Capítulo LIV LA VIDA DE LOS PRISIONEROS

Durante este viaje, Igolkin y Borovói habían ido refiriendo su género de vida con los hombres primitivos y Kahstánov tomó nota de su relato.

Desde el día en que la expedición salió para el Sur, Igolkin y Borovói, que se habían quedado en layurta, se dedicaron a construir un puesto para las observaciones meteorológicas y una puerta sólida que cerrase el depósito nevera a fin de defenderlo contra los perros y las fieras Terminada esta labor, abrieron una nueva galería en el hielo de la colina, a media cuesta, para que los perros pudiesen resguardarse en ella del calor, que aumentaba, obligando a los animales a buscar poco a poco refugio al borde de los hielos que se retiraban hacia el Norte. Mientras no hubieron terminado estos trabajos urgentes no salían de casa nada más que de vez en cuando para completar las provisiones. Luego empezaron a cazar todos los días con el propósito de hacer una reserva de carne para el invierno: seca para los perros y ahumada para los hombres. Al regresar del bosque con el trineo traían siempre leña, de forma que iban haciendo un depósito con vistas a los meses fríos.

Durante la caza encontraban mamuts, rinocerontes, toros primitivos y almizcleros, ciervos gigantescos y renos. En los riachuelos de la tundra había gansos, patos y otras aves que constituían, en lo fundamental, su alimento mientras la carne de los grandes animales estaba puesta a secar o a ahumar. Con tanto trabajo, no siempre dormían a su gusto. En la caza les habían ocurrido diversas aventuras que, por otra parte, habían terminado favorablemente.

Después de la marcha de sus compañeros hacia el Sur, el tiempo había ido mejorando. Los nubarrones que cubrían el cielo se desgarraban con frecuencia y Plutón lucía varias horas seguidas, elevándose la temperatura hasta veinte grados sobre cero a la sombra. En la tundra reinaba el verano. Pero, a partir de mediados de agosto, se inició el otoño. Plutón se ocultaba con más frecuencia entre las nubes, llovía a veces y luego se extendía la niebla sobre la tundra.

La temperatura bajaba y, a principios de septiembre, llegaba a cero cuando soplaban fuertes vientos del Norte. Las hojas se ponían amarillas y, a mediados de septiembre, toda la tundra había perdido su verde vestidura estival y se había vuelto pardusca. De cuando en cuando nevaba.

Mientras hacían los preparativos para el invierno, Igolkin y Borovói inspeccionaron las provisiones, las conservas y los objetos guardados en el depósito y transportaron una parte de ellos a layurta. Estaban dedicados a esta ocupación desde hacía dos días y acababan de cerrar el depósito para ir a comer, cuando fueron súbitamente atacados por unos salvajes que se habían acercado furtivamente desde la otra parte de la colina. Borovói e Igolkin, que no sospechaban siquiera la posibilidad de que existieran seres humanos en Plutonia, no tenían más armas que sus cuchillos. Los asaltantes, en cambio, tenían lanzas, cuchillos y flechas. La resistencia era pues imposible. Sin embargo, después de haber examinado a los hombres blancos, layurtay el puesto meteorológico, los salvajes manifestaron un extraordinario respeto por los blancos y se los llevaron a su campamento.

Este último se encontraba no lejos de allí, a una decena de kilómetros de la colina, en medio de un bosque de escasa altura (los prisioneros se enteraron más tarde de que la tribu sólo había llegado allí la víspera desde el Este). Cuando los prisioneros fueron llevados al campamento, los salvajes estuvieron debatiendo mucho tiempo su suerte: los hombres querían sacrificarlos a los dioses, pero la mayoría de las mujeres no lo decidió así. Pensaban sin duda que la presencia de aquellos misteriosos desconocidos en la tribu contribuiría a su buen éxito en la caza y en las luchas con otras tribus y la haría más fuerte. Por eso decidieron dejarles allí, no hacerles daño y darles de habitación una choza especial en medio del campamento.

La tribu estaba entonces dedicada a recoger bayas y raíces comestibles en la tundra para las reservas de invierno y se pasó unos cuantos días en el mismo sitio. Pero una gran nevada les hizo alejarse unos cuarenta kilómetros más sal Sur, donde un bosque de mayor altura los protegía de los vientos fríos.

Al principio, los prisioneros se encontraban muy mal. No les daban para comer nada más que carne cruda, bayas y raíces. Temían que dormir sobre unas pieles burdamente curtidas, cubriéndose con otras iguales para protegerse del frío. No podían explicarse con los salvajes nada más que por gestos y todavía ignoraban la suerte que les esperaba. Escapar era imposible porque los vigilaban rigurosamente.

Después de trasladarse a otro sitio, un vasto calvero en medio de un bosque tupido, los salvajes se pusieron a abatir árboles finos con los que hacían pértigas para sus chozas. Por todas partes andaban tirados trozos de corteza, ramas secas y restos de pértigas; al verlos, Igolkin se acordó de que conservaba en el bolsillo una caja de cerillas porque había encendido un farol cuando estuvieron en el depósito. Recogió algo de ramiza y con ella hizo una hoguera. Al ver el fuego, todos los salvajes abandonaron su trabajo y se juntaron alrededor. Les sobrecogía aquel fenómeno inaudito y, cuando la llama les abrasó las manos, la hoguera se convirtió para ellos en objete de adoración y aumentó el respeto por los desconocidos que eran dueños del fuego. Desde entonces, una hoguera ardió día y noche delante de la choza de los prisioneros, que empezaron a asar, clavándola en unos palillos, la carne que les traían.

