Capítulo XLIV EL INCENDIO DEL SEGUNDO HORMIGUERO

Después de haber descansado bien, Kashtánov y Makshéiev embarcaron en una de las lanchas, llevándose las escopetas, un hacha y unas brazadas de ramiza. Pápochkin no podía moverse aún y a Gromeko le dolía el brazo de la mordedura. Por eso, se quedaron los dos a cuidar de la tienda. Los viajeros atravesaron rápidamente los lugares ya conocidos. Dejaron atrás los restos de la barrera levantada por las hormigas: algunos troncos humeaban todavía y se veía negrear los cadáveres de los insectos. Luego llegaron al calvero y, disimulados entre los matorrales, inspeccionaron los alrededores del hormiguero para evitar algún encuentro inesperado con los enemigos. Pero no se veía nada. Los insectos debían descansar en el interior de su fortaleza. Remontaron todavía un poco el río hasta el antiguo puente, donde un sendero trazado por las hormigas conducía hasta su habitación.

Y vieron que las hormigas habían construido ya un puente nuevo.

Los exploradores ataron la lancha a unos arbustos poco más abajo del puente, echáronse las brazadas de ramiza al hombro, tomaron las escopetas, cargadas por si acaso con postas, y se encaminaron hacia el hormiguero. Antes de llegar a él se acurrucaron entre unos arbustos cerca del sendero para observar algún tiempo todavía y convencerse de que nadie iba a obstaculizar el cumplimiento de su plan.

Todo estaba en calma y podían poner manos a la obra. Depositaron en cada una de las entradas principales una brazada de ramiza y echaron encima troncos finos, todavía más secos, tomados del propio hormiguero.

Luego prendieron fuego a la hoguera de la entrada Oeste, la más lejana, y se precipitaron el uno hacia la entrada Norte y el otro hacia la entrada Sur para incendiarlas y luego reunirse en la entrada Este, donde, terminada su labor, podían correr hacia la lancha en caso de necesidad.

Mientras encendía la hoguera de la entrada Norte, Kashtánov advirtió en las profundidades de la galería a una hormiga que corría hacia el fuego. Kashtánov se ocultó detrás esperando que el insecto saldría y podría matar a aquel centinela antes de que hubiese dado la alarma. Pero la hormiga examinó la hoguera, intentó dispersarla y volvió corriendo al interior, sin duda en busca de refuerzos. Estaba dada la alarma, y había que correr hacia la última entrada.

Makshéiev se encontraba allí ya, encendiendo a toda prisa la hoguera. Acogió a su compañero con estas palabras:

— ¡Pronto, pronto! Hay que escapar en la lancha.

Echaron a correr a toda velocidad; sin embargo, se detuvieron en el sendero para lanzar una mirada hacia atrás. Una enorme llama escapaba ya de la entrada Este. Por la parte Norte, el hormigueo ardía también ya en diversos lugares y un humo espeso salía de muchos orificios superiores. Pero en la parte Sur, donde Makshéiev se había dado prisa al ver a los insectos alarmados, el fuego había prendido mal y de todos los orificios superiores de aquella parte huían las hormigas. Unas transportaban los huevos o las larvas, descendiendo con ellos y llevándolos aparte; otras iban y venían azoradas, corrían hacia el fuego o los orificios humeantes, caían abrasadas o asfixiadas.

— ¡Mal ha salido la empresa! — observó Kashtánov-. Parte de las hormigas podrá salvarse, andará errando por la región sin cobijo y nos atacará. Tendremos que marcharnos de aquí, y mañana mismo.

— ¡Y ahora también tenemos que largarnos! — gritó Makshéiev, señalando una columna de insectos que corría por el sendero camino del puente.

— ¿Se les habrá ocurrido ir a buscar agua para apagar el incendio? — dijo en broma Kashtánov, que se había lanzado a correr junto a su compañero.

Indudablemente, las hormigas habían descubierto a los incendiarios y los perseguían. Corrían más de prisa que los hombres, y la distancia que les separaba iba disminuyendo.

— No puedo más: me va a estallar el corazón — pronunció Kashtánov sin aliento, ya que ni los años ni el género de vida le permitían rivalizar mucho tiempo con Makshéiev.

