Llegué a lo alto de la pequeña colina desde la que se veía el rancho Condón y aparqué donde no se me viera desde la casa. Cuando apagué los faros fui capaz de ver el brillo que precede al amanecer en el cielo del este, las nuevas estrellas quedaban deslucidas por una luminosidad ominosa en aumento.
Fue entonces cuando comencé a temblar.
No podía controlarlo. Abrí la puerta y caí del coche, conseguí levantarme por pura fuerza de voluntad. Le tierra emergía de la oscuridad como un continente perdido, pardas colinas, pastos abandonados convertidos de nuevo en desierto, la larga cuesta poco pronunciada hacia la granja. Los ocotillos y los mezquites temblaban al viento. Yo también temblaba. Era miedo: no el punzante temor intelectual con el que todos habíamos vivido desde el principio del Spin sino un pánico visceral, miedo como una enfermedad muscular y de las entrañas. Fin de la estancia en el corredor de la muerte. Día de graduación. Horcas y cadalsos aproximándose desde el este.
Me pregunté si Diane estaría asustada. Me pregunté si podría consolarla. Si quedaba algún consuelo en mí.
Una ráfaga de viento, soplando arena y polvo sobre la reseca carretera de la colina. Quizá el viento fuera el primer heraldo del sol hinchado, un viento procedente del lado ardiente del mundo.
Me agazapé donde esperaba que no me vieran y, temblando todavía, me las arreglé para marcar el número de Simon en el teclado del teléfono.
Lo cogió después de que sonara un par de veces. Apreté el aparato contra mi oreja para bloquear el sonido del viento.
—No deberías estar haciendo esto —dijo.
—¿Estoy interrumpiendo el Éxtasis?
—No puedo hablar.
—¿Dónde está, Simon? ¿En qué parte de la casa?
—¿Dónde estás tú?
—Justo en lo alto de la colina. —El cielo era más brillante, más luminoso a cada segundo que pasaba, un moratón púrpura sobre el horizonte occidental. Podía ver la casa con claridad. No había cambiado mucho en los pocos años que habían pasado desde mi visita. El establo parecía bastante bien cuidado, como si lo hubieran repintado y reparado.
Pero había algo más perturbador, una zanja había sido excavada paralela al establo y recubierta con tierra.
Una tubería recién instalada, quizá. O un tanque séptico. O una fosa común.
—Voy a ir a verla —dije.
—Eso simplemente no es posible.
—Supongo que estará en la casa. Uno de los dormitorios superiores. ¿Correcto?
—Aunque la veas…
—Dile que voy a ir, Simon.
Abajo, vi una figura que se movía entre la casa y el establo. No era Simon. No era Aaron Sorley, a menos que el hermano Aaron hubiera perdido cuarenta y cinco kilos. Probablemente el pastor Dean Condon. Llevaba un cubo de agua en cada mano. Parecía tener prisa. Algo ocurría en el establo.
—Estás arriesgando la vida al estar aquí —dijo Simon.
Me reí. No pude evitarlo. Y luego pregunté:
—¿Estás en el establo o en la casa? Condón está en el establo, ¿no? ¿Y Sorley y Mclsaac? ¿Cómo puedo esquivarlos?
Sentí una presión como una mano cálida sobre la nuca y me giré.
La presión era luz solar. El borde del sol había cruzado el horizonte. Mi coche, la cerca, las rocas, los ocotillos, todo proyectaba largas sombras violáceas.
—¿Tyler? Tyler, no hay manera de esquivarlos. Tienes que…
Pero la voz de Simon quedó ahogada en un estallido de estática. La luz directa del sol debió de alcanzar al aeróstato que retransmitía la llamada, interfiriendo la señal. Le di a la tecla de rellamada instintivamente, pero el teléfono estaba inutilizado.
