Después de tres días de descender el río por entre estepas secas, los viajeros llegaron a su extremo meridional donde la vegetación cambió súbitamente. Las orillas estaban ahora cubiertas de una tupida muralla de coníferas, de palmeras y de helechos de especies muy variadas, en su mayoría desconocidas, que alcanzaban la estatura de un hombre. En el agua, cerca de lía orilla, crecían unas plantas altas semejantes a los juncos, y los bajíos estaban cubiertos de colas de caballo de metro y medio de altura y más de 25 milímetros de diámetro. De entre la maleza llegaba un zumbido permanente y unos extraños insectos giraban sobre el agua. Eran semejantes a las libélulas, pero la envergadura de las alas llegaba a cuarenta centímetros. El cuerpo, de reflejo metálico, medía unos veinte centímetros de longitud. Unos eran amarillos con matices dorados, otros, de color gris acero; los había verdes como la esmeralda, azul añil y encarnados. Aleteaban, planeaban y se perseguían en los rayos del sol con un estridor melodioso que recordaba el sonido de las castañuelas.
Sorprendidos por aquel hermoso cuadro, los exploradores dejaron de remar. Las embarcaciones flotaban lentamente río abajo y los remeros admiraban aquel espectáculo. Pápochkin buscó un cazamariposas y, después de varios intentos, capturó a una de las libélulas. Pero cuando iba a sacarla de la red le mordió tan dolorosamente un dedo que, desconcertado, el zoólogo la dejó escapar.
La tupida cortina verde que bordeaba las orillas no les dejaba atracar y, cansados por le larga jornada, los viajeros buscaban en vano con la mirada algún lugar despejado para acampar.
El hambre empezaba a molestarles, pero los muros de colas de caballo iban haciéndose más espesos.
— ¡Nos debíamos haber detenido al final de la estepa! — dijo Gromeko.
— Otra vez lo haremos mejor — replicó Makshléiev riendo.
Los kilómetros se sucedían sin que apareciese el menor claro en la vegetación. Por fin, en un recodo del río, apareció en la margen izquierda una franja verde más baja. Se adentraba en el agua una lengua de tierra, larga y estrecha, rematada por un banco de arena, en la que sólo crecían colas de caballo. A falta de otra cosa, decidieron detenerse allí y acondicionar una pequeña superficie para el campamento. Después de resguardar las embarcaciones en una pequeña ensenada entre le lengua de tierra y la orilla, los viajeros empuñaron sus cuchillos de caza y se pusieron a luchar con las colas de caballo. Resultó una labor difícil porque los tallos gruesos, endurecidos por el abundante sílice que contenían, resistían a los tajos, y, aun después de cortados, dejaban unos tallos punzantes en los que era imposible sentarse o acostarse.
— Vamos a probar a arrancarlos de cuajo — propuso el botánico-. No creo que estén muy arraigados en este suelo blando del río.
El consejo era bueno: las colas de caballo se arrancaban sin dificultad y, al cabo de media hora, los viajeros habían dejado limpio el terreno necesario para la tienda de campaña y la hoguera. Pero se encontraron con que no podían encender fuego porque las colas de caballo estaban verdes y no urdían. Veíanse imposibilitados no sólo para hacerse la cena, sino incluso para hervir el agua del té Además, de entre las colas de caballo se habían alzado enjambres de mosquitos de veinte milímetros de longitud que sólo hubieran podido ser ahuyentados por el humo de la hoguera.
— Ahora que me acuerdo — dijo Gromeko —, he vista aquí muy cerca, antes de desembarcar, un tronco seco que asomaba entre la maleza. ¡Hay que traerlo!
Armados de hachas y cuerdas, Gromeko y Makshéiev desengancharon una de las lanchas y remontaron el rico. unos cien o doscientos pasos del campamento un grueso tronco seco con algunas ramas asomaba por encima de los matorrales verdes; pero crecía a tal altura sobre la margen que era imposible alcanzarle con la mano ni con el hacha.
— Habría que enganchar la cuerda en alguna de las ramas para ver si se parte — opinó Makshéiev.
Grometo retuvo la lancha agarrándose.a las colas de caballa. Makshéiev arrojó la cuerda a una gruesa rama y empezó a tirar de ella. La rama no se rompía, pero el árbol entero empezó a crujir.
— Suelte la lancha y ayúdeme a tirar — pidió a su compañero.
Ahora los dos tiraban de la cuerda, de pie en la frágil embarcación. El árbol se desplomó, golpeando en la proa de la barca, que empezó a sumergirse bajo su peso. Gromeko sólo tuvo tiempo de agarrarse a las colas de caballo y atraer hacia ellas la popa de la barca, cuya proa había desaparecido ya bajo el agua.