— Pues vamos a detenernos y disparamos contra ellas — propuso el otro.

Recobraron el aliento, dejando acercarse a las hormigas hasta una distancia de cincuenta pasos, y entonces dispararon. Las que iban en cabeza cayeron y las demás se detuvieron. Era lo menos una decena pero, además, un segundo grupa las seguía a escasa distancia.

En un último esfuerzo, los perseguidos llegaron hasta el puente cuando el segundo grupo alcanzaba el campo de batalla.

— ¡Demonios! ¿Dónde ha ido a parar nuestra barca? — exclamó Makshéiev, que había alcanzado el primero la orilla.

— ¿Pero no está?

— No. Ha desaparecido sin dejar rastro.

— ¿Es aquí donde la habíamos atado?

— Aquí; me acuerdo muy bien del sitio… Además, mire usted la cuerda, colgando todavía de este arbusto.

— ¿Quién ha podido desatar la lancha y llevársela?

— Quizá se haya desatado sola y bogue ahora río abajo.

— ¿No se la habrán llevado las hormigas?

— ¿Qué hacemos?

— De momento, vamos a atravesar el puente y a destruirlo — propuso Kashtánov-. Por lo menos, el río nos separará de las hormigas.

Sin pérdida de tiempo cruzaron a la otra orilla por el puente, que cedía bajo su pego. Los perseguidores estaban ya a un centenar de pasas del río.

— Vamos a tirar de los troncos hacia aquí, porque las hormigas son capaces devolverlos a pescar — dijo Makshéiev.

Un minuto después, cuando los primeros insectos acudieron corriendo a la orilla, los dos troncos yacían ya a los pies de los exploradores. El río, profundo, les separaba de las hormigas, que se habían detenido indecisas. Eran unas veinte, pero por el sendero se veían nuevos, refuerzos que venían presurosos en su auxilio. Detrás, en medio del calvero, el hormiguero ardía igual que una inmensa hoguera. Las llamas subían muy altas, y remolinos de humo negro ascendían en el aire quieto formando una columna negra que alcanzaba enorme altura.

— ¡Cualquiera diría la erupción de un volcán! — observó Malcshéiev riendo-. De todas formas, bien les hemos hecho pagar sus fechorías.

— Pero sin lograr el resultado apetecido: no hemos limpiado la región y ahora tenemos que huir delante de los insectos.

— ¿Cómo vamos a llegar hasta el mar?

— Seguir el borde del río a través del bosque es cosa en la qué no se debe ni pensar.

— Además, no es fácil abrirse paso, y las hormigas podrían adelantársenos y atacar a nuestras compañeros.

— ¡Ya está! Como no se puede ir a pie, iremos por el agua. Con estos dos troncos es fácil hacer una balsa ligera, y el agua nos llevará más de prisa que nuestras piernas.

— ¡Buena idea! Pero hace falta ahuyentar primero a las hormigas para que no obstaculicen en nada nuestra partida

Los viajeros cargaron sus escopetas e hicieron cuatro disparos contra los insectos agrupados en la orilla opuesta. Más de diez se desplomaron, algunos cayeron al agua y los demás huyeron. En unos minutos, los dos troncos que constituían el puente fueron echados al agua, sujetos por fallos flexibles de los arbustos. Los dos hombres saltaron a esta balsa improvisada y se alejaron de la orilla con una última mirada para la fortaleza en llamas de sus enemigos. La corriente les arrastró con rapidez y las escopetas les sirvieron de pértigas para alejarse de la orilla, siempre que la balsa se acercaba demasiado a ella. Unas cuantas hormigas fueron algún tiempo corriendo a lo largo del río, pero la corriente iba más de prisa que ellas y pronto quedaron atrás.

Pasado el recodo que el río formaba delante del bosque, allí donde Kashtánov había construido su hoguera flotante, los remeros descubrieron con alegría la lancha, que la corriente había empujada hacia la margen, quedando atascada entre la maleza.

Dejaron que la balsa fuese también llevada hacia el mismo sitio, recuperaron su barca, pasaron a ella y empuñaron los remos.

Media hora después atracaban sin novedad junto al campamento.

Загрузка...