Me quedé allí agazapado hasta que el sol se alzó tres cuartos, mirándolo y apartando la mirada alternativamente, aterro rizado e hipnotizado al mismo tiempo. El disco era enorme y de un color naranja rojizo. Las manchas solares se arrastraban sobre su superficie como llagas supurantes. De vez en cuando, ráfagas de polvo se alzaban del desierto y lo oscurecían.
Entonces me levanté. Ya muerto, quizá. Quizá ya había recibido una dosis de radiación letal sin saberlo. El calor era soportable, al menos hasta entonces, pero puede que estuvieran ocurriendo cosas espantosas a nivel celular, rayos X que atravesaban el aire como balas invisibles. Así que me levanté y empecé a descender por el camino de tierra apisonada hacia la granja a plena vista, desarmado. Desarmado e imperturbado al menos hasta que llegué al porche de madera, hasta que el hermano Sorley, ciento treinta kilos de hermano Sorley, atravesó la mosquitera de la puerta y me golpeó con la culata de su rifle en la sien.
Sorley no me mató, posiblemente porque no quería llegar al juicio final ese día con sangre en las manos. En vez de eso me tiró dentro de una habitación vacía en el piso de arriba y cerró con llave.
Pasaron un par de horas antes de que pudiera sentarme sin que me provocara oleadas de náuseas.
Cuando el vértigo disminuyó fui hasta la ventana y alcé la persiana de papel amarillo. Desde este ángulo, el sol quedaba detrás de la casa, el terreno y el establo quedaban bañados en un feroz resplandor anaranjado. El aire era brutalmente caliente, pero al menos nada ardía. Un gato de granja, haciendo caso omiso de la conflagración en el cielo, lamió agua estancada de una acequia a la sombra. Supuse que el gato viviría hasta el atardecer. Y puede que yo también.
Intenté subir la ventana, no es que pudiera saltar desde allí arriba, pero la ventana no estaba simplemente cerrada: el marco había sido cortado, los contrapesos inmovilizados y todo había quedado trabado por la pintura aplicada hacía años.
No había mobiliario alguno aparte de la cama, ninguna herramienta excepto el teléfono inservible en mi bolsillo.
La única puerta era una losa de madera sólida y dudé que tuviera las fuerzas suficientes para romperla. Puede que Diane estuviera sólo a unos metros, que una sola pared nos separara. Pero no tenía manera de saberlo ni forma de averiguarlo.
Incluso intentar pensar de forma coherente en cualquiera de esas cosas me provocaba un dolor profundo y nauseabundo allí donde la culata del rifle me había ensangrentado la cabeza, Tenía que volver a sentarme.
Hacia media tarde el viento se había detenido. Cuando volví tambaleándome a la ventana podía ver el borde del disco solar sobre la ventana y el establo, tan enorme que parecía que estuviera cayendo perpetuamente, casi tan cerca que se podía tocar.
La temperatura en la habitación iba subiendo a ritmo constante desde la mañana. No tenía forma de medirla, pero suponía que al menos treinta y siete grados centígrados y subiendo. Caliente, pero no lo suficiente para matar, al menos no inmediatamente. Deseé que Jason estuviera allí para explicármelo, para explicarme la termodinámica de la extinción global. Quizá hubiera podido dibujarme un diagrama, señalar el punto en que las líneas convergían en la letalidad.
Una neblina de calor se alzaba de la tierra agostada.
Dan Condón fue del establo a la casa y viceversa un par de veces más. Era fácil de reconocer en la cruda nitidez del día anaranjado, había algo decimonónico en él, su barba cuadrada y fea cara marcada: Lincoln en vaqueros, largas piernas y un propósito. Ni siquiera alzó la vista cuando golpeé el cristal.
Entonces di golpecitos a las paredes, pensando que Diane podría responderme. Pero no hubo respuesta.
Entonces volví a sentirme mareado, y caí sobre la cama, el aire de la habitación cerrada era abrasador, mi sudor empapaba las sábanas.
Dormí, o caí inconsciente.
Desperté creyendo que la habitación estaba en llamas, pero sólo era la combinación del calor atrapado en su interior y una puesta de sol imposiblemente colorida.
