Seattle, septiembre, cinco años después del fallido ataque chino con misiles: conducía de vuelta a casa a través de la hora punta de un viernes y tan pronto como estuve en mi apartamento encendí la interfaz de audio y activé una lista de reproducción que había titulado «Terapia».
Había sido un largo día en las urgencias de Harborview. Había atendido dos heridas de bala y un intento de suicidio. Cuando cerraba los ojos veía la imagen de sangre que chorreaba de las barras de una camilla. Me cambié las ropas de trabajo mojadas por la lluvia por unos vaqueros y un suéter, me serví una copa y me quedé de pie frente a la ventana observando la bulliciosa ciudad a oscuras. En algún lado estaba la ausencia de luz que dejaba Puget Sound, oscurecido por nubes pasajeras. El tráfico casi estaba estático en la 1-5, un río rojo luminoso.
Mi vida, en esencia, tal y como yo la había creado. Y pendía de una palabra.
Al rato, Astrud Gilberto ya estaba cantando, melancólicamente y un poco desentonado, sobre acordes de guitarra y el Corcovado, pero me sentía demasiado tenso para pensar en lo que Jason me había dicho al teléfono la noche pasada. Demasiado tenso incluso para escuchar la música de la manera que se merecía. «Corcovado», «Desafinado», algunas pistas de Gerry Mulligan, unas cuantas de Charlie Byrd. Terapia. Pero todo se difuminaba en el sonido de la lluvia. Me calenté la cena en el microondas y me la comí sin saborearla; luego abandoné toda esperanza de ecuanimidad kármica y decidí tocar la puerta de Giselle y ver si estaba en casa.
Giselle Palmer había alquilado el apartamento a tres puertas del mío por el pasillo. Abrió la puerta vestida con unos vaqueros y una vieja camisa de franela que anunciaban una tarde en casa. Le pregunté si estaba ocupada o si no le importaría tener compañía.
—No sé, Tyler. Pareces bastante sombrío.
—Más bien preocupado. Estoy pensando en marcharme de la ciudad.
—¿De verdad? ¿Te vas de viaje de negocios o algo así?
—Para siempre.
—¿Oh? —Su sonrisa desapareció—. ¿Cuándo lo decidiste?
—Todavía no le he decidido. Ése es el problema.
Abrió más la puerta y me hizo una seña para que entrara.
—¿En serio? ¿Adónde te irías?
—Es una larga historia.
—¿Lo que significa que necesitas una copa antes de empezar a hablar de ello?
—Algo así —dije.
Conocí a Giselle en una reunión de inquilinos en el sótano del edificio el año pasado. Tenía veinticuatro años y me llegaba a la clavícula. De día trabajaba en un restaurante de una franquicia de Renton, pero cuando comenzamos a quedar para tomar café los domingos por la tarde me dijo que era «una puta, una prostituta, ése es mi trabajo a tiempo parcial».
Lo que significaba que era parte de un amplio grupo de amigas que intercambiaban entre ellas los nombres de hombres de mayor edad (presentables y normalmente casados) que estaban dispuestos a pagar generosamente por tener sexo pero a los que les aterrorizaba el negocio de la calle. Mientras me lo contaba, Giselle había cuadrado los hombros y me miró con desafío, por si me sentía repelido o asqueado. No sentí nada de eso. Estábamos, después de todo, en los años del Spin. La gente de la edad de Giselle ponía sus propias reglas, para bien o para mal, y la gente como yo se abstenía de emitir juicios.
Continuamos tomando café juntos y cenando de vez en cuando, y le firmé un par de formularios para análisis de sangre. Según el último análisis, estaba libre de VIH y la única enfermedad transmisible de la que tenía anticuerpos era del virus del Nilo occidental. En otras palabras, había sido cuidadosa y había tenido suerte.
Pero el problema del negocio del sexo, según me confesó Giselle, era que incluso a nivel semiamateur empieza a definir tu vida. Te conviertes, dijo ella, en la clase de persona que lleva condones y viagra en el bolso. ¿Y por qué lo haces, cuando podrías haber conseguido, por ejemplo, un trabajo de dependienta en Wal-Mart? Ésa era una pregunta que no recibía bien y que respondía a la defensiva:
—Puede que sea una adicción. O quizá un pasatiempo, ya sabes, como el modelismo de trenes.
