Capítulo XLVIII TRAVESIA DE REGRESO

Una hora más tarde, los viajeros bogaban ya sobre el golfo, convertido en un charco sucio. Contornearon el cabo y pusieron rumbo al Este, a lo largo de la orilla baja y uniforme donde se alzaba la muralla del bosque. Todos remaban con energía, deseosos de llegar cuanto antes a la fuente de agua dulce, donde podrían al fin descansar y dormir después de todas las fatigas y las emociones de las dos últimas jornadas.

Esta precipitación no les impidió, sin embargo, hacer un alto para dar caza a unos iguanodones que vieron en la playa.

Al día siguiente, el viaje prosiguió al mismo ritmo y, al finalizar la jornada, llegaron al lugar nefasto, a la desembocadura del río de las Hormigas donde se encontraba el hormiguero incendiado. Allí había una playa de arena, había agua dulce y, en cambio, más adelante la costa no ofrecía ya ningún lugar adecuado para acampar.

Allí se quedaron a dormir y ningún incidente interrumpió su sueño.

Otra jornada fué invertida en navegar hacia el Este por el estrecho salpicado de islas que unía el mar Oriental y el mar Occidental.

Esta vez, los exploradores bordearon la orilla septentrional porque querían determinar el emplazamiento de la desembocadura de un río que, aunque mucho mayor que el río Makshéiev, presentaba el mismo carácter. Sus orillas bajas estaban cubiertas de bosque tupido, que llegaba hasta el agua sin dejar un solo palmo de tierra para el campamento. Hubo que almorzar en frío, sin abandonar las lanchas.

Durante el descanso que siguió a la comida, Pápochkin tuvo de pronto una idea que comunicó inmediatamente a sus compañeros.

— Ahora estamos en la orilla septentrional del mar ¿no es cierto? — gritó muy contento.

— Claro qué sí — contestó Kashtánov.

— Bueno, pues si nos atenemos a ella hasta la desembocadura del río Makshéiev, nos habremos evitado una nueva travesía del mar, siempre peligrosa.

— ¿No nos disponíamos a explorar detenidamente la costa meridional más al Este del sitio donde hemos desembarcado primero? — objetó Gromeko.

— ¿Y no es hora de pensar en el regreso hacia los hielos? — prosiguió el zoólogo.

— Tan pronto?

— Claro. Para remontar el río necesitaremos tres o cuatro veces más tiempo que para bajarlo. Tendremos que remar todo el tiempo en contra de la corriente.

— ¿Y qué importa? Nos queda mucho tiempo.

— Yo no diría que mucho. Estamos a fines de agosto. Al borde de este mar el verano es probablemente eterno; pero, allá al Norte, cerca de los hielos, seguramente existe invierno. Si aplazamos mucho el regreso corremos el riesgo de ser sorprendidos por los fríos y, en lugar de remontar en las barcas el río, que se cubrirá de hielo, tendremos que andar a pie por la nieve.

— ¡Sin esquís y sin ropa de abrigo! — añadió Makshéiev.

Esa consideración, naturalmente, importa mucho, y hay que tomarla en cuenta — observó Kashtánov-. Sin embargo, una semana más que consagrásemos a explorar m mejor la orilla meridional no reduciría sensiblemente el tiempo que nos queda para el camino de vuelta.

— ¡Existe otra objeción! — insistió Pápochkin-.

Todas nuestras excursiones por la costa meridional del mar han tropezado con peligros y obstáculos debidos a las hormigas. Es casi seguro que esos odiosos insectos hilan también en las otras regiones de la costa meridional. Para luchar contra ellos se necesita hacer un gran consumo de municiones, y las que nos quedan son pocas. Debemos economizarlas, porque en el camino de vueltas nos servirán para la caza y para defendernos contra los animales feroces.

— Y, en fin — corroboró Gromeko —, es poco probable que encontremos nada nuevo en la costa meridional del mar durante los tres o cuatro días que podemos consagrar, a adentrarnos hacia el Este. Hemos visto ya que, por esta parte, se levantan sobre una gran extensión los acantilados abruptos de la meseta y, desde la cumbre de Satán, no hemos distinguido en dirección al Este nada más que el desierto negro.

— En el mejor de los casos descubriremos algún que otro riachuelo y, en su curso superior, otro grupo de volcanes que volverán a proporcionarnos cualquier sorpresa.

— añadió Pápochkin, que no olvidaba sus desventuras-.

Dos veces nos hemos salvado casi por milagro. ¿Es sensato probar la suerte otra vez?

— Veo que estoy en minoría — dijo Kashtánov con cierta contrariedad-. Tres de nosotros se pronuncian por emprender el regreso y sus argumentos tienen bastante peso. Habré de ceder a la voz de la razón.

