Capítulo XXI UNA TORMENTA TROPICAL

Charlando así animadamente, llegaron al fin al campamento, donde Pápochkin y Gromeko esperaban a sus compañeros para cenar. La sopa y el asado de jabato, condimentado con las cebollas silvestres que el botánico había recogido en la colina, resultaron deliciosos. De común acuerdo, los exploradores decidieron que, en adelante, se prestaría más atención a los frutos, las raíces y las plantas comestibles para variar la comida. Habían dejado en layurtatodas las conservas de carne y de legumbres, llevando sólo para la expedición té, azúcar, café, galletas, especias, sal y extractos diversos. La caza y la pesca debían suministrar el alimento esencial, que podía ser sensiblemente mejorado con los productos de la flora local.

A la hora de dormir, encendieron una gran hoguera junto a la tienda y los cuatro se turnaron en la guardia porque el encuentro con el tigre hacía temer algún ataque de animales carniceros. En efecto, cada cual oyó en el bosque próximo, durante las horas que estuvo de guardia, susurros, crujidos, aleteos y gritos de aves espantadas mientras General levantaba las orejas y gruñía con frecuencia.

Al día siguiente, el paisaje ofreció el mismo carácter durante las primeras horas de viaje: colinas boscosas al Norte y esteparias al Sur y un bosque tupido en las orillas. Los viajeros hicieron alto a mitad de la jornada en la margen izquierda, que Kashtánov y Gromeko fueron a explorar después del almuerzo.

La flora ofrecía muchas novedades: había ya plantas eternamente verdes cómo mirto, laurel y laurel-cereza. Los nogales eran de talla gigantesca, que no cedía a los robles, las hayas y los olmos. En la vertiente meridional se encontraban hayas, cipreses, tuyas y tejos. Espléndidas magnolias abrían sus grandes flores olorosas. En la espesura próxima a la orilla crecían bambús, y lianas, Gromeko no hacía más que manifestar su admiración.

Aquel día, la temperatura subió a 25 a la sombra; había cesado el viento del Norte que hasta entonces acompañara a los viajeros. El aire era pesado, saturado por las emanaciones de los tupidos bosques. Los dos hombres subían una cuesta con dificultad, empapados en sudor aunque el sol apenas brillaba a través del velo de las nubes.

Toda la naturaleza parecía adormecida y quieta bajo los efectos del calor; aves y animales se habían acogido a la sombra.

Cuando llegaron a lo alto de la colina, Kashtánov y Gromeko se sentaron a descansar un poco y, vueltos hacia el Norte, para examinar la región, comprendieron a qué se debía el calor agobiante: un enorme nublado violáceo, presagio de una tormenta inmediata, formaba en el horizonte una muralla almenada de torres fantásticas; lo precedía un cúmulo de color azul cárdeno de bajo del cual brillaban unos relámpagos deslumbradores. El cúmulo avanzaba a gran velocidad.

— Vamos corriendo hacia las barcas — exclamó el botánico —, porque el aguacero será probablemente tropical.

Descendieron la cuesta, enredándose en las altas!hierbas y dejándose deslizar en los lugares más abruptos. A los diez minutos llegaron al campamento, donde Makshéiev y Pápochkin les aguardaban ya con impiaciencia, sin saber qué hacer. La tienda podía no resistir a los embates de la lluvia y al granizo que probablemente la acompañaría. Como el río podía desbordarse y arrastrar árboles descuajados, tampoco se estaría a salvo en las lanchas. Lo más razonable, al parecer, era sacar a la orilla la impedimenta y las barcas y buscar cobijo en la espesura.

Al discutir este plan con sus compañeros, Pápochkin recordó que, durante una pequeña excursión hecha al perseguir a una gran serpiente de agua río abajo, había visto al final de la colina una roca saliente que podía servir de refugio contra la lluvia. Pero había que darse prisa porque la tormenta se aproximaba a toda velocidad. Subieron a las barcas, se dirigieron hacia la roca y, en unos minutos, descargaron toda la impedimenta y la guardaron bajo el saliente, que resultó bastante amplio para abrigar no sólo a los hombres, el perro y los objetos, sino también las embarcaciones, con las que hicieron una protección contra el viento.

Después de haber expulsado a unas cuantas serpientes de mediano tamaño refugiadas en las grietas de la roca, los exploradores pudieron observar tranquilamente el grandioso espectáculo del cataclismo atmosférico.

El cúmulo cárdeno cubría ya la mitad del cielo, oscureciendo el sol; desde abajo parecía ahora un abismo completamente negro, surcado sin cesar por los culebreos deslumbradores de los relámpagos seguidos de truenos de una violencia como no habían escuchado ninguno de los observadores. Eran unas veces explosiones ensordecedoras y sucesivas, otras crujidos como si se desgarrase una pieza enorme de hela muy fuerte, otras la detonación de centenares de cañones pesados.

El bosque inmediato susurraba sordamente bajo los primeros embates del viento. Del Norte llegaba un estrépito horrible, que causaba pavor e incluso sofocaba gradualmente los redobles de los truenos. Hubiérase dicho que se aproximaba un tren gigantesco, arrollándolo todo a su paso.

Los viajeros, pálidos, miraban con inquietud a su alrededor.

El huracán se acercaba levantando remolinos de hojas, flores, ramas, matorrales descuajados y aves que no habían tenido tiempo de buscar abrigo en el bosque. Las tinieblas se intensificaban. Entre los ensordecedores redobles del trueno todo silbaba, crujía y ululaba. Enormes gotas de agua y algunos granizos se estrellaban contra la tierra y el río, que estaba agitado y se cubría de espuma. Luego la oscuridad se hizo absoluta, y sólo a la luz de los relámpagos se descubría por momentos un cuadro espantoso. El bosque entero parecía haberse levantado en el aire y galopar con las cataratas de lluvia y de granizo. El estrépito era tal que no se oían las voces ni aun gritándose al oído.

