Capítulo XXXIV LOS REYES DE LA NATURALEZA JURÁSICA

Una vez enterradas las lanchas, los viajeros remontaron la vaguada, donde el agua había desaparecido ya. Pero, en algunos lugares, había que trepar a una u otra orilla porque cortaban el camino grandes charcos o porque la arcilla pegajosa dificultaba la marcha. Avanzaban con cuidado, mirando atentamente hacia los lados y con las escopetas preparadas por si se encontraban de pronto con los ladrones. A la izquierda de la vaguada continuaba el mismo bosque de colas de caballo, de helechos y palmeral mientras a la derecha se sucedían las hileras de dunas desnudas y rojizas. La guarida de los ladrones podía encontrarse tanto en el bosque como entre las dunas.

Al cabo de algún tiempo tropezaron con un objeto oscuro que yacía en la vaguada, medio sepultado por la arena y el limo; lo desenterraron y vieron una enorme hormiga negra: su cuerpo medía alrededor de un metro de largo y su cabeza era poco menos gruesa que la de un hombre. Las patas, retorcidas en la agonía, terminaban en uñas aceradas.

— ¡Aquí está el rey del período jurásico! — exclamó Kashtánov.

— Si sus colonias están tan pobladas como los hormigueros de la superficie de la tierra, tendremos que vérnoslas con millares de enemigos — dijo Pápochkin.

— Y, además, enemigos rapaces, inteligentes e implacables — añadió Gromeko.

General, que seguía a cierta distancia y a veces se acostaba para descansar, llegó hasta donde estaba el grupo. Al ver la hormiga muerta se lanzó frenético sobre ella con un gruñido furioso.

— Amigo, me parece que has reconocido a uno de los que te mordieron — exclamó Makshéiev reteniendo al perro.

Poco más adelante encontraron el cadáver de una segunda hormiga y luego otro. El aguacero había debido sorprender todavía en camino a algunos de los ladrones que, arrastrados por el torrente, se habían ahogado.

— ¡Estos demonios negros habrán mojado y echado a perder todos nuestros efectos! — lanzó desesperado Gromeko.

— Sí, es poco probable que tengan inteligencia suficiente para montar la tienda y cobijarse en ella con las cosas — confirmó Pápochkin.

— Yo creo que habrán llegado a su guarida antes de la tormenta — declaró Makshéiev-. No olvidemos que se habían puesto en camino mucho antes que nosotros y que, además, nosotros nos hemos detenido a descansar varias horas en dos sitios.

Recorrieron un par de kilómetros más en silencio. Detrás de la vaguada empezaba a clarear el bosque, apareciendo en él numerosos senderos. En las filas de dunas y, sobre todo, en los valles que las separaban se veía cierta vegetación: matorrales, matas de hierba, pequeñas colas de caballo.

Makshéiev se detuvo de pronto y señaló a sus compañeros el valle inmediato, entre dos filas de dunas, por donde dos seres oscuros empujaban unas veces una bola blanca por la arena y otras tiraban de ella.

— ¿Hormigas?

— ¡Desde luego! Pero, ¿qué llevan? Nosotros no teníamos ningún objeto redondo y blanco.

— Habrán encontrado alguna otra presa.

— ¿Se la quitamos?

— No. Mejor será que nos escondamos. Luego, con seguirlas, ellas mismas nos llevarán hasta el hormiguero.

— Pero agarren bien a General para que no se lance sobre ellas.

Los exploradores retrocedieron un poco y se ocultaron en el lindero del bosque. En la desembocadura del valle aparecieron pronto detrás de unas matas las hormigas, que empujaban sobre la arena, delante de ellas, un gran objeto blanco de forma ovalada.

— ¿Es posible que los huevos de estas hormigas sean tan voluminosos? — preguntó Makshéiev.

— No. Debe ser más bien el huevo de algún reptil volador que han robado y ahora se llevan a su guarida — dijo Pápochkin.

— ¿Cree usted que serán comestibles esos huevos?

— ¿Por qué no? Si se comen los huevos de tortuga, no hay ninguna razón para no comer los huevos de reptil.