Pero sabía que había huido de un padrastro maltratador en Saskatoon a corta edad, y la progresión profesional consiguiente no era difícil de imaginar. Y por supuesto, tenía la misma férrea excusa para un comportamiento de riesgo que todos los que teníamos una cierta edad compartíamos: la casi total certidumbre de nuestra propia extinción en masa. La carta de la mortalidad, como dijo un escritor de mi generación, triunfa sobre la de la moralidad.
—¿Qué nivel de borrachera necesitas? ¿Achispado o totalmente beodo? La verdad es que a lo mejor no tenemos elección. El armarito de las bebidas está un poco despoblado esta noche.
Me mezcló algo que en su mayor parte era vodka y que sabía como si hubiera salido de un depósito de gasolina. Quité el periódico de ese día de una silla y me senté. El apartamento de Giselle estaba recién amueblado, pero parecía el dormitorio de un estudiante de primer año en una residencia universitaria. El periódico estaba abierto por la página de la editorial. El chiste gráfico era sobre el Spin: los Hipotéticos eran representados como un par de arañas negras que agarraban la tierra entre sus peludas patas. Pie de viñeta: ¿NOS LOS COMEMOS AHORA O ESPERAMOS A LAS ELECCIONES?
—La verdad es que no lo pillo —dijo Giselle, derrumbándose en el sofá y señalando el periódico con el pie.
—¿El chiste?
—Todo en general. El Spin. «Punto de no retorno.» Leer los periódicos es como… ¿qué? Hay algo al otro lado del cielo, y no es amistoso. Eso es todo lo que sé.
Probablemente la mayoría de la raza humana habría firmado esa declaración. Pero por alguna razón; quizá era por la lluvia, o por la sangre que había visto vertida ante mis ojos en aquel día; me sentí indignado.
—Tampoco es tan difícil de comprender.
—¿No? Entonces, ¿por qué ocurre?
—No el por qué. Nadie sabe el porqué. En cuanto al qué…
—No, si ya lo sé. No necesito la conferencia. Estamos en una especie de saco cósmico y el universo gira enloquecido, tada-da-dá.
Lo que me volvió a irritar.
—¿Sabes cuál es la dirección donde vives, no?
Dio un sorbo a su bebida.
—Claro que sí.
—Porque te gusta saber dónde estás. A un par de kilómetros del océano, a unos cuantos cientos de la frontera, a unos cuantos miles al oeste de Nueva York, ¿no?
—Sí, pero ¿y qué?
—Estoy intentando demostrar algo. La gente no tiene ningún problema en distinguir entre Spokane y París, pero cuando se trata del cielo, lo único que ven es una enorme mancha misteriosa. ¿Y eso?
—No sé. ¿Porque todo lo que sé de astronomía lo aprendí con reposiciones de Star Trek? Quiero decir, ¿qué se supone que tengo que saber yo sobre lunas y estrellas? Son cosas que no he visto desde que era pequeña. Incluso los científicos admiten que la mitad de las veces no saben de lo que hablan.
—¿Y eso te parece bien?
—¿Qué coño importa si a mí me parece bien? Mira, quizá debería encender la tele. Podemos ver una peli y tú me cuentas por qué estás pensando en marcharte de la ciudad.
Las estrellas eran como las personas, le dije: viven y mueren en períodos de tiempo predecibles. El sol envejecía rápidamente, y según envejecía, consumía su combustible cada vez más rápidamente. Su luminosidad aumentaba un diez por ciento cada mil millones de años. El sistema solar ya había cambiado de formas que harían que la Tierra fuera inhabitable aunque el Spin se detuviera hoy mismo. Punto de no retorno. Eso era de lo que hablaban los periódicos. No hubiera sido ninguna noticia si no fuera por el hecho de que el presidente Clayton lo había hecho oficial, admitiendo en un discurso que según los mejores expertos científicos no había forma alguna de regresar al anterior statu quo.
Y ella se me quedó mirando fijamente y con expresión descontenta y dijo:
—Todas esas gilipolleces…
—No son gilipolleces.
—Puede que no, pero a mí no me hacen ningún bien.
—Sólo intento explicarte…
—Cono, Tyler. ¿Te he pedido una explicación? Coge tus pesadillas y vete a casa. O de lo contrario, tranquilízate y cuéntame por qué quieres marcharte de Seattle. ¿Es por esos amigos tuyos, no?
