me encontré con una escena sorprendente. Músicos. Esclavas. Mesas llenas de comida. Vino. Hombres y mujeres suntuosamente vestidos. Soberbios mosaicos en el pavimento; en las paredes, gruesos tapices bordados en oro. El tintineo de elegantes risas, el reflejo de la carne de las mujeres bajo los trajes de seda casi transparente.

Vi a Pulcheria casi en el acto.

Y ella a mí.

Nuestros ojos se encontraron, lo mismo que se encontraron en la tienda: me reconoció, esbozó una enigmática sonrisa y se adelantó hacia nosotros, abriéndose paso entre los invitados. En otra época, habría movido el abanico en mi dirección. En aquélla, retiró los guantes engastados con joyas y se dio con ellos un suave golpe en la muñeca derecha. ¿Un signo de aliento? Llevaba sobre la frente una cinta de oro. Sus labios iban pintados de rojo brillante.

—A su izquierda, su marido —murmuró Metaxas—. Ven. Te lo presentaré.

Me quedé mirando a León Ducas, mi tátara-tátara-multitátara-abuelo; pero el orgullo de tener tan notable ancestro quedaba empañado por los celos que sentía por aquel hombre que cada noche acariciaba los senos de Pulcheria.

Como me indicaron mis investigaciones genealógicas, tenía treinta y cinco años, dos veces la edad de su esposa. Era un hombre alto, de sienes grises, con ojos azules que en nada se parecían a los de los bizantinos, una pequeña barba cuidadosamente recortada, nariz estrecha y aguileña, y labios finos y ligeramente apretados; parecía austero, lejano, muy orgulloso, y sospeché que sería firmemente aristocrático. Resultaba impresionante, pero no había mucha austeridad en su túnica elegantemente cortada, ni en sus joyas, anillos, pendientes y broches.

León presidía la reunión con la serenidad conveniente a un hombre que era uno de los primeros nobles del Imperio, alguien que dirigía una de las ramas de la gran familia de los Ducas. Evidentemente, la rama de León no daba frutos, y quizá aquella era la causa de la débil marca de desesperación que creí adivinar en su agradable rostro. Mientras me acercaba a él acompañado por Metaxas, oí fragmentos de una discusión entre dos damas de la corte que se encontraban a mi izquierda:

—… sin hijos, qué lástima; y con todos los que tienen los hermanos de León. ¡Y él es el mayor!

—Pero Pulcheria es joven todavía. Será una buena madre.

—Si consigue serlo. ¡Pronto tendrá dieciocho años!

Me habría gustado tranquilizar a León, decirle que su descendencia alcanzaría el siglo XXI, decirle que, dentro de un año tan sólo, Pulcheria le daría un hijo, Nicetas, y luego a Simeón, Juan Alejandro y otros más; me habría gustado contarle que Nicetas tendría seis hijos, entre ellos el magnífico Nicéforo, a quien vi sesenta años más adelante, y que el hijo de Nicéforo seguiría a un príncipe exiliado en Albania; y que…

—Su Gracia, os presento al tercer hijo de la hermana de mi madre, Jorge Markezinis, que viene de Epira, y que será mi invitado durante la estación de la cosecha.

—Habéis hecho un largo camino —dijo León Ducas—. ¿Habíais venido antes a Constantinopla?

—Nunca —respondí—. ¡Es una ciudad maravillosa! ¡Las iglesias! ¡Los palacios! ¡Las termas! ¡La comida, el vino, la ropa! ¡Sus hermosísimas mujeres!

Pulcheria se acercó. Me sonrió de nuevo con la comisura de la boca desde detrás de su esposo. Su agradable perfume llegó hasta mí. Se me aceleró el pulso dolorosamente.

—Conocéis al emperador, naturalmente —dijo León.

Con un amplio movimiento del brazo me señaló a Alexis al otro lado del salón, rodeado por su corte. Ya le había visto antes: un hombre delgado en una actitud aparentemente imperial. Un círculo de señores y damas le rodeaba. Parecía gracioso, elegante sin afectación, el verdadero descendiente de los césares, el defensor de la civilización durante aquella oscura época. León insistió para que me fuera presentado. Me recibió calurosamente, declarando que el primo de Metaxas era alguien tan querido como el propio Metaxas. El emperador y yo charlamos durante un instante; yo me sentía nervioso, pero conseguí contenerme; finalmente León Ducas dijo:

—Habláis con los emperadores como si conocierais a una docena, joven.

Sonreí. No le dije que vi en varias ocasiones a Justiniano, que asistí al bautizo de Teodosio II, Constantino V, Manuel Comneno, que todavía no había nacido, y de tantos otros, que me había arrodillado en Santa Sofía a corta distancia de Constantino XI en la última noche de Bizancio, que vi a León el Isáurico guiar a los iconoclastas. No le dije que era uno de los muchos hombres que sació el ávido sexo de la emperatriz Teodora cinco siglos antes. Tímidamente respondí:

—Favor vuestro, su Gracia.

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