Capítulo XVII POR EL RIO MAKSHEIEV ABAJO

Las dos barcas se deslizaban raudas sobre el agua oscura que corría hacia el Sur con un ligero, chapoteo por entre orillas bajas donde pequeños sauces polares inclinaban sus ramas cubiertas de hojitas nuevas. A uno y otro lado se extendía la misma tundra lisa con arbustos rastreros. El viento seguía siendo propicio y los viajeros sabían ahora que soplaba del Norte, de la superficie exterior del globo, entrando por los hielos del orificio que llevaba a la tibia cavidad interna. La bruma persistía, ocultando unas veces y descubriendo otras el astro rojizo inmóvil en el cenit. La temperatura había llegado a 12º sobre cero, y la niebla se convertía a veces en una llovizna que pronto cesaba.

Las embarcaciones se deslizaban a una rapidez de ocho kilómetros por hora. Los que hacían de timonel fijaban al mismo tiempo los contornos, tomando nota de la dirección de todos los recodos del río. Después de haber recorrido así veinticinco kilómetros, los viajeros hicieron alto.

Una pequeña excursión por la orilla demostró que los arbustos eran allí más altos que al principio de la tundra y que en algunos lugares unos alerces* bajos se mezclaban a los sauces y los abedules, formando unos sotos pequeños pero muy tupidos. Por entre los arbustos había estrechos senderos que conducían a la orilla, trazados probablemente por los animales que iban a beber al río.

Por primera vez los viajeros pasaron la noche en una ligera tienda de campaña y sin sacos de dormir.

— Esta luz permanente — declaró Makshéiev al acostarse trastorna por entero nuestras nociones y nuestras costumbres. Aunque consultando nuestros relojes digamos que tal momento es la mañana, el mediodía o la tarde, el sol permanece inmóvil en el cenit y da un calor idéntico, igual que si se burlase de nuestra terminología.

La noche, o mejor dicho, las horas de reposo, transcurrieron sin incidente.

El segundo día, después de haber recorrido cincuenta kilómetros, se hizo alto para realizar una excursión más prolongada al otro lado del río. Las orillas estaban cubiertas de una vegetación más alta y algunos árboles formando una muralla verde que disimulaba enteramente los contornos a los viajeros.

Después de comer, Gromeko se quedó junto a la tienda para recoger plantas Makshéiev se dirigió hacia el Oeste acompañado de General, y Kashtánov y Pápochkin hacia el Este, siguiendo las pistas de animales que atravesaban la espesura, ya más alta que ellos. En algunos lugares, el suelo conservaba las huellas de diferentes animales, entre las cuales reconoció el zoólogo las huellas del mamut, del rinoceronte, de artiodáctilos grandes y pequeños y de un género de solípedo. A veces encontraban la marca de garras de diferente tamaño. Al examinar algunas de ellas ambos exploradores sintieron un escalofrío: medían unos veinte centímetros de largo y las uñas que las terminaban se hundían en la tierra a cuatro centímetros de profundidad. Por la forma de las huellas el zoólogo estableció que probablemente pertenecían a un oso enorme.

— Debe ser un oso de las cavernas, contemporáneo del mamut — observó Kashtánov-. Es más grande que todos los representantes conocidos de esta familia.

— ¿Y no da caza a los hombres de las cavernas? — preguntó Pápochkin.

El geólogo contestó:

— A veces se han encontrado huesos, uñas y dientes de este animal trabajados por los hombres de las cavernas. Pero ignoro si alguna vez se ha encontrado huesos o cráneos de esos hombres trabajados por el oso.

— De todas formas, más vale no tropezarme con él.

— ¡No tropezarme con un animal tan curioso! Nuestros antepasados, que sólo tenían mazos y hachas de piedra como armas, se atrevían con él. ¿Vamos a temerlos nosotros, armados como estamos de escopetas modernas y balas explosivas? Sería una vergüenza…

De espaldas al río, los exploradores desembocaron en un vasto claro donde crecía una hierba tupida pero corta, esmaltada de flores.

Detenidos entre los matorrales, al borde del lindero, descubrieron diferentes mamíferos pastando por aislado o en rebaños. En seguida se distinguía entre ellos razas desaparecidas de la superficie de la tierra: toros negros chepudos con enormes cuernos; ciervos gigantescos con astas proporcionadas al tamaño; caballos salvajes de pequeña estatura, abundante pelaje, cola rala y melena corta. Una pareja de rinocerontes había metido la cabeza entre los matorrales y unos cuantos mamuts, agrupados, agitaban en cadencia las cabezas y las, trompas, ahuyentando probablemente a los insectos que les molestaban, porque mosquitos, tábanos y moscas habían aparecido ya en bastante abundancia.