Volví a la ventana.
El sol había atravesado el horizonte occidental y se hundía de forma visible. Nubes tenues y altas se arqueaban sobre el cielo oscurecido, restos de humedad saqueados de una tierra ya de por sí reseca. Vi que alguien había bajado mi coche de la colina y lo había aparcado justo a la izquierda del establo. Y se había llevado las llaves, sin duda. No es que le quedara gasolina suficiente para que sirviera de mucho.
Pero había sobrevivido al día. Pensé: hemos sobrevivido al día. Los dos. Diane y yo. Y sin duda también millones de personas más. Así que ésta era la versión lenta del Apocalipsis. Nos mataría cocinándonos, aumentando la temperatura un grado a cada pasada. O a falta de eso, destruyendo los ecosistemas globales.
El sol hinchado desapareció finalmente. El aire pareció enfriarse diez grados al instante.
Unas pocas estrellas esparcidas se asomaron entre las nubes algodonosas.
No había comido, y tenía muchísima sed. Quizá el plan de Condón era dejarme aquí para que muriera de deshidratación… o quizá se había olvidado de mí. Ni siquiera podía imaginarme cómo contemplaría el pastor Dan los acontecimientos en su mente, si se sentía reivindicado, aterrorizado, o alguna combinación de ambas cosas.
La habitación se oscureció. No había luz en el techo ni lámparas, pero oí un traqueteo ahogado que debía de ser un generador eléctrico a gasolina, y la luz se desparramó por las ventanas del primer piso y el establo.
Por mi parte, yo no poseía nada de tecnología exceptuando el móvil. Lo saqué del bolsillo y lo encendí, sin nada en mente, sólo para ver la fosforescencia de la pantalla.
Y entonces se me ocurrió otra cosa.
—¿Simon?
Silencio.
—Simon, ¿eres tú? ¿Puedes oírme?
Silencio. Luego una voz diminuta y digitalizada:
—Casi me matas del susto. Creía que esta cosa estaba rota.
—Sólo durante el día.
El ruido solar destruía las transmisiones de los aeróstatos de gran altitud. Pero ahora la tierra nos escudaba del sol. Quizá los aeróstatos habían sufrido algunos daños, la señal parecía de banda baja y llena de estática, pero la retransmisión era lo suficientemente buena para hablar con Simon.
—Lamento lo que ha ocurrido —dijo—, pero ya te lo advertí.
—¿Dónde estás? ¿En el establo o en la casa?
Pausa.
—La casa.
—Llevo mirando todo el día y no he visto a la esposa de Condón ni a la mujer ni a los niños de Sorley. O a MacIsaac o su familia. ¿Qué les ocurrió?
—Se marcharon.
—¿ Estás seguro de eso?
—¿Que si estoy seguro? Por supuesto que estoy seguro. Diane no fue la única que se puso enferma. Sólo la última. La niña pequeña de los Mclsaac fue la primera en enfermar. Luego su hijo, luego el mismo Teddy. Cuando parecía que sus hijos estaban… bueno, ya sabes, realmente enfermos de verdad, enfermos y sin mejorar, bueno, entonces fue cuando los puso en su camión y se marchó. La esposa del pastor Dan se fue con ellos.
—¿Cuándo ocurrió eso?
—Hace un par de meses. La mujer de Aaron se llevó a sus niños poco después. Abandonaron su fe. Además, les preocupaba que pudieran contagiarse de algo.
—¿Los viste marchar? ¿Estás seguro de eso?
—Sí, ¿por qué no iba estarlo?
—La fosa cerca del establo parece como si tuviera algo enterrado en ella.
—¡Oh, eso! Bueno, tienes razón, hay algo enterrado ahí.
—¿Perdón?
