Capítulo XLIII LA BATALLA CONTRA LAS HORMIGAS

Cuando sus compañeros se marcharon, Makshéiev y Gromeko se pusieron a pescar en la desembocadura del río, con tan buen éxito que, al cabo de una hora, uno de ellos tuvo que dedicarse a limpiar los peces y ponerlos a secar en unas cuerdas tendidas a este efecto.

Mientras Makshéiev continuaba la pesca, el botánico recorrió el lindero del bosque recogiendo plantas y descubrió una palmera de azúcar que quiso aprovechar. La derribaron entre los dos, la tajaron a todo lo largo y extrajeron la médula comestible, extendiéndola luego sobre unas mantas para que se secase.

Terminada esta labor, pusieron a la lumbre un caldero con sopa de pescado y se sentaron a tratar de lo que podrían hacer después del almuerzo.

— Irnos muy lejos no podemos — observó Gromeko —, sobre todo porque no hay manera de dejar el pescado bajo la guardia de General.

— Naturalmente — aprobó Makshéiev-. Por muy fiel que sea, no creo que resistiese a la tentación de hartarse de pescado seco que le recordase su patria.

— Entonces, vamos a seguir pescando y haremos una buena provisión para nosotros y para el perro.

Quién sabe si encontraremos pronto un sitio donde abunden tanto los peces? Porque le confieso que esta carne de reptil no me gusta. La como con aprensión, procurando pensar que es esturión y no un pariente de las ranas y los lagartos.

En este momento empezaba a hervir la sopa y Gromeko se dirigió hacia las mantas en busca de un poco de pulpa de palmera que añadirle.

— ¡Mire usted hacia el Oeste! — gritó a Makshéiev, que se había quedado junto a la hoguera detrás de la tienda.

Makshéiev finé corriendo a la playa.

Del Oeste llegaban, siguiendo la orilla del mar, unos monstruos cuyos flancos rayados los hacían reconocer fácilmente por brontosaurios.

Avanzaban lentamente, arrancando las hojas tiernas de las cimas de las palmeras y los helechos y deteniéndose a veces junto a algún árbol que les parecía más sabroso.

— ¿Qué haríamos a su entender? — preguntó Gromeko-. Sabemos que estos monstruos son miedosos y no nos atacarán los primeros. Pero si les dejamos acercarse, nos van a aplastar y a pisotear el pescado y la tienda.

— Habrá que disparar — dijo Makshéiev-. Primero con perdigones y, si no da resultado, con bala explosiva.

Echáronse las escopetas a la cara, apuntaron a los monstruos y cuatro disparos repercutieron sordamente sobre la orilla.

Este ruido inesperado y los perdigones que les cayeron encima espantaron a los animales. Pero, en vez de dar media vuelta, los pesados colosos se lanzaron al agua y echaron a correr a lo largo de la orilla a escasa distancia del campamento, levantando olas y surtidores de salpicaduras.

En unos instantes, los desdichados cazadores quedaron empapados de pies a cabeza. mientras trataban de retener la barca para que no se la llevaran los remolinos. Una ola derribó la pértiga que sujetaba la cuerda con el pescado puesto a secar y otra empapó la manta

donde estaba la pulpa de palmera. La cuerda de los peces cayó a la arena y la pulpa de palmera se mojó.

— ¡Malditos sean! — juró Makshéiev sacudiéndose después de la ducha-. ¡Por fin han conseguido hacernos una jugarreta!

— Ya tenemos en qué entretenernos le consoló Gromeko-. No sabíamos qué hacer después del almuerzo y nos han dado trabajo. Tendremos que volver, a limpiar todo el pescado y lavar la pulpa en el río antes de ponerla de nuevo a secar.

— Pero antes tendremos que empezar por secarnos nosotros. Y, entretanto, la sopa ha debido consumirse toda.

Después de describir un semicírculo por el agua, los brontosuarios volvieron a salir a la orilla más al Este de la desembocadura del río y siguieron corriendo por la playa.

— Se conoce que también ellos han recibido lo suyo. No hay más qué ver el paso que llevan. Los perdigones les han pegado en todo el hocico — exultaba Makshéiev, desnudándose delante de la tienda mientras Gromeko quitaba del fuego el caldero de la sopa.

Después de colgar su ropa para que se secara y de volver a colocar la pértiga con la cuerda como estaba, los viajeros se pusieron a comer en el traje de Adán. General, que desde por la mañana se estaba hartando de cabezas y despojos de pescado, tendióse en la arena y se quedó traspuesto. Ni él ni los hombres; ocupados de su almuerzo, vieron que desembocaban del bosque, cerca de la tienda, seis hormigas una tras otra: se detuvieron, examinaron los contornos y volvieron a ocultarse silenciosamente entre la maleza.

Terminada la comida, Mákshéiev y Gromeko se tendieron en la tienda para fumar una pipa antes de ponerse a limpiar de arena el pescado.

General se puso súbitamente a gruñir y, erguido de un salto; lanzó furiosos ladridos. Makshéiév y Gromeko salieron corriendo de la tienda y vieron que su campamento estaba rodeado por las hormigas. Una columna les había cortado la retirada hacia la desembocadura del río y la otra avanzaba desde el lado contrario hacia la cuerda de los peces y las mantas de pulpa de palmera.

— ¡Y tenemos las escopetas descargadas! — rugió Gromeko lanzándose hacia la cartuchera.

— ¡Con postas! — gritó Makshéiev, cargando precipitadamente su escopeta-. Usted dispare contra las de la derecha y yo contra las de la izquierda.