Después de haber contemplado largamente aquel apacible pastoreo de «fósiles vivos», Kashtánov y Pápochkin decidieron aproximarse más para fotografiar algunos de los animales. Bordeando el claro, se deslizaron a rastras, primero hacia el grupo de toros y luego hacia los dos rinocerontes que fotografiaron atando saltaban con torpeza el uno encima del otro jugando. Los rinocerontes habían cruzado sus cuernos corno sables gigantescos y pisoteaban y removían la fierra con sus patas pesadas.

Ahora les tocaba el turno a los mamuts, que se encontraban más cerca del centro del claro. Pera antes de que los cazadores lograsen aproximarse bastante, algo había ocurrido en el otro extremo del prado, donde pacían los ciervos, sembrando el desconcierto entre ellos: los animales levantaron de pronto la cabeza prestando oído y en seguida huyeron a toda velocidad, asustados probablemente por un enemigo misterioso, pero sin duda terrible. Los ciervos pasaron corriendo junto a los mamuts que, inquietados a su vez, también emprendieron una pesada carrera con las trompas en alto. Ciervos y mamuts corrían derechos hacia donde se hallaban los cazadores al acecho.

— Cuando los ciervos estén a unos cien pasos, dispare usted contra el primero — murmuró rápidamente Kashtánov-. Los fotografiaré en cuanto se detengan y luego también haré fuego, porque nos pueden pisotear.

Pápochkin apuntó y, cuando el enorme ciervo que galopaba delante de los demás con la cabeza en alto y la




nariz dilatada estuvo a su alcance, restalló el disparo. Herido en pleno pecho, el animal cayó de rodillas y los demás se detuvieron amontonados, empujándose y alargando el hocico.

— Kashtánov, que había tenido tiempo de fotografiar aquel interesante grupo, pasó el aparato al zoólogo y disparó a su vez contra otro ciervo que le presentaba el flanco izquierdo. El animal dió un brinco hacia adelante y se desplomó. Los demás giraron en redondo a la derecha y echaron a correr bordeando el lindero.

Los mamuts, que los seguían, se detuvieron ante las víctimas de los cazadores. Pápochkin había tenido tiempo de volver a cargar las dos escopetas y Kashtánov fotografió el grupo de los mamuts.

— ¿Disparamos? — preguntó el zoólogo con voz trémula de emoción.

— ¿Para qué? Ahora tenemos una, reserva suficiente de carne y ya conocemos al mamut por haberlo estudiado en la tundra. Dispararemos únicamente si nos atacan.

Pero los animales permanecían en el mismo sitio, agitando las trompas como si se consultaran. Eran seis, de los cuales dos jóvenes, con los colmillos y el pelo más cortos, que pronto se aplacaron y se pusieron a jugar el uno con el otro en torno a los viejos, que emitían de vez en cuando un bramido inquieto. Por fin un viejo macho torció hacia la derecha y todos los demás le siguieron por el borde del lindero donde sólo quedaban los dos rinocerontes.

— ¿Quién habrá asustado a estos apacibles herbívoros? — dijo Kashtánov-. Quizá un oso de las cavernas?

— ¡O algún otro animal antediluviano aun más terrible de esta casa de fieras paleontológica!

— ¡Cualquiera sabe! De todas formas, me parece que más nos vale no acercarnos a aquel extremo del claro, porque el animal podría caer sobre nosotros de entre la espesura tan rápidamente que no nos diese tiempo ni siquiera a disparar.

— Entonces, vamos a ocuparnos de los ciervos: hay que medirlos, desollarlos y llevarlos hasta las lanchas.

Los ciervos pertenecían a una especie gigantesca desaparecida de la superficie del globo, donde existió en la misma época que el mamut, el toro primitivo y el oso de las cavernas.

Después de haber desollado a los dos, los cazadores cortaron los cuartos traseras del más joven y se encaminaron lentamente hacia el río con su pesada carga, con tanto volver en busca de carne si sus compañeros habían, tenido menos suerte y si la fiera desconocida, que probablemente rondaba cerca del claro, les dejaba algo.


*(Alerces = árbol caducifolio pináceo, de tronco derecho y alisado, ramas abiertas y hojas blandas; su fruto es una piña menor que la del pino)



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