Le había contado cosas sobre Jason y Diane.
—Por Jason, principalmente.
—El supuesto genio.
—De supuesto nada. Está en Florida…
—Haciendo algo para la gente de los satélites y eso, según me has contado.
—Convirtiendo Marte en un vergel.
—Eso también salía en los periódicos. ¿De verdad es posible?
—No tengo ni idea. Jason así lo cree.
—Pero ¿eso no llevaría mucho tiempo?
—El reloj corre más rápido —dije—, una vez pasada cierta altitud.
—Aja. ¿Y para qué te necesita?
Bueno, sí, ¿para qué? Buena pregunta. Una pregunta excelente.
—Están contratando a un médico para la clínica de Perihelio.
—Creía que simplemente eras un simple médico de familia.
—Y lo soy.
—Entonces, ¿qué te cualifica para ser médico de astronautas?
—Nada de nada. Pero Jason…
—¿Le está haciendo un favor a un viejo amigo? Bueno, mira qué bien. Que Dios bendiga a los ricos, ¿eh? Viva el enchufismo.
Me encogí de hombros. Que creyera lo que quisiera. No tenía por qué compartirlo con Giselle, y Jase no había especificado nada…
Pero cuando hablamos, me dio la impresión de que Jason no me quería sólo como médico de la empresa sino como su médico de cabecera. Porque tenía un problema. Algún tipo de problema que no quería compartir con el personal de Perihelio. Un problema del que no podía hablar por teléfono.
A Giselle se le había acabado el vodka, pero rebuscó en su bolso y sacó un porro que tenía escondido en una caja de tampones.
—El salario será bueno, supongo. —Chasqueó un encendedor de plástico, aplicó la llama a la punta del porro y aspiró profundamente.
—No entramos en detalles.
Exhaló.
—Pero qué pedazo de friki. A lo mejor es por eso de que puedes soportar pensar en el Spin todo el rato. Tyler Dupree, autista leve. Eso es lo que eres, y lo sabes. Tienes todos los síntomas. Apuesto a que Jason Lawton es exactamente igual. Apuesto a que se le pone dura cada vez que dice la palabra «billones».
—No lo subestimes. Puede que acabe ayudando a sobrevivir a la especie humana, si bien no a especímenes particulares de esa especie.
—Una ambición de friki, si alguna vez he oído una. Y esa hermana suya, aquella con la que te acostaste…
—Una vez.
—Una vez. Ésa estaba metida en algo de religión, ¿no?
—Sí. —Estaba y lo está, hasta donde sabía. No había oído nada de Diane desde aquella noche en las Berkshires. No del todo por no intentarlo. Un par de correos electrónicos sin respuesta. Jase tampoco sabía mucho de ella pero, según Carol, estaba viviendo con Simon en alguna parte de Utah o Arizona, algún estado del oeste al que jamás había ido y que no emplazaba mentalmente, que fue donde la disolución del movimiento del Nuevo Reino los había dejado tirados.
—Eso tampoco es difícil de imaginar. —Giselle me pasó el porro. No me sentía del todo cómodo con la hierba. Pero ese comentario sobre «frikis» me había dolido. Inhalé profundamente y el efecto fue el mismo que cuando estaba en Stony Brook: afasia instantánea—. Debió de ser terrible para ella. El Spin ocurrió, y todo lo que quería ella era olvidarse de ello, que era la última cosa que tú o su familia le dejarían hacer. Yo también me hubiera metido en la religión, de estar en su lugar. Estaría cantando en el puto coro.
—¿De verdad es el mundo tan difícil de contemplar? —dije, a destiempo y colocado.
Giselle alargó la mano y recuperó el porro.
—Desde mi posición, sí. Mucho.
Volvió la cabeza, distraída. El trueno hacía vibrar las ventanas como si estuviera resentido de la seca calidez del interior. Se preparaba una buena tormenta en el Sound.
—Apuesto a que va a ser uno de esos inviernos —dijo—. De los malos. Ojalá tuviera una chimenea. La música también ayudaría. Pero estoy demasiado cansada para levantarme.
Me levanté, fui hasta su equipo de audio y puse en marcha una descarga de un álbum de Stan Getz, el saxofón caldeó la habitación de una forma que ninguna chimenea hubiera podido hacer. Giselle asintió con la cabeza: no era lo que ella hubiera elegido, pero vale, sí…
—Así que te llamó y te ofreció ese trabajo.