—Un hombre llamado Boswell Geller. Tenía un gran rancho en la Sierra Bonita. Amigo del Tabernáculo del Jordán antes del escándalo. Amigo del pastor Dan. Criaba becerras rojas, pero el Departamento de Agricultura empezó una investigación a finales del año pasado. ¡Justo cuando empezaba a tener éxito! Boswell y el pastor Dan querían criar juntos todas las variaciones de ganado rojo del mundo, porque eso representaría la conversión de los gentiles. El pastor Dan dice que de eso es de lo que trata en realidad Números diecinueve: una becerra de color rojo puro nacida al fin de los tiempos, de razas de todos los continentes, de todo lugar donde se predica el Evangelio. El sacrificio es tanto simbólico como literal. En el sacrificio bíblico las cenizas de la becerra tienen el poder de limpiar a las personas profanadas. Pero en el fin del mundo el sol consume por completo a la becerra y sus cenizas se esparcen a los cuatro vientos, purificando toda la Tierra. Eso es lo que está ocurriendo ahora. Hebreos, nueve: «Porque si la sangre de los toros y de los machos cabríos, y las cenizas de la becerra rociadas a los inmundos santifican para la purificación de la carne, ¿cuánto más la sangre de Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, limpiará vuestras conciencias de obras muertas para que sirváis al Dios vivo?». Así que por supuesto…
—¿Y teníais ese ganado aquí?
—Sólo unos pocos. Quince animales de cría que trajimos a escondidas antes de que el Departamento de Agricultura se quedara con ellos.
—¿Fue entonces cuando la gente empezó a enfermar?
—No sólo las personas. El ganado también. Excavamos esa zanja al lado del establo para enterrarlos, a todos menos tres del rebaño original.
—¿Debilidad, paso inseguro, pérdida de peso antes de la muerte?
—Sí, eso mismo… ¿cómo lo sabes?
—Ésos son los síntomas del SDCV. Las vacas eran portadoras. Eso es lo que le pasa a Diane.
Hubo un largo silencio a continuación. Y luego Simon dijo:
—No puedo seguir hablando de esto contigo.
—Estoy en el piso de arriba, en el dormitorio del fondo…
—Sé dónde estás.
—Pues ven y ábreme la puerta.
—No puedo.
—¿Por qué? ¿Te está vigilando alguien?
—Simplemente no puedo liberarte. Ni siquiera debería estar hablando contigo. Estoy ocupado, Tyler. Le estoy haciendo la cena a Diane.
—¿Todavía tiene fuerzas para comer?
—Algo… si la ayudo.
—Déjame salir. Nadie tiene por qué saberlo.
—No puedo.
—Necesita un médico.
—No podría sacarte aunque quisiera. El hermano Aaron lleva las llaves consigo.
Pensé en ello.
—Entonces —dije—, cuando le lleves la cena a Diane, deja el teléfono con ella… tu móvil. Dijiste que quería hablar conmigo, ¿no es cierto?
—Se pasa la mitad del tiempo diciendo cosas que no dice en serio.
—¿Y crees que ésa era una de ellas?
—Ya no puedo seguir hablando.
—Tú déjale el móvil, Simon. ¿Simon?
Línea muerta.
Fui a la ventana, observé y esperé.
Vi al pastor Dan llevar los dos cubos vacíos del establo a la casa y volver al establo con los cubos llenos de agua que desprendía vapor. Unos pocos minutos después Aaron Sorley cruzó el espacio entre la casa y el establo para reunirse con él.
Lo que sólo dejaba a Simon y Diane en la casa. Quizá le estuviera dando la cena, alimentándola.
Sentía el impulso de usar el teléfono pero había decido esperar, dejar que las cosas se tranquilizaran algo más, que el calor se disipara en la noche.
Observé el establo. Una luz brillante se desparramaba por entre los tablones como si alguien hubiera instalado iluminación industrial. Condón llevaba todo el día saliendo y entrando. Ocurría algo en el establo. Simon no me había dicho el qué.
La pequeña mancha luminosa de mi reloj contó una hora.
Entonces oí, débilmente, un sonido que podría ser una puerta que se cerraba, pasos en las escaleras; y un momento después vi a Simon dirigirse al establo.
