Jason, obsesionado con la inminente llegada de E. D. Lawton, había olvidado mencionar que habría otro invitado presente en Perihelio: Preston Lomax, actual vicepresidente de los Estados Unidos y candidato a las próximas elecciones.
La seguridad era extremadamente rigurosa a la entrada al complejo y había un helicóptero en la pista de lo alto del edificio Perihelio. Reconocí todos esos protocolos de Código Rojo de una serie de visitas del presidente Garland que habían acabado el mes pasado. El guarda de la entrada principal, el que me llamaba «Doc» y cuyos niveles de colesterol monitoreaba una vez al mes, me filtró que esta vez se trataba de Lomax.
Acababa de atravesar la puerta de la clínica (Molly estaba ausente, una sustituía llamada Lucinda se ocupaba de la recepción) cuando me llegó al busca un mensaje redirigiéndome al despacho de Jason en el ala ejecutiva. Cuatro perímetros de seguridad más tarde y estaba a solas con él. Temía que me pidiera más medicación. Pero el tratamiento que le había puesto la noche pasada parecía haberle causado una remisión completa, aunque puramente temporal. Se levantó y cruzó la habitación con las manos, sin temblores, extendidas, alardeando.
—Gracias por esto, Ty.
—De nada, pero tengo que insistir… no hay garantías.
—Debidamente anotado. Siempre y cuando esté bien para el resto del día. E. D. llegará al mediodía.
—Por no mencionar al vicepresidente.
—Lomax lleva aquí desde las siete de la mañana. El hombre es madrugador. Pasó un par de horas conferenciando con nuestro invitado marciano y dentro de poco me tocará hacerle de guía en la visita de buena voluntad. Y hablando de Wun, le gustaría verte si tienes un par de minutos libres.
—Suponiendo que los asuntos nacionales no lo tengan ocupado. —Lomax era el hombre que posiblemente ganaría el voto nacional la próxima semana… sin esfuerzo, si se podía confiar en las encuestas. Jase había cultivado a Lomax desde antes de la llegada de Wun, y Lomax estaba fascinado con Wun—. ¿Tu padre se unirá a la visita?
—Sólo porque no hay manera educada de dejarlo fuera.
—¿Prevés algún problema?
—Preveo muchos problemas.
—Físicamente, ahora, ¿te encuentras bien?
—Me siento bien. Pero tú eres el doctor. Todo lo que necesito son un par de horas, Tyler. ¿Supongo que las tengo?
Su pulso estaba un poco alto, cosa nada sorprendente, pero los síntomas de su EMA estaban contenidos. Y si las drogas lo habían dejado agitado o confundido, no lo demostraba. De hecho, casi parecía radiar calma, encerrado en alguna habitación distante y lúcida en el fondo de su mente.
Así que fui a ver a Wun Ngo Wen. Wun no estaba en sus alojamientos; había levantado el campamento provisionalmente y se había instalado en la pequeña cafetería de ejecutivos, que había sido acordonada y rodeada por hombres altos con cables que les colgaban de detrás de las orejas. Alzó la vista cuando pasé del mostrador del bufete e hizo un gesto a los clones de seguridad que se dirigían a interceptarme.
Me senté frente a él a una mesa de cristal. Pinchó un pálido filete de salmón con un tenedor de cafetería y sonrió serenamente. Me encorvé en mi silla para ponerme a su altura. Podrían haberle puesto un alzador para niños en el asiento.
Pero la comida le sentaba bien. Había ganado un poco de peso durante su estancia en Perihelio, pensé. Su traje, hecho a medida hacía un par de meses, le quedaba tirante en el vientre. Se había despreocupado de abotonarse el chaleco a juego. También tenía las mejillas más rellenas, aunque seguían tan arrugadas como siempre, la piel oscura suavemente recorrida por barrancos.
—Oí que tenías visita —dije.
Wun asintió.
—Pero no por primera vez. Me he reunido con el presidente Garland en Washington en varias ocasiones y me he reunido con el vicepresidente Lomax dos veces. La gente dice que las elecciones lo pondrán en el poder.