La columna de la derecha había caído ya sobre el pescado que arrancaba de la cuerda y la columna de la izquierda se hallaba a unos veinte pasos de la tienda, cuando resonaron los primeros disparos. Las detonaciones, el humo, la caída de las hormigas heridas sembraron el desconcierto entre las demás, y las primeras se detuvieron indecisas. Pero, como las de detrás empujaban, atraídas por el olor del pescado, la columna volvió a ponerse en marcha. De pie a la entrada de la tienda, donde General, erizado, se había refugiado ladrando, los cazadores volvían a cargar las escopetas para disparar otra salva y luego, con los cuchillos y las culatas, entablar un cuerpo a cuerpo con los adversarios, que avanzaban desde todas partes. Pero, en vista de la desigualdad de, fuerzas, la lucha parecía desesperada.

Repentinamente, dos disparos consecutivos fueron hechos contra las últimas filas de hormigas desde los arbustos de la desembocadura del río y Kashtánov surgió, de ellos con un puñado de leña seca encendida en la mano. Agitando de derecha a izquierda su antorcha, lanzóse sobre la banda de insectos, que huyeron en todas direcciones.

Makshéiev y Gromeko, por su parte, corrieron a la hoguera y se pusieron a lanzar tizones contra las hormigas. El procedimiento surtió efecto: la primera columna fué diseminada y huyó vergonzosamente hacia los matorrales abandonando muertos, heridos y quemados sobre el campo de batalla.

Habiendo terminado con esta columna, los tres exploradores, seguidos de General, — que setíase más valiente ya, atacaron con los cuchillos y antorchas a los insectos que devoraban el pescado. Algunos expiaron su voracidad, otros pudieron huir con peces o trozos de pulpa de palmera mojada entre las mandíbulas. Dos se llevaban a rastras una manta, pero fueron alcanzados y muertos. General remataba a los heridos mordiéndoles el cuello.

Cuando los últimos fugitivos se ocultaron en el bosque, los exploradores pudieron descansar un poco y contar sus trofeos y sus pérdidas. Cuarenta y cinco hormigas habían quedado muertas o heridas.

De los cincuenta peces no quedaban en la cuerda más que quince; unos cuantos más, que las hormigas habían perdido sin duda durante su fuga, fueron recogidos junto al lindero del bosque. Más de la mitad de la pulpa de palmera había sido devorada o rebozada en la arena. Gromeko tenía una ligera mordedura en un brazo y Kashtánov en un pie, pero el grueso cuero de la bota no había cedido, preservándole así del ácido fórmico.

— ¡Qué oportuna ha sido su llegada! — dijo Makshéiev cuando, después de haber examinado el campo de batalla, los tres se sentaron delante de la tienda-. Sin su auxilio y su ocurrencia de la antorcha, no habríamos podido vencer a esa bandada y nos hubiera matado a mordiscos.

— ¿Y dónde ha dejado usted a Pápochkin? — preguntó Gromeko.

— ¡Es verdad! El ardor de la batalla me ha hecho olvidar que le traiga tendido en la barca.

— ¿Tendido? Por qué? ¿Le ha ocurrido algo? ¿Vive? — Los compañeros de Kashtánov le asediaban ahora a preguntas, comprendiendo la razón de su regresó tan rápido.

— ¡Vive, vive! Es que nosotros también hemos tenido un encuentro con las hormigas y a Pápochkin le han dado tal mordisco en una pierna que se ha quedado inválido. Ayúdenme a traerle a la tienda.

— ¡Un — momento! Déjenos vestirnos — dijo Gromeko advirtiendo sólo entonces que tanto él como Makshéiev continuaban desnudos.

— Es cierto. ¿Por qué andan ustedes de esta guisa? ¿Estaban bañándose cuando las hormigas han atacado el campamento? — preguntó riendo Kashtánov.

— No. Han sido otra vez los brontosaurios los que nos han duchado — contestó Makshéiev y, mientras se vestía, le contó cómo había ocurrido la cosa.

Makshéiev y Gromeko endosaron rápidamente su ropa y acompañaron a Kashtánov hasta el río, donde había dejado a Pápochkin en la barca para lanzarse contra las hormigas. Pápochkin dormía tan profundamente que no había oído las detonaciones ni los gritos y sólo se despertó cuando sus compañeros le levantaron por las piernas y los brazos para llevarle a la tienda.

Cuando Pápochkin estuvo acostado, los viajeros pusieron a secar el resto del pescado y arrojaron al mar los cadáveres de las hormigas. Sólo después de tan desagradable ocupación refirió Kashtánov, mientras se comía el resto de la sopa, las aventuras de la excursión fallida.

Como se podía temer que las hormigas, habiendo sido dos veces víctimas de los visitantes indeseables, volviesen en gran número para vengar su derrota, surgió la cuestión de lo que debían hacer en adelante. Pápochkin y Gromeko aconsejaban reanudar inmediatamente la navegación para alejarse todo lo posible del hormiguero. Pero Kashtánov quería proseguir la excursión río arriba interrumpida a causa de las hormigas, ya que así era posible penetrar en el interior del misterioso desierto negro; Makshéiev apoyaba este plan. Para llevarlo a cabo había que terminar de una manera o de otra con aquellos pérfidos insectos, cuya existencia constituía un peligro constante para la excursión. Por eso decidieron aguardar el final de la jornada y acercarse entonces al hormiguero e incendiarlo aprovechando el sueño de los insectos. Si la empresa tenía buen éxito, quedaba libre el camino para remontar el río y era posible hacer la excursión los cuatro en las dos lanchas, dejando la balsa y la impedimenta superflua en la espesura de la orilla del mar.


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