— ¿De manera que vamos a seguir ahora la costa Norte? — preguntó Gromeko.

— Naturalmente, puesto que hemos decidido no continuar explorando la del Sur.

— Entonces, hay que hacer acopio de agua dulce ahora mismo, parque no es probable que lleguemos hoy hasta el río Makshéiev y no sabemos si habrá otro más cerca.

Después de haber llenado los dos bidones en la desembocadura de un gran río, al que dieron el nombre de Gromeko, los exploradores siguieron la navegación entre los bajíos y las islas de su delta, procurando no apartarse de la orilla septentrional, que tenía el mismo carácter que en la desembocadura del río Makshéiev, aunque no la bordeaba una playa de arena, sino que el bosque y las junqueras llegaban hasta el agua. Las islas fueron haciéndose menos frecuentes, luego desaparecieron y la costa torció sensiblemente hacia el Norte. En frente de aquel sitio, en la orilla meridional, comenzaba la región de las dunas. A lo lejos se veía el grupo del volcán Satán, que todavía arrojaba una columna bastante densa de humo, ocultando aquella parte del horizonte.

La navegación era animada por los insectos que revoloteaban sobre el agua y la vegetación, a veces por pequeñas pterodáctilos que perseguían a las libélulas y por los plesiosaurios, cuyas cabezas emergían bastante lejos de la orilla. En las proximidades de la costa, el mar era poco profundo y los remos tocaban en algunos momentos el fondo.

En las murallas verdes de las junqueras que bordeaban el bosque se abrían a veces anchos caminos, verdaderos pasillos de vegetación por donde llegaban, sin duda, hasta el agua los diferentes reptiles herbívoros y carniceros que habitaban la espesura,

Al día siguiente, los exploradores llegaron, antes del almuerzo, a la desembocadura del río Makshéiev, que reconocieron fácilmente por la pirámide que habían levantado en su orilla.

Allí permanecieron cerca de veinticuatro horas a fin de proceder a las últimas observaciones en la costa del mar, pescar y secar peces en la desembocadura y reparar las lanchas y la balsa para el largo viaje río arriba.

La navegación en contra de la corriente era lenta. Había que remar continuamente, consagrando muy poco tiempo al descanso, la comida y el sueño.

Según la rapidez de la corriente, no lograban avanzar más que de treinta a cuarenta kilómetros al día.

También retrasaban el viaje las aventuras con los reptiles y los mamíferos carniceros y herbívoros, ya que, para economizar municiones, los viajeros disparaban sólo con el fin de procurarse carne fresca o defenderse en caso de ataque.

Durante las primeras semanas de esta navegación, la naturaleza río ofreció ningún cambio notable. Pero luego, cuando comenzaron los bosques de árboles de hoja del clima más moderado, los encontraron ya amarillos y despojándose. Cuanto más avanzaban hacia el Norte, más plantas desnudas aparecían.

También había cambiado el tiempo: aunque Plutón continuaba en el cenit, se cubría muchas veces de nubarrones. Un viento frío soplaba del Norte y eran frecuentes las lloviznas otoñales. Cuando el cielo se despejaba volvía a hacer calor, pero la temperatura media descendía sin cesar:

Las intemperies en forma de aguaceros y frío viento del Norte frenaban e incluso interrumpían la navegación. Los viajeros tenían que buscar cobijo en la tienda y encender una hoguera para calentarse. Después de unos meses pasados en un clima muy caliente y seco, los hombres se habían hecho más sensibles al frío y a la humedad

En la zona habitada por los mamuts, los rinocerontes de pelo largo, los ciervos gigantescos y los toros primitivos, había comenzado ya el invierno. La temperatura se mantenía alrededor del cero, subiendo sólo de vez en cuando, al despejarse el cielo. Pero casi siempre se hallaba cubierto por un tupido cendal(cendal = sindone, sábana)de nubarrones de los que caía a veces nieve. El viento del Norte era frío. Al mimo tiempo, el agua del río comenzaba a bajar sensiblemente y su cauce estrecho era reducido aún más por una doble franja de hielo. Unicamente el centro, a consecuencia de la rapidez de la corriente, permanecía libre. Era de esperar que, de un día a otro, tendrían que suspender la navegación. En cuanto a la balsa, que unía y aligeraba las barcas, había tenido que ser abandonada antes por la angostura del lecho. Las lanchas, muy cargadas, avanzaban lentamente la una detrás de la otra por el río veloz y no podían hacer ya más de quince o veinte kilómetros diarios.

Sin embargo, un centenar de kilómetros los separaba todavía de la colina donde estaba layurta.

Los bosques y los calveros de la orilla estaban ya recubiertos de una fina capa de nieve.


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