Hicieron alto para dormir en un gran calvero. Montaron layurtapor si acaso en el centro con el fin de evitar que nadie pudiera atacarlos por sorpresa desde detrás de los arbustos. Se quedaron de guardia por turno. Los perros parecían haber reconocido layurtay se instalaron sobre la nieve alrededor. General no les dejaba todavía llegar hasta la propiayurta.
Estando Kashtánov de guardia, General manifestó inquietud, se puso a gruñir y luego a ladrar frenéticamente, sin parar. Kashtánov advirtió que, en torno al calvero, los arbustos se agitaban y crujían. Despertó en seguida a sus compañeros, que salieron con las escopetas.
Al ver fracasado su ataque por sorpresa, los salvajes salieron del bosque, rodearon el calvero y fueron avanzando, lentos e indecisos, hacia layurta. Eran mujeres, armadas con lanzas y con cuchillos que llevaban entre los dientes. Les seguían algunas chiquillas con las jabalinas. Sin embargo, no se decidían a hacer uso de sus armas. Sin duda abrigaban la esperanza de apoderarse fácilmente de los hechiceros como la primera vez para hacerles volver al campamento. Por eso Igolkin impidió que sus compañeros disparasen en seguida, queriendo parlamentar; de todas formas, les dijo que, por si acaso, sustituyeran la bala de uno de los cañones por una carga de perdigones.
— Una perdigonada en las piernas les bastará — dijo-. Si se obstinan, recurriremos a las balas.
Cuando las mujeres estuvieron a unos treinta pasos, Igolkin agitó los brazos gritando:
— ¡Esperad, escuchad! Os he prohibido seguirnos, habéis desobedecido. Nuestras flechas de fuego están preparadas y fulminarán a las que osen avanzar. ¡Marchaos!
Las mujeres salvajes se detuvieron para escuchar las palabras del marinero y luego se consultaron. Una de las mujeres gritó algo y las otras agitaron las manos en señal de aprobación.
— Piden que volvamos los dos al campamento porque la tribu no puede vivir sin nosotros — tradujo el marinero-. En cuanto a los otros, dicen que pueden marcharse.
Luego Igolkin gritó a su vez:
— Los hechiceros no pueden vivir mucho tiempo entre los hombres. Vamos a pasar el invierno en nuestras chozas sobre los hielos grandes y volveremos en primavera. ¡Marchaos pronto!
Pero parte de las mujeres avanzó unos cuantos pasos y una de las jóvenes que servían de escuderos lanzó rápidamente, con pueril audacia, una jabalina que fué a clavarse en layurtadespués de pasar casi pegada a la oreja de Kashtánov.
— No hay más remedio que disparar mientras no han cobrado más valor — gritó Borovói —. Vamos a lanzarles unas cuantas perdigonadas contra las piernas en los grupos. ¡A la una, a las dos, a las tres!
Resonaron seis disparos, a los que respondieron, en diferentes puntos del círculo de las mujeres, los gritos y los aullidos de las heridas. Todas dieron media vuelta y huyeron al bosque; muchas iban cojeando y dejaban caer sobre la nieve gotas de sangre. En cuanto a la muchacha que había lanzado la jabalina contra Kashtánov, se desplomó sobre la nieve a los pocos pasos y quedó inmóvil.
— ¿Qué pasará ahora? — preguntó Gromeko cuando las últimas fugitivas hubieron desaparecido entre los arbustos-. ¿Habrá que esperar otro ataque o no se atreverán?
— Me parece que les basta con lo que llevan — observó Igolkin-. Por si acaso, entremos en layurtapara evitar otra jabalina que pudiera lanzarnos alguna niña traviesa.
La precaución era inútil. Las mujeres se alejaban lanzando grandes gritos y pronto quedó todo en silencio. Los perros dejaron de ladrar y corrieron a la muchacha para lamer ávidamente la sangre tibia que fluía de su herida. Igolkin, y sus compañeros tras él, fueron también hacia la muchacha para ahuyentar a los perros semisalvajes.
Examinando a la muchacha, los exploradores vieron que sólo estaba herida en el muslo derecho y, sin embargo, perdía mucha sangre.
— Es extraño: los perdigones no pueden causar semejante herida — dijo Pápochkin.
— Alguno de nosotros se ha equivocado y ha disparado la bala del otro cañón.
— La había apuntado yo — declaró Kashtánov.
— La pobre está viva aún — dijo Gromeko, después de haberla examinado-. Unicamente ha perdido el conocimiento del susto y del dolor. La bala ha atravesado la parte carnosa sin tocar el hueso, pero ha desgarrado mucho los músculos.
— ¿Qué hacemos con ella ahora? Las demás se han escapado todas.
— Tendremos que llevárnosla como cautiva y soltarla cuando se ponga buena.
— ¡Soltarla! — protestó Pápochlcin indignado-. ¡De ninguna manera! Nos la llevaremos alEstrella Polarcomo soberbio ejemplar de ser humano primitivo, próximo a los monos. ¡Qué tesoro para los antropólogos!
Gromeko fué a layurtaen busca de lo que necesitaba para detener la sangre y vendar la herida. Durante esta operación, la muchacha abrió los ojos y, al verse rodeada de hechiceros, empezó a temblar de espanto.
No era muy alta, pero sí esbelta, y carecía aún de las formas macizas y la robusta musculatura de las mujeres adultas. Por detrás su cuerpo estaba cubierto de pelo negro, corto pero bastante tupido. El rostro, las palmas de las manos y las plantas de los pies no tenían pelos. La cabellera era más bien corta y un poco ondulada. La forma de la planta del pie era intermediaria entre la de los hombres y 1a del mono, con los dedos muy desarrollados y el pulgar sensiblemente apartado de los demás.
