Los viajeros regresaron a la colina del borde de los hielos en la última semana de diciembre y decidieron descansar un poca, celebrando el año Nuevo, el buen éxito de la expedición hacia el Sur y la liberación de los prisioneros. Las reservas de víveres y de leña eran suficientes y, de momento, no hacía falta salir al bosque ni a la tundra. Para montar la yurta, los viajeros alisaron una pequeña superficie. Luego abrieron en la nieve, que tenía más de un metro de altura, una trinchera que llevaba al depósito, a la galería de los perros y al puesto meteorológico. Concluidos estos trabajos, pudieron entregarse al descanso. La yurta, donde ardía una pequeña hoguera, estaba tibia y acogedora. Los seis hombres invertían el tiempo que les dejaban libre las comidas, los paseos y el sueño en charlar y referirse sus aventuras y los recuerdos de los diversos episodios de su viaje al Sur o de su vida entre la tribu.
Katu, testigo mudo de estas conversaciones, se penetraba de mayor respeto por los hechiceros blancos, que disponían de tantos objetos extraños. La herida iba curándosele, y empezaba a andar un poco. Muchas veces se la encontraban acurrucada cerca de la yurta con la mirada fija en el Sur, donde negreaba la franja de los bosques en el horizonte. Se conoce que sentía nostalgia de su tribu.
Igolkin trataba de persuadir a Katu de que se quedase con ellos y luego les acompañara a través de los hielos hacia un país cálido, donde vería todas las maravillas creadas por los hombres blancos. Pero la muchacha sacudía la cabeza con obstinación, repitiendo:
— Yo bosque, choza madre, carne, carne sangrante, caza, alegría…
De todas formas, los viajeros esperaban que acabaría acostumbrándose a ellos y consintiendo marcharse. ¡Qué triunfo para la expedición si volvía con un ejemplar de ser primitivo!
Cuando llegaron los grandes fríos, Katu empezó a tiritar, pero rechazó la ropa que le ofrecieron. Al salir de la yurta tibia sólo se envolvía en su manta. No participaba para nada en las labores domésticas como limpieza de la yurta, fregado de los cacharros, reparación de la trinchera abierta en la nieve o alimento del fuego. Preguntaba a Igolkin cuántas mujeres tenía y si iban a la caza, si la tribu a la que pertenecían los hechiceros blancos era numerosa, y sacudía la cabeza, incrédula, al escuchar los relatos acerca de la vida de los europeos, de las ciudades, los mares, los barcos, etc. Entre las comidas y el sueño su única ocupación era hacer mangos para jabalinas y tallar toscas figurillas de mamuts, rinocerontes, osos y tigres en trozos de madera de sauce. Habíase fabricado toda una colección de ídolos de ese género; a los que veneraba y siempre estaba pidiéndole a Igolkin sangre de algún animal para untarlos. Pero como los viajeros no salían de caza y en la tundra no se veían anímales ni aves, era imposible satisfacer su deseo.
En enero, los exploradores empezaron a hacer pequeñas excursiones en los trineos para que los perros, que se hallaban de nuevo domesticados y habitaban la galería abierta en la colina, menos General, destinado a guardar la yurta, recobrasen la costumbre de ir enganchados. Cuando los animales estuvieron otra vez acostumbrados al tiro, se emprendieron excursiones más largas por la tundra, hasta el borde de los bosques, en busca de leña, cuya reserva tocaba a su fin. Cinco hombres salían a estas excursiones en los tres trineos, turnándose para que uno quedara en la yurta al cuidado de Katu.
Una vez, a fines de enero, le tocó a Pápochkin quedarse en la yurta. Katu seguía siempre con mirada atenta a los que se marchaban hacia los bosques y aguardaba con impaciencia su regreso, esperando que matarían algún animal y le traerían la carne cruda que tanto echaba de menos. Pero sus esperanzas eran siempre defraudadas porque no había caza de ningún género.
Conque aquel día, después de que se fueron sus compañeros, Pápochkin se pasó un par de horas en la yurta junto a la hoguera y se quedó traspuesto de aburrimiento. Debió dormir bastante tiempo. Cuando se despertó, Katu no estaba en la yurta. Salió corriendo afuera y vio a lo lejos, hacia el Sur, un punto negro que se alejaba rápidamente en medio de la llanura nívea. La prisionera se había apoderado de los esquís de Pápochkin, que sabía ya manejar, y hubiera sido inútil perseguirla a pie por la nieve profunda. Se había llevado también su manta, un pernil empezado que colgaba en la yurta, un cuchillo grande y una caja de cerillas, que ya sabia manejar.
A1 regresar los demás se enteraron de la fuga de Katu, que les contrarió mucho. Pápochkin hubo de escuchar bastantes noches por su negligencia. Pero no se podía ni pensar en perseguir a la fugitiva: había tenido tiempo de alejarse considerablemente y hubiera hecho falta lanzar toda una expedición tras ella, corriendo el riesgo, sin embargo, de no darle alcance. Katu no llevaba ninguna impedimenta y estaba acostumbrada a recorrer hasta cien kilómetros en una jornada durante las cacerías. Una expedición de trineos apenas podía recorrer la mitad. Y no tenía ningún sentido ir a reconquistar a la muchacha por la fuerza a la tribu.
Felizmente habían hecho varias fotografías de Katu antes de su fuga (de frente, de perfil y de espaldas), habían tomado sus medidas conforme a las reglas más rigurosas de la antropología y habían hecho un molde de yeso de su rostro, sus manos y sus pies.
Hasta fines de marzo o principios de abril no se podía emprender el camino de regreso por los hielos para encontrar arriba días suficientemente largos y llegar a principios del verano a la orilla meridional de 1a Tierra de Nansen. Quedaban pues casi dos meses hasta el momento de la partida. Los viajeros quisieron aprovecharlos para entrenarse y entrenar a los perros a marchas más prolongadas con los trineos. En los últimos días habían descubierto en el lindero del bosque huellas de renos, de toros almizcleros y de lobos. O sea que, alejándose una o dos jornadas de la yurta, podían encontrar caza. Tanto los hombres como los perros tenían gran necesidad de carne fresca: estaban cansados de comer cecina y, además, sus reservas habían disminuido considerablemente gracias a la voracidad de Katu. Había que guardar parte de la cecina para el camino y, hasta el momento de la marcha, cazar para alimentarse. A estas excursiones partían por turno tres hombres con dos trineos y la tienda de campaña, mientras los otros tres y una traílla quedaban en la yurta, descansando de la expedición precedente.