—No porque sea especialmente querido.
—No estoy en posición de juzgar a un candidato —dijo Wun—. Pero hace preguntas interesantes.
Ese respaldo me hizo sentirme un poco protector.
—Estoy seguro de que es muy amistoso cuando quiere. Y ha hecho un trabajo decente en su puesto. Pero pasó la mayor parte de su carrera como el hombre más odiado de Capitol Hill. El azote de tres administraciones diferentes. No hay mucho que se le pase por alto.
Wun sonrió.
—¿Crees que soy ingenuo, Tyler? ¿Temes que el vicepresidente Lomax se aproveche de mí?
—Ingenuo, no, no exactamente…
—Soy un recién llegado, lo admito. Las partes más sutiles de la alta política se me escapan. Pero soy varios años más viejo que Preston Lomax y también he tenido un cargo público.
—¿En serio?
—Durante tres años —dijo con evidente orgullo—, fui Administrador Agrícola del cantón de Vientos Helados.
—Ah.
—El cuerpo administrativo para la mayor parte del delta del Kirioloj. No era la presidencia de los Estados Unidos de América. No había armas nucleares a disposición de la Administración Agrícola. Pero denuncié a un funcionario local corrupto que falsificaba informes de cosechas por peso y luego vendía su margen en el mercado de excedentes.
—¿Sacaba tajada?
—Si ése es el término para ello.
—¿Así que las Cinco Repúblicas no están libres de corrupción?
Wun parpadeó, un acontecimiento que envió ondas de choque por toda la geografía de su rostro.
—No, ¿cómo? ¿Y por qué tantos terrestres suponen algo así? Si hubiera venido de otro país de la Tierra, Francia, China, Texas, a nadie le sorprendería oír cosas sobre sobornos, prevaricación o robos.
—Supongo que no. Pero no es lo mismo.
—¿No? Pero tú trabajabas aquí en Perihelio. Debiste conocer a algunos de la generación fundadora, por extraña que se me haga esa idea… los hombres y mujeres cuyos remotos descendientes somos los marcianos. ¿Eran unas personas tan ideales que esperas que su progenie esté libre de pecado?
—No, pero…
—Y sin embargo esa falsa idea es casi universal. Incluso en esos libros que me diste, escritos antes del Spin…
—¿Los leíste?
—Sí, con ansia. Los disfruté. Gracias. Pero incluso en esas novelas los marcianos… —Se esforzó por expresar la idea.
—Supongo que algunos de ellos son un poco santurrones…
—Distantes —dijo—. Sabios. Aparentemente frágiles. En realidad muy poderosos. Primigenios. Pero para nosotros, Tyler, vosotros sois los Primigenios. La especie más vieja, el antiguo planeta. Hubiera creído que la ironía era imposible de pasar por alto.
Reflexioné sobre la idea.
—Incluso en las novelas de H. G. Wells…
—Sus marcianos apenas si se ven. Son malvados de una manera abstracta e indiferente. Ni sabios ni inteligentes. Pero los demonios y los ángeles son hermanos, si entiendo correctamente el folclore.
—Pero las historias más contemporáneas…
—Eran profundamente interesantes, y al menos los protagonistas eran humanos. Pero el verdadero placer de esas historias yace en los paisajes, ¿no estás de acuerdo? E incluso así, son paisajes transformadores. Un destino detrás de cada duna.
—Y por supuesto Bradbury…
—Su Marte no es Marte, más bien me hace pensar en Ohio.
—Entiendo lo que dices. Sólo sois personas. Marte no es el cielo. De acuerdo, pero eso no significa que Lomax no intente usarte para sus fines políticos.
—Y lo que yo quiero decirte es que soy plenamente consciente de esa posibilidad. Certidumbre, sería más correcto. Obviamente seré usado en busca de ventaja política, pero ése es el poder que tengo: entregar o retirar mi aprobación. Cooperar o ser tozudo. El poder de decir la palabra adecuada. —Volvió a sonreír. Sus dientes eran uniformemente perfectos, de un blanco radiante—. O no.
—¿Y qué quieres sacar de todo esto?
