Capítulo XLIX LA HUELLA MISTERIOSA

Una vez, después de cenar, Gromeko. y Makshéiev fueron a pescar sobre un banco de arena que ponía una mancha amarilla entre la hierba marchita y abatida por las heladas. Makshéiev había lanzado ya el anzuelo y vigilaba el flotador, cuando de pronto vió en la arena, junto a la huella de su bota, la huella bien clara de un pie descalzo.

¡Qué cosa tan rara! — pensó-. Yo no recuerdo haberme descalzado y tampoco creo que lo haya hecha el médico en un día tan frío.

Se inclinó para observar mejor la huella: era le de un pie izquierdo, cuyas dimensiones superaban incluso la huella de la bota del ingeniero, bastante grande. La planta del pie era plana. El hombre que había dejado la huella andaba seguramente toda su vida descalzo. Pero lo más notable era que los cinco dedos, bien impresos en la arena, tenían una gran longitud y el pulgar se apartaba de los otros. Más que la huella de un pie, parecía la de una mano enorme con la palma alargada.

Poco más allá, Makshéiev descubrió también la huella del pie derecho, pero casi borrada ya por el agua. El sujeto había vadeado seguramente el río, porque no se veían huellas que remontasen la margen.

— ¡Gromeko, venga usted un momento! — gritó Makshéiev.

— ¿Qué ocurre? Aguarde un poco, que ya pican — contestó el botánico.

Deje usted los peces y venga a ver una cosa curiosa que he encontrado.

— Pero, qué es? ¿Un cangrejo? ¿Una tortuga?

— No. La huella de un pie de hombre descalzo en la arena.

— ¡Imposible!

Gromeko soltó la caña y se acercó corriendo. Habiendo examinado muy sorprendido la huella, opinó también que la forma del pie que la había dejado era muy extraña.

— ¿No habrá pasado por aquí algún mono? — sugirió.

— ¿En esta región subpolar, entre alerces y abedules?

— ¡Cualquiera sabe! Si los mamuts y los rinocerontes, cuyos congéneres sólo pueden vivir en climas cálidos sobre, la superficie terrestre, habitan aquí la tundra y las bosques septentrionales, ¿por qué no ha de haber monos amoldados a este clima?

— Quizá tenga usted razón. Vamos a llamar al zoólogo y al geólogo, que se orientarán mejor que nosotros.

— Siga usted pescando mientras yo voy a buscarlos.

Gromeko volvió en barca hasta el campamento y se trajo a sus compáñeros.




— ¡Es un mono gigante! — supuso el geólogo.

— Pues yo pienso que se trata más bien de un antropopiteco — declaró el zoólogo-. Fíjense ustedes en que camina sobre los pies, sin apoyarse en las manos. Al descender hacia el agua por esta cuesta bastante abrupta, un mono se habría valido también de las manos, y aquí no hay ninguna huella de ese tipo.

Un examen minucioso de los contornos hizo descubrir un sendero en cada una de las orillas y, en el río, un vado poco profundo. En el sendero las huellas eran menos netas, pero la distancia que las separaba permitía calcular que el sujeto medía por lo menos un metro ochenta de estatura.

— ¿Qué han encontrado ustedes? — preguntó Makshéiev cuando volvieron sus compañeros, porque mientras ellos estudiaban las huellas Gromeko y él se habían puesto nuevamente a pescar.

— Lo más probable es que se trate de las huellas de un antropopiteco que ha ido, por un sendero perfectamente trazado, hacia un vado poco profundo que conoce — declaró Kashtánov.

— O sea, que antes de nosotros han penetrado en Plutonia algunos hombres.

— Y, por añadidura, andan descalzos, aunque ya nieva, y atraviesan con toda tranquilidad el agua helada — exclamó el botánico.

— Serán salvajes probablemente. Por algo la forma del pie no se diferencia apenas de la de los monos.

— Tendría poca gracia encontrarse con ellos. Deben ser caníbales.

— Si las hormigas no han podido con nosotros, aunque nos han molestado bastante en nuestro trabajo, ya acabaremos entendiéndonos de alguna manera con los salvajes.

