Capítulo XXIX EL BOSQUE DE COLAS DE CABALLO

La playa de arena y pedriza estaba limitada por una tupida vegetación. Enormes colas de caballo de ocho o diez metros de altura crecían muy cerca las unas de las otras. Sus ramas verdes comenzaban tan cerca del suelo que únicamente a rastras o muy inclinado se podía pasar por debajo de ellas. Entre los troncos crecían helechos arborescentes de diferentes especies. El conjunto formaba una espesura casi impenetrable para el hombre.

Pápochkin y Gromeko, que habían salido en busca de un sendero o un paso natural en la espesura, acabaron encontrando una pequeña vaguada que separaba los acantilados y el bosque. No lejos del mar se bifurcaba la vaguada: el brazo izquierdo continuaba entre las rocas y al bosque, mientras el derecho se adentraba en la espesura. La vegetación se había modificado aquí un poco: además de las colas de caballo y de los helechos aparecían a veces palmeras de azúcar que descollaban varios metros por encima de las collas de caballo. El suelo del bosque estaba cubierto de una hierba menuda, áspera como un cepillo. También crecían otras plantas a lo largo de la vaguada bordeando la espesura. Más interesado a cada momento, Gromeko pronunciaba diferentes nombres.

— ¿Sabe usted en qué período geológico nos encontramos ahora? — acabó exclamando.

— ¿No será el carbonífero por casualidad? — rezongó el zoólogo, que hasta entonces no había encontrado ningún




botín en el bosque y en cambio tenía todas las manos arañadas por la hierba áspera.

— ¡Eso ya es demasiado! ¿Acaso existían los ictiosaurios y 1os plesiosaurios en el período carbonífero? Gracias a nuestro trato con geólogos, ya sabemos a qué atenernos a este respecto. No señor, ahora estamos en el jurásico. Mire usted: aquí está el helecho típico de aquel período, aquí está este arbolillo esbelto, el ginkgo y también esta hierba áspera, descubierta por primera vez en los sedimentos jurásicos de la provincia de Irkutsk, al borde del Angará, por el geólogo Chekanovski, al que debe su nombre.

— ¡Pues valiente honor le hicieron al geólogo con eso! Es peor que nuestras ortigas y únicamente podría alimentarse con ella algún reptil de gaznate de hierro.

— Hablando del rey de Roma… — pronunció Gromeko interrumpiendo a su irritado compañero-. Mire usted qué huella tan linda. Me parece que esto es ya de su incumbencia.

Se detuvo en medio de la vaguada señalando con el dedo hacia el suelo. En la arena menuda se veían las hueIlas profundas de unas enormes patas tridáctiles terminadas por uñas romas. Cada una de las huellas media más de treinta centímetros de largo.

— ¡Menudo monstruo ha debido pasar por aquí! — exclamó el zoólogo con un ligero temblor en la voz-. Desde luego, es un reptil. Ahora bien, convendría saber si herbívoro o carnicero. En el segundo caso no resultaría muy agradable encontrarse con él.

Pápochkin observó atentamente las huellas impresas en la arena, que se perdían allí donde empezaba la pedriza.

— Lo extraño es que todas las huellas tengan la misma dimensión — dijo Gromeko-. En lo que yo entiendo, las patas delanteras suelen ser siempre más pequeñas que las traseras. Además, ¿qué surco es ése entre las huellas de las patas traseras derecha e izquierda? Cualquiera diría que el animal ha ido arrastrando un tronco enorme.

Pápochkin se echó a reír.

— Esa es la huella que ha dejado el rabo del reptil. Y, teniendo en cuenta su dimensión y el tamaño idéntico de la huellas de las patas, supongo que el animal marcha solamente sobre las patas traseras, apoyándose en la cola.

— ¿Acaso han existido semejantes reptiles bípedos?

— Pues claro que sí, y precisamente en el período jurásico. Por ejemplo, el iguanodón, que se asemejaba a un gigantesco canguro y tenía las patas traseras enormes y las de delante pequeñas.

— ¿Y de qué se alimentaba?

— De plantas, a juzgar por la forma de sus dientes.

Si estas huellas pertenecen en efecto a un iguanodón, no tenemos nada que temer aunque este monstruo medía, en el jurásico, de cinco a diez metros de longitud.

— ¡Menos mal! — suspiró el botánico más tranquilo-.

No he podido olvidar todavía aquel horrible reptil que se disponía a agarrarnos a Makshéiev o a mí en el río para la cera.

Al llegar a la bifurcación de la vaguada, los viajeros decidieron seguir el brazo derecho, que iba hacia el pie del acantilado, donde era más probable encontrar una fuente de agua, objetivo principal de la excursión. En efecto, subiendo por aquel ramal, la humedad del suelo iba en aumento y la baja vegetación que lo bordeaba se hacía más exuberante y variada.

Pronto se vió brillar el agua en el fondo de la vaguada entre los tallos de las plantas.

— ¡Estamos salvados! — exclamó Pápochkin-. La fuente está cerca de nuestro campamento.

— ¿Y si fuera saluda? — sugirió Gromeko para hacerle rabiar.

— Pruebe usted. Al parecer es dulce.

— ¿Cómo distingue usted el agua dulce del agua salada por el aspecto? Es un arte que yo ignoro.

— Usted, que es botánico, ¿ignora qué clases de: plantas crecen cerca de las aguas saladas?

— Por lo pronto, estamos en el período jurásico y no sabemos las plantas que crecían en torno a las aguas saladas jurásicas. En segundo lugar, usted ha dicho que distingue el agua por su aspecto y no por el aspecto de las plantas que la rodean.

