Capítulo XXXIII SOBRE LA PISTA DE LOS LADRONES

Makshéiev y Gromeko echaron a andar a pie y Kashtánov y Pápochkin subieron a las lanchas sin quedar a la zaga de sus compañeros pero sin adelantárseles tampoco. Felizmente, el tiempo era apacible y el mar apenas mojaba la playa. Makshéiev iba delante por las huellas de los ladrones, deteniéndose de vez en cuando para intercambiar sus observaciones con el botánico. En un sitio, por ejemplo, se veían las huellas de muchos de los objetos robados, que los ladrones habían depositado en el suelo durante algún alto. En otro aparecieron las huellas claras de la balsa que hicieron exclamar a Makshiéiev:

— El enigma de la balsa ha quedado también esclarecido: los ladrones se la han llevado a cuestas.

— ¿Para qué demonios la necesitarían? — preguntó Gromeko.

— Pues para lo mismo que necesitaban nuestra tienda de campaña, la ropa de cama y los demás objetos. ¡Si se han llevado incluso las muestras de oro y de mineral!le hierro que recogimos ayer Kashtánov y yo!

— Es inconcebible. ¿Qué animales serán éstos? Cualquiera diría que se trata de seres racionales. No me

chocaría nada que montasen la tienda, se acostaran en nuestras sábanas y comieran en nuestra vajilla.

— Todo es posible en este maravilloso país de remotos períodos geológicos. ¿Acaso no han podido alcanzar ciertos insectos del jurásico un grado de desarrollo intelectual tan alto que les haya hecho desempeñar el papel de reyes de la naturaleza?

— La verdad es que incluso en el período actual existen insectos muy inteligentes, organizados en sociedades que se rigen por leyes determinadas, como ocurre, por ejemplo, con las abejas y las hormigas.

— ¡Calle! Me ha dado usted una idea. ¿No habrán sido hormigas las autoras del robo?

- ¿Y por qué no han podido ser abejas o avispas?

— A juzgar por las costumbres de las hormigas de la superficie exterior de nuestro planeta, les cuadra mejor el papel de ladrones. En efecto, las hormigas se llevan al hormiguero todo lo que encuentran, incluso las cosas absolutamente inútiles, y poseen una fuerza enorme en comparación con su tamaño.

— Es verdad. Las abejas son mucho más débiles y no almacenan en su colmena nada más que miel y cera; en cuanto a las avispas, no almacenan nada más que alimentos. Además, tanto las unas como las otras tienen alas, mientras nuestros ladrones no parecen tenerlas.

— Lo mismo opino yo, aunque también insectos alados hubieran podido arrastrar por el suela objetos demasiado pesados para llevarlos por el aire.

— En una palabra, que debemos estar en buen camino: las sospechas van primero a las hormigas, luego a las avispas y en fin a las abejas.

— Y como todas ellas pertenecen a los insectos que pican o muerden introduciendo veneno en la herida, me inclino a creer que ellas son las que han picado a General cuando defendía el acceso a la tienda.

— Justo, Las mordeduras de esos insectos causan inflamación, dolores agudos y, teniendo en cuenta su tamaño, se puede admitir que el veneno produzca quizá una parálisis momentánea.

Charlando de esta manera acerca de la naturaleza de los ladrones, nuestros viajeros anduvieron dos horas, al cabo de las cuales se sintieron extenuados, ya que la arena de la playa era bastante blanda y hacía difícil la marcha.

— Yo no puedo más — pronunció al fin Gromeko, deteniéndose para enjugar el sudor que le inundaba el rostro-. Hoy hace un calor asfixiante y no sopla la menor brisa.

— A cambio de ello el mar está tranquilo y nuestros compañeros no quedan a la zaga.

— ¿Y si cambiásemos con ellos? Nosotros estamos cansados de mover los miembros inferiores y ellos de mover los miembros superiores.

— ¿Podrán ellos seguir la pista? Aunque, por probar no se pierde nada.

Makshéiev llamó a los que iban en las barcas. Cuando desembarcaron señaló a Kashtánov y a Pápochkin las huellas de los insectos y anduvo algún tiempo con ellos para ver si podían seguir la pista. Luego el botánico y él subieron a las lanchas y empuñaron los remos.