— Es una cosa que debemos tener en cuenta — observó Gromeko-. Con la penuria de víveres que sufrimos y la necesidad de economizar las municiones, una tortilla vendría ahora muy bien.

— Para un huevo de este tamaño haría falta una sartén adecuada, y no la tenemos.

— Nos arreglaremos con una pequeña. Hacemos un agujero en el huevo por un lado, removemos con un palito la yema y la clara, le echamos sal y vamos vertiendo en la sartén poco a poco lo que nos haga falta.

— ¡Pero si no tenemos ya ninguna sartén! Las hormigas se han llevado todos los cacharros.

— Se me había olvidado. ¿Y no serviría de sartén la parte alta de la cáscara del huevo? Recortándola con cuidado, se podría freír en ella.

— ¿Y con qué freímos?

— Con la grasa de iguanodón.

Mientras los exploradores intercambiaban estas reflexiones culinarias, las hormigas llevaron el huevo hasta el borde de la vaguada y se detuvieron indecisas. Las orillas eran muy empinadas. Echar a rodar el huevo desde arriba era cosa fácil, y no se rompería en la arena blanda. Pero lo que sí parecía tarea demasiado ardua para las hormigas era hacerlo subir hasta la orilla opuesta.

Los insectos daban vueltas en torno al huevo e iban y venían a lo largo de la orilla, agitando las antenas y rozándose con ellas el uno al otro como si se consultaran.

Luego una de las hormigas descendió a la vaguada, examinó la orilla opuesta, estuvo algún tiempo delante como reflexionando y después corrió a lo largo de ella, deteniéndose con frecuencia para inspeccionarla.

A unos cincuenta pasos encontró una pendiente menos empinada, que le pareció mejor adecuada para hacer una rampa. Y se puso a hacerlo, valiéndose de las mandíbulas y las patas de delante para arrancar pellas de tierra y ponerlas a un lado.

La segunda hormiga, que había estado de guardia junto al huevo, se cansó al poco rato de esperar descendió también a la vaguada y corrió por las huellas de su compañera, que le ocultaba un recodo.

— ¿Y si nos apoderásemos ahora del huevo que han dejado las hormigas? — propuso Gromeko.

La idea les gustó al principio, pero luego surgieron ciertas objeciones.

— Por lo pronto, pueden vernos y descubrimos así prematuramente nuestra presencia; además, al no encontrar el huevo que han dejado, se pondrán a buscarlo por los alrededores y entonces, en lugar de seguirlas hasta el hormiguero, tendremos que ocultarnos entre la maleza y perder el tiempo — declaró Kashtánov, rechazando la propuesta del botánico.

Pero en ese instante, Pápochkin descubrió en la desembocadura del valle otra pareja de hormigas empujando un segundo huevo.

— Me parece — dijo Pápochkin— que no hay motivos ya para no apoderarse del huevo.

— Entonces, ¡manos a la obra!

Makshéiev y Gromeko cruzaron rápidamente la vaguada, levantaron el huevo, que medía lo menos medio metro de diámetro, y volvieron para esconderlo entre las malezas donde ellos mismos se ocultaban.

Luego Makshéiev borró cuidadosamente en la vaguada las huellas de sus pasos, que hubieran podido servir a las hormigas, si eran suficientemente inteligentes para ello, de indicación para buscar el huevo.

Pronto volvieron las dos primeras hormigas al sitio donde habían dejado el huevo. Cuando estuvieron en lo acto de la orilla, como no lo encontraron, se pusieron a correr de un lado para otro, yendo la una hacia la otra con las antenas en movimiento y, al parecer, completamente desorientadas.

En este momento surgieron en la desembocadura del valle las otras hormigas con el segundo huevo. Las primeras, al verlas, se precipitaron hacia ellas y, creyendo probablemente que éstas les habían arrebatado su presa, intentaron recuperarla.


Empezaron a luchar: erguidas sobre las cuatro patas traseras, las hormigas levantaban las dos de delante y procuraban plantar sus mandíbulas en el cuello del adversario. En el ardor del combate una de las parejas se acercó demasiado a la orilla y se desplomó en la vaguada. Durante la caída uno de los insectos se encontró encima del otro y aprovechó esta circunstancia para cortarle casi la cabeza a su adversario de un bocado.