— ¡Sí que estamos bien! ¿Qué hacemos ahora? — exclamó Makshéiev.
Hallábanse los dos en la popa, con los pies metidos en el agua, agarrándose con una mano a las colas de caballo y reteniendo con la otra lo cuerda para que el desdichado árbol no se fuera a la deriva.
— Como no podemos salir a la orilla ni tenemos nada para achicar el agua, no nos queda más remedio que pedir auxilio — contestó Gromeko.
Las dos se pusieron a gritar. Nadie les contestaba al principio, pero luego se escuchó la voz de Kashtánov preguntando lo que había ocurrido.
— Vengan con un cubo. Senas hunde la barca.
— ¡Ahora voy! — contestó Kashtánov.
En esto, junto.a la proa hundida, emergió del agua urna enorme cabeza de color verde pardusco, hocico corto y ancho y ajillos pequeños bajo un cráneo aplastado. El,animal estuvo algún tiempo contemplando a los hombres sobrecogidos por la sorpresa y luego, abriendo una boca plantada de varias hileras de dientes agudos, se puso a trepar a la embarcación, que se hundió más todavía bajo su peso. Apareció un cuello corto y grueso, luego parte del cuerpo lisa. Las garras de las anchas patas delanteras se aferraron al borde de la barca. Al marcharse en busca de leña tan cerca del campamento, los cazadores no se habían llevado las escopetas y ahora se encontraban desarmados frente a un reptil de raza desconocida pero seguramente carnicero y fuerte. Las hachas se habían quedado en la proa y ahora se hallaban en el agua, bajo las patas del enemigo.
— Ate usted pronto el cuchillo al mango de un remo mientras yo trato de contener a este monstruo con el otro — gritó Makshéiev.
Sacó el cuchillo, que agarró entre los dientes, y luego, empuñando el remo, hundió con todas sus fuerzas la pala en la boca entreabierta del animal que, sobrecogido por aquel fuerte golpe contra el paladar y la lengua, apretó las mandíbulas. Luego se oyó un chasquido. Los dientes agudos desmenuzaban la madera y atacaban ya el borde de hojalata. Makshéiev continuó hundiendo el remo en las fauces, pero el pala disminuía porque el animal no dejaba de triturarlo para escupir luego las astillas teñidas de sangre.
Entretanto, Gromeko, que había tenido tiempo de atar su cuchilla de caza con las correas de las botas al mango
del segundo remo, acercóse por detrás de Makshéiev y hundió aquella lanza improvisada en un ojo del monstruo.
Enloquecido de dolor, el animal dió un salto de lado, arrancó el remo de manos de Makshéiev y desapareció en el agua, mostrando por un instante su lomo ancho, de color pardo verdoso, con una doble hilera de escamas a lo largo y una cola corta y gruesa que golpeó en el agua con tanta fuerza que ambos cazadores quedaron empapados de pies a cabeza.
Apartada de la orilla por el movimiento del monstruo, la lancha se hundió definitivamente en el agua.
Kashtánov, que acudía en auxilio de sus compañeros, se encontraba ya cerca del lugar del suceso. Al desembocar del recodo vió la tromba de agua levantada por el monstruo, pera sin comprender lo que ocurría. El árbol seco pasó por su lado, apareciendo y sumergiéndose al capricho de las olas. Creyendo que se trataba de un cocodrilo, el remero iba a golpearlo con su bichero cuando Gromeko, que no quería perder aquel botín lograda la costa de tantos esfuerzos, gritó:
— ¡El tronco! ¡Agarre el tronco, que es nuestro combustible!
Kashtánov enganchó el árbol con el bichero y, remolcándolo, llegó por fin hasta donde estaban sus camiaradas metidos en el agua hasta la cintura.
Después de algunos esfuerzos, lograron sacar la barca, achicaron el agua y volvieron con su botín hacia la tienda donde Pápochkin luchaba desesperadamente contra los mosquitos. En cuanto a General, se había refugiado metiéndose en el agua hasta las orejas.
Una vez el tronco en tierra, hicieron pastillas y pronto crepitaba una alegre hoguera. Las colas de caballo que echaron encima despidieren un humo tan intenso que los mosquitos desaparecieron al instante y Makshéiev y Gromeko, que estaban secándose junto al fuego, empezaron a llorar a lágrima viva.
Después de haber escuchado el relato acerca del ataque del monstruo acuático, Kashtánov opinó:
— Debía ser un reptil de algún grupo desaparecido de nuestro planeta al principio del terciario.
