Capítulo XXXVI HACIA EL INTERIOR DEL DESIERTO NEGRO

Después de descansar, continuaron el camino valle arriba. En ambas vertientes se alineaban las mismas rocas negras y siniestras, que las grietas dividían en enormes y bastos cubos o en esbeltas y finas columnas. La vegetación que enmarcaba el arroyo iba empobreciéndose más y más, las colas de caballo escaseaban, las palmeras y los helechos habían desaparecido enteramente. Sólo la hierba y los juncos azucareros seguían bordeando las orillas del arroyo.

Hicieron alto para dormir al pie del último árbol seco a fin de utilizarlo como combustible. Como no habían cazado nada, prepararon el té, que bebieron en grandes cantidades con junco azucarero para engañar el hambre.

Luego, Makshéiev y Kashtánov subieron una vertiente del valle a fin de examinar los contornos: una llanura que se extendía hasta donde abarcaba la vista. Unicamente al Sur, a unos veinte kilómetros, se alzaba un macizo de montañas en forma de conos aplastados.

Cuando los exploradores se apartaron unas decenas de pasos del borde del valle, lo bastante para perderlo de vista, advirtieron toda la sombría majestad del desierto que les rodeaba.

Su superficie era de roca negra y desnuda, salpicada de cascos de diferente tamaño que se habían desprendido de ella bajo la acción de la elevada temperatura de los rayos eternos. La ninguna parte se veía un matorral ni una brizna de hierba. Una superficie de piedra negra hasta el horizonte y, sobre la cabeza, el cielo con el astro rojizo: un desierto absoluto, impenetrable, donde la muerte de hambre y de sed acechaba al audaz que hubiera osado adentrarse por mucho tiempo en sus espacios ilimitados.

La piedra negra, recalentada por Plutón, creaba una atmósfera de horno y, desde arriba, abrasaban los rayos perpendiculares del astro, sin que hubiera el menor refugio donde protegerse de ellos. Sólo unas montañas que se alzaban al Sur ponían un rasgo distinto en la horrible y abrumadora uniformidad del desierto porque no eran negras, sino que estaban profusamente salpicadas de manchas y vetas blancas, rojas y amarillas.

Después de haber observado aquellos lugares, Kashtárnov dijo a su compañero:

— Me parece que nuestro avance al interior de este misterioso país encontrará no lejos de aquí su tope. El valle que seguimos termina probablemente junto a aquel grupo de montañas y temo que, más adelante, se extienda un desierto tan lúgubre como éste, imposible de atravesar sin equipos especiales, grandes reservas de agua, de víveres y de combustible.

— ¿Es posible que todo el resto de la superficie interior de la tierra no sea más que un desierto recalentado como éste?

— Así debe ser probablemente, por lo menos, hasta los alrededores del orificio que desemboque en el Polo Sur, si es que existe. En efecto, la humedad necesaria para la vida vegetal y animal llega a la cavidad interna por esos orificios. El mar que hemos atravesado constituye evidentemente el último depósito de agua.

— Pero, como hemos visto, los vientos del Norte que dominar aquí pueden empujar esa humedad más lejos todavía.

— Estos últimos tiempos no hemos notado esos vientos, aparte algunos huracanes acompañados de tormentas. Es probable que las últimas nubes que vienen del Norte descargan sobre el mar y en la franja próxima a él y que sólo los restos de humedad llegan a este desierto ardoroso. El aire no logra impregnarse de ella y las lluvias son imposibles.

— ¿O sea que no iremos más allá de aquellas montañas del Sur?

— Así es. Llegaremos hasta ellas y veremos si mis hipótesis son justas.

— ¿Y qué hacemos si en ese trayecto no encontramos los minerales sulfurosos que nos hacen falta?

— A juzgar por su forma y su color esas montañas deben ser volcanes apagados, y en las vertientes de los volcanes casi siempre se puede encontrar azufre. Estoy por asegurar que encontraremos allí lo que necesitamos.

— ¿Y nos volveremos luego?

— Creo que debemos aprovechar el habernos alejado tanto del mar para hacer una última excursión hacia el Sur a fin de convencernos de que ese desierto no se puede atravesar. Entonces tendremos la conciencia tranquila porque habremos hecho cuanto permiten las fuerzas humanas.

— Sin embargo, es posible que en otro sitio el mar se interne hacia el Sur y nos permita avanzar también más.

— Si recuperamos la impedimenta que nos han robado las hormigas, podríamos bordear el mar hacia el Este y el Oeste para convencernos de ello.

Después de haber contemplado largamente el desierto y de haberse despedido de la superficie azulada del mar y de sus verdes orillas que se divisaban al Norte, en el extremo del desierto, los geólogos volvieron hacia el campamento. Descendían por una grieta, resbalando sobre la pedriza y saltando de bloque en bloque, cuando oyeron dos disparos seguidos.

— ¿Qué es eso? ¿Es posible que las hormigas hayan llegado tan lejos y ataquen a nuestros compañeros? — preguntó Kashtánov.