No miró hacia arriba.
Ni volvió a salir del establo una vez que entró. Se quedó dentro con Sorley y Condón, y si aún tenía el móvil, sería una estupidez por su parte haberle dejado puesto un sonido de llamada audible, llamarlo en esos momentos lo pondría en peligro. No es que me preocupara especialmente por el bienestar de Simon.
Pero si le había dejado el móvil a Diane, ahora era el momento de llamar.
Marqué el número.
—Sí —dijo ella. Fue Diane quién respondió, y luego, cambiando la entonación, una pregunta—: ¿Sí?
Parecía que no tenía aliento y su voz era débil. Esas dos sílabas bastaban para un diagnóstico.
Diane —dije—, soy yo, Tyler.
Intentando controlar mi propio pulso enfurecido, como si se hubiera abierto una esclusa en mi pecho.
—Tyler —dijo—. Ty… Simon dijo que llamarías.
Tenía que esforzarme para entender las palabras. No había fuerza en ellas; las decía con la garganta y la lengua, sin intervención de la caja torácica. Lo que encajaba con la etiología del SDCV. La enfermedad afecta primero a los pulmones, luego al corazón, en un ataque coordinado de eficiencia casi militar. El tejido pulmonar cicatrizado y flemoso dejaba pasar menos oxígeno a la sangre: el corazón, falto de oxígeno, bombeaba la sangre de manera menos eficiente; la bacteria del SDCV se aprovechaba de ambas debilidades, hundiéndose más profundamente en el cuerpo a cada inspiración trabajosa.
—No estoy lejos —dije—. Estoy muy cerca, Diane.
—Cerca. ¿Puedo verte?
Quise abrir un agujero en la pared a golpes.
—Pronto. Te lo prometo. Tenemos que sacarte de ahí. Tenemos que conseguirte ayuda. Curarte.
Escuché el sonido de más inhalaciones agónicas y me pegunté si había perdido su atención. Y entonces dijo:
—Creía que ya habías visto el sol…
—No es el fin del mundo. Todavía no, al menos.
—¿No lo es?
—No.
—Simon —dijo ella.
—¿Qué pasa con él?
—Estará tan decepcionado.
—Tienes SDCV, Diane. Casi seguro que eso era lo que tenía la familia Mclsaac. Fueron inteligentes al querer conseguir ayuda. Es una enfermedad curable. —No añadí: hasta cierto punto o siempre y cuando no haya entrado en la fase terminal—. Pero tenemos que sacarte de aquí.
—Te he echado de menos.
—Yo a ti también. ¿Entiendes lo que te he dicho?
—Sí.
—¿Estás preparada para marcharte?
—Si llega el momento…
—El momento está muy cerca. Descansa hasta entonces. Pero puede que tengamos que darnos prisa. ¿Lo entiendes, Diane?
—Simon —dijo débilmente—. Decepcionado.
—Tú descansa, y yo…
Pero no tuve tiempo de terminar.
Una llave resonó en la cerradura. Cerré el móvil de golpe y me lo metí en el bolsillo. La puerta se abrió y Aaron Sorley apareció en el umbral, rifle en mano, jadeando como si hubiera subido corriendo las escaleras. La débil luz del pasillo lo silueteaba.
Retrocedí hasta que di contra la pared con los hombros.
—Tu carné de conducir dice que eres médico —dijo—. ¿Es eso cierto?
Asentí.
—Entonces ven conmigo —dijo.
Sorley me hizo bajar las escaleras y salir por la puerta de atrás hacia el establo.
La luna, manchada de ámbar por la luz del sol giboso, se había alzado por el este. El aire nocturno era casi embriagadoramente fresco. Tomé aire profundamente varias veces. El alivio duró hasta que Sorley abrió de golpe la puerta del establo de golpe y un hedor animal salió del interior… un olor a matadero, mezcla de sangre y excremento.
—Entra —dijo Sorley, y me empujó con su mano libre.