El relieve de la región continuaba siendo el mismo. A lo largo de la orilla se extendía una playa de arena y de pedriza de cien a doscientos pasos de anchura, que sin duda recubrían las olas durante las fuertes tempestades. Enmarcaba la playa una muralla compacta de colas de caballo y helechos, donde a veces surgía una estrecha abertura: una vaguada seca, semejante a la que habían explorado la víspera. Los iguanodones que tomaban el sol en la arena de la playa huían al bosque cuando se acercaban los hombres y las lanchas. En el mar asomaban de vez en cuando plesiosaurios que nadaban, parecidos a enormes cisnes negros, con el cuello graciosamente inclinado. Sobre el bosque volaban con frecuencia algunos pterodáctilos, buscando una presa a la orilla del mar.

Makshéiev y Gromeko llevarían un par de horas en las lanchas, cuando surgieron por delante unas colinas rojizas que llegaban hasta la orilla del mar y cortaban el muro de vegetación. Allí había una vaguada más profunda y más ancha que se adentraba en la región y separaba el bosque de las colinas, formadas por una acumulación de arena rojiza. Las huellas de los ladrones torcían por la vaguada y Kashtánov y Pápochkin gritaron a sus compañeros que debían desembarcar.

Una vez convencidos de que los ladrones habían abandonado la orilla para adentrarse en la región, los viajeros empezaron a consultarse sobre lo que debían hacer.

Ahora tenían que abandonar las lanchas y proseguir las pesquisas a pie.

Pero les había fatigado mucho aquel día con la excursión, la marcha, el ajetreo y las emociones. Además, General estaba todavía demasiado débil. Por eso decidieron descansar algunas horas en la orilla del mar, donde corría un poco de fresco que, desde luego, les faltaría en cuanto se alejasen del agua en aquella jornada horriblemente asfixiante y tórrida.

Después de sacar las lanchas a la orilla encendieron rápidamente una hoguera, calentaron la carne y prepararon el té. También volvieron a ponerle compresas frías a General.

Repuestas las fuerzas, los tres se acostaron sobre la arena mientras el cuarto quedaba de guardia, ya que era preciso tomar precauciones contra un posible ataque de reptiles o de los misteriosos insectos.

Transcurrieron tres horas sin novedad. La última guardia incumbió a Kashtánov. Tendido en la arena, casi al borde del agua, reflexionaba en el destino ulterior de la expedición, que podía ser lamentable si no lograban arrebatar sus bienes a los ladrones. Poco a poco empezó a quedarse traspuesto bajo la acción de aquella atmósfera asfixiante, cuando de pronto se despertó en medio de una espantosa pesadilla: soñaba que un reptil gigantesco había caído sobre él y estaba lamiéndole la cara con su enorme lengua pegajosa.

Abrió los ojos con un gemido de horror y vió, pegado a su cara, el hocico de General, que le había puesto una pata sobre el pecho y lanzaba una especie de vagidos lastimeros.

El inteligente animal no había despertado en vano a Kashtánov. Al levantar la cabeza, el geólogo vió que al Norte se había oscurecido el horizonte por completo: se preparaba una tormenta tropical como los viajeros habían experimentado ya una en el río Makshéiev. Se escuchaba un estruendo ininterrumpido y el oscuro techo de nubes era desgarrado sin cesar por relámpagos deslumbradores.

No había tiempo que perder. Era preciso alejarse de la orilla del mar que, sin duda, se desencadenaría furioso.

Kashtánov despertó a sus compañeros. Decidieron huir hacia las colinas porque el bosque podía resultar tan peligroso como la orilla del mar. Y se llevaron las lanchas por miedo a que el mar las arrastrara.

Una vez en lo alto de la primera fila de colinas, que Kashtánov identificó inmediatamente como dunas, los viajeros vieron que tras ella se abría un valle profundo, paralelo a la orilla del mar y completamente estéril, lo mismo que ambas vertientes de las colinas. No se veía por ningún sitio más que arena rojiza, refulgente bajo los rayos de Plutón, que aun no había ocultado el cúmulo de nubes tormentosas.

En este valle decidieron los viajeros aguardar el final de la tormenta. Volvieron las lanchas y se metieron debajo. Aquélla era su única protección contra el aguacero, ya que los impermeables habían sido sustraídos con el resto del vestuario.