— Hay que correr en su auxilio — dijo Makshéiev.

Aceleraron el descenso y, a los pocos minutos, llegaron al pie de la vertiente, de donde se dirigieron corriendo hacia el campamento.

Sin embargo, su inquietud era vana: las hormigas no habían atacado a sus compañeros y, en cambio, el destino favorable enviaba a los exploradores el alimento de que carecían.

Sentados al borde del arroyo, Pápochkin y Gromeko habían advertido una sombra que pasaba sobre ellos. Al levantar la cabeza vieron que un gran pterodáctilo giraba sobre el valle, atraído quizá por un bote de hojalata que brillaba al sol. Sin pensarlo mucho, empuñaron las escopetas y dispararon cuando el reptil bajaba describiendo un nuevo círculo. Una bala dió en el blanco y el animal se desplomó. Era un ejemplar muy grande que medía más de metro y medio desde la cabeza hasta el extremo del rabo, de manera que el cuerpo tenía bastantes partes carnosas.

Después de una buena cena, compuesta de carne de pterodáctilo, se acostaron turnándose en la guardia porque había que defender de los reptiles voladores que pudiesen llegar por allí la carne puesta a secar sobre las piedras.

Al día siguiente continuaron remontando el valle. Los viajeros iban cargados con provisiones de carne seca, de juncos azucareros y de combustible por miedo a no encontrar nada de ello en su camino. Efectivamente, el paraje iba haciéndose más desértico y más escasa la vegetación de los bordes del arroyo. No habían encontrado todavía roca sulfurosa y Kashtánov fundaba ahora todas sus esperanzas en las montañas volcánicas de la parte alta del valle que, al cabo de una larga jornada, parecían ya muy próximas. Poco antes de llegar a ellas, el valle se estrechaba formando una garganta por donde los viajeros desembocaron en una hondonada situada al pie mismo de las montañas.

Para asombro de todos, en el fondo de la hondonada había un lago, bastante grande, de orillas rocosas cubiertas en algunos sitios de vegetación: pequeñas colas de caballo, helechos y juncos crecían por grupos en las partes menos abruptas de la orilla, alternando con rocas de poca altura. El lago ofrecía un buen emplazamiento para acampar y dejar la carga superflua a fin de subir a los montes en busca de azufre o rocas sulfurosas.

Una vez instalados a la sombra de los helechos, los viajeros quisieron bañarse en el agua oscura y quieta del lago, que parecía un gran espejo con marco de ébano incrustado de esmeraldas. Pápochkin, que se había desnudado antes que los demás, se lanzó valientemente de cabeza al agua, pero en seguida salió a la superficie y volvió precipitadamente a la orilla gritando:

— ¡El agua está que pela de caliente!

Los demás probaron el agua con la mano o con el pie y se convencieron de que el zoólogo tenía razón.

Gromeko sacó un termómetro de bolsillo, único instrumento que quedaba a la expedición, porque siempre lo llevaba consigo. Metido en el lago, marcó 40 C.

— ¡La cosa no es tan terrible! — dijo el botánico-. Cuarenta grados Celsio equivalen a treinta y dos grados Réaumur, o sea, la temperatura de un baño caliente que se puede soportar muy bien.

Sin embargo, como un baño caliente no hubiera sido muy agradable en aquella jornada tórrida, los viajeros se limitaron a lavarse afondo empleando como jabón un fino limo blanco que formaba una gruesa capa en el fondo del lago. El limo estaba todavía más caliente que el agua y parecía abrasar los pies hundidos en él. En cambio, hacía espuma como el jabón, sustituyéndolo perfectamente.

— Otra riqueza inesperada que está sin explotar en este país de maravilla — dijo Makshéiev, restregándose enérgicamente con el limo.

— En efecto, hay personas emprendedoras que montarían un enorme negocio. Llenarían los periódicos y las revistas con anuncios de este tenor aproximadamente: El jabón medicinal de las entrañas de la tierra cura todas las enfermedades, desde el resfriado hasta el cáncer — dijo riendo Gromeko, siempre irónico respecto a las riquezas que despertaban el espíritu de iniciativa del antiguo buscador de oro.

— Hablando de las riquezas de Plutonia no se puede olvidar el reino animal — exclamó Pápochkin, que se secaba al sol después de lavarse-. Yo organizaría una sociedad anónima para la exportación de estos «fósiles vivos» con destino a los parques zoológicos y los museos de todos los países de la superficie de nuestro planeta. Semejante sociedad tendría mucho más éxito que todas las empresas mineras que se les ocurren a ustedes, ya que arriba hay oro, cobre y hierro en cantidades suficientes y en cambio no hay mamuts, plesiosaurios, ni pterodáctilos vivos.

— A mí me interesa este lago caliente — dijo Gromeko-. Ya me había dado cuenta antes de que el agua del arroyo estaba tibia, pero lo achacaba al calor que despide ese valle desnudo de flancos negros. Ahora está claro que el arroyo recibe el calor de este lago.