Ahora había que tomar mayores precauciones para no ser atacados por sorpresa. Durante el descanso montaron guardia por turno y todo el día siguiente observaron con atención los contornos.

Al segundo día tuvieron que suspender la navegación. Una prolongada tormenta llegó del Norte y heló el río, cubriéndolo incluso de una capa de nieve de unos quince centímetros.

Como no querían abandonar las barcas ni llevar la impedimenta a cuestas, los exploradores construyeron unos patines de madera, pusieron encima las barcas con el equipaje y, siguiendo el lecho del río, donde no les molestaban los arbustos ni los árboles, arrastraron por la nieve aquellos trineos improvisados. Pero, como era difícil marchar por la nieve reciente sin esquís y tirando de los pesados trineos, no recorrían más que de doce a quince kilómetros en la jornada. Plutón no asomaba ya a través del espeso velo de nubes y la temperatura descendía a cinco e incluso diez grados bajo cero. Los hombres pasaban mucho frío en la tienda ligera y con su ropa de verano; durante los altos montaban la guardia por turno para alimentar una hoguera a la entrada de la tienda. En esta lucha contra el fría y la nieve se habían olvidado enteramente de los hombres primitivos. Por, otra. parte, no volvieron a encontrar huellas. Todos los seres vivos parecían haber emigrado hacia el Sur y los bosques, poco tupidos, dormían su sueño invernal bajo el sudario blanco.

Sólo al octavo día de haber construido aquellos trineos terminaron los árboles y se dibujaron al Norte unas crestas blancas sobre el horizonte: el borde de los hielos. Delante se divisaba a duras penas el punto negro de layurtasobre la colina, confundiéndose casi con la llanura de la tundra.

Quedaba una decena de kilómetros de penosa marcha antes de poderse reunir con sus compañeros y descansar en layurtatibia después de largas semanas de peregrinación. Al cabo de tres horas se hallaban sólo a un kilómetro de layurtay de un momento a otro esperaban oír el ladrido de los perros y ver a los hombres correr a su encuentro con trineos y esquís. Pero no aparecía nadie, no se escuchaba el menor ladrido y, layurta, medio sepultada bajo la nieve, negreaba solitaria en lo alto de la colina, como abandonada por sus habitantes. Los viajeros empezaron a hacerse inquietas preguntas.

— ¿Se pasarán el día durmiendo?

— ¿Por qué no se ve a los perros, ni se les oye ladear?

— ¿Habrá ocurrido alguna desgracia?

En un último esfuerzo, los viajeros aceleraron la marcha por la nieve profunda y blandía de la llanura, donde se hundían casi hasta las rodillas.

La colina estaba ya muy cerca, pero continuaba desierta y callada. Los viajeros se detuvieron antes de iniciar la subida y gritaron todos a una:

— ¡Eh, Borovói, Igolkin! ¡Arriba, que ya estamos aquí!

Repitieron la llamada una y otra vez, pero les respondió el mismo silencio de tumba. Los cuatro hombres empezaron a sentirse seriamente inquietos.

— Si no se han muerto, la única explicación posible es que se han marchado en los trineos a cazar algún animal grande — dijo Makshéiev —, sobre todo porque tampoco están aquí los perros.

— ¡Pero si llevamos más de una semana sin haber encontrado ningún bicho! — objetó Pápochkin.

— Quizá por eso mismo se hayan adentrado más hacia el Sur.

— A no ser que hayan ido a nuestro encuentro en vista de que tardábamos tanto — sugirió Gromeko-. Cuando han empezado los fríos y la nieve se habrán acordado de que nos habíamos ido con ropa ligera y sin esquís.

— Es poco verosímil. Sabiendo el río que habíamos seguido en nuestro viaje, tenían que haber dado con nosotros sin falta — observó Kashtánov.

— Yo pienso que en layurtaencontraremos la solución del enigma — dijo Makshéiev-. Pero, antes, vamos a contornear la colina por si hay alguna huella que podemos borrar sin querer.

Dejaron los trineos al pie de la colina y los cuatro la contornearon, examinando minuciosamente la capa de nieve. No descubrieron ninguna huella, ni reciente ni antigua, y se podía asegurar que, desde que la nieve había recubierto la tierra, nadie había subido a la colina ni bajado de ella.


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