Capítulo XLII EL BRULOTE DE KASHTANOV

Provistos de víveres, de ropa de repuesto y de municiones por si la excursión se prolongaba unos cuantos días, Kashtánov y Párpochkin remontaron el río en una de las lanchas. Como la profundidad era escasa y la corriente bastarte rápida, sustituyeron los remos por unos bicheros con los que empujaban la embarcación clavándolos en el fondo. Una alta muralla de árboles enmarcaba ambas orillas del cauce estrecho. En algunos lugares, las colas de caballo, los helechos y las palmeras inclinados sobre el agua juntaban casi sus cumbres y el río fluía bajo una alta bóveda verde, a través de la cual apenas penetraba la luz.

En esos sitios reinaba una semioscuridad y hacía fresco. La embarcación se deslizaba suavemente y sólo se escuchaba el susurro del agua bajo la proa y el crujido de los bicheros al clavarse en el fondo de piedra.

Cuando el corredor verde se ensanchaba, revoloteaban libélulas, zumbaban sordamente unos gruesos escarabajos y el viento suave hacía murmurar las grandes hojas de las palmeras y las ramas de los helechos y agitaban las colas de caballo.

A los pocos kilómetros, los muros verdes retrocedieron bruscamente descubriendo un vasto calvero que el río atravesaba por el centro. El suelo estaba cubierto de una vegetación. escasa y menuda: matas de una hierba áspera de varias clases.

— ¿No comenzará este río cerca del grupo de volcanes que hemos explorado ya? — dijo Pápochkin.

Es posible — manifestó Kashtánov, de acuerdo con el zoólogo-. En ese caso, no nos queda nada que hacer. Aunque la abundancia de agua del río hace esperar que su curso superior se adentre mucho más en el desierto negro.

Los exploradores recorrieron tres kilómetros: más; atravesando el calvero. En un sitio donde el río se estrechaba vieron un tronco bastante grueso tendido de una orilla a otra, pero a tan escasa altura que la barca no podía pasar por debajo:

— ¡Cualquiera diría que alguien ha hecho este puente a propósito! — dijo riendo el zoólogo-. De todas formas, hay que atracar a la orilla y quitar este obstáculo.

— Efectivamente, parece un puente — exclamó Kashtánov cuando, al acercarse más, vieron que no se trataba de un tronco solo, sino de tres, cuidadosamente tendidos el uno al lado del otro.

— Tiene usted razón. No es posible que esto sea obra del agua — confirmó Pápochkin-. Pero, si es un puente; ¿quién lo ha construido? ¿Existirán seres humanos en este país jurásico? ¡Sería muy interesante!

— En el período jurásico no había mamíferos superiores, como usted sabe. Incluso las aves estaban representadas sólo por formas intermediarias de los reptiles.

— ¡No van a ser reptiles los que han construido el puente!

— Se olvida usted de las hormigas. Esos seres, con la inteligencia suficiente para construir complejas viviendas conforme a un plan determinado, son muy capaces de hacer un puente, ya que no saben nadar y le temen al agua.

— ¡Tiene usted razón! Y ahí está el hormiguero de esos malditos insectos — exclamó Pápochkin señalando hacia el Oeste.

En aquella dirección se levantaba un enorme hormiguero exactamente igual al que habían destruido los viajeros.

Arrojar al agua los troncos secos y ligeros de las colas de caballo fué cosa de unos instantes, después de lo cual los viajeros regresaron a la lancha con el fin de proseguir el viaje. Para gran sorpresa suya encontraron ya un intruso en la barca: una hormiga estaba husmeando en su equipaje mientras otra permanecía en la orilla.

— ¡Pero si ya están aquí estos demonios! ¡Y hemos dejado las escopetas en las lanchas!

— Coja usted el cuchillo, y vamos a atacar primero a la que está en la orilla, yo por delante y usted por detrás.