— Nos encontramos sin duda al pie de antiguos volcanes — explicó Kashtánov —, y este lago tiene como afluentes manantiales termales que salen del interior aun caliente de los volcanes.

— Hay que dar la vuelta al lago y descubrir esos afluentes — declaró el zoólogo.

— Bueno, pues mientras se prepara la cena se ocupa usted de ello con Pápochkin en tanto nosotros hacemos una exploración hacia el volcán — propuso Kashtánov.

Una vez vestidos después del «baño», Makshéiev y él contornearon la extremidad occidental del lago donde nacía el arroyo, que se filtraba entre montones de rocas negras, y emprendieron la ascensión de unas colinas completamente desnudas, recubiertas de pedriza negra, que se alzaban al pie del volcán. Después de escalarlas, los exploradores se encontraron en el arranque de la primera montaña grande, en cuya vertiente abrupta podían distinguirse torrentes de lava que habían desbordado del cráter en épocas distintas y se había quedado condensada sobre la superficie formando ondas o bloques caóticamente amontonados.

Examinando los raudales más antiguos, cuya superficie era a veces amarilla, roja o blanca, Kashtánov explicó a su compañero que había allí ocre, amoníaco y azufre.

— ¡Aquí está el azufre que necesitamos! Sólo que en cantidad pequeña y difícil de recoger. Espero que dentro del cráter encontraremos más.

Trepando por los bloques de lava, los exploradores llegaron en una hora a la cima de la montaña. Era aplastada y, en el centro, se abría un boquete negro de paredes casi verticales.

— Este es el cráter, y de dimensiones bastante grandes.

— Desgraciadamente, no hay manera de descender a él.

— Vamos a dar la vuelta a su alrededor y quizá encontremos una bajada.

La cumbre de la montaña se componía también de bloques de lava endurecida. Desde ella se descubría un vasto panorama a un lado y otro. Al Norte, al pie de las montañas, extendíase el lago con su marco verde y negro. Tenía forma casi circular y quizá fuese también el cráter de un volcán más antiguo. Al Este y al Oeste descendían enormes raudales de lava que, poco a poco, se perdían en la superficie del desierto formando salientes y cadenas de rocas negras. Al Sur se alzaba otra montaña, algo más alta, que cerraba el horizonte. Debía ser el cono principal del volcán y estaba unida a la primera por un cuello estrecho y rocoso.

Los exploradores contornearon el cráter por el Oeste y se convencieron de que también allí era imposible descender a él. Entonces fueron por el cuello hasta la segunda montaña. Su cumbre tenía también un cráter profundo, pero desgarrado al Sudeste por una ancha brecha de la que descendía un gigantesco torrente de lava, sin duda producto de la última erupción del volcán.

Esta brecha del borde del cráter permitía descender a él sin mucho riesgo.

Ahora se descubría el panorama del Sur. En las inmediaciones del volcán principal se alzaban otros cuantos más bajos, de cráteres desmoronados, y tras ellos, hasta el horizonte, un idéntico desierto negro que parecía infinito.

— Efectivamente, desde aquí no se puede avanzar más hacia el Sur de Plutonia — constató Makshéiev clavando su mirada penetrante en la lejanía-. En cien kilómetros a la redonda no se ve más que piedra negra.

— Inútil hacer una excursión hacia esa parte — añadió Kashtánov-. En cuanto visitemos los volcanes y recojamos,azufre, volvemos al hormiguero a recuperar nuestros bienes.

El panorama que descubrieron desde lo alto del volcán les produjo una impresión deprimente.

A los pies de los exploradores se extendía un macizo de montañas negras surcadas de grietas profundas, semejantes a arrugas y salpicadas de manchas amarillas, blancas y rojas como por el pincel gigantesco de un pintor inhábil. Y luego, alrededor, en todas direcciones, el desierto negro y liso, sin el menor indicio de vida, triste extensión que, bajo los rayos rojizos de Plutón, tenía un aspecto particularmente lúgubre.

— ¡Este reino de la muerte es más espantoso todavía que los desiertos helados del Polo! — exclamó Kashtánov.

— Es cierto, y si el espíritu del mal existiera no se le podría encontrar una residencia más adecuada — confirmó Makshéiev.

— Me ha dado usted una idea excelente. Vamos a llamar a este sitio el Desierto del Diablo.

— Y a estos volcanes, el Trono de Satán. Estoy viendo un cuadro siniestro: cuando Plutón sufre un eclipse y reinan las tinieblas rojizas, el espíritu del mal, semejante a un pterodáctilo gigante se escapa del cráter y vuela sobre estas montañas y este desierto, llenando el aire con sus Maullidos, se baña en las aguas del lago abrasador y, sobre estas albas rocas negras, descansa contemplando su reino…

Después de haber examinado aquella parte y señalado el sitio más cómelo para descender al cráter, los exploradores volvieron hacia el lago eligiendo el camino más recto desde el cono principal a fin de Seguirlo al otro día, cuando fueran los cuatro en busca de azufre.


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