Pronto empezaron los prisioneros a comprender el lenguaje de aquellos hombres, nada complicado. Sus temas se reducían a la caza, la comida y su modo primitivo de vida; el lenguaje se componía de monosílabos y bisílabos sin declinaciones, sin verbos, adverbios ni preposiciones, por lo cual debía ser completado con mímica y gestos. Sólo sabían contar hasta veinte, valiéndose de los dedos de las manos y los pies.

En cada choza vivían varias mujeres y varios hombres unidos por un matrimonio común, así como los hijos de esa familia común, donde cada criatura tenía una madre y varios padres. Los hombres iban de caza y partían trozas de sílex para las lanzas, las jabalinas, los cuchillos y los raspadores. Las mujeres recogían bayas y raíces, curtían las pieles y participaban en las batidas para la caza de grandes animales cuando se precisaba la fuerza de toda la tribu.

Aquellos hombres daban caza a todos los animales que encontraban y comían no solamente la carne, sino también las entrañas, así como gusanos, caracoles, orugas y escarabajos. En el lugar mismo de la caza, los hombres devoraban la carne tibia y se bebían la sangre de los animales recién muertos; luego se llevaban al campamento los restos de la carne y las pieles. En cuanto a los animales más grandes como mamuts y rinocerontes, los rodeaban y los perseguían hasta hacerlos caer en unas trampas abiertas en los senderos del bosque, donde luego los remataban con piedras y golpes de lanza.

Iban a la caza por familias o dos o tres familias juntas. Cuando se trataba de dar una batida a animales grandes, participaba toda la tribu menos dos o tres mujeres que se quedaban de guardia junto a los prisioneros. Estas mujeres daban de mamar a los niños de pecho de todas las chozas coyas madres tardaban mucho en volver de la cala.

En la caza ocurrían a veces accidentes: las fieras, así como los mamuts y los rinocerontes, herían o mutilaban a los cazadores. Los salvajes se comían entonces a los muertos y los heridos graves.

El aspecto de los hombres primitivos, según la descripción de Borovói, era el siguiente: cabeza grande sobre un tronco achaparrado y ancoro, miembros cortos, toscos y robustos. Tenían fuertes espaldas un poco encorvadas y la cabeza y el cuello inclinados hacia adelante. El mentón breve, los arcos ciliares macizos y la frente huidiza les hacían parecerse a los antropopitecos. Las piernas estaban un poco dobladas por las rodillas. Los hombres primitivos andaban inclinados hacia adelante y para comer o trabajar se ponían en cuclillas.

Los relatos de Borovói y de Igolkin acerca de estos hombres, así como el examen de las armas y los utensilios, hicieron concluir a Kashtánov que la tribu tenía mucha similitud con el hombre de Neanderthal que vivía en Europa en el período paleolítico medio, o sea, en la Edad de Piedra, y era contemporáneo del mamut, del rinoceronte de pelo largo, del toro primitivo y de otros animales de la época glaciar.

Estos hombres primitivos poseían sólo rudimentarios utensilios de piedra que fabricaban con trozos de sílex: raspadores (para el curtido de las pieles), hachas y cuchillos, puntas de lanzas y de jabalinas para la caza. También colocaban trozos de piedra en agujeros practicados en las mazas, convirtiéndolas en armas temibles.

Los hombres llamaban «pequeño sol» al fuego encendido por los prisioneros, y le adoraban. Experimentaron su acción bienhechora durante una gran migración hacia el Sur que tuvieron que emprender cuando el principio del invierno les expulsó de los bosques septentrionales. Como era demasiado pesado cargar con las pértigas para las chozas y demasiado largo cortar otras nuevas cada vez que hacían alto para descansar, durante el trayecto dormían debajo de los arbustos en los bosques donde el viento frío se notaba mucho. A veces se sentaban cerca de la hoguera de los prisioneros y pronto se dieron cuenta de que daba calor. Al poco tiempo, toda la tribu se instalaba a dormir en torno a la hoguera y reunía de buen grado leña para alimentarla. Sin embargo, nadie se atrevió a encender una hoguera por su cuenta ni los prisioneros les sugirieron la idea porque querían seguir siendo los únicos dueños del fuego y no reducir su prestigio a ojos de la tribu. Preveían que, con el tiempo, en caso de que tardasen en recobrar su libertad, la situación se agravaría.

Los prisioneros contaban con creciente angustia los días del otoño, preguntándose si sus compañeros volverían pronto del Sur y lograrían liberarlo. El invierno avanzaba desde el Norte y una próxima migración debía alejarles más todavía de la colina situada al borde de los hielos. Por eso, es fácil imaginar la alegría que les causaron los disparos anunciándoles la proximidad de la liberación.


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