Corrieron hacia la hormiga que, al ver a sus adversarios, se puso en guardia respaldándose en un arbusto. Mientras Kashtánov la distraía amenazándola con el cuchillo, Pápochkin se inclinó por encima del arbusto y partió al insecto en dos.

Pero el zoólogo no había visto a la hormiga de la barca saltar rápidamente a la orilla. Acercándose por detrás le mordió en una pantorrilla, arrancándole un grito de dolor y de sorpresa.

Kashtánov corrió en su auxilio y mató también al otro insecto, pero le costó trabajo liberar a su compañero: tuvo que cortar la cabeza de la hormiga en varios pedazos.

La mordedura, hecha por el insecto a través del grueso calcetín de lana, no era profunda, pero el veneno hacía rápidamente efecto y el entumecimiento y la hinchazón empezaban a manifestarse en la pierna.

— Siéntese usted en el suelo mientras traigo el amoníaco y las vendas del botiquín — dijo Kashtánov.

— No, Ayúdeme a bajar a la barca. Mire lo que viene por detrás.

Atravesando el calvero, acudían rápidamente a ellos unas veinte hormigas; si continuaban allí unos instantes, tendrían que entablar un combate desigual. Kashtánov agarró por debajo de los brazos al zoólogo, que arrastraba la pierna, le ayudó a bajar la pendiente y meterse en la lancha, a la que luego saltó él, y se alejaron de la orilla justo en el momento en que llegaban leas hormigas.

No había ni que pensar en proseguir la excursión: una de los remeros yacía en el fondo de la barca gimiendo de dolor y las hormigas inquietadas podían perseguir a la barca, que avanzaba con excesiva lentitud en contra de la corriente, impidiéndole atracar a la orilla. Por eso, sin más reflexiones, Kashtánov volvió la barca en el sentido de la corriente y empuñó los remos. Procuraba mantenerse en el centro del río para evitar el ataque de los insectos. Pápochkin se descalzó a duras penas la pierna herida y sacó el amoníaco y las vendas. La pierna estaba ya hinchada, roja, y cada movimiento le producía un fuerte dolor.

Media hora más tarde, la lancha había llegado al borde del bosque qué enmarcaba el calvero por el Norte y lo separaba del mar. No se veía a los enemigos, y Kashtánov hizo alto para instalar mejor al herido. Extendió los impermeables en el fondo de la barca y acostó a Pápochkin sobre ellos; luego buscó una camisa de repuesto y, habiéndola mojado en el yagua fresca, la aplicó como compresa en el sitio de la mordedura. Así se calmó un poco el dolor y el zoólogo se quedó traspuesto. Después de descansar un poco, Kashtánov reanudó su camino.

Antes del comienzo de la bóveda de verdura, el río hacía un pequeño recodo. Cuando la lancha lo dobló, Kashtánov vió delante de él un espectáculo que le hizo estremecerse. Remando rápidamente empujó la barca hacia la orilla, donde se aferró a los arbustos para inmovilizarla y ocultarla a los ojos de los enemigos.

Las hormigas estaban cerca: varias decenas se afanaban en la margen izquierda, donde empezaba el corredor. Cortaban con las mandíbulas los troncos de las colas de caballo que crecían cerca del agua y los lanzaban luego al río para hacer una barrera que no pudiese trasponer la lancha. Estaba bien claro que querían cortar la retirada hacia el mar a sus enemigos bípedos. La situación se hacía desesperada: Kashtánov y el zoólogo herido no se hallaban en condiciones de superar el obstáculo defendido por numerosos insectos. «Una sola mordedura que me hicieran en esa lucha desigual — pensó Kashtánov bastaría para dejarme fuera de combate lo mismo que a Pápochkin».