La luz provenía de una gran lámpara de mercurio halogenado suspendida de su propio cable sobre un pesebre abierto. Un generador de gasolina traqueteaba en algún espacio cerrado al fondo, un sonido como el de alguien apretando el acelerador de una motocicleta a los lejos.
Dan Condón estaba al fondo del corral, introduciendo sus manos en un cubo de agua hirviente. Me miró cuando entré. Frunció el ceño, su rostro era una geografía severa bajo el único punto de luz cegadora, pero parecía menos intimidante de lo que recordaba. De hecho, parecía menguado, demacrado, puede que incluso enfermo, quizá en las primeras etapas de su propio caso de SDCV.
—Cierra esa puerta —dijo.
Aaron la cerró de golpe. Simon estaba a un par de pasos de Condón, dirigiéndome rápidas miradas nerviosas.
—Venga aquí—dijo Condón—. Necesitamos su ayuda con esto. Probablemente sus conocimientos médicos.
En el corral, sobre un lecho de paja sucia, una novilla flacucha estaba intentando parir un becerro.
La novilla estaba recostada, su huesudo cuarto trasero se proyectaba fuera del establo. Le habían atado la cola al cuello con una cuerda para mantenerla sujeta y que no interfiriera. El saco amniótico le henchía la vulva, y la paja a su alrededor estaba apelmazada por mucosidades ensangrentadas.
—No soy veterinario —dije.
—Ya lo sé —dijo Condón. Había una histeria suprimida en sus ojos, la mirada de un hombre que celebraba una fiesta cuando los invitados se empezaron a comportar como bestias, los vecinos a quejarse y las botellas de bebidas a salir volando por las ventanas como obuses de mortero—. Pero necesitamos otra mano.
Todo lo que sabía sobre ganado y alumbramientos vacunos era lo que le había oído contar a Molly Seagram sobre la vida en la granja de sus padres. Ninguna de las historias era particularmente agradable. Al menos Condón se había pertrechado con lo que me parecían los suministros básicos: agua caliente, desinfectante, cadenas obstétricas, una gran botella de vaselina líquida ya ensangrentada por huellas de manos.
—Es parte Angeln —dijo Condon—, parte Rojo Danés, parte Rojo Balarus, y ése es sólo su linaje más reciente. Pero la hibridación tiene el riesgo de distocia. Eso es lo que solía decirnos el hermano Geller. La palabra distocia significa parto difícil. Los enrazados a veces tienen problemas para dar a luz. Lleva pariendo desde hace horas. Tenemos que extraer el feto.
Condón dijo todo eso en tono monótono y distante, como un hombre explicando un tema a una clase de idiotas. No parecía importarle quién era yo o cómo había llegado allí, sólo le importaba que estaba disponible, otra mano para ayudar.
—Necesito agua —dije.
—Hay un cubo para lavarse.
—No la quiero para lavarme. No he bebido nada desde la noche pasada.
Condón se quedó en silencio como si procesara la información.
—Simon. Ocúpate de eso.
Simon parecía el chico de los recados del dúo. Agachó la cabeza y dijo:
—Te traeré algo de beber, Tyler, por supuesto.
Seguía evitando mirarme a los ojos mientras Sorley abría la puerta del establo para dejarlo salir.
Condón se volvió hacia el corral donde yacía respirando con dificultad la agotada vaquilla. Moscas ocupadas le decoraban los flancos. Un par de ellas aterrizaron sobre los hombros de Condón sin que se diera cuenta. Condón se roció las manos con vaselina líquida y se puso en cuclillas para expandir el canal de parto, el rostro deformado en una combinación de concentración y asco. Pero apenas había empezado cuando el ternero se convulsionó en medio de otra oleada de sangre y fluidos, su cabeza apenas si asomó pese a las terribles contracciones de la madre. El ternero era demasiado grande. Molly me había contado algo sobre los terneros demasiado grandes al nacer… no tan malo como un parto con el ternero de culo o atorado al pasar por la pelvis, pero desagradable de atender.