— ¿Un ictiosauro? — preguntó Makshéiev, que toda vía recordaba algo del curso de paleontología — estudiado en la Facultad de Minas.
— No, por lo que ustedes cuentan no es esa. El ictiasiaurio era mucha más grande. Tenía la cabeza de otra forma y vivía en una época anterior, en la jurásica. El amigo ese se parece más bien a un cocodrilo pequeño del cretácea.
Pápochkin hizo observar:
— Además, no se habrían desembarazado tan fácilmente de un ictiosaurio. En cuanto al plesiosaurio, tenía el cuello más largo que un remo y no le habría costado ningún trabajo agarrarles a ustedes desde el agua sin, subir a la lancha.
— Es de suponer que. con el tiempo, también encontraremos a esos reptiles enormes — dijo Kashtánov —, ya que, ¡a medida que descendemos el río,aparecen representantes de una fauna más antigua. Ahora nos encontramos en el cretáceo medio o incluso inferior.
— En efecto, tanta la flora como la fauna son cada día más distintas a lo que estamos acostumbrados a ver en la superficie de la tierra — añadió Gromeko-. Coma el cambio es gradual, no nos damos siempre cuenta. Pero fijándose bien, puede verse que todo lo que nos rodeó es nuevo: ha desaparecido una multitud de árboles de hoja, de flores, de cereales; ahora dominan las palmeras, las ciperáceas y las fanerógamas y también hay numerosas criptógramas.
— Este reina subterráneo nos reserva todavía muchas sorpresas, y debemos ser más precavidos. ¡Ni un paso sin escopetas y balas explosivas!
— Ya opino — declaró Gromeko— que sólo debemos descansar un poco mientras se hace la cena y continuar luego el camino hasta encontrar un sitio mejor. Para alimentar una hoguera que nos proteja de las fieras no tenemos leña bastante.
A todos les pareció bien la propuesta. Sacaron a la orilla la barca de la aventura para ponerla a secar y repararla, cenaron, durmieron un par de horas en torno al fuego y reanudaron la navegación llevándose el resto de la leña. Durante dos horas continuaron las mismas malezas impenetrables, bordeadas de juncos y colas de caballo. En los remansos, los peces se agitaban o saltaban fuera del agua como perseguidos y a veces se veía surgir por un instante tras ellos el repulsivo hocico de un reptil con la boca abierta, después de lo cual los remolinos y los círculos que se formaban en la superficie decían que un cuerpo voluminosa se había sumergida rápidamente. Las libélulas interrumpían por momentos sus despreocupados aleteos y se dispersaban en todas direcciones, ocultándose entre las hojas y los juncos, para huir de un gran pájaro azul de pico enorme que irrumpía de pronto ruidosamente y cazaba al vuelo los insectos menos ágiles.
Las murallas verdes empezaran por fin a apartarse, el curso del ría se hizo más lento y la capa de agua se extendió en anchura: el río se convertía en lago salpicado de islas, una de las cuales llamó la atención de los viajeros. La mitad estaba ocupada por un alto y tupido bosque y el resto era un claro bastante amplio con árboles aislados, algunos de los cuales estaban secos. Los exploradores desembarcaron en seguida allí.
Tapizaba el prado una hierba baja y áspera que, una vez observada, resultó ser una especie de licopodio. Encontrábase el prado en la parte alta de la isla y el viento soplaba río abajo. Por ello, y porque el combustible abundaba, los cuatro hombres decidieron encender unas cuantas grandes hogueras en el lindero a fin de ahuyentar a todas las fieras y poder dormir tranquilos.
Cuando los fuegos empezaron a crepitar, los remolinos de humo penetraron en 1a espesura, expulsando de ella a avecillas e insectos, algunos de los cuales caían sofocados y proporcionaron al zoólogo una interesante colección de especies desconocidas. Luego desembocó en la pradera un extraño y horrible animal muy parecida a un puerco espín, pero tenía el tamaño de un buey grande y púas de alrededor de un metro de largo.
Erizado y convertido en una especie de enorme bola punzante, el animal pasó cerca de las hombres pasmadas y desapareció entre los juncos.
Tras él surgió a saltas de la espesura un animal con aspecto de carnicero. Tenía el pelaje cobrizo, cabeza de gato, una cola bastante larga y gruesa, patas cortas y el hocico romo que dejaba ver unos dientes agudas. Su aspecto le hacía parecerse a una nutria grande — de casi dos metros de largo —, diferenciándose de ella tan sólo por las orejas más prominentes y una melena corta. Aunque no parecía tener la intención de atacar a los exploradores y se deslizaba hacia el agua a lo largo del lindero, su aspecto interesó tanto a Kashtánov que abatió al animal de un tiro certero.