—Sí.
—¿Y le dijiste que aceptabas?
—Le dije que me lo pensaría.
—¿Y eso es lo que estás haciendo? ¿Pensártelo?
Parecía dejar algo implícito, pero no sabía el qué.
—Creo que sí.
—Y yo creo que no. Creo que ya sabes qué vas a hacer. ¿Sabes lo que creo? Que has venido a decir adiós.
Dije que suponía que era posible.
—Así que al menos ven y siéntate a mi lado.
Me moví hacia el sofá letárgicamente. Giselle se estiró y me puso los pies en el regazo. Llevaba puestos calcetines de hombre, un par de lana a rombos casi ridículo. Las perneras de los vaqueros se le subieron a los tobillos.
—Para ser un tipo que puede mirar una herida de bala sin pestañear —dijo—, eres bastante bueno esquivando espejos.
—¿Y eso qué significa?
—Significa que obviamente no has acabado con Jason y Diane. Especialmente con Diane.
Pero no era posible que Diane siguiera teniendo importancia para mí.
Quizá quería demostrar eso mismo. Quizá fue por eso por lo que acabamos entrando en el desordenado dormitorio de Giselle dando tumbos, fumándonos otro porro, cayendo sobre la colcha de color rosa Barbie, haciendo el amor bajo las ventanas empañadas por la lluvia, abrazándonos hasta quedarnos dormidos.
Pero no fue la cara de Giselle la que se me apareció en mi mente en la ensoñación poscoital, y me desperté un par de horas más tarde pensando: «Dios santo, tiene razón, me voy a Florida».
Al final llevó semanas arreglarlo todo, tanto por el lado de Jason como en el hospital. Durante ese tiempo volví a ver a Giselle, pero sólo brevemente. Buscaba un coche de segunda mano, y yo le vendí el mío, no quería arriesgarme a atravesar todo el país en coche (el número de atracos a coches en las carreteras interestatales habían alcanzado las dos cifras). Pero no mencionamos la intimidad que había venido y partido con las lluvias, un acto de amabilidad ligeramente borracha por parte de alguien, probablemente la suya.
Aparte de Giselle había pocas personas en Seattle de las que tuviera que despedirme y no muchas cosas en mi apartamento que quisiera quedarme, nada más sustancial que unos cuantos archivos digitales, eminentemente portátiles por naturaleza, y un centenar de viejos discos. El día que me marché, Giselle me ayudó a apilar mi equipaje en la parte de atrás del taxi. Le dije al taxista que me llevara al SeaTac[8] y Giselle me despidió con la mano, sin parecer particularmente triste pero al menos algo melancólica, mientras el taxi se introducía en el tráfico.
Giselle era una buena persona, y llevaba una vida peligrosa. Jamás la volví a ver, pero espero que sobreviviera al caos que sobrevino después.
Volé a Orlando en un viejo Airbus que crujía constantemente. La moqueta de la cabina de vuelo estaba completamente desgastada y hacía tiempo que tenían que haber reemplazado las pantallas de vídeo de los asientos. Ocupé mi lugar entre un hombre de negocios ruso en el asiento de la ventana y una mujer de mediana edad en el asiento del pasillo. El ruso se mostró hoscamente indiferente a toda conversación, pero la mujer tenía evidentes ganas de hablar: era una transcriptora médica que se dirigía a Tampa para pasar dos semanas con su hija y su yerno. Su nombre era Sarah, según me contó, y hablamos de nuestros trabajos mientras la aeronave remontaba pesadamente hasta adquirir velocidad de crucero.
Ingentes cantidades de dinero federal habían sido inyectadas en la industria aeroespacial en los cinco años que habían pasado desde los fuegos artificiales chinos. Muy poco de ese dinero había sido dedicado a la aviación comercial, sin embargo, lo que explicaba por qué esos Airbus remendados seguían volando todavía. En vez de eso, el dinero se dedicaba al tipo de proyectos que E. D. Lawton administraba desde su oficina de Washington y Jason diseñaba en las instalaciones de Perihelio en Florida: investigaciones sobre el Spin, incluyendo, últimamente, el esfuerzo marciano. La administración Clayton había apañado todo ese gasto público mediante un Congreso obediente al que le gustaba aparecer como si estuvieran haciendo algo sobre el Spin. Era bueno para la moral pública. Mejor aún, nadie esperaba resultados tangibles inmediatos.