Me mostró sus palmas, un gesto tanto marciano como terrestre.
—Nada. Soy un santo marciano. Pero sería gratificante ver que los replicadores son lanzados.
—¿Por puro afán de conocimiento?
—Lo confieso, aunque sea un motivo santurrón. Para aprender al menos algo sobre el Spin…
—¿Y desafiar a los Hipotéticos?
Volvió a parpadear.
—Espero con todas mis fuerzas que los Hipotéticos, sean quienes o lo que sean, no perciban lo que hacemos como un desafío…
—Pero si lo hacen…
—¿Y por qué deberían?
—Pero si lo hacen, entonces creerán que el desafío proviene de la Tierra, no de Marte.
Wun Ngo Wen parpadeó varias veces. Luego la sonrisa reapareció…
—Es usted sorprendentemente cínico, doctor Dupree.
—Qué poco marciano por mi parte.
—Pues sí.
—¿Y Preston Lomax cree que eres un ángel?
—Sólo él puede responder a esa pregunta. Lo último que me dijo fue… —y aquí Wun dejó su dicción de Oxford para hacer una perfecta imitación de Preston Lomax, una voz brusca y fría como una playa en invierno—: «Es un privilegio hablar con usted, embajador Wen. Dice lo que piensa sin ambages. Eso es algo muy refrescante para un veterano de Washington como yo».
La imitación era sorprendente, viniendo de alguien que sólo llevaba hablando inglés algo más de un año. Se lo dije.
—Soy un estudioso —dijo—. Llevo leyendo en inglés desde que era niño. Hablarlo es otro asunto. Pero tengo talento para los idiomas. Es una de las razones por las que estoy aquí. Tyler, ¿puedo pedirte otro favor? ¿Querrías traerme más novelas?
—Se me han acabado las historias de marcianos, me temo.
—No de marcianos. Cualquier tipo de novela. Cualquiera, cualquier cosa que consideres importante, cualquier cosa que te importe o que te haya proporcionado algo de placer.
—Debe de haber montones de profesores de literatura que estarían dispuestos a hacerte listas de lectura.
—Seguro que los hay. Pero te lo estoy pidiendo a ti.
—No soy un académico. Me gusta leer, pero mis lecturas son al azar y en su mayoría autores contemporáneos.
—Mejor todavía. Estoy solo más a menudo de lo que creerías. Mis alojamientos son cómodos pero no puedo salir sin una elaborada planificación. No puedo ir a comer fuera, no puedo ir a ver una película o unirme a un club social. Podría pedirle libros a la gente que me vigila, pero lo último que me gustaría es una obra de ficción elegida por comité. Pero un libro sincero es casi tan bueno como un amigo.
Esto era lo más parecido que había llegado Wun a quejarse de su posición en Perihelio, su posición en la Tierra. Durante sus horas de vigilia estaba más o menos contento, demasiado ocupado para ser presa de la nostalgia y todavía excitado por lo que para él era la extrañeza de un mundo alienígena. Pero por la noche, en la frontera del sueño, a veces imaginaba que caminaba a orillas de un lago marciano, contemplando aves acuáticas que levantaban el vuelo en bandadas y se arremolinaban sobre las olas, y en su mente siempre era una tarde difusa, la luz teñida por los chorros de polvo antiquísimo que seguían alzándose de los desiertos de Noachis para colorear el cielo. En ese sueño o visión estaba solo, decía, pero sabía que había otros esperando por él tras la siguiente curva de la costa rocosa. Puede que fueran amigos o desconocidos, puede incluso que fueran su familia perdida; sólo sabía que le darían la bienvenida, que lo tocarían, lo atraerían hacia ellos, lo abrazarían. Pero sólo era un sueño.
—Cuando leo —me dijo—, oigo el eco de esas voces.
Le prometí que le traería libros. Pero ahora teníamos asuntos que atender. Hubo una oleada de actividad en el cordón de seguridad apostado a la puerta de la cafetería. Uno de los tipos trajeados vino hasta nosotros y dijo.
—Preguntan por usted en la planta alta.