La tormenta no se hizo esperar. Un cúmulo de color cárdeno azulado cubría ya la mitad del cielo. Plutón estaba oculto, oscurecía rápidamente y los primeros embates del viento pasaron sobre el valle, arrancando chorros de arena a la cresta de las dunas, que ahora parecían humear. Lleno de arena caliente, el aire era todavía más agobiador. Por fin llegó el huracán. Kashtánov, que se había asomado por debajo de la lancha, tuvo la impresión de que toda la primera fila de dunas se había levantado en el aire y se desplomaba sobre el valle. La arena caía a torrentes encima de las embarcaciones. El bosque de colas de caballo que se distinguía en la ancha desembocadura del valle se estremecía bajo los azotes de la tormenta como si fuera un puñado de juncos. Los tallos esbeltos de las colas de caballo se inclinaban casi hasta el suelo, las ramas se retorcían en el aire igual que mechones de cabellos verdes. Por el aire volaban copas de árboles, ramas y tallos. Las tinieblas eran desgarradas a cada instante por los fogonazos deslumbradores de los relámpagos, después de lo cual parecían aún más intensas. Los truenos se sucedían sin interrupción.

Al fin repiquetearon unas gruesas gotas de lluvia sobre las embarcaciones y luego se desencadenó el aguacero, que inmediatamente limpió el aire de arena y de polvo. Aunque el viento soplaba todavía con furia, la arena, empapada, no se alzaba ya. A pesar de los torrentes de agua que caían, de las laderas de las dunas sólo bajaban pequeños arroyuelos que desaparecían en seguida, ávidamente absorbidos por la arena,

La tormenta pasó pronto Plutón fué asomando a través de las nubes dispersas. Cesó la lluvia, y los viajeros quisieron salir de debajo de las lanchas, donde tenían que estar medio acostados y casi sin aire. Pero ¡ quia! Era imposible levantar las barcas, abrumadas por los montones de arena que había traído la tormenta y que, empapada de agua, inclinaba el fondo bajo su peso.

— ¡Estamos prisioneros debajo de la barca! — exclamó Pápochkin-. Ayúdennos a salir.

— ¡Lo mismo nos ocurre a nosotros! — contestó Makshéiev, que estaba. debajo de la otra lancha con Kashtánov y General.

— ¿Qué piensan hacer?

— Abrirnos un paso en la arena más blanda bajo el costado de la lancha.

— ¡Es una idea! Nosotros haremos lo mismo.

Durante algún tiempo todo estuvo quieto. Sólo se escuchaba resoplar a los hombres, que se abrían un paso en la arena lo mismo que topos.

Luego, por debajo de la proa de una de las barcas, salió Makshéiev, sucio y desmelenado, arrastrándose sobre el vientre. Le siguieron Kashtánov y, al fin, General. Por debajo de la segunda lancha aparecieron el zoólogo y el botánico.

Después hubieron de desenterrar las lanchas, sepultadas por la arena, y arrastrarlas valle abajo, camino de la vaguada. Pero, al llegar a ella, los viajeros se detuvieron sobrecogidos: por allí arrastraba sus aguas impetuosas, de color amarillo rojizo, un río por el que era imposible navegar y que tampoco podía ser vadeado.

— ¡Imposible continuar la persecución! — exclamó apenado Gromeko-. Habrá que aguardar a que baje el agua.

— Eso no es tan grave — observó Makshéiev-. Lo peor de todo es que las huellas de los ladrones han sido borradas — por el agua en la vaguada y por la lluvia en todas partes— y no vamos a saber hacia dónde se han dirigido.

— ¿Por qué habremos hecho alto? — dijo Pápochkin contrariado-. Antes de comenzar el aguacero habríamos podido probablemente recorrer una decena de kilómetros y llegar quizá hasta el refugio de los ladrones.

— Lo hecho, hecho está. Me imagino que no habrá que buscarlos mucho tiempo, porque no van a ir cargados con nuestras cosas kilómetros y kilómetros — le consolaba Kashtánov.

El agua de la vaguada descendía a ojos vistas y, a la media hora, sólo quedaban algunos charcos en los hoyos.

— ¡En marcha! El agua ha descendido ya — dijo Makshéiev.

— Pero, ¿qué vamos a hacer con las lanchas? No es cosa de llevárnoslas a cuestas hacia el interior de la región sabe Dios cuántos kilómetros — observó Kashtánov.

— Tendremos que dejarlas cerca del mar y únicamente ocultarlas de alguna forma para que no las roben esos mismos ladrones misteriosos.

— Podemos enterrarlas en la arena — propuso Gromeko.

— Buena idea. La arena está blanda y, aunque no tenemos más herramienta que las manos, sólo queda esa salida.


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