El dinero federal había ayudado a mantener a flote la economía doméstica, al menos en el Suroeste, la región de Seattle y la Florida costera. Pero era una prosperidad renuente y frágil, y Sarah estaba preocupada por su hija: su yerno era un instalador de gas con licencia al que el único distribuidor de gas del área de Tampa había dejado sin trabajo indefinidamente. Vivían en una caravana, recibiendo dinero de las ayudas gubernamentales e intentando criar a un niño de tres años, el nieto de Sarah, Buster.
—¿No es un nombre raro —preguntó la mujer— para un chico? Quiero decir, ¿Buster? Suena a estrella del cine mudo. Pero lo curioso es que le sienta bien.
Le dije que los nombres eran como las ropas: o los llevas tú o ellos a ti. Y ella dijo:
—¿Es cierto eso, Tyler Dupree?
Y sonreí mansamente.
—Por supuesto —dijo ella—, la verdad es que no sé por qué la gente joven quiere tener hijos en estos días. Así de claro. No tengo nada en contra de Buster, por supuesto. Lo quiero con toda el alma y espero que tenga una vida larga y feliz. Pero no puedo evitar pensar en las posibilidades en contra.
—A veces la gente necesita una razón para tener esperanza —dije, preguntándome si esa verdad banal era lo que Giselle había intentado decirme.
—Pero también es cierto —dijo—, que mucha gente joven no está teniendo niños, quiero decir que no los están teniendo deliberadamente, como un acto de bondad. Dicen que lo mejor que puedes hacer por un niño es librarle del sufrimiento que se nos tiene reservado.
—No estoy seguro de que nadie sepa qué se nos tiene reservado.
—Quiero decir, el punto de no retorno y todo…
—Que ya hemos pasado. Pero aquí estamos. Por alguna razón.
Enarcó las cejas.
—¿Cree usted que hay razones, doctor Dupree?
Charlamos algo más y luego Sarah dijo:
—Debería intentar dormir algo.
Encajó la minúscula almohada de la compañía aérea entre su cuello y el reposacabezas. Por fuera de la ventanilla, parcialmente oculta por el ruso indiferente, el sol se había puesto, el cielo se había vuelto negro como el hollín y no había nada que ver excepto un reflejo de la luz de mi asiento, que atenué y centré en mis rodillas.
Como un idiota, había puesto todo mi material de lectura en el equipaje facturado. Pero había una revista manoseada en la bolsa del asiento frente a Sarah y me agaché para cogerla. La revista, con una portada en blanco y sin nada más, se llamaba Pórtico. Una publicación religiosa que probablemente había dejado atrás un pasajero anterior.
La hojeé, pensando, de manera inevitable, en Diane. En los años que pasaron desde el ataque a los artefactos del Spin, el movimiento del Nuevo Reino perdió toda coherencia que pudiera haber tenido. Sus fundadores lo denunciaron públicamente, y su comunismo sexual se quemó en las llamas de las enfermedades venéreas y la concupiscencia humana. Nadie, ni siquiera entre los más marginales movimientos religiosos, se describiría en estos días simplemente como «NR». Podías ser un hectórico, un preterista (parcial o completo), un reconstruccionista del Reino… pero jamás sólo un seguidor del «Nuevo Reino». El circuito del Ekstasis que Diane y Simon habían estado recorriendo ese verano en que nos reunimos en las Berkshires había desaparecido por completo.
Ninguna de las facciones del NR que sobrevivían tenía mucho peso demográfico. Los baptistas del sur solitos superaban en número a todas las sectas sumadas. Pero el enfoque milenarista del movimiento le había dado una influencia desproporcionada en la ansiedad religiosa que rodeaba al Spin. Se debía en gran parte al Nuevo Reino que tantos carteles de iglesias comarcales proclamaran que la tribulación está en marcha y que tantas iglesias principales se hubieran visto obligadas a tratar el asunto del Apocalipsis.