Wun abandonó su comida y empezó a descender de su silla. Le dije que nos veríamos luego. El trajeado se volvió hacia mí. —Usted también —dijo—. Preguntan por los dos.
Los agentes de seguridad nos introdujeron en una sala de juntas junto al despacio de Jason, donde éste y un puñado de jefes de división de Perihelio estaban enfrentándose a una delegación que incluía a E. D. Lawton y al probable nuevo presidente, Preston Lomax. Ninguno parecía contento.
Examiné a E. D. Lawton, a quien no había visto desde el funeral de mi madre. Su delgadez empezaba a parecer casi patológica, como si algo vital se hubiera escapado de él. Puños de camisa blancos y almidonados, ceño prominente y huesudo. Tenía el pelo ralo, lacio y peinado aleatoriamente. Pero sus ojos seguían siendo rápidos. Los ojos de E. D. siempre eran vivaces cuando estaba enfurecido.
Preston Lomax, por otro lado, sólo parecía impaciente. Lomax había venido a Perihelio a que lo fotografiaran con Wun (fotos que serían publicadas después del anuncio oficial de la Casa Blanca) y para una reunión sobre la estrategia de los replicadores, que planeaba respaldar. E. D. estaba allí presente por el peso de su reputación. Había hablado hasta conseguir invitarse a la gira preelectoral del vicepresidente y desde entonces no había dejado de hablar.
Durante la visita de una hora de duración a Perihelio, E. D. había cuestionado, dudado, ridiculizado o contemplado con alarma prácticamente toda declaración que las divisiones de Jason habían hecho, especialmente cuando la tropa llegó a los nuevos laboratorios de incubadoras. Pero (según Jenna Wylie, la líder del equipo de criónica, que me lo explicó más tarde) Jason había refutado cada uno de los estallidos de su padre con una réplica paciente y probablemente bien ensayada de antemano. Lo que había llevado a E. D. a nuevas cimas de indignación, cosa que a su vez lo hacía parecer, según Jenna, «como un demente rey Lear delirando sobre los pérfidos marcianos»…
La batalla todavía seguía librándose cuando Wun y yo entramos. E. D. se apoyó sobre la mesa de conferencias, diciendo:
—Y en resumen, no tiene precedentes, no ha sido probado y se sirve de una tecnología que no comprendemos ni controlamos.
Y Jason sonrió a la manera de un hombre demasiado educado para avergonzar públicamente a otro hombre de mayor edad respetado pero algo senil.
—Obviamente, nada de lo que hacemos aquí está libre de riesgos. Pero…
Pero ahí estábamos. Unos pocos de los presentes no habían visto a Wun con anterioridad, y lo identificaron, quedándose mirándolo como ovejas sobresaltadas cuando se dieron cuenta. Lomax carraspeó.
—Discúlpenme, pero necesito tener unas palabras con Jason y nuestras nuevas incorporaciones. ¿En privado, si es posible? Sólo será un momento o dos.
Así que la gente salió cumplidamente en fila, incluyendo a E. D, que sin embargo parecía triunfante.
Las puertas se cerraron. El silencio tapizado de la sala de juntas se aposentó a nuestro alrededor como nieve recién caída. Lomax, que todavía no nos había dirigido la palabra, se dirigió a Jason.
—Sé que me dijiste que recibiríamos unas cuantas críticas hostiles. Pero…
—Son muchas cosas que asumir. Lo entiendo.
—No me gusta tener a E. D. meando en la tienda desde fuera. Pero no puede hacernos ningún daño de verdad, suponiendo…
—Suponiendo que no haya ninguna base para sus acusaciones. Y te aseguro que no las hay.
—Crees que está senil.
—No iría tan lejos. ¿Que si creo que su juicio es cuestionable? Sí, lo creo.
—Sabes que esa acusación también se hace contra ti.