Tampoco ayudaba que la novilla estuviera evidentemente enferma, babeando mucosidad verde y esforzándose por respirar incluso cuando cesaban las contracciones. Me pregunté si debía decirle algo al respecto a Condón. Su ternera divina también estaba obviamente infectada.
Pero el pastor Condón no lo sabía o le importaba lo más mínimo. Condón era lo único que quedaba del ala dispensacionalista del Tabernáculo del Jordán, toda una iglesia en sí mismo, reducido a dos parroquianos, Sorley y Simon, y sólo podía intentar imaginar lo musculosa que debía de ser su fe para haberle sostenido durante todo el camino hasta el fin del mundo.
—La ternera es roja, la ternera es roja… Aaron, mira la ternera —dijo Condón en el mismo tono de histeria reprimida.
Aaron Sorley, que estaba apostado en la puerta con su rifle, se acercó al corral a mirar. La ternera era roja de verdad. Recubierta de sangre. Y también laxa.
—¿Respira? —preguntó Sorley.
—Lo hará —dijo Condón. Estaba abstraído, parecía estar saboreando ese momento, sobre el que creía sinceramente que el mundo pasaría a la eternidad—. Pasadle las cadenas por las cuartillas, ahora mismo.
Sorley me dirigió una mirada que era toda una advertencia: no digas ni una puta palabra; e hicimos lo que se nos había dicho, trabajamos hasta que estuvimos ensangrentados hasta los codos. El acto de parir un ternero demasiado grande es al mismo tiempo brutal y ridículo, el grotesco matrimonio de la biología y la fuerza bruta. Hacen falta al menos dos hombres razonablemente fuertes para asistir en un parto de ese tipo. Las cadenas obstétricas eran para tirar. Los tirones tenían que sincronizarse con las contracciones de la vaca, o de lo contrario evisceraríamos al animal.
Pero esta novilla estaba a punto de morir de debilidad, y su ternera, con la cabeza oscilando sin vida, era obviamente un mortinato.
Miré a Sorley, Sorley me miró. Ninguno de los dos habló.
—Lo primero es sacarla. Luego la reviviremos.
Hubo un movimiento de aire fresco procedente de la puerta del establo. Era Simon, con una botella de agua, que se había quedado mirándonos y luego a la ternerilla muerta a medio parir; su rostro se había vuelto asombrosamente pálido.
—Tengo tu agua —consiguió decir.
La novilla terminó otra contracción débil e improductiva. Dejé caer la cadena. Condón dijo.
—Tómese su agua. Luego continuaremos.
—Tengo que limpiarme. Al menos lavarme las manos.
—Hay cubos de agua caliente y limpia al lado de los fardos de heno. Pero que sea rápido. —Tenía los ojos cerrados, apretados en la batalla que su sentido común debía estar librando contra su fe.
Me lavé y desinfecté las manos. Sorley me observaba de cerca. Sus manos estaban sobre la cadena obstétrica, pero su rifle estaba apoyado contra un listón del corral a poca distancia.
Cuando Simon me pasó la botella, me incliné hacia su hombro y le dije:
—No puedo ayudar a Diane a menos que salga de aquí. ¿Lo entiendes? Y no puedo hacer eso sin tu ayuda. Necesitamos un vehículo que funcione y con el depósito lleno, y a Diane dentro, preferiblemente antes de que Condón descubra que la ternera está muerta.
Simon jadeó.
—¿Está muerta de verdad? —Demasiado alto, pero ni Condón ni Sorley parecieron oírlo.
—La ternera no respira —dije—. La novilla apenas está viva.
—Pero ¿la ternera es roja? ¿Roja del todo? ¿Sin manchas negras o blancas? ¿De un rojo puro?
—Aunque fuera tan roja como un puñetero camión de bomberos, Simon, no le serviría de nada a Diane.