Borovói había reconocido a la muchacha y exclamó:
— ¡Pero si es mi amiga Katu!
— ¿Es usted capaz de distinguirlas a las unas de las otras? — preguntó Kashtánov-. A mí me han parecido todas iguales.
— Eso es a primera vista, pero, fijándose bien, se nota cierta diferencia. Nosotros conocíamos ya a muchos por sus nombres, sobre todo adolescentes y niños. Katu me traía muchas veces carne, raíces y lo que a ella le parecía los manjares más ricos, testimoniándome así su simpatía.
— Y por eso se ha atrevido a lanzar una jabalina contra los que han raptado a su amigo — constató riendo Makshéiev.
— Efectivamente, si pega cuatro centímetros más a la izquierda, me deja tuerto — dijo Kashtánov.
Después de vendar a Katu quisieron trasladarla a layurta, pero empezó a debatirse con grandes gritos. Según entendió Igolkin, pedía que la dejasen morir allí en lugar de ser devorada en la choza.
— ¿Devorada? ¿Por qué? — preguntó Ctromeko asombrado-. ¿Acaso son caníbales?
— Sí. Se comen tranquilamente a los que han sido heridos de gravedad o muertos durante la caza o en una lucha.
— Bueno, pues tranquilícela diciéndole que no nos la vamos a comer y sólo queremos acostarla en la choza para que duerma. Y que cuando esté buena la dejaremos que vuelva a su tribu.
El marinero la convenció a duras penas. Borovói le tomó una mano y sólo entonces se tranquilizó un poco y dejó que la llevasen a layurta, donde la acostaron y pronto se quedó dormida sin soltar la mano de Borovói.
Como se había agotado ya el tiempo destinado al sueño, comenzaron los preparativos de la marcha. Los viajeros encendieron una hoguera, pusieron la tetera a hervir y se sentaron a desayunar. Al salir de layurtapara llenar la tetera de nieve, Igolkin advirtió que por el lindero del bosque erraban otros perros que probablemente habían seguido a las mujeres, quedando luego rezagados. Layurtaquizá les hiciera recordar la deliciosayukolaque les distribuían en tiempos y empezaban a reconocer a sus antiguos dueños. A los silbidos del marinero se reunieron doce perros más, de manera que, con General y los cinco que habían acudido primero, se podía enganchar mal que bien los tres trineos.
— ¿Con que vamos a alimentarlos? — preguntó Igolkin-. Porque si queremos retenerlos cerca de layurtay volverlos a domesticar, es únicamente a condición de alimentarlos.
— Habíamos tomado provisiones para un mes — dijo Gromeko-. Dentro de siete u ocho días habremos vuelto a la colina. Tenemos pues unos perniles de reserva que podremos distribuírselos.
— Pero sin darles mucho — añadió Borovói-. Así nos seguirán con la esperanza de comer y cenar.
Después del desayuno se dió a los perros los restos, los huesos y un trozo de carne a cada uno. Los exploradores empezaron luego los preparativos de marcha. En uno de los trineos fué instalada Katu con el fieltro y las pértigas de layurta. En el otro se cargó el resto de la impedimenta. La nieve permitía ya utilizar los esquís. Por eso, aunque la carga era mayor, se podía avanzar más rápidamente que la víspera. La caravana se puso en marcha. Al darse cuenta de que no la llevaban hacia donde se encontraba el campamento de su tribu, sino en dirección contraria, Katu lanzó un grito, se tiró del trineo y echó a correr, pero se cayó a los pocos pasos. Cuando los exploradores la rodearon y quisieron volverla a tender sobre el trineo, les hizo frente a puñetazos y tratando de morderles.
Según las explicaciones de Igolkin, le había parecido comprender que volvían a llevársela hacia el campamento y allí la soltarían. Y ahora se daba cuenta de que los hechiceros querían llevársela hacia los grandes hielos. Hubo que atarle las manos y sujetarla sólidamente al trineo para evitar una nueva tentativa de fuga. La pobre Katu temblaba de espanto y lloraba, absolutamente convencida de que iba a ser devorada.
Aquel día, después del almuerzo, descendieron ya al lecho del río, donde la capa de nieve era menos profunda y estaba apisonada por los vientos. Los trineos y los esquís se hundían allí menos que en el sendero del bosque. Por ello, el avance fué bastante rápido y, en la jornada, recorrieron nuevamente cincuenta kilómetros.
Al hacer alto para dormir se turnaron en la guardia, pero todo estaba tranquilo. Katu no había consentido comer en todo el día y, durante el alto, hubo que dejarla atada bajo la vigilancia del de guardia. Al ver los brillantes cuchillos que utilizaban los hechiceros para cortar los perniles durante el almuerzo y la cena, temblaba de pies a cabeza y seguía con espanto el movimiento de las manos, esperando probablemente ser degollada de un momento a otro.
Así continuaron el viaje hacia el Norte. Al octavo día, los exploradores llegaron a la tundra y, a la hora de almorzar, se encontraban junto a la colina. Katu había ido tranquilizándose, se había acostumbrado a los hechiceros y empezaba a comer algo de carne cruda, pero rechazaba con repugnancia todo alimento cocido 0 asado. Al tercer día de camino le desataron las manos y al quinto también los pies, en cuanto prometió no escapar.