Los primeros metros de camino hubieron de ser abiertos a hachazos entre un caos de lianas y de maleza. Luego, la espesura fué cediendo en la semioscuridad que reinaba bajo la verde bóveda de los eucaliptos gigantescos, los mirtos, los laureles y otros árboles. Entre los grupos de helechos y los troncos el suelo estaba tapizado de musgos diversos y de espléndidas orquídeas. Arriba, a gran altura, bordoneaban los insectos, pero abajo reinaba el silencio. De vez en cuando asomaba una serpiente o un lagarto deslizándose sin ruido.
Más cerca de la colina, el bosque empezó a esclarecerse y los rayos rojizos de Plutón penetraron hasta el suelo. La vida era allí más intensa y las hierbas, las flores y los matorrales, más numerosos. Los cazadores dieron con una senda que serpeaba entre los árboles y la siguieron en la esperanza de que les conduciría fuera del bosque. Delante iba Kashtánov seguido de Pápochkin., los dos con las escopetas preparadas y lanzando miradas escrutadoras alrededor. Gromeko cerraba la parcha, quedándose a veces rezagado para recoger alguna planta.
De pronto, Kashtánov se inmovilizó y levantó la mano, solicitando la atención de sus compañeros: hasta ellos llegaba ruido de ramas rotas y un ligero gruñido. Luego apareció en el sendero un extraño animal gigantesco, semejante a un oso, aunque con la cabeza estrecha y afilada y un largo rabo peludo.
— Es un oso hormiguero — murmuró el zoólogo-. Existen varias especies en América del Sur. Son muy pacíficos a pesar de su aspecto terrible y sus garras poderosas. Sin embargo, son mucho más pequeños que este ejemplar, que tiene más de dos metros de altura.
Mientras tanto, el oso hormiguero había advertido a los hombres que le cerraban el paso y se había parado, indeciso.
— Vamos a abandonar el sendero — susurró el zoólogo-. Que pase por delante de nosotros y así le examinaremos mejor.
Los cazadores se apartaron, ocultándose detrás de unos matorrales espesos. El animal permaneció unos instantes inmóvil, observando el bosque con desconfianza y luego avanzó lentamente, deteniéndose cada cinco o seis pasos para mirar a su alrededor. En uno de aquellos altos consiguió Pápochkin fotografiarlo de perfil; pero el chasquido del disparador asustó al oso hormiguero, que huyó contoneándose sobre sus gruesas patas, con la cola extendida horizontalmente. Desde el hocico hasta el extremo de la cola tendría por lo menos cuatro metros.
Al salir del bosque, los viajeros,se encontraron al pie de la colina cuya falda ascendía suavemente. Kashtánov contemplaba decepcionado aquella vertiente uniforme que no le prometía ningún botín, mientras el botánico hallábase encantado de la abundancia de flores desconocidas que esmaltaban la hierba y se dedicó a recogerlas.. De pronto, el geólogo divisó al pie mismo de la colina un montículo redondo, bastante grande, cuyos flancos desnudos lanzaban destellos metálicos.
— ¡Por fin he encontrado también yo algo exclamó empuñando su martillo y dirigiéndose casi a la carrera hacia el montículo, en tanto Pápochkin se dedicaba a cazar un lagarto de tipo nuevo que se había refugiado sobre un arbolillo.
Cavando llegó al montículo, Kashtánov se detuvo sobrecogido: estaba completamente desnudo sin una brizna de hierba y toda su superficie se componía de placas hexagonales de color pardo ribeteadas de negro.
Asombrado, el geólogo intentó desprender un trozo de roca con el martillo, pero la herramienta resbaló sobre la superficie del montículo.
Con la esperanza de encontrar alguna grieta mayor en la cima del montículo, Kashtánov se puso a trepar a él, aunque no lo consiguió sal pronto porque si bien el montículo tenía únicamente tres metros de altura, sus flancos eran absolutamente lisos. Arriba se encontró con una roca igual de inatacable. Entonces, el geólogo sacó de su cinturón un gran — escoplo que introdujo en una grieta entre dos placas y se puso a clavarlo poco a poco a martillazos.