«¿Dar media vuelta y remontar el río? Pero también allí pueden atacarnos las hormigas tarde, o temprano. De todas formas, el río sigue siendo el único camino para huir de sus dominios. Hay que pasar a toda costa. Quizá las espanten unos cuantos disparos; pero, ¿y si no se asustan? Matarlas a todas es imposible. Se ocultarán en el bosque y, cuando empiece a destruir la barrera, nos atacarán por bandadas», pensaba Kashtánov.

La situación llegaba a ser desesperada, cuando se le ocurrió de pronto a Kashtánov una idea que parecía prometer la victoria, siempre que se la ejecutase inmediatamente. Dedicadas por entero a su trabajo, las hormigas no habían advertido la lancha, acogida a los arbustos de la orilla: Por eso, evitando los movimientos bruscos, Kashtánov retrocedió poco a poco río arriba, aferrándose a los matorrales, para volver detrás del recodo del río, donde la margen le ocultaba enteramente a los insectos. Allí comenzaba el bosque en el que había abundancia de troncos secos de colas de caballo y de ramitas en general. Kashtánov atracó, ató la lancha donde dormía el zoólogo, echó al río unos cuantos gruesos troncos, los sujetó rápidamente con tallos flexibles de los matorrales y luego levantó sobre esta balsa un enorme montón de ramas, tallos y troncos secos, entremezclándolos con ramas verdes de colas de caballo y tallos de juncos.

Una vez hecho el montón, Kashtánov volvió a la lancha y dejó que siguiera la corriente mientras empujaba por delante la balsa, sujeta a una larga pértiga, que los ocultaba enteramente a la vista de los enemigos. Pasado el recodo, el río fluía en línea recta hacia el lugar donde las hormigas estaban levantando la barrera, que se encontraba unos, cien metros de allí. Kashtánov atrajo la balsa, prendió fuego al montón de leña y siguió descendiendo el río con la balsa por delante. El fuego se incrementaba, apoderándose de la madera seca, mientras leas ramas verdes, colocadas en capas entremedias, daban un intenso humo negro.

Cuando la embarcación y la balsa estuvieron a un centenar de pasos del obstáculo, Kashtánov dejó que la balsa siguiera la corriente mientras él empuñó la pértiga para inmovilizar la lancha en el centro del río. La hoguera gigantesca se dirigió hacia el obstáculo, donde se detuvo, envolviendo en torbellinos de humo lacre y alcanzando con sus llamas a los insectos que allí se afanaban. Parte de las hormigas cayó al agua, unas quemadas y otras asfixiadas, en tanto las demás.huyeron a la orilla y se agruparon allí, sorprendidas por el insólito espectáculo. Entonces, Kashtánov cargó la escopeta con perdigones y se puso a disparar contra las hormigas conforme iba acercándose. Los estallidos de aquel fuego terrible, nunca visto, las llamas, los remolinos de humo, los disparos constantes que diezmaban a los insectos produjeran en ellos tan profunda impresión, que los que estaban indemnes o ligeramente heridos huyeron a toda velocidad. El fuego de la balsa se comunicó a la barrera; hecha en parte de troncos secos y, mientras restallaban los disparos, se apoderó de toda la parte central.

Una vez convencido de que el enemigo había huido, Kashtánov atracó al lado mismo del incendio, remató a cuchilladas a las hormigas heridas y se puso a destruir la barrera, arrojando al agua los troncos secos que ardían y los troncos verdes humeantes. Al cabo de un cuarto de hora había desaparecido el obstáculo y la balsa continuaba río abajo con los restos de la hoguera. La seguía, sin intentar adelantársele, la lancha del hombre que, con su ingenio, había vencido a sus numerosos e inteligentes enemigos.

En aquel pasillo de vegetación, río abajo, la barca avanzaba más rápidamente, y un claro dejó entrever ya al poco tiempo la superficie azul del mar.

Cerca de la desembocadura del río, Kashtánov escuchó unos disparos, ladridos de General y gritos de sus compañeros. Remó con mayor energía y, a los pocos minutos, atracaba para lanzarse con la escopeta en la mano hacia el campamento.


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