Me miró como si le acabara de decir que habían atropellado a su perrito. Me pregunté cuándo había cambiado su rebosante confianza en sí mismo por esa inexpresiva sorpresa permanente, si había ocurrido repentinamente o si la alegría se le había secado en su interior poquito a poquito, como los granos que caen en un reloj de arena.
—Habla con ella —dije—, si tienes que hacerlo. Pregúntale adonde está dispuesta a marcharse.
Si todavía seguía lo suficientemente consciente para responderle. Si recordaba que había hablado con ella.
—La amo más que a la vida misma —dijo Simon.
—¡Le necesitamos aquí! —gritó Condón.
Vacié media botella mientras Simon me miraba, las lágrimas se le acumulaban en los ojos. El agua era pura, limpia y deliciosa.
Entonces volví con Sorley a las cadenas obstétricas, tirando al unísono sincronizados con los espasmos de la novilla moribunda.
Al final conseguimos extraer la ternerilla alrededor de medianoche, y yació sobre la paja hecha una maraña, las patas delanteras trabadas bajo el cuerpo, ojos sin vida inyectados en sangre.
Condón se quedó contemplando el pequeño cuerpo un rato. Y entonces me dijo:
—¿Hay algo que pueda hacer por ella?
—No puedo resucitar a los muertos, si es eso lo que quiere decir.
Sorley me dedicó una mirada de advertencia: no le tortures, ya es bastante duro para él.
Me escabullí hacia la puerta del granero. Simon había desaparecido hacía una hora, mientras todavía estábamos luchando con una riada de sangre hemorrágica que había empapado la paja ya mojada de antemano, nuestras ropas, nuestros brazos y manos. A través del resquicio que dejaba la puerta pude ver movimiento alrededor del coche, de mi coche, y un vislumbre de tela a cuadros que podría ser la camisa de Simon.
Estaba haciendo algo ahí fuera. Tenía la esperanza de saber el qué.
Sorley apartó la vista de la ternerilla muerta para mirar al pastor Dan Condón y de vuelta a la ternera acariciándose la barba, ignorando la sangre que dejaba en ella.
—Quizá si la quemamos… —dijo.
Condón le dirigió una mirara fulminante y desesperanzada.
—A lo mejor… dijo Sorley.
Entonces Simon abrió de golpe las puertas del establo y dejó entrar una ráfaga de aire fresco. Nos volvimos para mirarle. La luna sobre su hombro era gibosa y alienígena.
—Está en el coche —dijo—. Todo está listo para irnos.
—Me hablaba a mí, pero miraba a Sorley y Condón, casi como si los desafiara a responder.
El pastor Dan se encogió de hombros como si esos asuntos mundanos ya no fueran pertinentes.
Miré al hermano Aaron. El hermano Aaron alargaba el brazo hacia su rifle.
—No puedo impedirte que lo uses —dije—. Pero voy a salir por esta puerta.
Se paró en medio de su movimiento y frunció el ceño. Parecía como si intentara encajar la secuencia de acontecimientos que lo habían llevado hasta ese momento, cada uno conduciendo inexorablemente al siguiente, una secuencia lógica como los peldaños de una escalera, y sin embargo, sin embargo…
Dejó caer el brazo a su costado. Se volvió hacia el pastor Dan.
—Pensaba que si la quemábamos de todas formas, entonces estaría bien.
Atravesé la puerta del establo y me reuní con Simon, sin mirar atrás. Sorley podía cambiar de opinión, agarrar su escopeta y apuntar. Ya no era capaz de preocuparme por eso.
—A lo mejor si la quemamos antes de mañana —le oí decir—. Antes de que el sol vuelva a salir.
—Tú conduces —dijo Simon cuando llegamos al coche—. El depósito está lleno y hay gasolina extra en bidones en el maletero. Y algo de comida y agua embotellada. Tú conduces y yo me sentaré atrás para sujetarla.
Arranqué el coche y subí lentamente la colina, atravesé la cerca rota y dejé atrás los ocotillos iluminados por la luna hacia la autopista.