— Me he expresado mal. Debía haber dicho: por el aspecto del cauce. Si el agua de la fuente fuera salada, el lecho estaría lleno de sedimentos de sales diversas.

Hablando de esta suerte, Pápochkin y Gromeko remontaban rápidamente la vaguada que pronto se encajonaba en una estrecha garganta entre altas rocas, canalizando un arroyuelo de agua dulce que poco a poco desaparecía en la arena donde abundaban las huellas grandes y pequeñas de reptiles que venían a abrevarse.

— ¡Pero si aquí viene una infinidad! — exclamó Gromeko-. Todo será que nos demos de manos a boca con uno de esos monstruos bípedos.

Después de saciar la sed, los cazadores remontaron el arroyuelo por la garganta llevando las escopetas preparadas por si acaso. La garganta se ensanchaba rápidamente, convirtiéndose en una depresión enmarcada de rocas casi abruptas cuyo color granate hacía un bello contraste con los arbustos y los árboles que crecían a su base En el fondo de la depresión, en medio de una verde pradera, brillaba un pequeño lago alimentado evidentemente por fuentes subterráneas. Atravesando el prado, conducía al lago un sendero ancho bien desbrozado. A través del agua transparente se divisaba el fondo del lago.

Los cazadores llenaron de agua las vasijas de hojalata que habían traído y se disimularon entre los arbustos, en la esperanza de que viniese a beber algún animal. Pero los minutos se sucedían sin que apareciera ninguno. Sólo algunas libélulas, mayores todavía que las del río Makshéiev, surcaban el aire. Pápochkin, que seguía su vuelo con la mirada, echó de pronto mano a la escopeta.

— ¿Qué le ocurre? ¿Quiere usted disparar con bala explosiva contra las libélulas? — preguntó Gromeko riendo.

— Calle. Mire usted allí, hacia aquella roca — murmuró el zoólogo indicando el acantilado que dominaba la entrada a la depresión.

En un pequeño rellano, de pie sobre las patas traseras y apoyándose en el rabo largo y grueso, había un reptil de tamaño mediano muy semejante a un canguro, aunque de color verde oscuro con manchas parduscas. Su cabeza recordaba la cabeza de un tapir con el labio superior colgante en forma de trompa.

— ¡Debe ser un iguanodón! — murmuró Pápochkin.

— Lástima que no sea un canguro — lamentó el botánico-. Al canguro lo hubiéramos guisado para la cena y en cambio no creo que nos decidamos a probar la carne de reptil.

— Amigo mío, no olvide usted que nos encontramos en el período jurásico y no vamos a tener mamíferos ni aves para alimentarnos. De manera que, si no queremos morirnos de hambre, habremos de pasar a la carne de reptil. Con todo su entusiasmo botánico, por ahora no ha encontrado usted raíces, frutos o hierbas comestibles. Y no querrá usted que comamos colas de caballo o esta hierba de Chekanovski tan odiosa.

— ¿Y el pescado? Porque en los mares hay peces.

— ¿Por qué razón no le importa comer pescado y en cambio tiene miedo a alimentarse con la carne de un reptil herbívoro? Todos ésos son prejuicios que se deben olvidar en este reino subterráneo.

Restalló un disparo. El animal dió un salto y desplomóse pesadamente en el prado. Cuando se inmovilizó, los cazadores abandonaron su refugio y se acercaron a él.

La talla del joven reptil era mayor que la de un hombre. Su cuerpo sin armonía se apoyaba sobre las patas traseras, gruesas y largas, y sobre el rabo abultado que en seguida se afilaba en la punta. Las patas delanteras, cortas y finas, terminaban en cinco dedos de uñas cortas y aceradas, mientras las patas traseras tenían tres dedos con uñas grandes pero romas. Toda la estructura del cuerpo demostraba que el animal prefería la posición vertical a la horizontal, ya que en esta última la grupa se encontraba mucho más alta que la parte delantera. La cabeza era grande, de aspecto bastante repulsivo, con labios abultados y ojillos pequeños. La piel, absolutamente lisa como la de las ranas, tenía el mismo tacto viscoso y frío.

- ¡No es muy apetitoso, que digamos! — exclamó Gromeko empujando con la punta del pie uno de los gruesos muslos del reptil-. Parece algo así como una rana enorme.

— Si los franceses comen de buen grado ancas de rana, ¿por qué no han de probar unos viajeros rusos los filetes de íguanodón? Pero vamos a hacer su descripción primero, y luego lo desollaremos.

Una vez medido, descrito y fotografiado el reptil, los cazadores le cortaron las carnosas patas traseras, que pesaban cada una casi dieciséis kilos, y volvieron hacia el campamento, cargados con la carne y el agua.


La carne de iguanodón, frita en lonchas delgadas, resultó tan sabrosa y tierna, que incluso Gromeko, gran enemigo de todos los reptiles y los anfibios, la comió con placer.


Mientras cenaban, los viajeros hablaron de cómo continuar el viaje. La navegación, que hasta entonces había sido tan ventajosa, resultaba ahora imposible si es que no desembocaba en el mar algún río que llegase del Sur y que pudiera ser remontado. Lo que se debía hacer, ante todo, era buscar una desembocadura.

Durante estas búsquedas se podría igualmente explorar aquella costa y, en caso de no dar con ningún río, trazar, según su carácter, el futuro itinerario. Pero entonces habría que proseguir el viaje a pie, cosa que lo limitaría sensiblemente.


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