Pórtico parecía ser el órgano de expresión en la Costa Oeste de una facción reconstruccionista, dirigido al público general. Contenía, junto con una editorial que atacaba a los calvinistas y los presbiterianos, tres páginas de recetas y una columna de reseñas de películas. Pero lo que llamó mi atención fue un artículo titulado «Sacrificio de sangre y la becerra roja», algo acerca de una vaquilla de color rojo puro que aparecería «cumpliendo con la profecía» y sería sacrificada en el monte del Templo en Israel, anunciando el éxtasis del advenimiento. Aparentemente la vieja fe del NR en el Spin como un acto de redención había pasado de moda. «Pues vendrá como trampa sobre todos los habitantes de la Tierra», Lucas 21:35. Una trampa, no una liberación. Mejor será encontrar un animal que sacrificar: la tribulación estaba resultando ser más problemática de lo esperado.
Devolví la revista a la bolsa del asiento mientras el avión entraba en una turbulencia. Sarah arrugó la cara en sueños. El hombre de negocios ruso llamó a la azafata y pidió un whisky solo.
El coche que alquilé en Orlando a la mañana siguiente tenía dos agujeros de bala, taponados con masilla y repintados, pero todavía visibles en la puerta del pasajero. Le pregunté al dependiente si había otro.
—Es el último que nos queda —dijo—, pero si no le importa esperar un par de horas…
Dije que no, que me lo quedaba.
Tomé la 528 hacia el este y luego giré al sur en la 95. Me detuve a desayunar en Denny’s a las afueras de Cocoa, donde la camarera, quizá percibiendo mi desarraigo, fue generosa con el café.
—¿Largo viaje?
—No me queda más de una hora por hacer.
—Bueno, ya casi estás prácticamente allí. ¿Vas casa o te has ido de casa?
Cuando se percató de que no tenía una respuesta para esa pregunta, me sonrió.
—Ya lo decidirás, cariño. Todos lo hacemos, tarde o temprano —dijo. Y a cambio de su bendición le dejé una generosa propina.
Las instalaciones de Perihelio, que Jason había llamado de forma alarmante «el complejo», estaban ubicadas bien al sur de las plataformas de lanzamiento de Kennedy/Cabo Cañaveral donde sus estrategias se convertían en acciones físicas. La fundación Perihelio (que ahora era una agencia gubernamental oficial) no era parte de la NASA, aunque «interactuaba» con la NASA, tomando prestados y cediendo ingenieros y personal. En cierto sentido, era una capa de burocracia impuesta a la NASA por sucesivos gobiernos desde el principio del Spin, llevando a la moribunda y vieja agencia espacial a direcciones que sus antiguos jefes jamás hubieran podido pensar y que puede que no aprobaran. E. D. estaba al frente de su comité rector, y Jason se había hecho con el control efectivo del desarrollo de programas.
El día había empezado a caldearse, un calor de Florida que parecía alzarse de la tierra, el terreno húmedo sudaba como carne en una barbacoa. Pasé al lado de grupos de desastradas palmeras enanas, desvencijadas tiendas de surf, cunetas inundadas de aguas verdosas estancadas y al menos la escena de un crimen: coches de policía que rodeaban una furgoneta negra, tres hombres inclinados sobre la capota de metal caliente con las muñecas atadas a la espalda. El policía que dirigía el tráfico le dedicó una larga inspección a la matrícula de mi coche de alquiler y luego me hizo una seña para que siguiera adelante, ojos relucientes con una suspicacia universal.
El «complejo» de Perihelio, cuando llegué, no era nada tan sombrío como sugería la expresión. Era un complejo industrial color salmón, moderno y limpio, puesto sobre una inmaculada pradera de césped verde, cuyos accesos estaban bien vigilados, pero en el fondo no era muy intimidante. El guardia de la garita examinó brevemente el interior del coche, me pidió que abriera el maletero, manoseó mis maletas y cajas de discos y luego me entregó un pase temporal para que me lo colgara del bolsillo y me señaló la dirección del aparcamiento de visitantes («detrás del ala oeste, siga la carretera a su derecha, que tenga un buen día»). Su uniforme azul se había vuelto índigo por el sudor.
Apenas acababa de aparcar cuando Jason apareció atravesando una puerta doble de cristal esmerilado con un cartel que decía TODOS LOS visitantes deben registrarse y atravesó un trozo de césped hacia el abrasador desierto del aparcamiento.
—¡Tyler! —exclamó, deteniéndose a un metro de distancia como si yo pudiera desvanecerme en el aire como un espejismo.
—Hola, Jase —dije, sonriendo.