De repente una fuerte sacudida hizo caer al geólogo, que estaba arrodillado y sólo tuvo tiempo de agarrarse al escoplo para no rodar abajo del túmulo. Las sacudidas
— Pues yo creo que no era una tortuga, sino un gliptodonte, animal del orden de los armadillos, que vivieron sobre la tierra en la época pliocena del período terciario al mismo tiempo que los osos hormigueros enormes, bradipos gigantes, mastodontes y rinocerontes formidables. Los restos de estos animales abundan en América del Sur.
— Si precisamente hemos encontrado a un oso hormiguero gigante en el bosque — recordó Pápochkin.
— Ese encuentro es el que me ha sugerido la idea. Si en una zona más septentrional, cerca de la frontera de los hielos, hemos encontrado vivos a fósiles, como — el mamut, el rinoceronte de pelo larga, el toro primitivo el oso de las cavernas y el ciervo gigantesco, que habitaban la tierra al principio del período post-terciario, nada tiene de particular que más al Sur, aquí donde reina el calor, se hayan conservado formas de una época aun más antigua, del plioceno.
— Entonces, desarrollando su idea, conforme vayamos hacia el Sur debemos encontrar también una fauna más antigua, n sea, perteneciente a los períodos mioceno, eoceno, cretáceo y jurásico, ¿no es cierto? — preguntó el zoólogo con cierta desconfianza.
— No me chocaría nada — replicó Gromeko-. Desde que hemos descubierto este extraño mundo intraterrestre he dejado de sorprenderme de nada. Yo estoy dispuesto a saludar a iguanodones, a plesiosaurios, a pterodáctilos, a trilobites y otras maravillas paleontológicas.
— En ese caso, es una lástima que no hayamos matado al hormiguero y al gliptodonte. ¿Cómo vamos a demostrar su existencia? Ni siquiera he podido fotografiar al gliptodonte.
— Quizá volvamos a encontrarlos.
— A propósito, es hora ya de completar la provisión de carne — intervino Gromeko-. De lo contrario, no tendremos para mañana nada más que tocino.
Mientras hablaban, los cazadores ascendían lentamente la colina. Llegaron a la cresta, bordeada de una estrecha franja de arbustos bastante tupidos que, para gran alegría de Kashtánov, ocultaban pequeños filones de rocas. El geólogo puso inmediatamente en juega el martillo, pero Pápochkin, que se había deslizado por entre los arbustos, le detuvo exclamando:
— ¡No hagan ruido! En la otra vertiente hay toda una colonia de herbívoros.
Kashtánov dejó de martillear, se guardó en el bolsillo el trozo de roca arrancado y metióse por entre los matorrales, seguido de Gromeko.
En la vertiente meridional de la colina, todavía más suave, diferentes animales pacían tranquilamente. A proximidad de los exploradores había una familia de rinocerontes, muy distintos de los que viven en la India y en Africa, así como del rinoceronte de pelo largo. Eran unas bestias achaparradas, de patas bajas, más bien semejantes a hipopótamos pequeños. Pero Ira forma de la cabeza y el cuerno corto y grueso del macho traicionaba su raza. En lugar de cuernos, la hembra tenía una callosidad abultada. La cría, que jugueteaba junto a la madre, parecía una enorme salchicha. Para llegar hasta la ubre, se tendía en el suelo y se deslizaba de lado baja la panza de la madre que, al moverse, le aplastaba un poco, provocando disgustados gruñidos del pequeño.
Un poco más abajo pacía en la vertiente una manada de elefantes gigantescos. Después de observarlos can los prismáticos, Kashtánov declaró que debían ser mastodontes. Se diferenciaban de los mamuts por las defensas largas y rectas, la frente huidiza y el cuerpo más alargado.