Eso era lo más cerca que había estado, y que estaría, de estar cerca de un presidente. Lomax todavía no había sido elegido, pero sólo las formalidades se interponían entre él y el cargo. Como vicepresidente, Lomax siempre había parecido un poco severo, un poco meditabundo, un risco de Maine comparado con la personalidad tejana y bulliciosa de Garland, la presencia ideal para un funeral de Estado. Durante la campaña había aprendido a sonreír más a menudo, pero el esfuerzo nunca era del todo convincente, los caricaturistas políticos siempre acentuaban ese ceño, mordiéndose el labio inferior como si estuviera conteniendo una maldición, ojos tan gélidos como un invierno en Cape Cod.
—Contra mí. Estás hablando de las insinuaciones de E. D. sobre mi salud.
Lomax suspiró.
—Francamente, la opinión de tu padre sobre la viabilidad del proyecto replicador no tiene mucho peso. Es un punto de vista minoritario y posiblemente así se quedará. Pero sí, tengo que admitir que las acusaciones que ha hecho hoy son un poco perturbadoras. —Se volvió hacia mí—. Por eso está usted aquí, doctor Dupree.
Ahora Jason dirigió su atención hacia mí, y su voz era cauta, cuidadosamente neutral.
—Parece que E. D. ha estado haciendo algunas afirmaciones bastante descabelladas. Dice que sufro de… ¿de qué era, de una enfermedad cerebral agresiva?
—De un deterioro neurológico intratable —dijo Lomax—, que está interfiriendo con la habilidad de Jason para supervisar las operaciones aquí en Perihelio. ¿Qué tiene que decir a eso, doctor Dupree?
—Supongo que diría que Jason puede hablar por sí mismo.
—Ya lo he hecho —dijo Jase—. Le he contado al vicepresidente Lomax lo de mi EM.
De la que en realidad no sufría. Era una seña para mi entrada en escena. Me aclaré la garganta.
—La esclerosis múltiple no es completamente curable, pero es más que simplemente controlable. Un paciente de EM puede esperar una vida tan larga y productiva como cualquier otra persona. Quizá Jase haya sido renuente a hablar de ello, y ése es su privilegio, pero la EM no es nada de lo que avergonzarse.
Jase me dirigió una mirada sostenida que no supe interpretar.
—Gracias. —Un poco secamente—. Aprecio la información. Por cierto, ¿conoce usted a un tal doctor Malmsteim? ¿David Malmstein?
Seguido por un silencio que se abría como las fauces de una trampa de acero.
—Sí —dije, puede que un segundo demasiado tarde.
—Este doctor Malmstein es un neurólogo, ¿no?
—Sí, lo es.
—¿Ha consultado con él en el pasado?
—Consulto con muchos especialistas. Es parte de lo que hago como médico.
—Porque, según E. D., llamó usted a ese Malmstein por él, eh, grave trastorno neurológico de Jason.
Lo que explicaba la gélida mirada que Jason me dirigía. Alguien había hablado con E. D. acerca de eso. Alguien próximo. Pero no había sido yo.
Intenté no pensar en quién podría haber sido.
—Hago lo mismo con todo paciente con un posible diagnóstico de EM. Llevo una buena clínica aquí en Perihelio, pero no tengo el equipo de diagnóstico al que Malmstein puede acceder en un hospital.
Lomax, creo, reconoció mi réplica como una evasiva que en realidad no era respuesta a su pregunta. Pero le pasó la pelota a Jase.
—¿El doctor Dupree dice la verdad?
—Por supuesto que sí.
—¿Confías en él?
—Es mi médico personal. Por supuesto que confío en él.
—Porque, sin ofender, te deseo que estés bien, pero en realidad me importan un carajo tus problemas médicos. Lo que me preocupa es si puedes darnos el apoyo que necesitamos y llegar a completar este proyecto. ¿Puedes hacerlo?
—Siempre que tengamos financiación, sí, señor. Aquí estaré.
—¿Y qué hay de usted, embajador Wen? ¿Le preocupa este asunto? ¿Alguna pregunta o preocupación por el futuro de Perihelio?
Wun frunció los labios, tres cuartos de sonrisa marciana.
—Ninguna preocupación en absoluto. Confío plenamente en Jason. Y a su vez confío en el doctor Dupree. También es mi médico personal.