El animal era efectivamente curioso. No tenía incisivos aplastados ni muelas erizadas de tubérculos como las fieras de épocas más recientes. Todos los dientes eran más o menos cónicos, como los de las reptiles. Sólo que las de delante, que hacían las veces de incisivos, eran algo más pequeños y aplastados que los demás, los de atrás eran mayores y los colmillos, mucho más fuertes, destacaban en ambas mandíbulas, sobre toda en la de arriba.
— Aquí tienen ustedes una muestra interesante de mamífero primitivo que posee todavía una dentadura de reptil, pero que ofrece ya un esbozo de la diferenciación que se desarrollará en otros períodos — dijo el geólogo.
Ningún otro animal salía del bosque y los viajeros pudieron entregarse, al fin, a un descanso bien merecido aunque, naturalmente, turnándose en la guardia para alimentar los fuegos que les protegían de los insectos. Gracias a ello, su sueño fué tranquilo.
Durante la jornada siguiente la región conservó el mismo carácter que la víspera a última hora. El río se había convertido definitivamente en lago con multitud de islas.
La corriente no se notaba apenas, y había que remar casi constantemente. Sobre el agua y el bosque volaban libélulas de colores y enormes escarabajos astados que llegaban a medir treinta centímetros de largo, así como mariposas cada una de cuyas alas hubiera podido cubrir la mano de un hombre. De cuando en cuando surgían extrañas aves, grandes y pequeñas, de color gris azulado que recordaban un poco a la garza, aunque con les patas más cortas, la cola larga y un breve pico donde se podían ver dientes menudos.
Lograron matar a una conforme iba volando, y Kashtánov explicó a sus compañeros la estructura de aquel extraño pájaro, forma transitoria entre el reptil y el ave. Su cuerpo, del tamaño del de una cigüeña, estaba cubierto de plumas de color gris azulado; su larga cola no se componía sólo, de plumas como ocurre en los pájaros, sino también de numerosas vértebras, o sea, tenía la estructura del rabo de los reptiles, con plumas a ambos lados. Las alas, provistas de tres largos dedos terminados por uñas iguales a las de las patas, le permitían trepar a los árboles y a las rocas agarrándose también con las extremidades anteriores. El examen del animal llevó a Kashtánov a la conclusión de que pertenecía al arden de los arqueopterix, pero se distinguía por su gran tamaño de los ejemplares descubiertos en Europa en los sedimentos del jurásico superior.
Hacia el final de la jornada, las orillas, ya completamente lisas, constituían vastas extensiones pantanosas cubiertas de colas de caballo y de helechos sobre los cuales descollaban aquí y allá grupos de extraños árboles adaptados a una existencia acuática. La maleza daba albergue a diferentes insectos que atacaban furiosamente a los viajeros siempre que intentaban atacar cerca del muro de vegetación para enriquecer sus colecciones y luego les perseguían, algún tiempo sobre el agua. Mosquitos de veinticinco milímetros, moscas del tamaño dé abejorros, tábanos y moscardones de más de cuatro centímetros competían en estos ataques alados contra los hombres, que se veían obligados a huir vergonzosamente y empezaban a sentirse inquietos ante la idea de tener que pasar la noche entre aquellas nubes de verdugos.
Aun bogaron unas cuantas horas por los pantanos, remando con energía para alejarse de ellos lo antes posible. La fauna parecía limitarse allí a los insectos y los pájaros primitivos que surcaban el aire y a los peces y los reptiles disimulados en el fondo del agua oscura y que sólo traicionaban su presencia por el chapoteo y los remolinos. La existencia de cuadrúpedos terrestres debía ser impasible en aquella espesura pantanosa.
— ¡Además, no hay animal terrestre capaz de soportar las picaduras de estos horribles bichos! — afirmó Gromeko.
Por fin sopló del Sur una brisa fresca, que a veces traía un rumor lejano y monótono.
Makshéiev fue quien primera percibió el ruido y anunció:
— Delante de nosotros,debe haber un gran lago descubierto de orillas desnudas o quizá un mar.
— ¿Un mar? — sorprendióse Pápochkin-. ¿Será posible que también haya un mar en Plutonia?
— Habiendo ríos, cosa de la que no podemos dudar, alguna vez tienen que desembocar en una cuenca de agua quieta, porque no van a estar corriendo hasta lo infinito.
— ¿Y no pueden perderse en lagos pantanosos como el que atravesamos o consumirse en los arenales?
— Desde luego. Pero, dada la abundancia de agua, es más probable que exista un depósito descubierto del que sólo sería la antesala el lago medio cubierta de vegetación que estamos atravesando.