Pero aquel cataclismo no duró más de cinco minutos. Pronto empezó a clarear; las embestidas del viento se debilitaron, el estrépito y los truenos alejáronse hacia el Sur y no hacía ya más que lloviznar. En cambio, el río, ahora de color pardusco, había crecido, estaba sucio y cubierto de espuma y acarreaba hojas, ramas y árboles enteros. Por el cielo galopaban todavía jirones de nubes grises, pero Plutón asomaba ya, iluminando las devastaciones causadas por la tormenta.

Abandonando su refugio, los hombres miraron a su alrededor. Al liado de las barcas se amontonaban hojas y ramas entremezcladas de granizos del tamaño de nueces. Algunas ramas puntiagudas habían sido lanzadas con tanta fuerza que habían agujereado los flancos de lona de las barcas. Era preciso repararlos inmediatamente. Armados de agujas, hilo y trozos de lona alquitranada, pusieron manos a la obra.

El remiendo de las lanchas duró cerca de una hora y, — en ese tiempo, el río había vuelto á su cauce y había quedado limpio, de manera que se podía continuar el camino. El nubarrón negro había desaparecido al Sur, detrás de las colinas, y los viajeros contemplaron por primera vez la cúpula del firmamento despejada, de color azul oscuro.

— Parece mentira — dijo Pápochkin subido ya en lea barca— que justamente encima de nosotros, encima de este cielo azul se encuentre a unos diez,mil kilómetros de distancia otra tierra igual que ésta, con bosques, ríos y animales diversos. ¡Qué interesante sería verla sobre nuestras cabezas!

— La distancia es demasiado considerable — observó Kashtánov-. Una capa de aire tan espesa, con partículas de polvo y vapores de agua no, es bastante translúcida; además, la tierra, cubierta de vegetación, refleja poca luz y no tiene brillo suficiente.

— ¿Se han fijado ustedes — preguntó Makshéieve— que ayer, desde una colina bastante baja, abarcábamos con la mirada mucha más extensión que arriba, sobre la tierra? Distinguíamos la llanura boscosa a un centenar de kilómetros quizá porque la superficie en que nos hallamos no es convexa como la del globo terrestre, sino cóncava. Daba la impresión de que nos encontrábamos en el fondo de una hondonada lisa.

— Teóricamente nuestro horizonte debía ser ilimitado y debíamos poder divisar la región, no ya a cien kilómetros, sino a quinientos o mil, puesto que se levanta gradualmente hacia el cielo. Pero, a una gran distancia, las capas inferiores del aire no tienen ya la diafanidad suficiente y los contornos de los objetos se difuminan y se confunden poco a poco.

— Por lo tanto, la línea del horizonte no puede ser aquí tan neta y precisa pomo arriba, sobre la tierra. En realidad aquí no hay horizonte y lo que vemos es el paso gradual del suelo al firmamento.

— Lo que ocurre es que, hasta ahora, las nubes a ras de tierra o la niebla no nos dejaban observar este fenómeno.

Hacia el final de la jornada, el río se ensanchó sensiblemente; la corriente, más débil, obligó a los viajeros a remar de manera ininterrumpida si querían avanzar con bastante rapidez.

En las murallas de vegetación de ambas orillas se veían ¿algunas cañadas por donde se marchaba parte del agua en forma de brazos estrechos o, al contrario, afluía hacia el cauce principal. Empezaron a aparecer islas, bordeadas de tupidos juncos que crecían en el agua.

Al contornear una de aquellas islas, los exploradores descubrieron en el cinturón de juncos un corte del que partía un sendero, adentrándose en la verde espesura. Hacia allá dirigió Makshéiev su lancha para desembarcar y visitar la isla. Pero no había hecho el bote más que rozar suavemente la orilla fangosa con la proa, cuando apareció entre la espesura la cabeza de un macairodo. Dos colmillos níveos, de lo menos treinta centímetros de largo, descendían de la mandíbula superior como los de una morsa. La fiera debía estar ahíta, porque no se disponía al ataque. Abrió unas fauces enormes, como bostezando, y su cabeza desapareció luego entre las ramas. La presencia de aquel horrible carnicero hizo que los exploradores renunciaran a desembarcar en la isla. Al día siguiente, el río volvió a estrecharse y se hizo más rápido.

El carácter subtropical de la vegetación iba acentuándose: los robles, las hayas y los arces habían sido desplazados completamente por las magnolias, los laureles, los árboles del caucho y otros muchos que el botánico sólo conocía de nombre o por los enclenques ejemplares cultivados en estufa. Desde las barcas era fácil distinguir palmeras y yucas.

Las colinas, poco frecuentes, eran menos elevadas pero más anchas. Sus flancos estaban cubiertos de una hierba tupida que llegaría hasta la cintura y de árboles o sotos aislados que recordaban los bosques de Africa Ecuatorial.

Un macizo impenetrable se extendía a lo largo de las orillas del río, ocupando los terrenos más bajos.

A la hora de la comida, los viajeros hicieron alto cerca de una de aquellas colinas para emprender luego una excursión más prolongada a fin de estudiar la flora. Makshéiev aceptó quedarse cuidando de las embarcaciones y, después de comer, sus tres compañeros se dirigieron hacia la colina.



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