Libre, corrió en auxilio de su compañero, ya muy cansado por la lucha. Entre los dos acabaron pronto con su enemigo y empujaron el huevo hacia la vaguada. Los exploradores habían seguido la lucha con gran interés, pero no podían decir cuál de las parejas había vencido, ya que era absolutamente imposible distinguir aquellos insectos los unos de los otros.

Las hormigas vencedoras se detuvieron al borde de la vaguada, luego dejaron rodar el huevo al fondo y se pusieron a empujarlo vaguada arriba.

En varios sitios, allí donde la pendiente opuesta les parecía menos abrupta, se detenían e intentaban izar el huevo. Pero no tenían las garras suficientemente duras para clavarlas en la cáscara, de manera que el huevo se les escapaba y volvía hacia atrás.

Llegadas al sitio donde estaba hecho el camino en la orilla de la vaguada, las hormigas lo advirtieron y, después de examinarlo, intentaron izar el huevo apuntalándolo con sus cuerpos.

Lo consiguieron, y entonces rodaron su presa por una trocha que se adentraba en el bosque. A juzgar por la conducta de esta pareja era de suponer que habían vencido las segundas hormigas.

Ahora sólo quedaba seguir la trocha detrás de las hormigas. Pero, ignorando la distancia que quedaba por recorrer, había que comerse primero el huevo sustraído a las hormigas. Pesaba demasiado para llevarlo en brazos y era muy incómodo rodarlo por el bosque. De manera que los exploradores hicieron lumbre en un agujero abierto en la arena y cocieron el huevo entero. Una vez, a punto, lo partieron en trozos y, con la cáscara, fabricaron unos cuantos platos y una sartén.

Después de comer, los viajeros se adentraron en el bosque por la trocha, bien alisada, pero estrecha e incómoda. Las ramas de las colas de caballo se entrelazaban a un metro del suelo, obligando a los hombres a avanzar casi a rastras o muy inclinados. Era probable que sólo las hormigas siguieran aquel camino.

Al cabo de media hora empezó a esclarecerse el bosque. La trocha de las hormigas bifurcaba con frecuencia, se cruzaba con otras, y Makshéiev seguía con gran dificultad la huella del huevo en tanto Kashtánov levantaba un mapa de la región habitada por sus enemigos.

— Me choca que no hayamos encontrado hasta ahora ninguna hormiga en el bosque — dijo Kashtánov.

— Probablemente tienen horas determinadas para el descanso y el sueño y los demás animales no se atreven a aproximarse al hormiguero.

Por fin apareció un vasto calvero. El bosque terminaba sin duda allí y el hormiguero podía encontrarse en el claro que le seguía. Por eso había que redoblar la prudencia. El zoólogo y el botánico se quedaron con General mientras Kashtánov y Makshéiev salían de reconocimiento.

En el lindero del bosque se detuvieron al amparo de los últimos árboles y se pusieron a examinar los contornos. El bosque daba paso a un vasto calvero, o mejor dicho, a un erial casi completamente desprovisto de vegetación: sólo aquí y allá apuntaban algunos tallos roídos. En medio de este erial, no lejos del lindero del bosque, se alzaba un enorme túmulo en forma de cono truncado que tendría unos doce metros de alto por más de cien de diámetro, hecho de troncos amontonados.

Los prismáticos permitían ver que los troncos no habían sido amontonados de cualquier manera, sino conforme a cierto sistema, formando un edificio complejo aunque basto. En muchos sitios se abrían orificios de entrada a diversas alturas; pero ni una hormiga por ninguna parte: debían estar durmiendo.

El erial hallábase rodeado por el bosque, las dunas y unos montes, y las hormigas eran dueñas absolutas de él. En la parte occidental, al pie de las dunas, debía correr un arroyuelo, a juzgar por la franja de matorrales y hierba verde que destacaban sobre el fondo amarillo de la arena.


*(erial: adj.-m. Tierra o campo sin cultivar ni labrar. 2 m. Sal. Ternero. 3 p. ext. Cosa estéril. SIN. Baldío, dehesa, ería, eriazo, erío, lleco, posío, sarda, tomillar, valuto.)


Загрузка...