Capítulo XI LA TUNDRA POLAR

Hacia la tarde, la llanura nevada dió paso a unos montículos de hielo. Una bruma ligera flotaba en el aire, ocultando apenas el sol rojizo que se mantenía en el cenit como mofándose de los viajeros que seguían observándole con asombro.

Se acercaba el momento de detenerse para pasar la noche, cosa que hubiera resultado bastante incómoda en una cresta helada: aunque el sitio era suficiente, el agua se encontraba muy abajo y era imposible llegar a ella por la vertiente helada y lisa. De manera que los viajeros continuaban su camino con la esperanza de encontrar un lugar más adecuado, sobre todo teniendo en cuenta que, entre la niebla, vislumbraban por delante una oscura llanura.

Serían las siete de la tarde cuando los montículos de hielo perdieron altura y, en lenguas blancas y planas, fueron a morir en festón gigantesco al borde de aquella planicie oscura donde los arroyos se habían abierto cauces poco profundos y continuaban fluyendo entre orillas pantanosas. Terminado el hielo, los trineos se atascaron inmediatamente en la tierra viscosa y desnuda. Los perros, con la lengua fuera, se negaban a continuar avanzando. Los viajeros saltaron de los trineos. Habían recorrido el último kilómetro en la espera angustiosa de la nueva sorpresa que les preparaba aquella extraña Tierra de Nansen: una llanura sin nieve.

De un mismo movimiento, todos se inclinaron para examinar y palpar aquella tierra ansiada después de tantos días entre nieves v hielos. La tierra, de color pardo oscuro, empapada de agua y pegajosa, no estaba enteramente desnuda, sino cubierta por los tallos encogidos de una hierba rala y amarillenta y por las ramas retorcidas y rastreras de arbustos enanos sin hojas. Los pies se hundían en la tierra unos cuatro centímetros, levantando cantando chorros y surtidores pequeños de agua amarilla.

— ¿Qué les parece a ustedes? — rezongó Kashtánov —, A 81 de latitud Norte desaparece la nieve, hace la misma temperatura que en Finlandia, la tierra está desnuda y el Sol en el cenit.

— ¿Tendremos que instalar la tienda en este pantano?

— preguntó tristemente Pápochkin.

— No es un pantano, sino lea tundra del Norte — explicó Makshéiev.

— Con eso no salimos ganando nada — observó Borovói-. Los perros se niegan a tirar de los trineos y, verdaderamente, no tiene ninguna gracia pasar la noche en este lodazal. ¡Mejor sería volver al hielo!

Todos miraron a su alrededor, esperando encontrar algún sitio más seco.

— ¡Me parece que allí no estaríamos mal! — exclamó

Gromeko señalando una colina aplastada que descollaba sobre la llanura pardusca, aproximadamente a un kilómetro de las lenguas de hielo.

— ¿Y cómo llegamos hasta allí?

— ¡Hombre, ya lo conseguiremos ayudando a los perros!

— Vamos a ponernos los esquís y quizá no nos hundamos tanto.

En efecto, la marcha era más fácil con los esquís. Los perros tiraban lentamente de los trineos aligerados que los hombres empujaban por detrás con sus palos. En media hora llegaron a duras penas a la altura que dominaba unos ocho metro: el llano y ofrecía un lugar seco y cómodo pana pasar la noche. Entre la hierba amarilla del año anterior asomaban ya unas briznas verdes y los arbustos enanos empezaban a echar brotes.

Montaron la yerta en lo salto del montículo y dejaron los trineos y los perros un poco más abajo, en la vertiente. Detrás, al Norte, el borde de los hielos blanqueaba como una alta muralla que cerrase el horizonte. Delante, el llano oscuro tomaba ya un matiz verdoso.

A unos cincuenta metros de la colina corría silencioso un ancho arroyo entre orillas pantanosas. La niebla se arremolinaba sobre la llanura.

El sol rojizo, que asomaba por momentos, continuaba en el cenit aunque los relojes marcaban ya las ocho y media de la barde. En aquella jornada los viajeros habían recorrido cincuenta kilómetros.

Mientras Borovói instalaba el hipsómetro, los demás hacían hipótesis sobre la temperatura que marcaría el instrumento después de un descenso tan prolongado e indudable.

Unos opinaban que 125 y otros que 115. Makshéiev hizo incluso una apuesta con Pápochkin.

— Pues nadie ha ganado — declaró el meteorólogo cuando terminó sus observaciones-. El termómetro indica sólo 110 .

— De todas formas, yo estaba más cerca de la verdad — afirmó Makshélev —, puesto que había anunciado 115.

— ¿Y no creen ustedes que mejor sería romper todos estos instrumentos inútiles? — preguntó agriamente Borovói.

— Toma usted demasiado a pecho las jugarretas incomprensibles que nos hace la presión atmosférica — intervino Kashtánov, para tranquilizarle-. ¡Ni que se creyese usted culpable de ellas!

— No es eso. Lo que ocurre es que si un aparato es inútil, ¿para qué cargar con él?

— Ahora puede ser inútil por una razón que ignoramos; pero es probable que luego, en el curso del viaje, vuelva a servirnos.

Después de la cena, los viajeros se consultaron sobre la manera de continuar el camino. Si la tundra sin nieve, por extraño que pareciese, se extendía más hacia el Norte, la mayor parte de la impedimenta — los esquís, los trineos, los perros y la comida para ellos, la ropa de abrigo, gran parte del alcohol e incluso layurta— se hacía no ya sólo inútil, sino incluso molesta, puesto que frenaba la velocidad. En vista de la temperatura tibia podrían contentarse con una tienda ligera que llevaban de reserva y recoger combustible en la tundra.

Por esta razón quedó decidido hacer un alto de una jornada sobre la colina y enviar en direcciones diferentes dos grupos sin impedimenta para explorar el carácter de la región y las condiciones a que habría de amoldarse la expedición en su avance. Después podrían dejar un depósito con todo lo superfluo sobre la colina para recogerlo al regresar hacia los hielos.



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