Cosa que hizo que tanto Jason como yo tuviéramos que disimular nuestro asombro, pero sirvió para que Lomax se tragara el cebo.
—Muy bien —dijo con un encogimiento de hombros. Mis disculpas por sacarlo a relucir, Jason. Espero que sigas bien de salud y que no te sintieras ofendido por el tono de las preguntas, pero dado el estatus de E. D. me vi obligado a preguntar.
—Lo comprendo —dijo Jase—. En cuanto a E. D…
—No te preocupes por tu padre.
—No me gustaría verlo humillado.
—Acabará siendo apartado discretamente. Creo que eso ya está decidido. Si insiste en expresar sus opiniones en público… —Lomax hizo un ademán de indiferencia—. En ese caso me temo que será su propia capacidad mental la que la gente ponga en tela de juicio.
—Por supuesto —dijo Jason—, todos esperamos que eso no sea necesario.
Pasé la hora siguiente en la clínica. Molly no había aparecido esa mañana y Lucinda había concertado todas las citas. Le di las gracias y le dije que se tomara el resto del día libre. Pensé en hacer un par de llamadas, pero no quería que pasaran por el sistema de Perihelio.
Esperé hasta que el helicóptero de Lomax despegara y su cabalgata imperial se marchara por las puertas principales; entonces limpié mi escritorio e intenté pensar en qué quería hacer. Descubrí que las manos me temblaban un poco. No era EM. Furia, quizá. Indignación. Dolor. Quería diagnosticarlo, no experimentarlo. Quería desterrarlo al índice del Manual de diagnóstico y estadística.
Estaba atravesando la recepción cuando Jason apareció por la puerta.
—Quiero darte las gracias por respaldarme. Supongo que eso significa que no eres el que le contó a E. D. lo de Malmstein.
—No haría algo así, Jase.
—Lo acepto. Pero alguien lo hizo. Y eso presenta un problema. Porque ¿cuánta gente sabe que he estado viendo a un neurólogo?
—Tú, yo, Malmstein, cualquiera que trabaje en la consulta de Malmstein…
—Malmstein no sabía que E. D. estaba buscando mierda que tirarme encima y tampoco su personal. E. D. debió de averiguarlo por una fuente más cercana. Si no fuimos ni tú ni yo…
Molly. No tenía que decirlo.
—No podemos acusarla sin ninguna prueba.
—Habla por ti. Tú eres el que se acuesta con ella. ¿Tienes registros de mis reuniones con Malmstein?
—Aquí, en la clínica, no.
—¿En casa?
—Sí.
—¿Se los enseñaste a ella?
—Por supuesto que no.
—Pero puede que tuviera acceso a ellos cuando tú no eras consciente de ello.
—Supongo que sí. —Un sí rotundo.
—¿Y ella no está aquí para responder a ninguna pregunta? ¿Te llamó diciendo que estaba enferma?
Me encogí de hombros.
—No me ha llamado para nada. Lucinda intentó ponerse en contacto con ella, pero no responde al teléfono.
Jason suspiró.
—No te estoy culpando de esto, Tyler. Pero tienes que admitir que hiciste muchas elecciones cuestionables en este asunto.
—Me enfrentaré a ello —dije.
—Sé que estás enfadado. Herido y enfadado. No quiero que salgas de aquí y hagas algo que empeore las cosas. Pero quiero que reflexiones sobre cuál es tu postura en este proyecto. Dónde están tus lealtades.
—Sé dónde están —dije.
Intenté contactar con Molly desde mi coche pero seguía sin responder al teléfono. Fui hasta su apartamento. Era un día cálido. El bajo edificio de estuco donde vivía estaba envuelto en una neblina de aspersores de césped. El olor fungoso a mantillo húmedo se infiltró en el coche.
Giraba el coche hacia el aparcamiento de visitantes cuando vi a Moll apilando cajas en la parte de atrás de un remolque de mudanzas enganchado al parachoques de su Ford. Paré el coche frente a ella. Me vio y dijo algo que no pude oír bien pero que sonaba mucho como «¡Oh, mierda!». Pero se mantuvo en su sitio cuando salí del coche.