—¡Doctor Dupree! —Sonrió a su vez—. Pero ese coche. ¿De alquiler? Haremos que alguien lo lleve de vuelta a Orlando. Ya te daremos algo mejor. ¿Ya tienes dónde quedarte?
Le recordé que me había prometido ocuparse de eso también.
—Oh, sí nos ocupamos. O más bien, nos estamos ocupando. Estamos negociando el arrendamiento de un sitio a menos de veinte minutos de aquí. Con vistas al océano. Estará listo en un par de días. Mientras tanto, necesitarás un hotel, pero eso se arregla fácilmente. Entonces ¿por qué nos quedamos aquí parados absorbiendo radiación ultravioleta?
Lo seguí al interior del ala oeste del complejo. Observaba la que destellaban desde las nubes que atracaban en la costa como enormes veleros eléctricos.
Y esperaba a que Jason me llamara: lo que no hizo en casi un mes. Entonces, un viernes después del ocaso, se presentó repentinamente en mi puerta, sin aviso, con ropa informal (vaqueros y camiseta) que le restaba una década a su edad aparente.
—Pensé en pasarme por aquí —dijo—. Si te viene bien.
Por supuesto que sí. Subimos al piso de arriba, saqué dos botellas de cerveza de la nevera y nos sentamos un rato en la terraza encalada. Jase empezó a decir cosas como: «Me alegro de verte» y «Qué bien que hayas aceptado el puesto» hasta que le interrumpí:
—Ya no necesito la puta banda de bienvenida. Sólo soy yo, Jase.
Se rio, avergonzado, y a partir de ahí todo fue mejor.
Nos pusimos a rememorar. En cierto momento, le pregunté a Jason:
—¿Sabes algo de Diane?
—Casi nada —dijo con un encogimiento de hombros.
No seguí presionándole. Entonces, cuando ya habíamos matado un par de cervezas, el aire estaba más fresco y la noche en calma, le pregunté cómo le iba, hablando en términos personales.
—He estado ocupado —dijo—, como ya habrás adivinado. Estamos cerca de los primeros lanzamientos de siembra, más cerca de lo que le hemos dejado creer a la prensa. A E. D. le gusta jugar con ventaja. Pasa la mayor parte del tiempo en Washington, Clayton en persona nos presta muchísima atención, somos los niños bonitos de la administración, al menos por ahora. Pero eso me deja a cargo de mierdas administrativas, que son interminables, en vez de hacer el trabajo que quiero y necesito hacer, diseño de misión. Es… —gesticuló con las manos en un gesto de impotencia.
—Estresante —aporté.
—Estresante. Pero avanzamos. Centímetro a centímetro.
—Me he percatado de que no tengo un expediente con tu nombre —dije—. En la clínica. Todos los demás empleados o administradores tienen un expediente. Excepto tú.
Apartó la mirada, luego se rio, una risa nerviosa que sonó como un ladrido.
—Bueno… me gustaría mantenerlo así, Tyler. Por ahora.
—¿El doctor Koenig tenía otras ideas?
—El doctor Koenig cree que todos estamos ligeramente chalados. Lo que, por supuesto, es verdad. ¿Te conté que aceptó un trabajo en la clínica de un buque de cruceros? ¿Puedes imaginártelo? ¿Koenig con una camisa hawaiana, repartiendo biodraminas a los turistas?
—Sólo dime qué va mal, Jase.
Miró al cielo oriental que se oscurecía. Una débil luz colgaba a unos pocos grados sobre el horizonte, no era una estrella, casi con toda seguridad era uno de los aeróstatos de su padre.
—La cosa es —dijo, casi susurrando—, que tengo un poco de miedo a que me aparten a un lado justo cuando empiezo a ver resultados. —Me miró largamente—. Quisiera estar seguro de que puedo confiar en ti, Ty.
—Aquí no hay nadie excepto nosotros —dije.
Y entonces, al fin, empezó a recitar sus síntomas, en voz baja, casi esquemáticamente, como si el dolor y la debilidad que conllevaban no fueran más que los errores de una máquina en mal estado. Le prometí algunas pruebas que no registraría en mi despacho. Asintió su aquiescencia, y luego dejamos el tema y abrimos otra cerveza más, hasta que llegó un momento en que me dio las gracias, me estrechó la mano con quizá más solemnidad de la necesaria, y se fue de la casa que había alquilado para mí, mi nuevo y poco familiar hogar.
Me fui a la cama temiendo por él.