Cerca de ellos andaban unos cuantos antílopes descomunales, can el pelaje amarillo pardo punteado de negro como el del leopardo y largos cuernos en forma de puñal. Se desplazaban a saltos porque tenían las patas traseras mucho más largas que las de delante. Al principio, Gromeka los había confundido con liebres gigantescas.
En el lindero del bosque había animales todavía más extraños, que se asemejaban en parte a las jirafas por el cuello muy largo y la cabeza coronada de pequeños cuernos yen parte a los camellos por el color parda y la forma algo chepuda. Una pareja de estos animales, en las que Kashtánov reconoció a los antepasados de la jirafa y del camello, andaba al borde del lindera arrancando sin dificultad ramitas y hojas a cuatro metros de altura.
La presa más interesante les parecieron a los cazadores los antílopes y las jirafas-camellos. Por eso se dividieron en tres grupos: Kashtánov dió un rodeo para acercarse a las jirafas-camellos, Pápochkin se dirigió hacia los antílopes en tanto Gromeko se disponía a fotografiar a los rinocerontes y los mastodontes.
Seducido por el aspecto del rinoceronte pequeño; que le pareció digno de la brocha, Gromeko abatió de un disparo a le cría cuando más descuidada estaba. Los padres, en lugar de huir como esperaba el cazador, olfatearon el cadáver y luego se lanzaron con gruñidos feroces sobre el botánico, que había tenido la imprudencia de asomarse al borde del soto. Volvió a ocultarse entre los matorrales y apenas se había apartado un poco cuando, en el sitio donde se encontraba paco antes, se escuchó un formidable crujido de ramas y los dos rinocerontes, pisoteando los matorrales y arrojándolos a un lado y otro con los hocicos, aparecieron en la alta de la cresta y continuaron su camino. Pero, al advertir que su enemiga había desaparecido, dieron media vuelta y lanzáronse hacia el lugar donde las ramas estremecidas traicionaban la presencia del cazador.
En ese momento, Pápochkin hizo un disparo cerca de los antílopes y toda el rebaño remontó corriendo la vertiente. El mismo camino siguieron los mastodontes, enarbolando las trompas y emitiendo bramidos inquietos. La situación de Gromeko se hacía crítica: de un lado, tenía que vigilar a los rinocerontes y rehuirlos yendo y viniendo por entre los matorrales; de otra parte, le acechaba el peligro de ser pisoteado por los antílopes y los mastodontes. Pero el botánica tuvo una idea feliz. Al ver que los antílopes y los mastodontes subían por lados distintas, aunque convergiendo en el mismo punto de la cresta, dejó de ir y venir para evitar ¡os rinocerontes y descendió corriendo la cuesta entre los antílopes y los mastodontes, calculando que unos u otros detendrían a sus perseguidores. El cálculo era justo: después de atravesar los matorrales, los rinocerontes furiosos chocaron, uno con los mastodontes y el otro con los antílopes. En la barahunda que se produjo, el primero fué derribado y pisoteado mientras el segundo espantó a los antílopes y luego corrió tras ellos. Gromeko quedó vencedor en el campo de batalla.
Cuando recobró el aliento después de aquella carrera enloquecida, volvió a subir hacia los matorrales, encontró la escopeta abandonada durante su fuga y se puso a buscar su presa, el rinoceronte pequeño por culpa del cual le había ocurrido todo, aquello. Lo descubrió fácilmente porque el cadáver, redondo como un tonel, se veía desde lejos entre la hierba pisoteada. Gromeko se unió luego a sus compañeros y, cargados de pieles, de cráneos y de carne, volvieran hacia el campamento donde Makshéiev sentíase ya inquieto de su larga ausencia. Aunque sin moverse de allí, también él había cazado: unja fiera que se acercaba furtivamente.a la tienda, sin duda con el propósito de devorar a Genenal y que, en vez de ello, se había ganado una bala. Era un animal semejante al lobo, pero con La cabeza voluminosa, el cuerpo de un felino y una melena bastante larga sobre la cabeza y el cuello. Kashtánov declaró que debía ser el antepasado pliociénico de los lobos contemporáneos.