—No puedes aparcar aquí—dijo—. Bloqueas la salida.
—¿Te vas a algún lado?
Molly dejó una caja de cartón etiquetada como platos sobre el suelo corrugado del remolque.
—¿A ti qué te parece?
Llevaba pantalones de vestir color canela, una camisa vaquera y un pañuelo para ceñirse el pelo. Me acerqué y ella retrocedió tres pasos, claramente asustada.
—No voy a hacerte daño —dije.
—¿Y qué quieres?
—Saber quién te contrató.
—No sé de qué me estás hablando.
—¿Trataste directamente con E.D, o usó un intermediario?
—Mierda —dijo ella, midiendo la distancia entre ella y la puerta del coche—. Deja que me vaya, Tyler. ¿Qué quieres de mí? ¿Qué sentido tiene todo esto?
—¿Acudiste a él y le hiciste una oferta o te llamó él primero? ¿Y cuándo empezó todo, Moll? ¿Me follaste para sacarme información o me vendiste en algún momento de nuestra primera cita?
—Vete al infierno.
—¿Cuánto te pagó? Me gustaría saber cuánto valgo.
—Vete al infierno. ¿Qué importancia tiene, de todas formas? No es…
—No me digas que no es por el dinero. Quiero decir ¿es que hay principios involucrados en esto?
—El dinero es el principio. —Se limpió el polvo de las manos sobre los pantalones, un poco menos asustada, algo más desafiante.
—¿Qué es lo que quieres comprar, Moll?
—¿Que qué quiero comprar? Lo único importante que cualquiera puede comprar. Una muerte mejor. Una muerte más limpia y mejor. Uno de estos días el sol saldrá y no dejará de salir hasta que todo el puto cielo esté en llamas. Y lo siento, pero quiero vivir en algún sitio agradable hasta que eso suceda. Algún lugar tan cómodo como pueda permitírmelo. Y cuando llegue ese último amanecer, quiero unas cuantas drogas realmente caras para ayudarme a cruzar al otro lado. Quiero irme a dormir antes de que empiecen los gritos. La verdad, Tyler. Eso es todo lo que quiero, eso es lo único que quiero en el mundo de verdad, y gracias, gracias por hacerlo posible. — Tenía la cara contraída con ferocidad, pero una lágrima se le escapó y le resbaló por la mejilla—. Por favor, mueve tu coche.
—¿Una casa bonita y un frasco de pastillas? ¿Ése es tu precio? —dije.
—No hay nadie que cuide de mí excepto yo misma.
—Eso suena patético, pero creía que podríamos cuidar el uno del otro.
—Eso significaría confiar en ti. Y no quiero ofenderte, pero… mírate. Deslizándote por la vida como si estuvieras esperando una respuesta o a un salvador, o simplemente permanentemente a la espera.
—Intento ser sensato, Moll.
—Oh, no lo dudo. Si la sensatez fuera un cuchillo estaría desangrándome. Pobre y sensato Tyler. Pero eso también lo descubrí. Toda esa dulce santurronería que llevas puesta como si fuera un traje. ¿Es venganza, no? Es tu venganza contra el mundo por decepcionarte. El mundo no te dio lo que querías, y por tanto tú no das nada sino simpatía y aspirinas.
—Molly…
—Y no te atrevas a decirme que me amas, porque sé que no es verdad. No sabes diferenciar entre estar enamorado y comportarte como si lo estuvieras. Que me eligieras fue bonito, pero podría haber sido cualquier otra, y créeme, Tyler, hubiera sido igual de decepcionante, de una forma u otra.
Me di la vuelta y me encaminé a mi coche, un poco inestable, menos conmocionado por la traición que por lo definitivo de ésta, intimidades narradas como unas inversiones de alto riesgo en una crisis del mercado de valores. Entonces me volví.
—¿Y qué hay de ti, Moll? Sé que te pagaron por la información, pero ¿fue por eso por lo que me follaste en un principio?
—Te follé —dijo—, porque me sentía sola.
—¿ Y ahora también?
—Nunca dejé de sentirme sola —dijo.
Arranqué el coche y me fui.